Archivo mensual: abril 2016

Religión, dioses, mente divina II (sabiduría clásica IV)

Que los romanos cultos no participasen de la fe infantil del pueblo llano en los dioses no significa que fuesen inmunes a las tentaciones metafísicas. En los escritos de muchos pensadores hay pruebas evidentes de ello. Pero no se espere encontrar nada comparable a un Platón o un Aristóteles. Y es que, a diferencia de la griega, la cosecha latina de escritores apenas produjo filósofos.platon

Un pueblo tan práctico como el de Roma podía dar – y dio en abundancia – juristas, arquitectos, ingenieros, administradores, soldados, pero no filósofos. Y en mi opinión, no hay excepciones. Porque, si consideramos los nombres que enseguida vienen a la mente, tendremos que reconocer que Cicerón fue solo un divulgador de la filosofía griega y que tanto Séneca como Marco Aurelio cultivaron casi exclusivamente el aspecto más utilitario de la filosofía, la ética, es decir, cómo comportarse en la vida.

Los interesados en la metafísica o, simplemente, en hacerse con una visión del mundo (una Weltanschauung, se diría siglos después) se adscribían de hecho a una de las dos grandes corrientes: la epicúrea, materialista, negadora de toda trascendencia humana, y la estoica, que había acogido algunos aspectos del platonismo y del aristotelismo, y que creía en una divinidad reguladora del cosmos al mismo tiempo que en una necesidad o fatalidad del devenir humano y universal, pues, como dice Séneca:

Una cadena irrompible, que esfuerzo alguno lograría alterar, ata y arrastra todas las cosas. (Cartas a Lucilio, IX, 77; trad., Eduardo Sierra Valentí)

Cicerón, que no se consideraba estoico ni epicúreo, pero que estaba mucho más próximo de lo primero que de lo segundo, escribe:

todos obedecen al orden que reina en los cielos, al principio divino que anima el mundo, y al Dios todopoderoso, de suerte que el universo entero debe ser considerado como la patria común de los dioses y de los hombres. (Sobre las leyes, I, 23; trad., José Guillén).

En Séneca ese Dios regulador se nos presenta, además, como algo más próximo, más intimo:

Dios se halla cerca de ti, está contigo, está dentro de ti. Sí, Lucilio, un espíritu sagrado reside dentro de nosotros, observador de nuestros males y guardián de nuestros bienes, el cual nos trata como es tratado por nosotros.(Cartas morales a Lucilio, IV, 41; trad. Eduardo Sierra Valentí).

Esta creencia en un orden divino, generalmente admitida excepto por los epicúreos, no supone necesariamente, como en otras religiones, la fe en la pervivencia o inmortalidad del alma individual. Sobre esto las posiciones son diversas.

El poeta Catulo, que al parecer hasta cree en los dioses tradicionales, afirma:

los soles pueden ponerse y volver a salir; pero nosotros, una vez se apague nuestro breve día, tendremos que dormir una noche eterna.(V ; trad. Juan Petit)

Séneca resulta un poco contradictorio en este tema, o quizá es que no lo entendemos muy bien, porque en unas ocasiones defiende la inmortalidad personal, y en otras parece que no.

Cicerón, con su típica mentalidad jurídica, plantea la cuestión de manera que no quede ningún cabo suelto:

Que si yerro al creer que las almas humanas son inmortales, gustosamente yerro, y no quiero que me arranquen, mientras viva, este error en el que me complazco; ahora, si después de muerto no he de sentir nada, como piensan ciertos filósofos insignificantes, no temo que los filósofos difuntos se burlen de este error mío. Que si no hemos de ser inmortales, es con todo deseable que el hombre se extinga a su debido tiempo; pues la naturaleza ha puesto un límite a la vida como a todas las demás cosas. (Sobre la vejez, XXIII, 85; trad. Eduardo Valentí Fiol)

En conclusión, con inmortalidad del alma o sin ella, para los mejores pensadores romanos todo está movido, animado y regulado por la mente divina,

            omnia iam cernes divina mente notata

dice Cicerón en uno de los pocos versos suyos que se conservan, y que apenas precisa traducción.                                     

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Religión, dioses, mente divina I (sabiduría clásica IV)

Es sabido que los romanos eran gente más seria que los griegos. En la religión tenemos un ejemplo. En la antigua Grecia, los dioses formaban un alegre batiburrillo que poco o nada tenía que ver con el destino del individuo o del pueblo, aunque a veces se utilizaba como espantajo desde una posición conservadora, como en el caso de Sócrates.

Pero ya desde muy antiguo, para los griegos los dioses fueron sobre todo figuras poéticas que embellecían la vida y, de paso, aportaban explicaciones variopintas de los fenómenos de la naturaleza. Y, por supuesto, nada tenían que ver con un credo ordenancista ni con la moral, y poco con la trascendencia. 

Entre los romanos la cosa fue muy distinta desde el principio. Los dioses eran personajes imponentes que aseguraban el bienestar del pueblo y la persistencia y expansión del Estado, siempre que se les tratase debidamente. Los ritos religiosos estaban a cargo del poder público. Pero no existía propiamente una casta sacerdotal, sino que su dirección y custodia constituían una faceta más de la actividad política, de manera que las mismas personas que podían ejercer de cónsules o pretores podían ser, al mismo tiempo o en otro momento, pontífices, augures, etc

Los rituales eran muy rigurosos. El más pequeño error invalidaba la ceremonia o podía desencadenar grandes desgracias. Y siempre se consideró, oficialmente, que el destino de Roma dependía de la buena relación con los viejos dioses.

