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Catulo y Clodia. En la taberna de la Novena Columna

CINNA.: Oye, ¿ése no es Furio?

CATULO.: Sí, y el que está a su lado es Gelio, y el otro Egnacio.

CIN.: Y la mujer…en la taberna  taberna

CAT.: Sí.

CIN.: Será mejor que nos vayamos.

CAT.: No, yo me quedo.

CIN.: Tú estás loco. ¿Qué pretendes? ¿No me dirás que vas a rescatarla de este infierno? Porque, aunque fueses el mismo Orfeo con su lira, te aseguro que no podrías sacar a esa mujer de aquí.

CAT.: Siéntate, Cinna, por favor, y escúchame un momento. Si yo soy Orfeo y ella es Eurídice, ¿quién o qué fue la serpiente? ¿El inmundo animal cuya picadura malogró una vida luminosa y acabó por sepultarla en este mundo tenebroso?

CIN.: Quizá no hubo picadura, quizá no hubo serpiente. Quizá ella ha sido siempre así.

CAT.: ¿Quieres decir que siempre ha estado en el barro, incluso cuando los dos viajábamos sobre las nubes? No, no lo creo. Hubo serpiente, hubo picadura, hubo algo que la ha ido arrastrando hasta aquí abajo. Algo de ella misma, quizá.

CIN.: Si quieres, puedes preguntárselo. Viene hacia aquí. Será mejor que me vaya.

CAT.: No es necesario.

CIN.: Adiós, Catulo. Y sal cuanto antes de este infierno, por favor.

CLODIA: ¿Me buscabas?

CAT.: No más que otras veces.

CLO.: Sé que recibiste mi mensaje.

CAT.: Sé que recibiste mi contestación.

CLO.: Muy estúpida, por cierto.

CAT.: Y muy verdadera.

CLO.: ¿Quieres decir que ya no somos ni siquiera amigos?

CAT.: Ni siquiera. Nunca hemos sido amigos, Clodia. Hay que saber amar, para eso.

CLO.: Yo amo a mis amigos.

CAT.: Tú ni amas ni tienes amigos. Contéstame a una pregunta. ¿Alguna vez me has querido? Contéstame, por favor.

CLO.: ¿Qué importa ahora eso? Te gusta remover las cosas. Déjalas ya. Alguna vez fui joven. Alguna vez fui feliz. ¿Y qué? Todo eso pasó. Lo que cuenta es el presente.

CAT.: ¿Y qué hay en el presente?

CLO.: La vida.

CAT.: O sea, la nada. Cuando se ha amado como nosotros…

CLO.: No me falta amor.

CAT.: No te falta mierda, querrás decir. ¿Cómo te atreves a profanar esa palabra que fue tan sagrada entre nosotros? ¿Quién te da amor? ¿Gelio? Pero si no eres ni su madre, ni su hermana, ni su tío, ¿qué aliciente puedes tener para él? ¿Egnacio, con sus blancos dientes rezumando orina hispana? ¿O Furio, que te debe hacer pagar cada favor a precio de usurero? Si pudieses alardear de un amor de verdad, o simplemente de un compañero corriente, como la mayoría de los mortales, mi desgracia estaría dentro de lo normal, dentro de las desgracias normales que suelen ocurrir a los hombres. Pero me has cambiado por lo más bajo y abyecto que has podido encontrar, por la más inmunda de las basuras. Y no hay que olvidar a Celio, claro.

CLO.: No pronuncies ese nombre.

CAT.: Toda Roma lo pronuncia. Y el tuyo también. Para reírse, naturalmente. Qué espectáculo tan grotesco. Si has de pasar a la posteridad por el discurso de Cicerón, has quedado bien lucida.

CLO.: Si he de ser inmortal gracias a tus poemas, no lo tengo mejor.

CAT.: ¿Por qué no te conocí así, tal como ahora te veo?

CLO.: Y ahora, contéstame tú a una pregunta. ¿Se puede saber qué es lo que le agradecías a Cicerón en aquellos versos que le dedicaste justo después del proceso? ¿La defensa que hizo de tu amigo Celio? ¿O las bajas artimañas que utilizó para hundirme en la basura?

