Larga vida le esperaba a nuestro Publio y, según todos los indicios, plenamente dichosa o, al menos – ya sabemos que la felicidad perfecta no existe -, con toda la dicha que puede mantener una persona
Alternaba con la buena sociedad, que era la que le correspondía por nacimiento y fortuna, especialmente con gente dedicada a las letras como el mecenas Mesala Corvino (al auténtico Mecenas apenas lo trató) y el poeta Tibulo, del que en cierto modo se consideraba continuador. También conoció a Horacio y a Propercio y, un poco, a Virgilio, que era como el poeta oficial de la corte de Octavio Augusto.
La pompa oficial y cortesana no le interesaba a nuestro joven poeta, y mucho menos las intrigas del poder. Vivía en medio de un mundo culto, bello y refinado, y su arte poética gustaba de emplearse en los aspectos que más le atraían de ese mundo: las bellas mujeres y el amor.
Pero los dioses no se andan con miramientos. Son caprichosos y suelen golpear con especial saña al que menos se lo merece y, por consiguiente, menos se lo espera.
Corría el año 8 de nuestra era. Publio Ovidio Nasón tenía cincuenta; era un hombre feliz. Muy feliz. La fama le señalaba como el gran poeta de
Hace siglos que historiadores y eruditos intentan desentrañar las causas, sin resultados convincentes. En su obra posterior al hecho, el mismo Ovidio menciona dos: carmen et error. Carmen es el poema, la obra poética que, por disoluta y subversiva, había concitado el odio de Augusto, que la entendió como una forma de oposición frontal a su política de regeneración moral de la sociedad romana. El Error no se sabe en qué consistió. El mismo Ovidio se abstiene de aclararlo porque, dice, si lo hiciese, aumentaría aún más la cólera de Augusto y, visto lo que se daba…
La ignorancia del hecho fundamental determinante del destierro de Ovidio ha provocado ingentes cantidades de estudios con suposiciones y elucubraciones de todas clases, algunas de lo más pintoresco. Incluso yo mismo me he atrevido a dar mi idea, que el lector podrá encontrar allá donde la expuse.
El escritor, el poeta que había en él, se resintió del trágico golpe de fortuna, como no podía ser menos, pero el impulso creador persistió. Solo cambiaron los temas y la intención. Dejó de cantar a las mujeres enamoradas y a los dioses y diosas caprichosos y mudables, y se centró en dos únicos temas: la descripción del terrible escenario donde estaba obligado a vivir (frío, desolación, ausencia de cultura y de almas afines, terror ante las incursiones de los bárbaros) y el intento de mover a compasión a cuantos podían comprenderle y, sobre todo, al único que podía salvarle: el mismo que le había condenado.
Todo lo que se sabe de la estancia de Ovidio en Tomis lo sabemos por él mismo. Nos lo cuenta en tres colecciones de poemas: Tristes, cartas dirigidas a sus
Pero todos sus esfuerzos, todos sus intentos, a través también de la esposa y de algún amigo fiel fueron inútiles. Y es que el poder lastimado es como una fiera herida. No puede perdonar, ha de acabar con el “agresor” (incluso con el imaginario), por grande o pequeño que sea, sin tregua ni compasión.
Pero ese poder tan intangible como obtuso ignora que en el alma de todo artista hay una parte que es inmortal. Ovidio lo sabe y con su ejemplo enseña que, aunque todas las delicias de la vida se hundan en la nada por obra de una desgracia o de un poder tiránico y absurdo, siempre quedará la compañía y el gozo del propio ingenio, del propio arte. Ni el César tiene sobre esto ningún poder (Caesar in hoc potuit iuris habere nihil).
Este es el legado de Ovidio. El cantor de los tiernos amores sabe, proclama, que, más allá del último día, gracias a su obra, que ningún tirano pudo ni podrá nunca silenciar, “viviré, y gran parte de mí permanecerá”.
vivam, parsque mei multa superestes erit.