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CARMEN LAFORET. Nada y los demonios II

gran canariaCarmen Laforet nace en Barcelona en 1921. Antes de cumplir dos años, la familia se traslada a la isla de Gran Canaria, donde el padre, arquitecto, ha sido contratado como profesor de la Escuela de Peritaje Industrial.

La madre cuida amorosamente de la familia – a Carmen le siguen otros dos hijos – mientras el padre se dedica al trabajo y a alternar con la buena sociedad de la isla, además de a alguna que otra relación extra matrimonial. A los diez años Carmen inicia el estudio del bachillerato en la escuela pública, donde conoce a la primera de las varias mujeres que influyeron decisivamente en su vida: la profesora Consuelo Burell, que le abre al mundo de la literatura y del arte en general.

La infancia y los primeros años de la adolescencia son tiempos felices, siempre en contacto con la naturaleza de la isla en sus paseos solitarios y baños en el mar, más tarde en compañía del joven Ricardo Lezcano, su primer “novio”. Pero aquella felicidad sencilla se rompe pronto.

La madre, a la que Carmen se siente muy unida, muere a los 33 años, cuando ella tiene trece. Al poco tiempo el padre se casa con otra mujer, con la que al parecer ya tenía relaciones, la cual se apresura a borrar cualquier recuerdo o huella de la anterior esposa. Esto llena de amargura a la adolescente Carmen, quien además contempla atónita cómo los cuentos infantiles tienen razón, pues aquella mujer,

a pesar de todas mis resistencias a creer en los cuentos de hadas, me confirmó su veracidad, comportándose como las madrastras de esos cuentos. De ella aprendí que la fantasía siempre es pobre comparada con la realidad.

Profundamente decepcionada por la conducta del padre, Carmen llega a un acuerdo con él: a finales de 1939 marcha a Barcelona a estudiar Filosofía y Letras. Allá, en el viejo piso de la calle Aribau, donde había nacido y cuyo recuerdo había recuperado en una breve visita con toda la familia a la edad de nueve años, vive parte de los tres cursos que dura su estancia en compañía de unos familiares, en un ambiente quizá no tan deprimente como el descrito en su primera novela, que ella siempre alegará como de absoluta ficción en cuanto a los personajes.

En 1942, alentada por la amiga Linka (la Ena de Nada), se traslada a Madrid. Inicia la carrera de Derecho, que tampoco terminará, y se enfrasca en la redacción de la obra que bullía en su mente desde que dejara Barcelona. Concluída, intenta su publicación. El manuscrito llega, entre otros, al periodista y editor Manuel Cerezales, católico más o menos liberal, que dirige la editorial Novelas y Cuentos. Queda fascinado. Aunque entiende que no encaja en su propia editorial, propone presentarla al recién creado Premio Nadal.

Éxito absoluto y sorprendente. La novela Nada, de la joven desconocida Carmen Laforet, obtiene el Premio Nadal, al ser finalmente preferida por el jurado incluso por delante de obras de algunos escritores influyentes, como César González Ruano, periodista famoso, viejo militante de Falange Española, sector cínico.

Pero el éxito, cuando no es fruto de un largo proceso de maduración personal, suele tener consecuencias indeseables. Cierto que nadie se atreve a negarle talento a la autora, y algunas reacciones son entusiastas, y halagadoras viniendo de quienes vienen: Juan Ramón Jiménez, Azorín, Ramón J. Sender. Pero al mismo tiempo surgen reticencias. ¿Habrá tenido alguna ayuda?¿Se ha limitado el papel de Cerezales a simple presentador de la obra? Y sobre todo, ¿qué está preparando ahora? ¿Para cuándo la próxima novela?

Para cuándo la próxima novela. Esta es la cuestión que le amargará toda la vida, incluso cada vez que llega a escribir y publicar alguna. Y no falta el gracioso de turno, en forma de escritor más o menos consagrado, con su hiriente sarcasmo: Después de Nada, nada.

Pero, de momento, la vida parece muy bien encaminada. Al año siguiente de obtener el premio se casa con Manuel Cerezales. Tiene cinco hijos y ningún disgusto relacionado con ellos, lo cual no es mucho, sino muchísimo. Otra cosa es la relación matrimonial, que al parecer se va deteriorando poco a poco – más que nada por el irreprimible deseo de libertad de ella – hasta la ruptura final en 1970.

