A los dieciocho años y unos meses empecé a escribir mi Diario. Un diario íntimo, por supuesto, y básicamente “de formación”, en el sentido que en la literatura alemana se da a cierto tipo de novelas en las que se expone la evolución humana – sentimental, cultural y espiritual – del personaje.
Durante años lo frecuenté diariamente, o casi. Hacia los veinticinco, la cosa remitió. Se fue espaciando. Hasta que llegó a interrumpirse durante meses y, en torno a los treinta, durante años. Hacia los cuarenta resucitó, pero con otro aire: menos candoroso, más crítico y pretendidamente objetivo, es decir, menos “adolescente” (aunque de esto no estoy muy seguro). Ahora suelo frecuentarlo dos o tres veces al mes, o una, o ninguna.
Cuando releo algunas de las cosas escritas en el último período, puedo estar o no de acuerdo con ellas, pero no me impresionan. En cambio, las cosas escritas en el primer período me conmueven. A veces me pregunto cómo tan joven podía pensar y escribir aquello. Pero esta primera idea, tan autocomplaciente, enseguida es destruida por una reflexión objetiva: muchos de los que se han dedicado a las letras han escrito cosas similares a la misma edad o antes. Más bien habría que preguntarse por qué a la mayoría de las personas no se les enciende la lucecita a esa edad, o nunca.
Así, que he pensado ir seleccionando algunas frases y breves fragmentos del primer período para ofrecerlas al público lector. El cual ha de tener en cuenta que el escenario es la Barcelona de 1958-1965, los años centrales de la dictadura de Franco, y que la historia empieza cuando, después de once años de estudios primarios y secundarios en un colegio religioso, me hallaba a la mitad del primer curso de la carrera de derecho.
Las citas escogidas las iré publicando en Facebook . Y tal vez, al final, las reúna aquí mismo.
Y ahora, tres meses después, cumplo con lo que anuncié: aquí
En ocasiones la sociedad le señala a uno sin que el uno en cuestión haya hecho el menor movimiento para ser señalado. Me lo comentaba mi amigo Augusto, siempre tan ponderado, tan reacio a cualquier tipo de extravagancia.
– Sabes lo discreto que siempre he sido – decía -, sabes lo poco que me gusta destacar y que se me señale, ya sea para bien o para mal. Tú mismo me has dicho a veces que mi manía de querer pasar desapercibido me ha perjudicado gravemente en la vida. Pero ¿qué quieres que le haga? Soy así y no puedo evitarlo.
“En el barrio donde vivo, siempre he intentado mantenerme como uno más, como una de tantas personas que pasan por ahí y cuya vista nos es completamente indiferente. Pero, de un tiempo a esta parte, he observado que las cosas van cambiando, y en un sentido alarmante para mí.
“Las personas con las que me cruzo me miran. Sí, me miran. Pero no como se mira al extraño que pasa por ahí y que al instante olvidaremos, no, me miran como a algo especial. Nunca había tenido esta sensación de ser reconocido en público. Pero, reconocido ¿por qué?, me pregunto.
“Ayer mismo, me crucé con dos mujeres del barrio. En un instante me miraron y se miraron, y apenas las había rebasado que oí “sí, es el que te decía”. Y sé que, en muchos casos, aunque no he oído nada, otras mujeres con las que me he cruzado han dicho similares palabras. Y es que son las mujeres, mucho más que los hombres, las que me “reconocen”. Pero, me reconocen ¿de qué?, insisto.
“Tengo más de setenta años y ningún parecido con el Paul Newman de mi edad, así que no me hago ilusiones absurdas. Y además, incluso cuando voy acompañado de mi mujer, suelo ser objeto de ese tipo de miradas y – estoy seguro – de comentarios. Estoy preocupado, angustiado. No sé a qué obedece todo esto. ¿Tú qué crees?”
Ciertamente, planteado de aquella manera parecía un caso muy raro. Incluso llegué a pensar si no se trataría de un brote de paranoia del amigo Augusto. No supe qué responderle.
A los pocos días me lo volví a encontrar. Estaba tranquilo, relajado, aunque un poco triste.
– Ya tengo la solución – dijo -, todo está claro. Ayer mismo, al pasar por delante del inmueble vecino, sorprendí a la portera y otra mujer en el acto mismo de mirarme y comentar. Esta vez fui directo a ellas. La otra mujer se escabulló enseguida. La
portera no pudo: la acosé a preguntas y reproches. No tuvo más remedio que hablar.
“No se lo tome así, señor, no es nada malo. Comentaba con la vecina lo que todo el mundo dice, que es usted un caso raro. Cuando se le ve pasar, sobre todo cuando va con su esposa, es digno de admiración. ¿Sabe cuántos hombres casados de su edad hay en el barrio? Yo diría que ninguno. Mire, en esta misma escalera, con treinta viviendas, hay trece viudas, sí, señor, trece mujeres más o menos de la edad de usted que hace tiempo se quedaron sin marido. Usted es la admiración, la envidia en algunos casos, de muchas mujeres solas. Tendría que estar orgulloso.”
Ya ves, eso es todo. Decepcionante, ¿no? ¿Y tú qué crees? ¿Tendría que estar orgulloso? ¿O más bien preocupado?”
– Preocupado – respondí, sin dudarlo un momento -. Todos tendríamos que estar seriamente preocupados. La imparable desaparición de los maridos de nuestra edad, la proliferación sin freno de viudas desconsoladas o más o menos alegres es un fenómeno al que no se presta la atención debida. Yo creo que habría que hacer algo, que se ha de hacer algo. Urgente. ¡Ya!
– ¿Algo? ¿Pero, qué?
– No sé…algo…
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