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SCHOPENHAUER AD CANEM. quinque

¿Y no hay manera de escapar de esta condena?… Veo que estás bien despierto ahora. Me alegro. Porque ahora viene la parte positiva −es una manera de hablar− del asunto, mucho más cierta y más real, eso sí, que todos los cielos y progresos que sólo existen en las mentes de los optimistas profesionales. Sí, hay manera de escapar de esa condena. Y no una, sino dos. La primera, aunque efectiva, es transitoria, temporal. La segunda, aunque rara y muy difícil, es total, definitiva.gran teatro

La primera es el arte. He dicho antes que la inteligencia humana es una creación de la voluntad para seguir existiendo. Y en la inmensa mayoría de los casos, a eso se reduce su papel. Los hombres utilizan el cerebro para dominar las fuerzas de la naturaleza como no lo podría hacer un simple animal, y para afirmar su yo frente a los otros hombres, con astucia, con engaño, es decir, para desenvolverse en la selva natural y social, en una palabra, para sobrevivir, porque ésta y no otra es la función del intelecto creado por la voluntad. Pero una vez creado, el intelecto −como toda creación viva− actúa con propia autonomía, y a veces se fija en cosas que no tienen relación con el interés de la voluntad.

Cuando por primera vez el hombre levantó la vista de la tierra de sus afanes y, ajeno a todo interés vital, contempló el cielo estrellado, nació el sentimiento estético. Cuando por primera vez el hombre construyó un objeto, pintó una figura, tramó un relato, inventó una canción, sin ningún interés vital o práctico, nació el arte… Pero ¿qué es el arte?

El arte consiste en el conocimiento objetivo de una Idea que abarca toda una serie de casos particulares y concretos. Hay infinidad de personas ambiciosas o empujadas a la ambición: Shakespeare capta la Idea y la llama Macbeth. Hay algunas personas idealistas y puras en un mundo mezquino y perverso: Cervantes capta la Idea y la llama Quijote. Hay muchos jóvenes sensibles y desesperanzados en un mundo frío y hostil: Goethe capta la idea y la llama Werther. Si estos genios de la literatura, en vez de abandonarse a la contemplación intuitiva de la Idea, se hubieran guiado por las pulsiones de la voluntad, ni serían tales genios ni hubiesen producido otra cosa que vulgares panfletos.

Y es que el núcleo fundamental de una obra de arte es una intuición objetiva, y ésta exige el aquietamiento absoluto de la voluntad. Es entonces cuando el artista se convierte en sujeto puro de conocimiento, ajeno a las tormentas de la voluntad. Ya no hay lucha en su interior, porque la voluntad ha cesado y él y el objeto artístico son una y la misma cosa. Momentáneamente. El arte nos permite escapar de la horrible rueda de la voluntad pero sólo por unos momentos, mientras lo creamos, mientras lo disfrutamos.

¿Cuál será entonces la solución definitiva?… ¿La muerte? Me ha parecido oírte decir la muerte. No, no puede ser, alucinaciones mías… porque tú, Butz, no puedes tener el concepto de la muerte, como quedó muy claro, y a decir verdad, ni siquiera puedes hablar… Bien, en todo caso, la respuesta es no. La muerte no soluciona nada. Si la muerte cambiase algo fundamental, el universo ya no existiría.

Porque, vamos a ver, ¿cuando morimos qué es lo que muere? El intelecto, la conciencia individual, esa lucecita que la voluntad produjo para iluminar la andadura del cuerpo (su propia andadura): al desintegrarse el cuerpo en sus materiales básicos se viene abajo todo el andamiaje sobre el que el intelecto se alzaba. Lo que desaparece con la muerte es el intelecto, la conciencia individual, pero no la voluntad una y eterna, que buscará nueva envoltura para seguir manifestándose.

Y sin embargo, qué curioso, lo que en nosotros se siente horrorizado por la muerte no es el intelecto − nos hemos pasado millones de años sin él, se eclipsa con el sueño y con el síncope, sin que nada de esto nos importe−. No, lo que en nosotros siente horror a la muerte es precisamente lo que no puede morir, la voluntad, que, engañada por el intelecto, teme que ella pueda morir también, y siendo pura voluntad de vivir, se siente aterrorizada.

Así que la muerte no resuelve nada −y el suicidio es un error estúpido−, porque la voluntad seguirá existiendo para tormento de todo lo viviente. ¿Entonces? Acabar con la voluntad, conseguir que se extinga la voluntad de vivir, esta es la clave. ¿Y cómo se consigue esto? Como lo han conseguido los ascetas hindúes y budistas y los místicos musulmanes y cristianos de todos los tiempos, comprendiendo que todo es uno bajo el velo ilusorio de Maya, bajo el tejido cerebral de la representación, que forja individuos y diferencias donde sólo hay un ser inmutable, indestructible y eterno, comprendiendo que no hay tú y yo −base de la auténtica moral−, que no hay hombre y mundo, como el artista Byron lo comprende cuando exclama

Are not the mountains, waves and skies, a part 

of me and of my soul as I of them?

El hombre que, tras amargas luchas con su naturaleza, comprenda todo esto habrá vencido, y se convertirá en espíritu puro, en límpido espejo del universo. Ya nada le podrá agitar, pues habrá cortado los mil lazos con que la voluntad le ataba a la tierra y que bajo la forma de concupiscencia, de codiciao de cólera, le atormentaban sin cesar. Ese hombre, contento y tranquilo, mirará ya los espejismos terrenales que antes tanto le conmovían como uno mira los trajes de máscara desechados después de haber palpitado bajo ellos la noche de carnaval. A ese hombre la muerte ya no le espanta. Suprimida la voluntad de vivir, se ha liberado de todo tormento, y puede volver, plácidamente, al ser ignoto de donde nunca debió salir…

Bien, ¿qué te parece, Butz? Veo que has aguantado. Pero te advierto una cosa: esto que has oído −porque es innegable que lo has oído− es un resumen precipitado que da sólo un pálido reflejo de la brillante profundidad de mi filosofía. Pues has de saber que he pasado por alto temas tan fundamentales como el de la Idea (objetivación adecuada de la voluntad no sujeta a la representación), o como el fundamento de la moral, o como el problema de la libertad, o como mis reflexiones originales sobre el genio, la música, la justicia, el amor sexual, la locura y un abundante etcétera.

Pero comprendo que no podía abusar más de ti −lo mismo le diría al supuesto lector del hipotético libro, ¡me contentaría con que respondiese como tú has respondido! Te has portado bien, Butz, muy bien, te felicito. Dame la patita. Ha sido un placer hablar contigo.

                           FINIS SERMONIS SCHOPENHAUERIS

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SHAKESPEARE. El escritor ausente I

       A mi hermano Adolfo, amante de Shakespeare, del teatro y de la vida 

                                                   IN MEMORIAM

Los escritores son como las personas; los hay altos, bajos, morenos, rubios, negros, amarillos, (hombres, mujeres, por supuesto, aunque ahora ya no es tan “por supuesto” y parece que hay que especificar). Quiero decir con esto que el tópico del escritor engreído, soberbio, susceptible, ególatra, vanidoso, no es más que eso, un tópico que unas veces coincide con la realidad y otras veces no.

Hay escritores cuya personalidad, fuerte, poderosa, invasiva, se manifiesta de modo evidente en su obra, para bien o para mal, y hay otros cuya personalidad está tan diluida en la obra que parece que no está. Entre los buenos ejemplos de lo primero tenemos a Goethe; entre los buenos ejemplos de los segundo, a Shakespeare.

De hecho, Shakespeare es el ejemplo máximo. Nadie como él ha sabido – conscientemente o no – ofrecernos una obra que más bien parece un producto de la naturaleza en la que el supuesto autor no ha tenido ninguna intervención.

El caso de Shakespeare me incita sin remedio a reflexionar sobre uno de los temas para mí más atrayentes y misteriosos de la literatura: la relación entre autor y obra. Y es que esta relación no se parece en nada a la que se produce en otros ámbitos, creo yo, excepto en el artístico en general, que es definitiva de lo que hablo.

Una persona obtusa que se dedica a la política producirá una política obtusa; una persona torpe y desabrida, como funcionaria o empleada se manifestará como funcionario o empleado incompetente y desagradable; una mala persona en un cargo directivo actuará como mala persona en muchas de sus decisiones. En la literatura no es así.