CAT.: No, él no te hundió en la basura. De eso ya te has encargado tú misma. Pero te lo diré. Quise agradecerle que hubiese mantenido silencio sobre nuestra relación. Ya es bastante que la historia de nuestro amor se pasee por todas las tabernas; solo faltaría que fuese también pasto de los tribunales. Con esa intención le dediqué aquellos versos, que por cierto me salieron algo irónicos. No pude evitarlo.

CLO.: Qué feliz eres. Poder sacar los malos humores simplemente escribiendo unos versos. No te das cuenta de la suerte que tienes.

CAT.: Todo el mundo puede hacerlo. Todo el mundo puede librarse de sus malos humores escribiendo versos, hablando con un buen amigo, actuando con justicia y nobleza, permitiendo que lo más limpio y sagrado que hay en nuestro interior aflore con sencillez. Tú misma…

CLO.: Yo, ¿qué?

CAT.: Tú misma podrías decir adiós a esta vida absurda que llevas y permitirte ser la persona que en realidad eres.

CLO.: La vida que llevo no es absurda ni nada. Es mía. Y no voy a cambiarla porque tú lo digas.

CAT.: O sea, que vas a seguir así. O sea, que vas a consumir tus días viviendo como una puta, como una vulgar y miserable puta.

CLO.: No es necesario que me insultes. Tú crees que me quieres. Pero no es verdad. A mí no, a la persona que soy en realidad nunca la has querido. Nunca has pensado, quiero decir de una manera profunda y efectiva, nunca has pensado que soy una persona, y que mi mundo interior es complejo, doloroso, contradictorio, inexplicable. No, en realidad, eso no te ha importado. Solo te interesaba saber si te quería o no, es decir, si estaba dispuesta a ocupar el lugar que me tenías asignado en la parte vacía de tu ser. No, Catulo, nunca has entendido nada. Solo entiendes tus propias fantasías. Te subes con ellas a las nubes, y la realidad de la vida se te escapa.

CAT.: Quizá tengas razón. Pero una cosa no tiene que ver con la otra. Mis defectos no justifican tu locura. Mi ceguera no explica tu enfermedad.

CLO.: ¿Mi enfermedad? ¿Sabes tú por casualidad cuál es el camino recto, la senda saludable de la vida? Si lo sabes, dímelo. Pero, no, nadie lo sabe. Y cada cual tiene que inventar su propio camino. Y ninguno es mejor que otro.

CAT.: Pero hay caminos y hay precipicios.

CLO.: No quiero discutir más, Catulo. Solo quería decirte que estoy viva y visible, y que, cuando quieras, podrás encontrarme.

CAT.: ¿Dónde? ¿Aquí? ¿Quieres decir que habré de tomar la lira y venir a sacarte de estas profundidades?

CLO.: Ni lo intentes. Los que vivimos en los mundos subterráneos ya no saldremos jamás. Dicen que Orfeo, al volver la vista atrás, provocó que Eurídice desapareciese. No lo creo. Más bien creo que, al volver la vista atrás, vio que Eurídice no estaba. Y no estaba simplemente porque no le había seguido, y no le había seguido porque nadie, ni la más amada de las Eurídices, puede escapar de su propio infierno.

(De Lesbia mía)

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Schopenhauer o el delito de nacer I

 

Recuerdo la primera vez que me fijé en la imagen de Schopenhauer. Yo tendría poco menos de veinte años. En un libro divulgativo de fisiognómica – ciencia decimonónica que imagino que ya no existe – se mostraban retratos de personas célebres para ilustrar determinados rasgos de la personalidad. El rostro de Schopenhauer, según el autor del tratado, era la ilustración perfecta del pesimista. La línea recta que formaban los labios apretados era el signo más evidente. Aparte de esto, del libro en cuestión solo recuerdo la afirmación de que los ojos grandes, redondos, bovinos, son señal clara de nulidad intelectual. Tiempo después, cuando supe que Cicerón llamaba a Clodia (la Lesbia de Catulo) boopis, ojos de vaca, me acordé del antiguo manual de fisiognómica y de todos los autores de conclusiones precipitadas o pintorescas, científicos o no.

Que Schopenhauer sea o no pesimista depende del punto de vista del observador. Lo que está claro es que representa un giro total en la manera de la filosofía de ver el mundo. Hasta entonces, toda filosofía tenía preparado un bonito happy end que lo redimía y lo explicaba todo. Desde el divino mundo de la ideas de Platón hasta la marcha gloriosa del espíritu por la historia – o de la historia hacia el espíritu, no sé muy bien – de Hegel, pasando por las versiones metafísico-cristianas y racionalistas- ilustradas-progresistas, posterior marxismo incluido.

