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Por qué ya no leo novelas

Considero que un hombre que después de los 40 años aún lee novelas es un puro cretino.
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La frase la pronunció Josep Pla ante la grabadora de Salvador Pániker hace medio siglo. Y ha sido citada, para defenderla o refutarla, en multitud de ocasiones. Por mi parte, creo que, aunque algo de verdad puede contener en el fondo, no hay que tomársela muy en serio, quiero decir, al pie de la letra.

Para empezar, está formulada como una máxima, es decir, como uno de esos pensamientos lapidarios que nos lanzaban escritores como La Rochefoucauld, Lichtenberg, Joubert, Chamfort, Renard, Valéry y otros varios, casi todos franceses. Y, para mí, toda máxima tiene un defecto muy importante, y es que, aunque señala y destaca de manera clamorosa algún aspecto de la realidad, deja todo el resto de esa realidad fuera.

Por supuesto que hay personas que leen novelas después de los cuarenta y no son cretinas integrales. Eso lo sabe todo el mundo, incluido el mismo Pla. Pero…

El otro día, curioseando en una librería, di con una obra de Italo Svevo: Una vida. La tomé y la estuve hojeando un ratito. No la había leído, pero enseguida me envolvió el aroma de otras obras del mismo autor que sí había leído: Senilidad y, sobre todo, La conciencia de Zeno. Ésta, que leí a mis veintitantos, me había dejado un buen sabor imborrable: la humilde humanidad del personaje, no sé si natural o impostada, la inteligente sencillez, la fina ironía, el humor por encima de todo. Una obra maestra que me había dejado con deseos de más y más. Y ahí, en mis manos, tenía otra novela del mismo autor. La estuve hojeando un rato más, después cerré el libro, lo repuse en su sitio, y me encaminé hacia los estantes de pensamiento y de autores greco-latinos…

Hace tiempo que no leo novelas, salvo excepciones. Y esas excepciones han sido sin excepción decepcionantes. O insignificantes, que viene a ser lo mismo.

Al principio tampoco leía muchas. Quiero decir que, finalizado el período infantil-adolescente de las novelas de aventuras, no pasé sin más a las adultas, sino que, aunque las había, en la proporción de mis lecturas era muy importante lo no novelesco. Creo, pero no estoy seguro. Una manera de comprobarlo sería tomar la lista de los libros de mi vida, a modo de muestra estadística, y ver cuánto de ficción hay en ella y cuánto de no ficción.

Hecho. Ficción: 14; no ficción: 7. O sea, que la proporción no es tan desequilibrada como creía a favor de lo no novelesco. Aunque hay que tener en cuenta que he computado como de ficción a Unamuno y Goethe, los cuales podrían estar también en el otro lado.

Bien, números aparte, lo que quería decir es que, si bien he disfrutado con la lectura de muy buenas novelas – en la lista mencionada están algunos de “mis” grandes –, con el tiempo le he ido perdiendo el gusto a este género literario. Hasta el extremo de que ni siquiera he sido capaz de abordar ahora algunas novelas que considero imperdonable no haber leído en su momento. Como Anna Karenina, por ejemplo. O Madame Bovary, como otro ejemplo.

¿Y por qué le he ido perdiendo el gusto? Esta es la pregunta clave.

Después de pensarlo un poco, he llegado a la conclusión de que lo mío no tiene nada de particular; de que este alejamiento progresivo de la novela es un proceso natural que se da en todo lector en mayor o menor medida.

Pero, ¿por qué?, cabe insistir. Pues por lo mismo que el niño necesita que le cuenten cuentos, sobre todo para dormirse tranquilo, mientras que el adulto no siente esta necesidad porque piensa que el abordaje directo de la realidad le hará sentirse más tranquilo y seguro.

Y de este pensamiento surgen la filosofía, la crítica, la historia y todo lo demás.

Pero la verdad, la verdad, es que no duermo mejor ahora que cuando me contaban cuentos. O que cuando leía novelas, que no hay tanta diferencia.

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