Archivo mensual: julio 2013

El abismo que nos sostiene

Imagino que todo escritor habrá tenido esta experiencia. Al releer algo que acaba de escribir, se encuentra de pronto con una frase que le llama la atención. ¿Esto lo he escrito yo hace un momento?, se dice.  Pues está bien. Tiene gracia, o gancho, o profundidad o… No me había fijado.

abismoY siente entonces la verdad de la creación pura, la que emana desde el fondo de uno mismo, sin control consciente del  creador que uno cree ser.

El abismo que nos sostiene, esta es la frase, o el enunciado, o como correctamente se llame, que descubrí al releer el texto de La locura de la verdad, otro enunciado que se las trae.

La tentación que entonces se presenta es la de desarrollar la idea. Qué buen tema, qué buena entrada, el abismo que nos sostiene. Pero qué delicado, qué complicado, qué difícil exponerlo de una manera comprensible, sin contar con que primero lo ha de comprender uno mismo, o sea, yo, el que escribe.

¿Lo comprendo? Veamos.

La tarea educadora y civilizadora consiste en ir levantando un andamiaje para que la personalidad pueda desarrolarse y alcanzar los máximos niveles de autocomprensión y coherencia.  Ese andamio, por el que ascendemos hasta ciertos niveles de racionalidad, está hecho de normas, métodos, datos y, sobre todo, de historias o leyendas (propias o ajenas) asumidas como ciertas, es decir, de todo lo necesario para que el pie no falle y no nos precipitemos al abismo.

Pero es difícil. Porque el abismo está ahí. Y nos atrae: es parte de nosotros mismo. En realidad, es lo que nos sostiene, por mucho que intentemos escapar de él. En todo caso, hay que ser muy precavido y no lanzarle más que una mirada de vez en cuando (recordar de dónde venimos), y apartar la vista al momento para no sucumbir a su fatal atracción.

Y no solo los individuos se sostienen sobre el abismo. También la sociedad humana. En La montaña mágica, de Thomas Mann, se cuenta el sueño que tiene Hans Castorp cuando se duerme, perdido en la nieve. Se encuentra en medio de un paisaje de claridad helénica donde hombres y mujeres jóvenes y hermosos viven entre el juego y el placer en una dicha permanente. Pero en el centro de la región hay una especie de templo que le llama la atención. Intrigado, se acerca, penetra y observa: los horrores más espantosos tienen lugar en él. Y comprende que lo que ocurre en el templo es la base necesaria para que el mundo luminoso del exterior exista.

También en el individuo, un  horror de caos y sinrazón se oculta bajo la figura más o menos amable del hombre civilizado.  Es importante tenerlo en cuenta. Saber de donde venimos. Saber que, en cualquier momento, podemos regresar al abismo.

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Catulo y Ovidio, poetas

En toda la historia de la poesía no hay expresión más certera y concisa de la confusión de sentimientos que comporta el amor-pasión como en los breves versos de Catulo: Odi et amo…Odio y amo. No hay duda de que Ovidio los tenía presentes en sus propias reflexiones poéticas, como es evidente que tenía presente el pajarillo de Lesbia cuando nos habla del papagayo de Corina. Y ya que ha salido el tema, no estará de más una pequeña digresión.

Siendo Catulo y Ovidio dos grandes poetas, un enorme abismo los separa. Ovidio es un artista que elige un tema y que, con actitud distanciada y hasta humorística, lo va desarrollando con la ayuda de toda su habilidad retórica y literaria. Pero siempre – en su obra de antes del exilio – tenemos la sensación de que estamos ante un juego, por profundas que sean algunas de sus reflexiones. Cierto que vemos sufrir al amante de Corina, al poeta-narrador, pero no de otro modo que vemos sufrir a un actor en escena, sabiendo que es mera representación. No ocurre lo mismo con Catulo. Este poeta, que murió hacia los treinta años de edad, una década antes de que naciese Ovidio, es uno de los raros prodigios de la literatura, uno de los pocos casos de creación poética en que el arte se confunde con la vida. Me explico.