Pero llegó Schopenhauer y mandó parar. Las cosas no son como nos gustarían que fuesen, dijo. Sino como son. Y aplicando los datos de la ciencia y la propia experiencia de ser viviente, entendió que en el ser del mundo no se aprecia orden divino, ni razón, ni finalidad, ni ninguno de los otros consuelos imaginados por los filósofos “optimistas”. Hay lo que hay: una voluntad de ser poderosa, incontenible, irrefrenable, que alienta por igual en todas las criaturas y elementos del universo, y punto. A esto lo llaman “filosofía irracionalista”.

A partir de aquel momento en que me fue presentado en imagen, empecé a leerle algunas cosas. Poco después de los veinte, quizá a los veintidós, acometí la primera lectura de su obra fundamental, El mundo como voluntad y representación. Quedé deslumbrado ante muchos aspectos de la obra. Pero he de confesar que hasta una segunda lectura, realizada a los treintaitantos, no supe captar y apreciar cabalmente su contenido.

Y no fue hasta dos décadas después, a mis cincuenta y muchos años, cuando de verdad profundicé en el pensamiento y la persona del filósofo hasta el extremo de meterme literalmente en su piel. ¿Cómo fue esto posible? Ahora lo explico.

Todo lo que yo había escrito hasta entonces, y en parte publicado, eran novelas en que el personaje – siempre del mundo de las letras – se expresaba por sí mismo. Pero de las vidas de Ausonio, Paulino y sobre todo Catulo, muy poco se sabía, así que la dosis de imaginación a aplicar era muy importante. Ya mucho menos lo fue en el caso de Cicerón, a quien también novelé, y es que la enorme cantidad de cartas que de él se conservan definían una personalidad que en todo caso había que respetar. O sea, que el procedimiento de meterse en la piel de… ya no dependía solo de la imaginación sino además de la información. Y de cierto toque mágico que no sé si sabré explicar.

Y de pronto, no sé cómo, recuperé mi antiguo interés por Schopenhauer y di el salto de la Roma clásica a la Europa romántica.

El hecho de que el personaje fuera ya plenamente moderno y mucho más documentado que el propio Cicerón parecía complicar la cosa. Tenía delante un hombre vivo, real, no un ser en gran parte imaginado, como Ausonio o Catulo. Y si con ese hombre quería hacer algo serio tenía que sumergirme en él.

Leí de nuevo y a fondo su obra fundamental, además de todos (o casi) sus otros escritos, leí y consulté biografías, sobre todo de contemporáneos o muy próximos, consulté tratados e incluso aprendí algo de filosofía, aunque confieso que con Kant – tan importante para mi filósofo – no pude directamente. Lo puse todo en la misma olla, lo sometí a cocción lenta, pronuncié la palabras mágicas, bebí de la pócima, ¡y me convertí en Arthur Schopenhauer! Quien lo dude que vea el resultado. Se titula El silencio de Goethe a la última noche de Arthur Schopenhauer, y fue publicado por Editorial Cahoba en 2006 [y por Piel de Zapa en 2015]. (continúa)

(De Los libros de mi vida)

 

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Catulo, vivir y amar II

Dado que todo lo que sabemos de Catulo está en su obra, la única manera de construirle una biografía aproximada consistirá en deducirla de las numerosas vivencias que nutren sus poemas, los cuales, para complicar la cosa, no nos han llegado ordenados cronológicamente. A ello se han dedicado eruditos de todas las épocas con resultados para todos los gustos. No siendo yo erudito, no he tenido más remedio que dejarme guiar por cierto instinto poético para adscribirme a las hipótesis de unos más que a las de otros. El resultado es lo que sigue.

Gayo Valerio Catulo nació en Verona entre los años 87 y 84 a.C. La familia era de las más notables de la provincia (Cisalpina) y contaba con posesiones en Sirmio y en Roma, y con amistades como Julio César – en fase ascendente – y Metelo Céler. Allá pasó Catulo sus primeros años, entre otras cosas formándose, descubriéndose como poeta e iniciándose en los placeres de la vida – tanto en los elementales como en los refinados – en compañía de los amigos de su edad, varios de ellos también poetas. Siendo aún muy joven, sus poesías empezaron a circular con éxito, especialmente los urticantes epigramas dirigidos a César – no obstante la amistad que unía a las familias – y a otros prohombres.