Pero, ¿creían los romanos en sus dioses? Depende. Porque había a estos efectos dos clases de romanos. Los incultos, analfabetos, campesinos, soldados…o sea, la mayoría, por un lado, y la clase acomodada, plebeyos o patricios, leídos y más o menos cultos, por otro.

Los primeros creían por lo general en los dioses con la misma fe supersticiosa que creían en miles de otras cosas. En cuanto al segundo grupo, el de los cultos, es difícil encontrar pronunciamientos claros y decididos.

Por lo general predomina un respetuoso consenso sobre la cuestión, con algunas excepciones, como la de Julio César, ateo declarado. Lo que no impedía que en ocasiones, en el pequeño mundo del pensamiento filosófico, se considerase la cuestión con una actitud no sé si llamarla cínica o hipócrita. En su obra Sobre la naturaleza de los dioses, Cicerón pone en boca de uno de los dialogantes estas palabras:

¿Existen los dioses o no existen? Es difícil negar su existencia. Pienso que sería así si la pregunta tuviese que plantearse en una asamblea pública, pero en una conversación privada y en una compañía como ésta es sumamente fácil. Así, pues, yo, que soy pontífice, que considero un deber sagrado defender los ritos y las doctrinas de la religión establecida desearía muy de veras estar convencido de este dogma fundamental de la existencia divina, no como un artículo meramente de fe sino como un hecho comprobado o verificado. Pues pasan por mi mente muchas ocurrencias perturbadoras, que a veces me hacen pensar que no existen dioses en absoluto. (Sobre la naturaleza de los dioses, I, 61; trad. Francisco de P. Samaranch).

En su obra Sobre la adivinación el mismo Cicerón habla por su cuenta así:

Nosotros los augures no somos tales que predigamos el futuro por medio de la observación de las aves o de los demás signos […] Pero tanto por la consideración a la opinión del vulgo, como por las grandes utilidades de la república, se conservan las prácticas, los ritos, las reglas, el derecho de los augures, la autoridad de su colegio. (Sobre la adivinación, II, XXXIII, 70; trad. Julio Pimentel Álvarez).

La misma idea, con mayor concisión y claridad, la expresa el poeta Ovidio:

Es útil la existencia de los dioses y, como que es útil, hemos de creer que existen (Arte de amar, 635; trad. José-Ignacio Ciruelo).

Es bien sabido que los romanos eran gente muy práctica. (continúa)

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El nacimiento

Es fácil escribir sobre la muerte. (Yo mismo lo he hecho una y otra vez en las páginas de este blog, si bien con ese tono superficial y aparentemente frívolo con que las buenas maneras aconsejan tratar las cosas profundas y radicalmente serias.) Y se comprende. La muerte la tenemos siempre ante nosotros; de jóvenes, bastante lejos, o eso creemos, y a medida que cumplimos años, cada vez más cerca. Pero ahí está. Y la tememos. Porque, por lo que parece (nadie nos pudo contar la experiencia), supone la destrucción, la extinción total de lo que somos.

Se explica entonces que tantas personas de toda condición piensen una y otra vez en ello y se hagan preguntas y hasta se inventen respuestas en un intento, bastante inútil, de calmar la ansiedad.

Así que he decidido cambiar de objeto y pensar y escribir no sobre la muerte, que parece que es el final, sino sobre el nacimiento, que se supone que es el principio.

Y lo primero que veo es que he de adentrarme en un territorio muy poco transitado. Comparadas con las innumerables reflexiones que ha generado la muerte, las dedicadas al nacimiento son casi inexistentes. Y no me refiero a los aspectos puramente científicos, físicos, sino a los metafísicos, que son los que de verdad importan, como en el caso de la muerte.

Yo mismo no solía pensar en ello. Mientras era solo padre, el nacimiento y crecimiento del nuevo ser que era mi hijo lo asumía como algo tan natural que apenas atraía mi atención. Al ascender a la condición de abuelo, debido quizá a la posición más distanciada, empecé a asombrarme del fenómeno y de todos sus detalles.

Un ser inexistente de pronto accede a la existencia perfectamente pertrechado con todos los atributos de la especie. Y no se me diga que ya existía en sus padres, pues el argumento decae cuando uno se pregunta dónde estaba ese nuevo ser cuando sus padres aún no existían. Y dónde los padres cuando los abuelos aún no habían nacido, se podría añadir.

O sea, que la cosa tiene todos los indicios de una creación ex novo, de una aparición desde la nada. Se me dirá que eso no es cierto, que no es desde la nada sino desde la semilla de los padres que surge el nuevo ser. Y lo acepto. Pero solo en parte, porque lo que importa en ese individuo, lo que le caracteriza como tal, es absolutamente nuevo: el carácter personal, único e intransferible, que le constituye e identifica como persona humana diferente y separada de las demás.

Ese carácter personal e intransferible opera desde el primer momento de la existencia, y es perfectamente observable a los pocos meses entre dos hermanos tratados de forma idéntica, por ejemplo. Observable al menos para el abuelo, siempre más distanciado que los padres.

Hace ya tiempo que los científicos establecieron que el mundo se encamina a su fin, que en virtud de lo que dispone el segundo principio de la termodinámica, todo sistema tiende al desorden, a la desintegración, o sea, que al final todo quedará
reducido a un sucio montón de polvo.

Pero otros científicos llegaron y observaron que en el fenómeno que es la vida no se cumple ese principio, sino que siempre hay algo que está naciendo y complejizándose y organizándose sin tregua (pensemos en el desarrollo físico, en la adquisición del idioma y en el acopio de conocimientos y aptitudes, asombrosos en relación al tiempo empleado por el niño de meses). Neguentropía frente a entropía, dicen.

Pero, ¿qué significa todo eso?

Me gustaría saberlo.

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