Es sabido que el arte es sobre todo artificio, es decir, composición artesanal y sabia de un producto que, partiendo de una visión o experiencia particular, ha de tener validez universal. Por esta razón los “románticos” ingenuos, los que piensan que basta trasladar a la escritura con total sinceridad los más íntimos sentimientos y emociones, fracasan sin más. Porque ese intento de captar y expresar la realidad inmediata de manera “objetiva” nada tiene que ver con el arte. El arte es juego, técnica y transformación. Alquimia. Por un lado está la vida, por otro el artista, que toma cuantos materiales se le antoja de la vida o de la imaginación y construye con ellos un artefacto totalmente autónomo, por completo independiente de la “realidad”. Dicho de otra manera, la “sinceridad” artística nada tiene que ver con la sinceridad que puede darse en la vida social.

Catulo es uno de los pocos artistas que consigue ofrecernos una obra en la que la sinceridad vital brilla a la misma altura que la perfección artística. En sus versos vemos gozar y penar de verdad, hasta el extremo de que ya no nos importa si el hombre y la mujer sujetos de esos sentimientos existieron o no: son auténticos. Cosa que no se puede decir en el mismo grado de la obra Ovidio ni de la de casi ningún otro autor.

De todos modos, he de hacer constar que las consideraciones expresadas en los párrafos anteriores las he deducido de la lectura directa de las obras, sin la intermediación de aparato crítico alguno. Por consiguiente, faltas del oportuno soporte erudito, es posible que no estén a la altura de las elaboradas construcciones de los profesionales de la disección literaria. No pasa nada.

Pero tampoco nos podemos llamar a engaño ante la aparente frivolidad, ante el proclamado hedonismo de Ovidio. Quiero decir que, pese a las apariencias, no nos hallamos ante una persona insustancial, sino ante un hombre, un poeta que ha decidido cultivar los aspectos amables de la vida, es decir, los amorosos con todas sus implicaciones, a veces nada amables. Pero no por ello pierde de vista las razones fundamentales de la existencia y de su arte: escribe para ser inmortal, para que su fama sobreviva a su vida, de manera que, cuando muera, “gran parte de mi ser permanecerá”. Y advierte que el goce del placer epidérmico y sensual ligado a la belleza humana, no ha de hacernos olvidar el cultivo de la sabiduría. Y es que, si es cierto que “pronto vendrán las arrugas que surcarán tu cuerpo” (Iam venient rugae, quae tibi corpus arent), debes trabajar el espíritu (molire animum), “lo único que permanecerá hasta el último momento”. 

(De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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Cuando yo no esté

Esta es una breve reflexión sobre ciertos aspectos relacionados con la muerte. No se trata de ponerse solemne, o trágico o melancólico, sino de encarar tranquilamente una cuestión que cada vez se va presentando con mayor urgencia. Sí, a medida que los años avanzan y la juventud queda ya tan lejos que ni se divisa, se va haciendo más clara la inminencia del final. Y la pregunta, la menos egoísta y mezquina que uno puede hacerse, es esta: cuando yo no esté, ¿qué será de todo?

Quisiera detenerme aquí y dedicar unos instantes a pensar. Es difícil. Solemos pensar sobre la marcha, para solucionar un problema concreto, para escribir. Pero ¿ a quién se le ocurre dedicar unos minutos al pensamiento desinteresado, al pensar que se dirige a ordenar las ideas sobre uno mismo y el mundo para obtener quizá algunas conclusiones?

Razonar, también se llama, y consiste en ir enlazando conceptos para deducir otros conceptos que, a su vez, se relacionarán con otros también deducidos o tomados de aquí o allá. O en vez de conceptos se debería decir ideas. No sé. Y es que, a pesar de la mala fama que observo  que voy adquiriendo por ahí, la filosofía nunca ha sido mi fuerte.

Bien, tampoco se trata de ponerse en plan kantiano o schopen… (lo siento, adjetivo imposible). Solo de observar lo que pasa por ahí, sin olvidar, por supuesto, algunas reflexiones aportadas por filósofos como los aludidos. La cosa puede verse desde dos puntos de vista.

Desde los otros. Lo más fácil para hacerme una idea de cómo será todo para los otros cuando yo no esté consiste en recordar cómo ha sido todo para mí luego que un ser conocido, y hasta querido, ha dejado de existir.

Igual. Todo ha seguido igual. Al principio el pesar y el duelo, de intensidad variable según el grado de intimidad o afecto. Luego, apenas nada, algún recuerdo ocasional, una pizca de nostalgia por los antiguos momentos vividos juntos. Pero nada. Todo sigue igual.