El escritor, en cuanto verdadero creador, puede ser como ese individuo que de vez en cuando aparece en las noticias, tranquilo, educado, silencioso, a quien sus vecinos tienen por un buen hombre…y que resulta ser un asesino en serie. Hay otros que no, otros a los que los vecinos tienen por engreídos y arrogantes…y no son más que vendedores de chucherías.

Aunque también es cierto que hay vecinos engreídos y arrogantes que son perfectos asesinos. Entre estos últimos podría citar a Thomas Mann, y entre los primeros a Kafka, por poner unos ejemplos.

La tradición biográfica del personaje ha sido constante en algunos, pocos, aspectos. Parece que Shakespeare no era lo que se entiende por un hombre de carácter. De aspecto bastante corriente, era modesto, sencillo, afable, aunque podía ser brusco cuando trabajaba, es decir, cuando participaba en el montaje de alguna de sus obras teatrales. H. Bloom lo califica como “el menos engreído y agresivo de los escritores contemporáneos”, y a continuación destaca que existe una relación inversa entre su desvaída personalidad y su gran talento dramático.

Uno puede imaginar al amigo, madre o esposa del joven actor (y escritor casi forzado, para nutrir el programa de la compañía en la que participaba), después de asistir a la representación de alguna de las obras escritas antes de cumplir los treinta, inquiriéndole asombrados “pero tú, ¿de dónde has sacado todo eso?”. Y es que, aparte de la creación de personajes, la escritura vital, torrencial, las metáforas nunca oídas, la fuerza del conjunto de la obra eran como para producir asombro, sobre todo si se atribuyen a una persona tan normal como las que vemos a diario por la calle.

Lo que yo no puedo imaginar es lo que habría contestado el joven actor y autor llamado William. De todos modos, es de suponer que en la época posterior de Hamlet, Otelo, Macbeth y otras, el asombro ya estaría superado y asumido.

Por sus contemporáneos, sobre todo por los que convivían con él o lo trataban a diario (“nadie es un héroe para su ayuda de cámara”), pero no por el espectador o lector de los siglos posteriores, ante cuyos ojos, si son vivos y despiertos como los de un niño, despliega Shakespeare todo un rico y meditado carrusel de maravillas.

No hay duda de que el teatro es el género literario más objetivo. Quiero decir que es el género que menos admite la intromisión caprichosa del autor en la dinámica propia de la obra. Y para plegarse dócilmente a esta exigencia del género quizá se precisa de un temperamento como el de Shakespeare, aunque no necesariamente en el mismo grado, cosa, por otra parte, que me parece imposible.

Para empezar, parece superfluo hablar de una “neutralidad” del autor ante los personajes y cuestiones que se plantean en la obra, puesto que el autor, como ya he dicho, está en la práctica ausente. Shakespeare ha sido uno de los primeros en establecer de manera clara que en la ficción novelesca-teatral todos y cada uno de los personajes tienen razón, su razón, y que el autor no es nadie para rebatirla.

Está además el dato (o no dato) histórico de que no se conocen sus ideas y creencias políticas y religiosas (algunos le suponen católico). Es posible que no las tuviera. Es posible que fuese ese vacío mental unido a su particular temperamento lo que hizo de él el límpido espejo donde pudo reflejarse con nitidez, con más nitidez que en la vida misma, toda la grandeza y toda la miseria de la condición humana. (Continúa)

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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SHAKESPEARE. El escritor ausente II

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La muerte de César como sacrificio expiatorio

La lectura del blog de Jaime Fernández En lengua propia es siempre un placer intelectual de primer orden. La reciente entrada, que trata de la muerte de Julio César a través de la tragedia de Shakespeare es un buen ejemplo. Y para mí, que desde hace mucho tiempo me ha dado por reflexionar sobre el asunto, muy estimulante.

Lógicamente tenía que hacer algún comentario. Pero ¿por dónde empezar? Porque, en todo caso, había de ser un poco largo. Y no me parece correcto aprovechar el blog de otro para entregarse uno a las propias divagaciones.

Por otra parte, he recordado que el núcleo de las reflexiones que se me ocurrieron durante la lectura del post aludido ya estaba contenido en un fragmento de mi obra (no publicada) Conversaciones con Petronio, en la que Lucio, joven admirador de Petronio, durante su relación con éste va descubriendo la existencia de una conspiración, dirigida por el senador Pisón, que pretende acabar con Nerón.

Una frase del artículo de Jaime, escrita a propósito de unas palabras del Bruto shakesperiano, fue el detonante decisivo de ésta mi intervención :

La comparación del cuerpo de César con un manjar divino alude a un sacrificio expiatorio.

El fragmento aludido de Conversaciones con Petronio es éste:

[PETRONIO]…el plan tendría, o tiene, que ejecutarse con ocasión de la fiesta principal de los Juegos de Ceres, es decir, pasado mañana, y su diseño y desarrollo es un buen ejemplo de lo bajo que ha caído la literatura en nuestros días.

[ LUCIO] -¿La literatura has dicho?

-Sí, he dicho la literatura, ¿o debiera decir el teatro? Amigo, ya no hay ideas nuevas. Recordarás aquella tragedia que tuvo lugar en la sala anexa del Teatro de Pompeyo en los Idus de marzo del año del último consulado de Julio César. En ella, los actores rodean al tirano para alabarle o pedirle gracias hasta que, de pronto, uno de ellos lo coge de la toga y tira con fuerza. Es la señal para que todos se precipiten sobre la víctima con sus espadas y puñales… Pues bien, la función que piensa dar la compañía de Pisón es un simple calco de aquella tragedia. En ésta, Laterano hará de Címber, Seneción hará de Casca, o quizá Escevino, y así, cada uno se asignará un papel de acuerdo con la máscara elegida. ¿Qué te parece?

-No sé, desde el punto de vista estético me repugna comparar a Nerón con Julio César, o a Escevino con Bruto…

-No, en este caso, Bruto será Pisón. Pero es igual, tienes razón. La grandeza de una obra de arte está en su cualidad de irrepetible, y la muerte de Julio César es una de las obras de arte más grandes de la historia. Los caracteres de los conjurados y sus relaciones mutuas, el ritmo de la acción, el clima de tensión creciente que finalmente estalla en el momento crítico, y ese mismo momento, con la víctima acosada que va a dar finalmente a los pies de la estatua de su antiguo enemigo-amigo, y el carácter ritual del homicidio colectivo, como si todos hubiesen de participar por igual de la sangre de la víctima, misteriosamente dotada de propiedades salvíficas, misterio que arranca ya de la cena de la víspera, cuando el que ha de morir se despide de sus amigos compartiendo con ellos la comida y el vino. La muerte de César es quizá el eje central de la historia, el paradigma de todos los homicidios sagrados. Es la muerte que se da al padre por la libertad individual, es la muerte que se da al rey por la libertad colectiva, es la muerte que la naturaleza impone para perpetuar la vida. La muerte de César pide a gritos un gran artista de la tragedia que la instaure de una vez por todas como obra de arte, rescatándola de las vagas sombras de la memoria de lo real. Y lo tendrá, claro que lo tendrá…Ahora, imagina todo eso interpretado por la compañía teatral de Pisón: músicos mediocres, mariquitas histéricas, poetas chiflados, intentando sostener sus puñales de lujo para meterlos entre las adiposidades de un cerdito bien cebado, de chillidos insoportables.. ¿Entiendes ahora por qué le dije a Escevino que lo peor del plan es que está mal escrito?

– Lo entiendo muy bien, y comparto por completo tu opinión. Creo que un acto importante, transcendente, ha de revestirse siempre de cierta grandeza.

-En efecto, aun cuando los protagonistas no sean conscientes. Si un hecho es realmente grande, por fuerza será bello. En el fondo no es más que una cuestión de estilo.

-¿Como en la literatura?

-Sí, como en la literatura.

-¿Puedo deducir entonces que tus razones para rechazar la conspiración son exclusivamente de orden estético?

-Puedes.

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La imaginación (refundido)

La imaginación es la facultad del alma de representarse cosas reales o ideales. Así es como la define la RAE. Pero mejor no nos guiemos por definiciones canónicas. Sobre todo cuando todo el mundo sabe de lo que se está hablando, como es el caso.