Y la nueva preocupación parece tener un respiro. En 1952 se publica La isla y los demonios. Pero, resulta que la novela confirma en sus sospechas a los suspicaces: no está a la altura en absoluto de Nada; se trata de una novela «regionalista» . De hecho, está ambientada en la isla canaria donde la protagonista, adolescente, vive su ansia de libertad y sus sueños en plena naturaleza, sin que falte la figura de los parientes conflictivos. Nada que valga la pena, según sabios críticos, aunque otros, más sabios que críticos, como el hispanista Gerald Brenan y el escritor Ramón Sender, la encuentran llena de cualidades. Al mismo tiempo, y hasta el final de su vida activa, escribe relatos, y artículos para varias publicaciones, principalmente Destino y ABC.

En 1951 se inicia su relación con Lilí Álvarez, famosa tenista, que la lleva por el camino de la conversión hacia el catolicismo más rancio. La experiencia da el fruto, poco brillante, de la novela La mujer nueva (1955), donde se relata un proceso de conversión de forma nada autobiográfica. La obra obtiene el Premio Menorca de novela y nada menos que el Premio Nacional de Literatura (1956), en agradecimiento (precipitado) a su ingreso en el nacionalcatolicismo oficial, lo que conlleva el obligado rechazo de la intelectualidad criptoizquierdista.

Liberada de la extraña influencia, vuelve a ser la misma niña de siempre, contemplativa, abierta a los encantos de la naturaleza y a la comprensión desprejuiciada de las formas cambiantes de la vida  humana. Y así, con esta nueva faz, que es la suya verdadera, pasa unas temporadas en Tánger, donde Cerezales dirige el diario España, y comparte tertulias y hasta un poco de vida bohemia con escritores como Paul Bowles, Hemingway, Truman Capote y otros.

En 1963 publica La insolación, que había de ser la primera novela de una trilogía que no se llegó a cumplir. Solo se publicó la segunda, Al volver la esquina, póstuma, en 2004. Con La insolación, que narra el despertar a la vida de tres adolescentes, recupera la autora parte del antiguo prestigio, aunque el milagro de Nada sigue quedando, lejos, en el recuerdo.

En 1965, invitada por el Departamento de Estado, recorre los Estados Unidos dando conferencias y teniendo encuentros con estudiantes en varias universidades. Conoce a Ramón J. Sender, con quien al regreso inicia una correspondencia que se extenderá durante una década y en la que se muestra la cálida amistad surgida entre los dos, acosados por sus respectivos demonios: el dolor del exilio y de la vejez en él; la creciente asfixia del perfeccionismo y la inseguridad como escritora en ella.

A finales de 1970 se produce la separación «amistosa» del marido y emprende una vida que puede calificarse de nómada. Cambia continuamente de residencia, en viviendas alquiladas, en casas de amigos, de hijos, tanto dentro como fuera de España, principalmente en París y en Roma, donde frecuenta a los escritores Alberti y María Teresa León y a los actores Rabal y Asunción Balaguer, que se convierten en sus consuegros.

Pero el soñado viaje hacia la luz va tomando cada vez más el aspecto de un viaje hacia las sombras. Tras nuevas visitas a universidades de Estados Unidos entre 1981 y 87, patrocinados por su nueva amiga Roberta Johnson, parece que la oscuridad crece. Arteriosclerosis cerebral, dictaminan. En 1988 llega la afasia y con ella la (aparente) separación del mundo. Hasta 1995 vive primero con su hija Cristina y después con su hijo Agustín. Finalmente, en diversos centros de salud. Muere en  Madrid en 2004.

Una mujer tan excepcional, ¿qué nos ha dejado? Nada, diría ella. Nada, dirá la literatura universal. Cierto, y a quien lo ponga en duda, al incrédulo yo le diría «toma y lee»:

Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado y no me esperaba nadie.

Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran estación de Francia y los grupos que se formaban entre las personas que estaban aguardando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso. El olor especial…

 (De ESCRITORAS)

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