Para los demás (excepto para alguna persona íntima: aquella con quien compartes la vida), el hecho de que no estés no cambia nada. El gran teatro del mundo sigue con la función y el público que lo llena no se entera de tu partida, igual que apenas se ha enterado de tu llegada, ni de tu presencia. Así que no vale la pena que te preocupes. Para el mundo que sigue en pie tu ausencia no significa absolutamente nada.

Desde uno mismo. ¿Pero es verdad que el mundo sigue en pie? El mundo es todo eso que veo moverse a mi alrededor y en mí mismo desde el momento en que nací. Antes de ese momento no había ningún mundo para mí… Pero sí para los otros, objetará enseguida el sentido común.  Quizá. Pero yo tengo la impresión de que ese mundo de los otros no deja de ser una creación fantasmal de unos seres fantasmales. El único mundo real es el que se alberga en mi conciencia. Y si mi conciencia se extingue, con ella se extingue el mundo.

Pero el mundo sigue funcionando, se insistirá. Sí, pero qué mundo, insisto yo. No el que yo he conocido, que es el único que tiene realidad para mí, sino, quizá, el que se supone que contemplan y viven otros sujetos,  esos a los me me inclino a considerar  como simples figuras que se mueven en este mundo mío que se extingue.

Y después del final, ¿qué será de uno mismo? Es difícil de pensar. Con la muerte se acaba el tiempo, y si no hay tiempo no hay antes ni después. Y así,  la vieja pregunta “¿hay algo después de la vida?” está viciada de origen, porque no es que haya o no haya algo, es que, fuera del tiempo, no hay “después”.

 

 

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Dante y la imposibilidad de no hacer daño

Otra voz que se pierde en el silencio. Otra voz que me acusa para hundirse luego en la oscuridad. ¿Volverás, Gemma? Quiero oir de tus labios una palabra de perdón, de comprensión al menos. Pero…¿soy realmente culpable? No sé. Vivir es hacer daño. Y no sólo con las maldades se hace daño. A veces, también con la bondad, con la obediencia debida al mandato divino.

Sí, vivir es hacer daño. Ni los más santos pueden evitarlo. El santo Francisco hirió profundamente a su padre y a cuantos le amaban y esperaban otros hechos de él. El mismo Cristo hizo sufrir a sus padres ya en su infancia, cuando les reveló con secas palabras la realidad de su misión divina, y defraudó cruelmente a quienes esperaban de él realizaciones más materiales y terrenas.

¿Quién puede vivir sin hacer daño? El que no vive, quizá el cobarde. Pero no. Porque, por paradójico que parezca, el cobarde, el que no se atreve a llevar adelante la misión que claramente se le ha encomendado es el que más daño causa. Así el papa Celestino, el espiritual que no osó introducir el Espíritu en la cumbre de la Iglesia, el que declinó recoger el látigo que Cristo había puesto a su disposición para expulsar a los mercaderes del templo. ¡Qué gran pecado la cobardía!             (De La alta fantasía)

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La locura de la verdad

Dicen que un libro puede cambiarle a uno la vida. No sé. Depende de cuál es el libro y  de quién es el uno. Pero, milagros aparte, es cierto que el libro oportuno leído en el momento oportuno puede ser decisivo en la evolución intelectual-espiritual de una persona.

Pero no solo un libro. Hay muchos incidentes en la vida que pueden provocar un cambio de rumbo o, por lo menos, una súbita profundización de nuestra consideración del mundo o, más aún, una instantánea y pasajera iluminación del abismo que nos sostiene. Una amistad, un maestro que nos abre puertas insospechadas, una pasión que nos descubre fugaces paraísos interiores, una frase que pone en cuestión la hasta entonces sólida visión del mundo. Y de frase va la cosa.

