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OSCAR WILDE. La profundidad de la superficie I

oscar fumandoLa vida imita al arte mucho más que el arte imita a la vida.

Nada que merezca la pena conocer se puede enseñar.

La acción… es el último recurso de los que no saben soñar.

Cuando el hombre actúa es una marioneta. Cuando describe es un poeta.

Nunca el hombre es menos él mismo que cuando habla en su propia persona. Dale una máscara y te dirá la verdad.

Cuando los demás están de acuerdo conmigo siempre creo que estoy equivocado.

Amarse a sí mismo es el principio de un idilio que durará toda la vida.

El egoísmo no es vivir como uno quiere, es pretender que los otros vivan como uno quiere que vivan.

El deber es lo que esperamos que hagan los otros.

En el mundo solo hay dos tragedias: una, no obtener lo que se quiere; la otra, obtenerlo.

No soy lo bastante joven para saberlo todo.

La cara de un hombre es su autobiografía; la de una mujer es su obra de ficción.

Bigamia es tener una mujer de sobra. Monogamia es lo mismo.

Todo en el mundo se refiere al sexo excepto el sexo. El sexo se refiere al poder.

Una idea que no sea peligrosa ni siquiera merece llamarse idea.

Es a través de la desobediencia y la rebelión que se ha hecho el progreso.

Con solo estas frases, cualquier persona medianamente leída es capaz de identificar a su autor.

Oscar Wilde, por supuesto.

Es fácil, sí. Lo difícil es identificar a Oscar Wilde, es decir, descubrir quién era, cómo era, esa persona tan especial, ese escritor tan original que elevó el arte de la paradoja hasta profundidades insondables.

Y es que no solo sus frases son paradójicas y aparentemente absurdas; también lo fueron su personalidad y su vida.

Hijo de una familia acomodada de clase media. Educado con esmero primero en su Irlanda natal, luego en la metrópoli inglesa, pocos indicios había de que fuera a triunfar en el mundo de las letras. En el que sí triunfa desde el primer momento es en el de la buena sociedad.

Ya en su época de estudiante en Oxford se convierte en centro de atención de alumnos y profesores, por su palabra siempre brillante y por la excentricidad de los detalles, tanto en la indumentaria como en la decoración de su habitación del College. Y es que, aunque artista por naturaleza, más que en la sociedad literaria le interesa triunfar en la sociedad distinguida, cuanto más aristocrática, mejor.

Y lo consigue, hasta el extremo de que se produce el extraño fenómeno – hoy nada extraño, por cierto – de convertirse en una celebridad, en un famoso, antes de aportar nada concreto. El de Wilde quizá sea el único caso de la historia de la literatura (la de verdad) en el que la fama precede a la obra.

Pero, ¿quién es en realidad Oscar Wilde, ese famoso que se convierte en escritor aplaudidísimo y que, en el cenit de la fama y de la gloria literaria, es lanzado al abismo por la misma sociedad que le aplaude y le ríe las gracias?

No es fácil responder a esta pregunta, porque hacerlo con un mínimo de seriedad supone haber tenido en cuenta y en parte haber descifrado las claves de su personalidad, ocultas bajo una superficie de aparentes contradicciones y brillantes frases paradójicas: esteta que no soporta la visión de la pobreza, pero hechizado por la figura histórica de Cristo; autor fascinado por el mundo aristocrático y elegante, pero crítico hasta el sarcasmo con ese mismo mundo; defensor del arte por el arte y de la necesaria amoralidad del artista, pero autor de obras de moraleja evidente; triunfador en una de las sociedades más clasistas de Europa, pero partidario del socialismo (sui generis, por supuesto)…

Sus primeras obras – dos piezas teatrales y un par de colecciones de poemas – no consiguieron que el escritor adelantase en méritos y fama al hombre de mundo. No fue hasta 1888, con la aparición de El Príncipe Feliz y otros cuentos, que empieza a destacar como escritor, fama que se afianza con la publicación de unos ensayos en los que destaca el ingenio y la exposición paradójica de su peculiar credo estético (La decadencia de la mentira, El crítico como artista) y social (El alma del hombre bajo el socialismo).

Solo escribió una novela, El retrato de Dorian Gray. Publicada primero en una revista, apareció en forma de libro en 1891. Cuenta con todo lujo – nunca mejor dicho – de detalles la historia de un joven hermoso que, seducido por las doctrinas cínicas y hedonistas de un dandy aristócrata, se lanza a una vida de placer y desenfreno, para tormento del artista que le ha retratado en un cuadro y que le idolatra. Misteriosamente, el deseo formulado por el joven se cumple: él se mantiene joven y bello mientras que el retrato va envejeciendo y registrando en el rostro todas la huellas del vicio y la depravación. La novela, pese a su adscripción de hecho a la corriente decadentista, con su esteticismo amoral y su refinamiento extremo, es en realidad un apólogo moral donde se demuestra que “todo exceso y toda renuncia llevan su propio castigo”, en palabras del mismo autor.

Y sin embargo, los voceros del puritanismo victoriano – algunos periódicos de Londres – solo vieron en la obra inmoralidad e incitación al vicio, llegando a decir que parecía destinada a ser leída “por los miembros más depravados de las clases criminales e ignorantes”. A lo que nuestro autor responde que las clases criminales e ignorantes no leen otra cosa que periódicos.

Wilde triunfó especialmente en el teatro con unas cuantas obras que hicieron las delicias del público de aquel tiempo y de los posteriores. Y resulta sorprendente que, más de un siglo después, cuando de aquella sociedad prácticamente no queda nada, se sigan representando y atrayendo al público – también en versiones cinematográficas – casi como el primer día. Bastaría esto para otorgar al autor, sin ninguna duda, el calificativo de clásico

Wilde también llegó a brillar en el campo de la poesía. No por los poemas de juventud antes aludidos, sino por una obra de madurez, preciosa y emocionante. Pero antes tenían que pasar algunas cosas terribles. (continúa)

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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