Lo cierto es que la imaginación es una facultad humana de la máxima importancia. Sin imaginación no seríamos lo que somos, es decir, lo que imaginamos ser. Y somos lo que imaginamos ser, evidente. Otra cosa es lo que imaginan los otros que somos, que suele ser bastante distinto de aquello que imaginamos que somos. Y he aquí que, sin darme cuenta, me he deslizado hacia aquella cuestión que tenía obsesionada a una mente tan clara como la de Pirandello: ¿Somos realmente lo que creemos ser o hay tantos yoes como miradas se posan en nosotros?… Pero abandonemos la espinosa senda de la filosofía y permanezcamos en la más segura de la palabrería.

La imaginación es como la última mano de pintura que damos a la realidad. Gracias a la imaginación podemos decir que una puesta de sol es algo maravilloso, o que las nubes son figuras cambiantes de seres fabulosos, o que el obligado saludo de la vecina es una clara invitación a compartir delicias soñadas. Gracias a la imaginación saludamos al nuevo día convencidos de que será distinto del anterior. Tan fuerte es la imaginación que, cuando somos jóvenes y sanos, nos induce a pensar que la enfermedad y la vejez es cosa de los otros.

La imaginación es una facultad absolutamente necesaria para la vida humana. Sin ella, nos derrumbaríamos. ¿Que exagero? Basta pensar qué sería de los grandes personajes, de los líderes mundiales, si no pudiesen imaginarse que son lo que imaginan que son. Se disolverían en el espacio como pompas de jabón. Y también para el artista es importante la imaginación. No solo para crear la obra, sino, sobre todo, para pensar que esa obra tiene algún sentido o sirve para algo.

Y es que, seamos claros, ¿por qué escribo yo estas cosas aquí? Porque imagino que alguien las lee, que le gustan y que hasta musita ¡qué bien escribe Priante!

Y así funciona el mundo.

Pero consideremos ahora la imaginación bajo otro aspecto. Porque, si hasta ahora la he tratado como elemento básico e imprescindible de la personalidad, en adelante divagaré sobre su aspecto más positivo, es decir, como la cualidad que permite al individuo humano ser algo más que individuo. Artista, por ejemplo.

Las personas normales, y esto no es ningún reproche, ven la realidad como una superficie plana. Las cosas son lo que son, y punto. Los artistas ven en esa superficie ondulaciones sorprendentes, cifras, signos, que remiten a algo que quizá está fuera quizá debajo de esa superficie. Esta capacidad de ver, adivinar o construir mundos vivos sobre una apariencia plana es lo que distingue no solo al artista sino a toda persona con un punto más de evolución respecto de las demás. Y esto tampoco es un reproche hacia “las demás”. Es la simple constatación de la existencia de una pluralidad de niveles. Pero me parece que ya salta alguien con aquello de ¡elitismo! No importa, no quiero desviarme. Lo de hoy es la imaginación.

Hay artistas, escritores, que nos han regalado con un derroche de imaginación desbordante. Los ha habido en todas las épocas (incluso ahora, nadie lo diría). Pero solo mencionaré tres, y de los considerados clásicos.

Cervantes, quien no solo imagina al loco-cuerdo más notable de la historia de la ficción, sino que nos lo cuenta con un humor y una ironía que le han valido el título de padre de la novela moderna, es decir, de la novela a secas. Como ejemplo, la peculiar situación de la segunda parte del Quijote, donde los dos protagonistas son reconocidos por otros personajes… porque éstos ya han leído la primera parte.

Dante, quien no solo cree en el dogma católico, sino que además le pone decorado, ambientación, attrezzo y efectos especiales, dando salida en su Commedia a la imaginación más excelsa, perversa y poética que podemos hallar en la historia de la literatura.

Shakespeare, creador de unos seres humanos tan consistentes, que muchos de los reales palidecen a su lado. Y es que, para Shakespeare, lo de menos es imaginar historias, que suele tomar de aquí y de allá; lo de más es imaginar esos caracteres que permanecerán para siempre como paradigmas de las diferentes formas de manifestarse la condición humana. Aparte de la gran riqueza poética, imaginativa, de su escritura.

Pero, además de la función artística, la imaginación positiva tiene otras virtudes más modestas, pero también más eficaces y hasta necesarias. La principal es la imaginación del otro. Si uno es capaz de imaginarse, es decir, de ponerse en el lugar del otro (en especial si este otro es el enemigo o el contrario) toda la fuerza del antagonismo se desvanece. Y si todos fuésemos capaces de este ejercicio, los conflictos y las guerras desaparecerían de la faz de la tierra. Que no es poco.

Decía Oscar Wilde que el peor de los vicios es la falta de imaginación. En efecto, porque la falta de imaginación es la madre de todos los crímenes.

Acabo de escribir “la falta de imaginación es la madre de todos los crímenes” y me quedo pensativo y dubitante. ¿Es verdad esto? Pienso entonces en toda la imaginación que se necesita para vislumbrar un paraíso – en este mundo o en el otro – y ser capaz de matar o morir por alcanzarlo. Y resulta que este tipo de imaginación es la que más crímenes contra la humanidad ha provocado. Así que mi frase no parece verdadera.

O quizá necesite una matización, es decir, quizá describe una verdad parcial que habría que colocar en su justo sitio, sin afanes totalizadores. Es lo malo de las máximas, sentencias o frases lapidarias: que por mucha verdad que contengan dejan siempre una buena porción fuera.

Porque, vamos a ver, para vislumbrar un paraíso – terrenal o celestial, tanto da – y creer en la necesidad de su imposición con tanta fuerza que empuje a morir o matar por ello, se necesita cierta imaginación, es cierto. Pero no es menos cierto que ésta sería un tipo de imaginación muy distinta de la que se alberga en la mente del que escribe novelas o del que es capaz de sufrir solo pensando en los que sufren.

Así que más bien parece que ni siquiera merece el nombre de imaginación. Porque, en todas sus variantes, lo imaginado no es nunca construcción del propio sujeto, sino que es algo que viene de fuera y que hay que creer y transmitir tal cual, sin pizca alguna de iniciativa propia, cosa que parece la negación misma de la imaginación.

Mejor entonces llamarlo creencia, o fe, que es una especie de idea fija que en los casos extremos lleva al creyente – convertido en fanático – a cometer auténticas barbaridades.

Y he aquí que matizando, matizando, he regresado al punto inicial. Y eso está muy bien. Porque ahora puedo afirmar, y no un poco a bulto como al principio, sino con pleno conocimiento de causa, que sí, que la falta de imaginación es la madre de todos los crímenes.

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Justicia poética (refundido)

Hacia 1678, el historiador y crítico literario inglés Thomas Rymer acuñó la expresión poetic justice para definir lo que, según él, debería contener toda obra dramática o de ficción: que, al final, el mal recibe siempre su castigo y el bien su recompensa. En una versión menos radical u utópica, podría entenderse la justicia poética como una especie de coherencia moral, exigible en toda historia. Es decir, por ejemplo, que no podría ser que un individuo malvado, perverso y depravado viviese felizmente sus últimos días, o que una persona bondadosa, noble y laboriosa muriese en la desesperación más absoluta.

Rymer era un neoclásico, defensor de las normas estéticas que el teatro francés había impuesto en Europa y beligerante frente a Shakespeare, en cuya obra solo veía un mar de incoherencias e inmoralidades. A Shakespeare esto le daba igual, más que nada porque llevaba seis décadas muerto; pero también a la vida real le traían sin cuidado las ideas de Rymer, y seguía ofreciendo su propio espectáculo, ajena a las normas de los críticos moralizantes. Uno de éstos llegó a decir que solo la ejemplaridad moral justifica la existencia del arte. Pero nunca llegó a preguntarse qué es lo que justifica la existencia de un crítico moralizante.

Por extraño que parezca, una idea tan mecánica y simplista del relato artístico ha llegado hasta nuestros días, principalmente en versión cinematográfica, donde, conocida como happy end, ha ahorrado toneladas de lágrimas a millones de espectadores: el chico o la chica pueden pasarlo francamente mal, y el “malo” puede estar alcanzando sus perversos propósitos, pero al final todo se arregla…y Rymer y los suyos pueden respirar tranquilos. La justicia poética ha funcionado.

