Archivo mensual: enero 2021

Inventar el enemigo

No me refiero a inventarlo de raíz, a construir su existencia, sino a vestirlo de todas las características necesarias para que no haya duda sobre su condición de enemigo. No importa que el enemigo sea blanco: si conviene, se le presenta como negro; no importa que alegue que tiene un problema y que desea resolverlo por medios democráticos: si conviene, se niega el problema y se le presenta como nazi. El recurso es muy antiguo. Ya se utilizaba en la última etapa del imperio romano, como denuncia el poeta Ausonio en esta carta, obviamente apócrifa, es decir, escrita por el Ausonio de la novela La ciudad y el reino (conviene siempre precisar esta circunstancia).

En todo escrito o sermón de los doctos polemistas cristianos nunca falta la acusación, dirigida a los seguidores de la antigua religión, de que rinden culto a imágenes fabricadas por los propios hombres, de que adoran objetos inanimados a los que toman por divinidades. ¿De dónde ha sacado eso? ¿Es posible que personas en apariencia cultas como Ambrosio, Jerónimo o Eusebio o tantos otros, piensen realmente que personas como Símaco o Pretextato (o como Plinio o Cicerón) adoran (o adoraban) estatuas de piedra o de metal? Yo no lo creo posible. Creo más bien que, en un alarde de audacia y de mala intención, se están fabricando un enemigo cómodo, un enemigo al que dotan de una serie de características absurdas y ridículas para combatirlo más fácilmente.

En todo caso, haya intención o no, luchan contra fantasmas. Porque ese enemigo al que combaten no existe ni ha existido nunca. Es decir, ha existido y existe al nivel del pueblo más bajo. Es ahí donde la religión, confundida con la superstición y la magia, se manifiesta en las creencias y prácticas más disparatadas y aberrantes, desde las defixiones hasta la misma creencia de que los dioses moran en el espacio de sus imágenes.

Pero a eso no aluden los polemistas cristianos ni, por lo visto, les preocupa. Sólo apuntan a lo alto, mintiendo para confundir, con la clara intención de que el dubitativo semiletrado se espante de las barbaridades (imaginarias) denunciadas y se eche en brazos de la nueva razón, curiosamente defendida por los obispos.

Y ahora me podría extender en toda clase de consideraciones sobre lo que nuestra vieja religión significa y sobre lo que representan sus dioses y sus ritos. Pero eso ha sido ya tratado multitud de veces, antes y después de la excelente obra de Cicerón. Y tú lo conoces tan bien como yo. Y Ambrosio, tan bien como nosotros dos. 

(De La ciudad y el reino, págs. 110-111 )

 

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Anacronía: Ausonio sobre Trump

A veces dudo que los hombres sean seres inteligentes. Y me pregunto qué es lo que empuja a tanto ilustre personaje a cometer las estupideces que no cometería un niño. ¿Es realmente el afán de poder tan fuerte en algunas personas que llega a nublarles la vista y todos los sentidos? Parece que sí. Yo, que he ejercido parcelas de poder con el mismo cuidado y entrega que he dedicado a la actividad profesoral o literaria, no he podido nunca comprender cómo, en lo que se relaciona con el poder, cualquier desalmado, necio o ignorante puede entrar a saco en esos dominios y desbaratar todo lo que espíritus inteligentes y preparados han ido edificando con paciencia y cordura. A nadie se le ocurre hacerse pasar por un gran profesor, si no lo es; o por un hombre de letras, si es analfabeto. Pero cualquiera, desde el soldado menos despierto, como Arbogasto, hasta el profesor más mediocre, como Eugenio, se cree capacitado para la dificilísima tarea de mandar y organizar. ¿Cuál es la sustancia del poder, capaz de obrar tales prodigios? Quizá esta pregunta no nos lleve a ninguna parte; quizá la clave del asunto haya que buscarla en otra dirección: en la falta de sustancia de cuantos, sin merecerlo, aspiran al poder; en la vaciedad de esas personas que, no consiguiendo llamar nuestra atención por ningún mérito propio, pretenden subirse a lo más alto para, por la fuerza, exigirnos adoración. Siempre acaban mal. Pero, mientras duran, pueden realizar una obra devastadora. 

De La ciudad y el reino

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