Tendría 23 o 24 años cuando conoció a una mujer llamada Clodia, algo mayor que él, perteneciente a la antigua y noble familia Claudia – que un siglo después daría origen a una dinastía de emperadores – y esposa de Metelo Céler, gobernador de la provincia Cisalpina. Este encuentro, marcaría el resto de su corta vida.

A partir de ese momento, su producción poética, aun conservando los demás aspectos, se centra en un amor que se anuncia maravilloso y por encima de todas las convenciones y censuras:

Vivamus, mea Lesbia, atque amemus, / rumoresque senum seueriorum / omnes unium aestimenus assis.

(Aclaro que “Lesbia” es el nombre que, en homenaje a la poeta Safo de Lesbos, a quien ambos admiraban, dio Catulo a Clodia en sus versos).

Pero las cosas nunca son como al principio. Y mucho menos las cosas del amor. Aquella relación tan sólida que ambos habían pactado – pues ella también le amaba – como una estimación por encima de los amores vulgares se resquebrajaba.

Y es entonces, cuando el espejismo de la correspondencia perfecta se desvanece, que Catulo comienza a verse apresado, encadenado a la mujer amada que le maltrata y de la que quizá nunca se podrá librar. En su poema sobre Atis y Cibeles, cuenta cómo el joven Atis se castra para quedar postrado para siempre bajo el poder de la diosa. En la historia de Ariadna y Teseo cuenta cómo éste abandona a la mujer que acaba de rescatar del laberinto del Minotauro, y cómo Ariadna lanza inútiles improperios a la nave del traidor que se aleja. Pero se diría que aquí hay una curiosa transfiguración: en realidad, él es Ariadna mientras que Teseo es aquella Lesbia que decía amarle y que le olvida por otros mundos.

Cabe pensar que el mundo por el que Clodia posterga a Catulo es el de la simple realidad social, hecha de muchas personas e intereses y no de un solo amante solícito, absorbente y quizás agobiante. Es posible. Y además sería la interpretación más complaciente con el pensamiento correcto de nuestros días. Pero en todo caso hay algo más.

En sus versos de reproche y de dolor, Catulo se queja de que “aquella Lesbia” no sólo ha incumplido su juramento de amor sino que anda con lo más bajo de la sociedad, con auténticos degenerados, además de con algún ex amigo suyo, como Celio Rufo. A Celio precisamente dirige Catulo estos versos: Caeli, Lesbia nostra, Lesbia illa…

Celio, mi Lesbia, aquella Lesbia a quien Catulo quiso más que a sí mismo y que a todos los suyos, en plazuelas y callejones, se la pela a los nietos del magnánimo Remo. (En una traducción, en muchos aspectos valiosa, se dice “prodiga sus favores”, pero el original glubit significa lo que significa).

Lo explícitamente sexual de muchas de las poesías de Catulo – que normalmente utiliza como arma infamatoria contra enemigos y ex amante – era entonces una novedad. Y lo siguió siendo hasta hace un siglo más o menos, con paréntesis intermitentes entre la Baja Edad Media y el Renacimiento. La postura contraria, es decir, la habitual durante toda la historia de la literatura, alcanzó su cénit con la pudibundez burguesa de principios del siglo XIX, lo que hizo que Goethe se lamentase de no tener un público como el de Shakespeare para poder escribir más libremente.

Volviendo a la historia. Las traiciones de Clodia no consiguen que Catulo la expulse de su corazón. Cierto que también él tiene sus aventuras, incluso con algún muchacho, como Juvencio, al que dedica varias composiciones, pero lo fundamental sigue invariable. Ama a Clodia y no puede evitarlo. Y por eso también la odia.

Odi et amo, quare id faciam fortasse requiris / nescio, sed fieri sentio et excrucior.

Odio y amo, quizá preguntes por qué lo hago / no lo sé, pero siento que es así y sufro tormento.

Estos versos constituyen la definición más contundente, concisa y exacta de una de las componentes fundamentales de lo que luego se daría en llamar “amor-pasión”.