Otro asunto es si alguna especie de justicia, similar a la poética en el arte, funciona en la vida real. Si el bien tiene su premio y el mal su castigo. Cierto que en este caso sería más correcto prescindir del adjetivo “poética” y quedarnos con el sustantivo “justicia”, sin más.

¿Hay justicia en el mundo? Y no me refiero a aquella que presuntamente imparten jueces y tribunales, sino a aquella otra que Thomas Rymer deseaba para los dramas o relatos artísticos. El bien, ¿acaba siempre por triunfar? El mal, ¿recibe siempre su castigo?

Los creyentes cristianos tienen la respuesta fácil (en esta y en otras muchas cuestiones). Todo se soluciona en el más allá, donde los malos son castigados y los buenos alcanzan la recompensa eterna. Los no creyentes lo tienen más difícil. De hecho, cuentan con dos opciones: reconocer amargamente que el mundo suele ser injusto o recurrir a la idea de una especie de justicia inmanente, algo que la sabiduría popular siempre ha intuido, y ha proclamado con la frase “en el pecado va la penitencia”.

¿Pero qué significa exactamente esta idea? ¿Que los malvados sufren espontáneamente por haber cometido sus maldades? ¿Que Hitler, Franco, Stalin y compañía, por ejemplo, lo pasaban muy mal cometiendo sus fechorías? No sé…

En cualquier caso, el asunto es vidrioso. A primera vista, es evidente que no hay justicia en el mundo; se ha de recurrir a una segunda vista para formular un juicio más consolador, pero no todo el mundo está dotado de esta particular visión añadida.

Así que lo mejor es dejarlo. Además, ¿por qué habría de haber justicia en el mundo? Quizá es que la cosa es muy sencilla, tan sencilla como para espantarse considerándola fríamente: el mundo es como es, y punto. O como dice el filósofo: “el juicio sobre este mundo es este mundo”.

Así que, a primera vista, la virtud no siempre tiene su recompensa. O muy pocas veces. O casi nunca. Pero…¿Y el esfuerzo? ¿Y el mérito?

Estudia, esfuérzate para ser mañana un hombre de provecho”; “siempre adelante, no te dejes amilanar por los pequeños fracasos, que al final el mérito y la valía salen siempre triunfantes”… Ahora no sé, pero a mediados del siglo pasado los padres responsables prodigaban a sus hijos consejos de esta clase. Era una época optimista. A pesar de las dos guerras y, en especial, de los horrores de la última, la gente confiaba, no sé por qué, en la bondad fundamental de la especie humana y en la receta milagrosa del trabajo y el esfuerzo. Los Dale Carnegie y O.S. Marden seguían irradiando esa especie de optimismo primario hasta los más apartados rincones del mundo, como mi hogar familiar, donde los autores citados compartían anaquel con Dante y Stefan Zweig.

Dudo que hoy se impartan y se reciban con la misma inocencia ese tipo de consejos. Ha habido demasiados premios literarios por en medio como para que se pueda mantener la idea de que lo excelente se alza siempre por encima de lo mediocre. Y sin embargo, la idea persiste. Leo en el comentario de un lector de una revista digital: “no hay genios ocultos”, “el artista que vale de verdad llega siempre”.

¿Seguro que no hay genios ocultos? ¿Cómo lo sabe? Es el tipo de enunciado que cierto filósofo no admitiría como científico por el hecho de no ser “falsable”. Es decir, que no hay manera de imaginar su contrario. Porque lo definitorio de algo oculto es que se desconoce, y entonces ¿cómo se sabe si existe o no?

Por el contrario, hay indicios para suponer que no es cierto lo que afirma el comentarista en cuestión. Si no llega a ser por la determinación de su amigo Max Brod, Kafka habría muerto como genio oculto. Si llega a morir a los 52 años en vez de a los 72, Schopenhauer no existiría para nosotros (su obra capital fue publicada cuando tenía 34 y pasó totalmente desapercibida). Si la hermana de la difunta Emily Dickinson hubiese destruido sin mirarlos los papeles dejados por la poeta, no conoceríamos una de las muestras más exquisitas de la poesía universal. Y seguro que hay más “indicios”. En estos casos, la moneda cayó del lado de la luz, pero no podemos dudar de que en otros muchos haya caído del lado de la oscuridad. Nunca sabremos quiénes fueron ni cuánto hemos perdido.

¿Cómo se puede afirmar que no hay genios ocultos, o que el artista siempre llega? Quizá solo desde la comodidad mental, desde el deseo de imaginarse un mundo en el que todo encaja, en el que reina una justicia poética de acartonado corte neoclásico.

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La letra o la vida (refundido)

Sin necesidad de consultar un tratado de gramática, creo estar en condiciones de afirmar que la partícula “o” puede tener, por lo menos, dos funciones distintas. Una, claramente disyuntiva, como cuando los antiguos bandoleros conminaban al viandante para que se decidiese por ¡la bolsa o la vida! sin más historias. Otra, explicativa de una equivalencia, como cuando, refiriéndose al idioma, se dice “castellano o español”.

Si he de ser sincero – y, sinceramente, creo que lo he de ser – confesaré que, después de pensarlo un rato, todavía no sé cuál de las mencionadas funciones ejerce la partícula “o” en el rótulo de este artículo.

Decantarse por la función disyuntiva del “o” supone aludir a aquel trágico dilema que algunas personas han sufrido y que muchas han magnificado: escribir o vivir; el arte o la vida. O, como lo decía Pirandello, la vita o si vive o si scrive. Y enseguida acuden a la mente los nombres de tantos creadores de los que se dice que crearon porque no sabían o no querían vivir; individuos encerrados en sus cubículos, que levantaban mundos fantasmagóricos o simplemente imaginarios mientras el mundo real no andaba lejos de sus zapatillas.

Pío Baroja, por ejemplo. Y el nombre se me ha aparecido a propósito de las zapatillas. Porque aquel genial constructor de relatos novelescos alardeaba de no saber escribir correctamente, y para corroborarlo afirmaba sin ningún pudor que él nunca sabía si estaba con zapatillas, de zapatillas o en zapatillas. Pero, a la vista de su obra, parece que esto del desaliño literario de Baroja es pura leyenda. Leyenda patrocinada por el mismo autor. Ya es raro. Como si un arquitecto propalase que no sabe bien su oficio. Y es que – como imagino que se irá viendo por aquí – los escritores suelen ser gente muy rara.

Nadie más raro que Kafka, al menos en la imaginación literaria-popular. Y aun en la popular a secas, que utiliza el adjetivo kafkiano con la alegría del que no sabe lo que tiene entre manos. También Kafka suele considerarse un ejemplo de creador que opta por la escritura frente a la vida. Consideración que tiene su base en la actitud huidiza que en más de una ocasión adopta en el momento en que va a formalizarse una relación amorosa. Aunque aquí el dilema no se da propiamente entre arte y vida, sino entre arte y matrimonio, que no es exactamente lo mismo.

La idea de la incompatibilidad entre la dedicación al arte y el estado matrimonial viene de muy antiguo. Pero, como es natural, se refuerza con el romanticismo, cuando el artista es considerado como una especie de sacerdote consagrado exclusivamente a la diosa Arte. En esta consideración late la misma idea que impulsó a la Iglesia católica a requerir el celibato de sus sacerdotes: que no se puede servir a dos señores. Y es que ni la entrega total al Arte ni la entrega total a Dios parecen compatibles con las mil y una preocupaciones que impone la vida de familia. Y esto es así, pese a todas las proclamas de los propagandistas de “la familia cristiana”, que ignoran (o pretenden contradecir) lo que el mismo Cristo dice al efecto en Mateo 12, 46-50 y en Lucas 2, 41-50 y 9, 59-62.

Bien, aunque sea de manera aproximada, como lo es todo en esta vida, se puede decir que Baroja y Kafka ilustran el significado que se desprende de la función disyuntiva del “o” situado a la mitad del título de este artículo.

La otra función, la explicativa de una equivalencia, vendría a aludir a todos aquellos escritores para los que el ejercicio de escribir no es algo aparte o separado de la vida, sino la expresión natural de las propias capacidades vitales. Y pienso en Goethe, naturalmente. Y en tantos otros, en general de raigambre clásica, que no sienten contradicción alguna entre la labor creadora y el normal desarrollo de la vida en sociedad. Desde Cicerón hasta Thomas Mann, pasando por Voltaire. Escritores en los que la letra, la escritura, forma parte de la vida (cuando menos, de su vida) de una manera natural y no conflictiva.