Es menos que una frase. Son cinco palabras que apenas forman un enunciado:

                                            LA LOCURA DE LA VERDAD

Cualquiera puede verlas. Cualquiera que se de un paseo por la Rambla del Poble Nou de Barcelona y, poco antes de llegar al mar, dirija la vista a la izquierda. Sobre una pared de ladrillo de un viejo edificio, verá un extraño grafiti de aire surrealista, pero de aquel tipo de surrealismo directo y punzante, que se remonta al Bosco…aunque no voy a describirlo ahora, porque conozco mis limitaciones en este género literario y más vale la imagen en sí que mil palabras mías intentando describirla. Aquí está:

Ignoro quién quién tuvo la idea de poner ahí la frase, y si la inventó o la encontró entre las páginas de un poema o de un tratado filosófico, y de qué manera la entendió y qué efecto pretendió que causara, y si va en relación con las figuras que más abajo se quitan las respectivas máscaras o es una propuesta independiente del resto de la escena, un aserto sapiencial como el que figuraba en el templo de Apolo de  Delfos   (“conócete a ti mismo”). No sé nada de todo eso.  Solo sé que, al leerla, se dispararon en mí multitud de reflexiones incontroladas.

Recordé lo que el apóstol Pablo escribía a los corintios diciéndoles que la cruz de Jesús era un escándalo, una locura, para el mundo. Y al mismo Jesús guardando silencio a la pregunta de Pilatos acerca de la verdad, y proclamando por otro lado que la verdad es él mismo (“yo soy el camino, la verdad y la vida”), cuya carne hemos de comer y cuya sangre hemos de beber si queremos vivir eternamente. La locura.

También recordé a algunos de aquellos pensadores que, reacios a comulgar con el vacío optimismo oficial, han puesto el dedo en la llaga de lo evidente, desde Schopenhauer hasta Cioran, pasando por Leopardi y Mainländer: la vida es sufrimiento inútil y lo mejor sería no haber nacido.

¿Es ésta la verdad? ¿O lo es la del profeta al que hay que devorar? Locura en todo caso. Porque las demás propuestas son tan inconsistentes, que se caen por su propia falta de peso.

Y a lo que iba al principio. Me gustaría poder imaginarme en plena juventud, descubriendo esa frase y sintiendo que el cerebro me va a estallar. Y es que ahora es diferente. Han pasado tantos años, tantas vivencias, tantas lecturas, tantas reflexiones, que el sentido de la frase ya no puede sorprenderme.

Solo me sorprende verla ahí, en un grafiti sobre la pared de ladrillo de un viejo edificio, en la Rambla del Poble Nou de Barcelona, muy cerca del mar.

Un mar tan azul como solo puede serlo el Mediterráneo. De locura.

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Larra, la sociedad y el amor

[DOLORES] – Le han prometido la Secretaría de la Capitanía General de Filipinas.

[LARRA] – ¡Qué dices, mi amor! Esa es una buena noticia. Cambronero a Filipinas, ahí es nada. ¿Por qué no me lo habías dicho antes?

-No creo que tenga tanta importancia; piensa que, aunque me quede, mi situación seguirá siendo la misma, seguiré siendo una mujer casada.

-¿Aunque te quedes? ¿Qué significan esas palabras? ¿Quieres decir que se te ha pasado por la cabeza acompañarle?

-Él me lo ha propuesto; me ha escrito que, si finalmente le dan la plaza y yo acepto acompañarle, lo olvidará todo y será como empezar de nuevo.

-¿Y tú qué le has dicho?

-Nada, no le he contestado.

-Pero, cuando le contestes, ¿qué le dirás?

-¿Tú qué crees, amor mío?

.

Eso, yo qué creo. Buena pregunta. ¿Qué se puede creer cuando juegan a la vez sentimientos, intereses, mujer, palabras? Y sin embargo, se cree; se cree porque hay que tener fe y esperanza y caridad y todas las virtudes teologales o cardinales o como sea que se llamen, si se quiere mantener en pie la vida, y me refiero a la vida verdadera, que la otra, la que mantienen la mayoría de los llamados seres humanos no es vida propiamente, sino un conjunto de funciones vegetales y animales que no necesitan más virtud para mantenerse que la de saber procurarse el bocado a tiempo.

Y durante aquellos meses creí…quizá demasiado y en demasiadas cosas. Creí en el amor, creí en la amistad, creí en la política, creí en los españoles, hasta en el matrimonio creí, ahí tienes mi doble artículo sobre el Antony de Dumas, donde por cierto, desde mi extraño papel de moralista estricto fallé la sentencia sobre mi propio caso: “cuando un hombre y una mujer se ponen en lucha con las leyes recibidas en la sociedad, perece el más débil, es decir, el hombre y la mujer, no la sociedad”.