Pero la función explicativa del “o” podría también apuntar a algo muy distinto de lo que acabo de exponer. No se trataría ya de denotar una relación antagónica o armónica entre escribir y vivir, entre poesía y realidad, sino que contendría una proposición más bien metafísica, o fantasiosa (que viene a ser lo mismo), consistente en que la existencia humana no sería más que una ficción que tendría lugar a lo largo de la literatura universal. No es mala idea.

Ninguna idea es mala, si es fecunda. Y ésta lo es, al menos desde el punto de vista del escritor. La literatura, como realidad; la vida, como ficción literaria. Quién sabe. Al fin y al cabo, cuando dentro de miles de años se estudie nuestra civilización, al investigador de turno le costará Dios y ayuda establecer quién tuvo una vida real y quién ficticia, si Cervantes o Don Quijote, si Shakespeare o Hamlet. Del mismo modo que en nuestros días no sabemos si otorgar más realidad a Aquiles o a Homero. Aceptemos que la ficción es un producto de la vida, pero también que la vida es obra de la ficción, de la mente. “El mundo es mi representación”, dice el filósofo. Pero no me he asomado a esta ventana para filosofar, sino para contemplar la vida, la vivida y la imaginada. La vida del escritor.

Escritores, los hay de muchas clases. De tantas como de seres humanos en general. Unos escriben por la mañana temprano (Goethe); otros, por la noche tarde (Kafka). Unos se implican en la vida de su sociedad (Zola); otros cultivan un mundo aparte (Huysmans). Unos están instalados en la razón (Voltaire); otros, en el sentimiento (Rousseau). Unos creen en el más allá (Chesterton); otros, apenas en el más acá (Sartre). Unos se mueven entre la alta cultura (Mann); otros, entre oscuros pueblerinos (Faulkner). Unos son todo espíritu (Tagore); otros, todo sexo (H. Miller). Unos son conservadores (T.S. Eliot); otros, revolucionarios (Alberti). Unas son aristócratas (Pardo Bazán); otras, obreras (Alfonsina Storni). Unos son piadosos (Verdaguer); otros, impíos (Sade). Unas son vitales (De Staël); otras, enfermizas (Woolf)…
Cuánta variedad, cuánta riqueza. Y algunos dicen que leer es aburrido… Bueno, si solo leen a ciertos escritores de aquí y ahora, no seré yo quien les contradiga.

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Los caminos del libro. Literatura y cine. (A.E.P.12)

ALTER.- El otro día me preguntaba qué es lo que nos lleva a elegir un libro para leer, en vez de otro.

EGO.- Supongo que lo mismo nos lleva a elegir a una persona, para la amistad o el amor, en vez de a otra: la intuición de que ése es el libro, o la persona, que necesitamos.

ALTER.- Intuición que en muchos casos resulta falsa.

EGO.- En bastantes casos, sí, tanto con los libros como con las personas. Pero bueno, eso dependerá de las dotes intuitivas de cada cual. Los hay que casi siempre aciertan…y también los hay que casi siempre se equivocan.

ALTER.- Y también habrá el término medio.

EGO.- También, pero todo lo que tiene que ver con el término medio carece por completo de interés.

ALTER.- Vaya sorpresa. Te creía ponderado, ecuánime, colega de Claudio Magris y todo eso.. y ahora sales con…

EGO.- ¿Con qué? He dicho que el término medio carece de interés, no que carezca de todas las demás virtudes.

ALTER.- Pero, volviendo al tema, en tu caso ¿qué es lo que te lleva a empezar a leer un libro determinado?

EGO.- Las vías que te llevan a elegir un libro…hay de todo….puede ser… la lectura de otro libro. Esto es lo más corriente en mí. Una lectura te habla sugestivamente de un autor, o de un ambiente vinculado a un autor, y te entra el deseo de conocerlo directamente. El Danubio, de Claudio Magris, por ejemplo, me descubrió el mundo de Joseph Roth y, de un tirón, me leí cinco libros suyos, y con el máximo placer, te lo aseguro: La marcha Radetzky es una de las mejores novelas que he leído en mi vida. También puede ser… la lectura de algún artículo o reseña en un periódico o revista: de este modo me interesé por Claudio Magris, o también, el paseo por una librería hojeando los libros de los estantes, aunque este procedimiento, por lo general, más que llevarme a un autor determinado, me ha desaconsejado muchos.

ALTER.- ¿Y por la recomendación de algún amigo?

EGO.- Hace años, muchos años, un amigo me descubrió a Henry Miller; recientemente, otro me ha descubierto una deliciosa novelita de Thomas Mann, que no conocía.. Pero son casos excepcionales. Por lo general, la recomendación de los amigos no funciona en mi caso.

ALTER. – ¿Y las películas? ¿No te han sugerido alguna vez una lectura?

EGO.- Sí, pero sobre todo en la adolescencia y juventud. Por la película Quo vadis, leí la novela y lo mismo ocurrió con Sinué el Egipcio, y supongo que con alguna otra. Pero desde entonces, no recuerdo que ninguna película me haya conducido a una obra o autor.

ALTER.- Ya que has apuntado el tema, ¿qué opinas de la relación entre literatura y cine?

EGO.- Que, desde el nacimiento del cine, siempre ha existido…aunque con resultados más bien raquíticos.

ALTER.- Sí, es muy difícil que una obra literaria sea trasladada correctamente al cine.

EGO.- Depende. Una buena obra literaria perderá siempre en su traslado al cine, y es que hay que tener en cuenta que, si la obra la ha creado un verdadero artista, forzosamente necesitará otro artista de verdad para ser llevada a la pantalla con similares resultados. Por la misma razón, con las obras menores la adaptación resultará mucho más fácil. Es muy difícil que una gran novela no pierda profundidad y ambigüedad, es decir su riqueza más característica, al ser llevada al cine. Con el teatro es diferente…ahí tienes las excelentes versiones cinematográficas de Shakespeare, Oscar Wilde y otros. Y no me refiero al teatro meramente filmado, por supuesto. Y es que, pese a lo que pueda parecer por la profusión de medios con que cuenta el cine, el lenguaje cinematográfico es mucho más afín al teatral que al novelesco.

ALTER.- Y sin embargo, como tú mismo has apuntado, parece que el cine, con todos sus medios y efectos especiales, se presta perfectamente para representar toda la acción novelesca.

EGO.- ¿Toda?… A ver ¿A qué acción nos referimos? ¿A la que consiste en batallas, carreras y persecuciones? Por supuesto que ésa sí es representable por el cine. Pero no es éste, o no es éste principalmente, el tipo de acción que contiene una buena novela. La acción propia de una novela tiene que ver con el interior de los personajes, y con el del propio lector, y consiste en un proceso, por lo general lento y muy sutil, de modificación de las conciencias. A través de las vicisitudes de la acción externa, los personajes experimentan unas mutaciones internas que hacen que, por el ejemplo, el protagonista no sea al final lo mismo que era al principio. Don Quijote empieza como un hombre que quiere ser loco para poder vivir y termina como un hombre que quiere ser cuerdo para poder morir. Y también la conciencia del lector se modifica: cuando uno acaba de leer una novela, una buena novela, no es el mismo que cuando la empezó a leer.

ALTER.- Y tú crees que esa acción interior…

EGO.- Es muy difícil, por no decir imposible, que el cine la capte del texto de una novela, conservando el mismo espíritu que le infundió el autor.

ALTER.- ¿Y con el teatro no ocurre lo mismo?

EGO.- No, porque ahí la acción interior se desprende directamente de los diálogos de los personajes, diálogos que el cine puede recoger perfectamente, adaptándolos a sus propios medios expresivos, mientras que en la novela no se desprende sólo de los diálogos, que a veces ni siquiera existen, sino de todo el texto de la obra, con toda su riqueza de ambigüedades y matices. Y ahí radica la dificultad. ¿Te imaginas una adaptación cinematográfica de À rebours de Huysmans?

ALTER.- No, no me la imagino…De todos modos, seguro que recordarás alguna buena adaptación cinematográfica.

ALTER.- Sí, y alguna mala. Empecemos por la mala, y no es que sea de las peores, por cierto. El túnel, de Sabato, fue llevada a la pantalla por un director creo que español, y cosechó críticas más bien favorables. Pues bien, lo que yo vi fue una representación estéticamente muy cuidada de la misma historia que se cuenta en el libro, pero fría, glacial, carente por completo del fervor y la pasión con que el narrador nos arrastra en la novela. Yendo al otro caso, Dublineses, dirigida por Huston, adaptación del relato Los muertos, de Joyce, me pareció un ejercicio increíble de sabiduría cinematográfica en perfecta sintonía con la obra literaria.

ALTER.- Quizá es que tratándose de un relato corto…

EGO.- Quizá, no; seguro. Porque es el caso que el mismo Huston filmó una adaptación de Bajo el Volcán, de Malcolm Lowry…donde se ejemplifican todas las dificultades que antes he apuntado. Y es que la película es una buena ilustración de algunos aspectos de la novela, pero la inmensa riqueza que encierra la obra de Lowry queda casi por completo fuera de la pantalla. Lo mismo podría decirse de otra adaptación estimable, Guerra y paz, dirigida por King Vidor. Pero ¿es que alguien puede pensar que el riquísimo mundo literario de Tolstoy puede expresarse por otro medio que no sea la literatura? Una novela no es un guión cinematográfico. O no debería. 

(De Alter, Ego y el plan)

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El yo de la vida y el yo de la novela. El niño como artista. (A.E.P.7)

 

ALTER.- Por lo que llevas diciendo deduzco que tienes a Thomas Mann por uno de los grandes de la literatura.

EGO.- Sin duda, es uno de los escritores más completos del siglo XX.

ALTER.- ¿Por qué no hablamos de él, aunque ello suponga apartarnos del capítulo de las lecturas infantiles?

EGO.- No nos apartamos de nada, puesto que aquí no hay capítulos ni siguen estos diálogos ningún plan, creo. Pero, de todos modos, no está tan apartado Mann de mis lecturas infantiles. Leí La montaña mágica a los dieciséis años.

ALTER.- Pero es una novela muy compleja, ¿no?

EGO.- Sí, supongo que se me escaparon muchas cosas. Lo que mejor recuerdo es el enfrentamiento ideológico entre Naphta, el jesuita retrógrado, y Settembrini, el librepensador progresista. Enfrentamiento que el autor trata con sana ironía vital, apuntando a veces en uno rasgos que se supone deberían corresponder al otro.

ALTER.- O sea, nada de esquematismos.

EGO.- Nada en absoluto.

ALTER.- Y nadie tiene toda la razón.

EGO.- Por supuesto, en el arte de la novela eso es elemental. Cada cual tiene “su” razón, como en la vida misma.

ALTER.- Pues yo diría que en la vida real, entre las personas de carne y hueso, siempre hay alguien que tiene toda la razón: uno mismo.

EGO.- Claro, porque “uno mismo” se siente por dentro, mientras que a los demás los ve desde fuera. De ahí la asombrosa facilidad con que se suele hablar de la gente -la gente es tonta, es mala, es incompetente, etc.- sin incluirse en ella el hablante. Y es que, en la vida real, uno mismo es el protagonista mientras que los demás, la gente, son meros comparsas. Pero ocurre que cada uno de esos comparsas es a su vez el protagonista de su propia vida, mientras que los demás, incluido el “uno mismo” de que hablábamos, sólo son comparsas. En la vida es así de sencillo; en la novela es mucho más complicado.

ALTER.- ¿Por qué?

EGO.- Porque en la novela, excepto en las que recurren a la forma autobiográfica, no hay un “uno mismo” definido, sino que, por lo general, el autor va desplazando o simultaneando el centro focal de la vivencia, el “uno mismo”, de uno a otro personaje, arrastrando en este movimiento al lector. Esta es la razón de que, en ocasiones, el lector simpatice con personajes que en la vida real le repugnarían, un criminal, por ejemplo, porque la magia del autor consigue que el “uno mismo” del personaje sea hondamente asumido por el lector.

ALTER.- La magia del autorRealmente la creación literaria es lo más parecido a la magia que existe.

EGO.- Yo diría más. Diría que el arte es la única magia que existe. Magia y arte tienen un origen común, pero sólo el arte ha seguido el camino fructífero, sólo él puede provocar visiones y conducir a profundas transformaciones, mientras que la magia, atada a un literalismo estéril, ya no conduce a ninguna parte. Hoy la magia es sólo una rama del comercio.

ALTER.- ¿Y la literatura no?

EGO.- Sí, pero no “sólo”Y te advierto que no me apetece en absoluto adentrarme por ese terreno.

ALTER.- Pues volvamos a tus lecturas infantiles.

EGO.- Infantiles, porque las leí en la infancia. Pero, excepto Corazón, no son lecturas propiamente infantiles las que he mencionado.

ALTER.- ¿Y no las hubo, propiamente infantiles?

EGO.- Por supuesto, y hasta los diecisiete años puede decirse que no las abandoné. Julio Verne el primero, quiero decir el que más leí, y toda la constelación de escritores imaginativos y aventureros: Alejandro Dumas con sus Tres Mosqueteros y, sobre todo, con El Conde de Montecristo , Paul Feval (El juramento de Lagardère), Stevenson (La isla del tesoro), Rafael Sabatini (Scaramouche), Walter Scott (Ivanhoe) Fenimore Cooper (El último mohicano) y tantos otros, y eso sin olvidar los tebeos, fuente inagotable de placer desde que aprendí a leer hasta aproximadamente los quince años.

ALTER.- ¿Qué clase de tebeos?

EGO.- Entre los de historietas cómicas mi preferido era Pulgarcito, publicación semanal que contenía historias de personajes tan emblemáticos como Carpanta, Doña Urraca, Las Hermanas Gilda, Zipi y Zape, el Reporter Tribulete, etc., algunos de los cuales, al pasar a publicaciones posteriores, pudieron gozar de larga vida. Y entre los tebeos de aventuras recuerdo con especial cariño El pequeño Sheriff, Suchai, El Guerrero del Antifaz y, sobre todo, Hazañas Bélicas.

ALTER.- Era pro nazi, ¿no?

EGO.- De pro nazi, nada. Lo que ocurre es que en sus páginas salían alemanes buenos, o sea, normales, cosa absurdamente inexistente en las películas americanas de la época. En realidad, el tema central de las historias no era la guerra. La guerra venía a ser el escenario de los acontecimientos, un escenario cruel y dantesco, magníficamente dibujado por el genial Boixcar, en el que los conflictos personales se ponían en el disparadero. Sí, el tema central eran los sentimientos, los buenos sentimientos. Una historia que recuerdo repetida es la de dos antiguos amigos, uno alemán y otro americano, que se encuentran frente a frente en el campo de batalla, con el consiguiente conflicto que se suscita entre los sentimientos de amistad y de deber.

ALTER.- ¿Y cuál se impone?

EGO.- No lo recuerdo, pero seguro que los buenos sentimientos quedaban a salvo.

ALTER.- Así que te gustaban los tebeos y seguramente las películas de guerra. ¡Quién lo diría!

EGO.- Lo que de verdad me gustaba era jugar a las guerras.

ALTER.- No parece un juego muy educativo.

EGO.- Entonces no se tenían en cuenta esas cosas muy sabiamente, creo.

ALTER.- Quieres decir que la pedagogía de la época admitía esos juegos

EGO.- No tengo ni idea de lo que admitía o no admitía la pedagogía de aquella época ni la de ésta. Lo que quiero decir es que esas preocupaciones no estaban en el ambiente. El juego era el juego, y a nadie se le ocurría confundirlo con la realidad. Y menos que nadie, a los propios niños.

ALTER.- Pero pueden favorecer actitudes violentas, o que se desarrolle una mentalidad belicistapregunto.

EGO.- Eso es una estupidez, respondo. Y lo digo con pleno conocimiento de causa. Tanto yo, como mis hermanos, como el nutrido grupo de amigos que nos reuníamos durante las vacaciones escolares disfrutábamos como locos jugando a guerras. Era aquél un mundo emocionante, fascinante, mágico: las batallas en campo abierto, los asedios a las fortalezas, las persecuciones, los encarcelamientos, las fugas, los tratados de paz, las traiciones, los espías, las ejecuciones, nada faltaba en aquel simulacro perfectamente organizadoPues bien, no sé de ninguno de aquellos niños, hoy sesentones, que haya desarrollado tendencias violentas o belicistas. Todos somos perfectamente pacifistas o, por lo menos, pacíficos. Y lo mismo puedo decir de la siguiente generación, la de mi hijo y sobrinos, también amantes en su infancia de los juegos de guerra, y hoy que no les menten a Bush.