Pero aquella cantidad ingente de fe no alcanzaba a cubrir la acción política de Don Juan Álvarez Mendizábal, y es que la capacidad de la fe para obrar milagros tiene su límite, como todo en este mundo. Tampoco la Reina Gobernadora creía en su ministro, aunque por diferentes razones, de manera que aprovechó el enfrentamiento surgido entre el ministro y el Presidente del Estamento de Procuradores, Istúriz, para obtener la dimisión de aquél y poner a éste al frente del gobierno. Y hete aquí que el 22 de mayo Istúriz disuelve las Cortes y convoca elecciones, y hete aquí que el flamante ministro de Gobernación, Don Ángel Saavedra, Duque de Rivas, me convoca a mí y me propone que me presente a diputado en la lista del gobierno, y hete aquí que yo, que estoy rebosante de fe, de esperanza y casi de caridad, digo que sí y convoco a mi vez a Carrero y Ceruti, y hete aquí que Carrero y Ceruti convocan a Acilú, Balboa y otros diablos menores, a quienes yo vendo parte de mi alma creyente y esperanzada a cambio de que mi candidatura vaya libre y expedita…¿Te das cuenta, amigo Ventura, de la cantidad de fe que se requiere para todo eso? Pues bien, yo la tenía.

-¿Tú qué crees, amor mío?

Todo, lo creo todo, absolutamente todo. ¿Que no se puede ser tan ingenuo? Debes comprenderlo: yo estaba muy enamorado y quería vivir. A propósito, ¿se puede vivir sin estar enamorado? ¿Se puede amar sin tener fe? ¿Conoces tú las respuestas? Yo sí, y todas apuntan al mismo final. 

(De El corzo herido de muerte)

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Nostalgias imposibles

Estoy solo, inquieto. No sé qué hacer, quiero decir que no sé que escribir. Cierro el portátil. Abro el libro que tengo a mano. No, éste ahora no.  Alargo el brazo hasta el estante de la librería. Tomo uno de los librillos didácticos (versión bilingüe) con los que aprendía latín. Es de Cicerón. Abro al azar, leo:  “Sed mihi ne diuturnum quidem quicquam videtur, in quod est aliquid extremum“.

No tan al azar. Todos mis libros se abren por páginas en que destacan subrayados antiquísimos. Y tras leer la frase, el mismo efecto de siempre: extraña nostalgia por el mundo en que se hablaba y escribía latín. Y eso que, a pesar de mis esfuerzos, nunca he llegado a dominar como es debido esa lengua (me ocurre también con otras), pero la nostalgia es cierta. Y muy extraña. Como si hubiese vivido en aquel mundo.

Adolescente, incluso niño, cuando oía cantar un tango, me invadía una extraña nostalgia del mundo porteño que había engendrado esos “pensamientos tristes que se bailan”. Y nunca había estado en Buenos Aires. Ni conocía todavía la enorme literatura que había surgido (y seguía) de sus calles …. Pero la nostalgia era cierta. Y muy extraña. Como si hubiese vivido en aquel mundo.

Un amigo mío, nacido en la década de los setenta del pasado siglo, dice sentir una extraña nostalgia ante todo lo propio de los años sesenta: música, cine, moda. Pero no como afición arqueológica, sino como recuerdo melancólico.  Como si hubiese vivido en aquel mundo.

¿De dónde surgen estas falsas nostalgias? ¿De vidas anteriores?… Absolutamente improbable, y hasta creo que imposible.

¿Del alma común de la humanidad, donde el individuo inconscientemente bucea y extrae lo que más le conviene?… Quizá.

Solo cuando el arte interviene no hay misterio, porque precisamente la función del arte consiste, entre otras, en revelarnos mundos desconocidos, en implantarnos la nostalgia de lo que nunca fuimos. Quizá, sobre todo, la música. Así lo ve Oscar Wilde.

Después de interpretar a Chopin, siento como si hubiera estado llorando por pecados que no he cometido y doliéndome por tragedias ajenas. Siempre me parece que la música produce ese efecto. Crea para uno un pasado que no conocía y lo agobia con penas que se habían ocultado a sus lágrimas.

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