ALTER.- De acuerdo, ése es un caso, el de una familia o un grupo, pero no me negarás que es fácil que ciertos niños

EGO.- Ya, ya sé por donde vas. Pero entonces yo te remito a lo que decía en la primera jornada sobre la capacidad de disfrutar del arte y sobre la incapacidad de que adolecen en este aspecto aquellos que no saben distinguir ficción y realidad. El juego es un arte, y los niños, los niños “normales”, son los más grandes artistas que existen. Saben crear la ficción, saben desempeñar en ella su papel como perfectos actores y saben quitarse la máscara y dejarla a un lado cuando hay que interrumpir la batalla porque es la hora de la merienda. De toda mi vida, no recuerdo momentos más felices que los de aquellos juegos infantiles. El arte, con todo su poderoso efecto catártico, lo creábamos y lo consumíamos nosotros mismos.

ALTER.- Sé lo que quieres decir y, pensándolo bien, es una lástima que todo eso haya de desaparecer con la infancia.

EGO.- A veces, cuando miro a los hombres de hoy, los veo como burdas caricaturas de los niños de ayer. Aquellos niños dominaban el arte; estos hombres son tristes juguetes de no se sabe qué.

ALTER.- Te veo muy melancólico, y no creo que sea para tanto. Piensa que, después de todo, por muchas virtudes que contenga, la infancia no es más que una fase del desarrollo del ser humano, que sólo alcanza su plenitud con la madurez, ¿no es así?

EGO.- Yo diría que es una plenitud mutilada, si es que la expresión tiene alguna lógica. Porque de todas las virtudes de la infancia hay una, primordial, que no se debería perder nunca.

ALTER.- La fantasía, la imaginación

EGO.- Sí, es eso, pero yo lo definiría como la capacidad de imaginar el mundo. El adulto ve el mundo que le rodea como algo hecho, acabado. En cuanto sale de las brumas de la subjetiva adolescencia se topa con lo objetivo y se dice “ah, ése es el mundo, veamos cómo me muevo en él”. Ni por un momento se le ocurre, como al niño, decir “quiero que el mundo sea de esta o de aquella manera, vamos a jugar a esto”.

ALTER.- Eso es imposible, es utópico. ¿Quién podría hacerlo?

EGO.- El artista lo hace, pero lamentablemente sólo en cuanto artista. En los demás aspectos de la vida suele comportarse como cualquier otra persona, es decir, sometiéndose a la realidad objetiva del mundo.

ALTER.- No se puede romper la realidad.

EGO.- No, sobre todo si se cree que no se puede.

ALTER.- Bien, ya veo que para ti la infancia es el paraíso. Y la adolescencia ¿qué es?

EGO.- El infierno. El infierno y el paraíso al mismo tiempo. La repentina erupción de nuevos sentimientos y sensaciones es tan brutal que el adolescente se ve forzado a navegar por un mar de confusiones donde todo, a veces la misma cosa, se le presenta como sublime o como abyecto. Los límites se rompen, el orden propio del mundo infantil se desmorona y el individuo queda abandonado en medio del espacio infinito. No es extraño que, en cuanto atisba el nuevo orden de la madurez, corra a rendirse, aliviado, a sus mandatos, buscando el amparo de unos nuevos límites.

ALTER.- ¿Y es así en todos los casos?

EGO.- No lo sé. Hablo por mí, que es lo que mejor conozco. Pero imagino que, como no soy un bicho raro, mi caso será también el de muchos otros.

ALTER.- ¿Y qué papel jugaron las lecturas en tu adolescencia?

EGO.- En parte ya hemos hablado de eso. Las novelas de aventuras seguían alimentando el fuego de la imaginación infantil, pero además se incorporaron otras lecturas más “canónicas”: Don Quijote (versión abreviada, la completa la leía a los dieciocho), y otros clásicos castellanos, la Divina Comedia, algo de Shakespearepero la verdadera ruptura se produjo a los 17-18 años con la lectura de tres pensadores que me despertaron del “sueño dogmático”, mantenido hasta entonces por la presión del ambiente y de la enseñanza oficial.

ALTER.- ¿Quiénes eran?

EGO.- ¡Un momento!

ALTER.- ¿Pasa algo?

EGO.- Sí, algo que no debería pasar.

ALTER.- ¿Nos hemos desviado?

EGO.- No, al contrario. Nos hemos encarrilado de una manera intolerable. ¿Te das cuenta de que estamos hilvanando los comentarios sobre la base de mi biografía personal?

ALTER.- ¿Y qué tiene eso de malo?

EGO.- Que incumple el primer mandamiento de estos diálogos: no seguir ningún plan.

ALTER.- Pero eso es imposible de cumplir: siempre hay un plan.

EGO.- Al final, Alter, en todo caso, al final. Sólo cuando la idea se haya desarrollado podremos hablar de la existencia o no de un plan.

(De  Alter, Ego y el plan)

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Democracia. Progreso. Transgresión (A.E.P.2)

ALTER.- Pero, ¿de verdad hay individuos excepcionales? ¿No estamos hechos todos de la misma materia?

EGO.- Sí, la materia es la misma, pero los resultados pueden ser muy diferentes, tan diferentes como lo son entre sí un enano de jardín y el David de Miguel Angel.

ALTER.- Antes has hablado de jerarquías, ahora de individuos excepcionales. No sé creo advertir en tus posturas cierto tufillo antidemocrático.

EGO.- ¿No pensarás acusarme de semejante herejía? La democracia es el dogma de nuestra época, y no me entiendas mal. Lo que quiero decir es que ninguna persona civilizada puede manifestarse en contra, del mismo modo que en la Edad Media nadie podía manifestarse contra el dogma de la religión revelada. No, sinceramente, no estoy en contra de la democracia política.

ALTER.- En el adjetivo “política” creo advertir un pero.

EGO.- Por supuesto. Y es que hay una enorme confusión en todo esto, que convendría aclarar. Para empezar, hay que dejar claro que la igualdad no significa que todos seamos iguales, cosa que contradice la evidencia, sino que todos hemos de tener iguales oportunidades. Y la democracia no significa que todas las opiniones valgan lo mismo, cosa que también contradice la evidencia, sino que en los asuntos públicos, en la administración de las cosas comunes, ha de prevalecer el criterio de la mayoría, siempre controlada por las minorías. Ir más allá supondría, de hecho supone, un empobrecimiento espantoso del espíritu humano.

ALTER.- Quieres decir que la democracia no cabe en el arte, por ejemplo.

EGO.- Ni en el arte, ni en la ciencia, ni en la filosofía, ni en la religión ni en ninguna actividad que requiera formación, sensibilidad y un esfuerzo constante por ensanchar los límites del ser humano. La masa tiende a lo fácil y primario, por eso se le puede dejar la “administración de las cosas”, porque es una tarea de simple sentido común, aunque a veces no lo parezca. Pero si se le permite que decida en cuestiones de arte, nos conduce directa y rápidamente a la basura.

ALTER.- Pues si no la mayoría, ¿quién entonces ha de decidir en cuestiones de arte?

EGO.- La “inmensa minoría”, de que hablaba Juan Ramón Jiménez, y por supuesto, la posteridad.

ALTER.- De la posteridad ya hemos hablado, pero eso de la inmensa minoría, cómo hay que entenderlo.

EGO.- Yo lo entiendo como el conjunto de personas, de lectores en este caso, que tienen una sensibilidad y unos intereses afines a los del artista creador. Creo que el poeta pensaba en esto cuando acuñó la expresión. Claro que lo de “inmensa” se ha de entender en números absolutos, no relativos, porque ¿cuántas personas crees que hay interesadas en la poesía en todo el mundo? Algún millón, sin dudalo que representan menos del uno por mil de la población mundial. Pero son esas personas las que constituyen la auténtica aristocracia de la humanidad, los únicos jueces válidos en cuestiones artísticasLo que no impide que sus fallos sobre los contemporáneos sean con frecuencia erróneos, y tengan que ser corregidos por el tribunal supremo de la posteridad.

ALTER.- Pero tú hablas del fallo de la posteridad como de algo definitivo, inalterable, cuando lo cierto, o al menos me lo parece, es que, con el paso del tiempo, esos fallos se van modificando, a veces radicalmente.

EGO.- En efecto, y yo mismo te pondré un ejemplo. Para los dramaturgos franceses de los siglos XVII y XVIII Shakespeare era un bárbaro; uno o dos siglos después, para los dramaturgos románticos Shakespeare era un dios, mientras que los franceses mencionados eran considerados auténticos peñascos. Pero en estas variaciones, más que la calidad, interviene la moda, los gustos de la época. De todos modos, está claro que el fallo no puede darlo una sola generación, sino el conjunto de varias generaciones.

ALTER.- Si quieres que te diga la verdad, todo eso me parece bastante problemático y subjetivo.

EGO.- Y  lo es, naturalmente.

ALTER.- Así que, según tú, no existe un criterio objetivo para valorar el arte.

EGO.- Para detectarlo, para reconocerlo, sí. Está la prueba de la catarsis, de que antes hemos hablado. Pero la valoración propiamente dicha, es decir, la tarea de jerarquización será siempre subjetiva. La ciencia posee métodos objetivos para comprobar el acierto de sus investigaciones, y cada acierto constituye un progreso, que prepara el terreno para futuras investigaciones. Pero en el arte no hay progreso.

ALTER.- Dices que en el arte no hay progreso, pero un escritor ¿no aprende de sus antecesores? ¿No va mejorando con el tiempo sus modos de expresión? Yo entiendo que a eso se le puede llamar progreso.

EGO.- Lo que quiero decir es que, a diferencia del científico, el artista no necesita apoyarse en los logros de sus antecesores, otra cosa es que lo haga por razones de modas o tendencias. Cada obra de arte es autónoma y válida en sí misma. La astronomía moderna constituye un progreso frente a la astronomía de Tolomeo, pero El Castillo de Kafka no constituye un progreso frente a la Divina Comedia de Dante: ambas son obras cumbre de la literatura mundial, sin que el tiempo ni los “descubrimientos” que median entre una y otra tengan ninguna relevancia en sus respectivos méritos artísticos. Y entiendo que cada obra de arte es autónoma y válida en sí misma porque no ha de responder ante ninguna verdad o realidad ajena a ella misma. Su único deber es ser fiel a la verdad que ella crea.

ALTER.- Pero hay un arte realista que pretende

EGO.- No, no hay ningún arte realista stricto sensu. Todo arte inventa su propia realidad. La literatura que pretende describir la realidad “tal cual es” está creando otra realidad distinta de la que afirma describir. Ni siquiera el reportaje documental o periodístico es mera reproducción de la realidad. Esto los lectores de periódicos lo sabemos muy bien.

ALTER.- Pero no me negarás que una novela sobre personas de nuestro tiempo con problemas de nuestro tiempo ha de mantenerse en los límites del realismo y la verosimilitud.

EGO.- Ha de mantenerse en los límites de su propia verdad, ha de mantener la coherencia interna. Por otra parte, has de tener en cuenta que realidad y verosimilitud no suelen corresponderse. Por ejemplo, no hay nada más inverosímil que una carta de amor auténtica.

ALTER.- Nos hemos desviado.

EGO.- Como siempre.

ALTER.- Estábamos en que en el arte no hay progreso.

EGO.- En efecto. Y por eso, la manida frase “eso está superado” no tiene ningún sentido en cuestiones de arte.

ALTER.- Pero siempre hay quienes alardean de ser artistas de nuestro tiempo, de crear obras innovadoras, transgresoras.

EGO.- Todo artista lo es de nuestro tiempo, pero en ese “nuestro tiempo” están contenidos todos los tiempos, y esto es algo que suelen olvidar los apóstoles de la modernidad a ultranza. En cuanto a la “innovación”, la única que reconozco es la que, con menores medios, consigue un mayor efecto catártico. Pero con frecuencia, cuando se habla de innovación se piensa sólo en aspectos formales, mientras que habría que recordar, por ejemplo, que la gran innovación que representa la obra de Kafka se realiza con una prosa muy tradicional.

ALTER.- Y de los transgresores, qué dices.

EGO.- No debería decir nada.

ALTER.- ¿Por qué?

EGO.- Porque se me escapa la risa. Yo no he visto nada transgresor en los últimos tiempos, excepto la misma palabra repetida una y mil veces en las solapas de los libros, en los programas de mano y en los artículos de algunos críticos papanatas. ¿Qué es lo que supuestamente se pretende transgredir? ¿Los valores de nuestra sociedad? ¡Pero si nuestra sociedad no tiene valores! El único que queda es ese democratismo de que antes hemos hablado, y no sé de ninguna obra que lo ponga seriamente en solfa. No, para nuestros “transgresores” la transgresión tiene que ver únicamente con el sexo (sadismo, masoquismo, bestialismo, coprofilia), con la droga o con el mal gusto y los malos modos, pero en especial con el espectáculo y el lenguaje del sexo. Es el tipo de transgresión del niño de tres años que te espeta con descaro: caca, culo, pis. Yo no veo en todo eso nada verdaderamente transgresor.

ALTER.- Y, según tú, qué es lo que sería verdaderamente transgresor.

EGO.- No sé…quizá una obra… una obra de tales características que de ningún modo pudiese ser premiada o patrocinada por la Fundación del Banco Tal o por el Grupo de Empresas Cual. Ese es el tipo de transgresión que echo en faltaPero, en fin, todo esto no son más que cosas anecdóticas sugeridas por el uso actual de la palabreja, porque la verdad es queque

ALTER.- ¿Qué?

EGO.- Que todo arte verdadero es transgresor, en el sentido de que derriba los muros que nos cercan, de que rompe la cáscara que nos encierra y nos permite asomarnos a una realidad más alta…o más honda, como quieras llamarla. Mira, en la obra de teatro Nuestra ciudad, Thornton Wilder, con un estilo a la vez sencillo y poético, propina una tremenda sacudida al público, enfrentándole directa y casi brutalmente a esta cuestión: ¿Qué estáis haciendo con vuestras vidas? ¿No veis que estáis desperdiciando el don supremo que se os ha concedido? Eso es transgresor, eso es arte.

ALTER.- Wilder, el autor de El puente de San Luis Rey.

EGO.- El mismo.

ALTER.- Es una novela muy curiosa. La he leído dos veces en no mucho tiempo.

EGO.- ¿Por algún motivo especial?

ALTER.- Quería comprobar si se cumple lo que el narrador dice que se propone con el relato: que hay una especie de hilos mágicos que conectan personas y sucesos aparentemente ajenos, que todo está íntimamente relacionado, que nada ocurre por casualidad.

EGO.- ¿Y se cumple?

ALTER.- Aún no lo he descifrado.

EGO.- Mejor así. El arte no ha de probar nada; ha de limitarse a mostrar, y a mostrar de tal manera que conmueva y despierte las conciencias. Si esa conmoción provoca de súbito en el lector una fe determinada, no es culpa de la obra de arte, sino de su mala digestión. Por mi parte creo que lo que hace Wilder en esa novela es apuntar la misma idea que por aquellos años pergeñaba el psicólogo Jung: que la casualidad no existe, ni las coincidencias fortuitas, que todo está perfectamente tramado. Pero la verdad es que, como todo buen artista, Wilder no pretende darnos respuestas. Al contrario, en cierta ocasión manifestó explícitamente que, en esa novela, él sólo pretendía plantear la cuestión de la manera más clara y correcta posible, con la esperanza de que otros la condujesen a buen puerto. El gran mérito de Wilder consiste en su habilidad para despertarnos a la realidad más obvia y profunda del ser humano con la limpia poesía de su prosa. ¿Recuerdas el final de El puente de San Luis Rey? Es una frase preciosa que, además, condensa el sentido de toda la obra del autor: There is a land of the living and a land of the dead and the bridge is love, the only survival, the only meaning.

ALTER.- Sí, “hay un país de los vivos y un país de los muertos y el puente es el amor, lo único que permanece, lo único que importa.”

(De  Alter, Ego y el plan)

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