Quizá para intentar una huida y con seguridad para visitar la tumba de su querido hermano, muerto de accidente en las costas de Asia Menor, Catulo pasó más de un año (57 a.C.) en Bitinia, en el séquito de su paisano el propretor Memmio.

A su regreso, parece que la reconciliación es posible. Se produce entonces un breve e inestable idilio y una nueva ruptura, pues Clodia no parece dispuesta a abandonar su vida alegre… con quien sea. Y Catulo no puede más. Tiene que romper. Pero ¿cómo? Difficilest longum subito deponere amorem

Es difícil romper de pronto con un largo amor. Es difícil, pero debes hacerlo como sea: esta es la única salvación.

Y finalmente lo consigue. O dice que lo consigue. Y lo hace a través de dos conocidos, de la “corte” de Clodia, a los que considera escoria.

…anunciad a mi amada esas pocas y no buenas palabras, / viva enhorabuena con sus amantes, esos trescientos que abraza a la vez / sin querer verdaderamente a ninguno… Y le echa en cara que, por su culpa, su amor ha caído como una flor en la linde del prado cuando el arado la roza al pasar.

No se sabe qué ocurrió después. Se dice que se reconcilió con Julio César. Dato sin importancia, porque a Catulo nunca le interesó la política, y su enemistad poética con el futuro dictador se basa solo en cuestiones anecdóticas y tal vez en el rechazo inconsciente del joven de buena familia ante el personaje también aristócrata, pero ambicioso y por ello convertido en demagogo (como, con menor trascendecia, Clodio Pulcer, hermano de Clodia, con la que se decía que mantenía relaciones incestuosas).

Lo que se sabe es que murió pronto, a los treinta años de edad o poco más. Como el gorrión de su amada, se fue per iter tenebricosum / illuc unde negat redire quemquam (por el camino tenebroso hacia allá de donde dicen que nadie regresa), porque soles occidere et redire possunt: / nobis, cum semel occidit breuis lux, / nox est una perpetua dormienda (los soles pueden ponerse y salir de nuevo, pero nosotros, una vez se ponga el breve día, tendremos que dormir una noche perpetua).

En su ingenuidad, en la espontánea inmediatez con que vivió la vida, pensaba que, una vez muerto, de él no quedaría nada. Se equivocaba. Está aquí. Lo tenemos todo. Tan vivo como entonces. Pero solo en sus versos.

(De Los libros de mi vida)  

 

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Catulo, vivir y amar I

 

Antes de hablar de Catulo y de cómo me enamoré de él quiero hablar de mí mismo, que me tengo un poco olvidado.

Lo de la ayudantía en la cátedra lo dejé con el mismo poco entusiasmo con que lo había tomado. Entré en nómina en una editorial, donde mi trabajo principal consistía en redactar artículos para una enciclopedia…sobre la base de otras enciclopedias, por supuesto. También hacía traducciones para la misma editorial, y para la competencia. En mayo del 68, mientras las calles ardían en París, me casaba con la que sigue siendo felizmente mi esposa, y además madre de mi hijo y abuela de mi nieto. Empujado por los pocos ingresos que me proporcionaban mi pertenencia al proletariado intelectual, me pasé al casi proletariado funcionarial, contribuyendo modestamente a engordar el caballo de Troya que albergaba en su seno la administración franquista. Llegada la democracia y el fin del Estado centralizado, se me transfirió a la administración autonómica de Cataluña, en el mismo ámbito de actuación. Es decir, escritor, licenciado en derecho, funcionario y en el área jurídico-laboral. Como para creerse Kafka. Pero fallaba lo primero y principal. Aunque yo no dejaba de escribir.

En esas estaba cuando, a punto de cumplir los cuarenta y cinco, y para oxigenarme un poco la mente, empecé a estudiar filología clásica. De los conocimientos que obtuve y sobre todo de las lecturas colaterales, surgió de improviso en mi cabeza la historia de dos escritores del siglo IV: Ausonio y Paulino. Y de ahí, una novela – La ciudad y el reino -, lo primero ¡finalmente! que había conseguido acabar con un aprobado por mi parte. Naturalmente intenté que se publicase; naturalmente las respuestas fueron negativas. Mientras tanto, me fijé en otro personaje, escribí la novela e intenté su publicación. Una editorial de primera línea la aceptó – editorial que luego me había de castigar, por no haber cumplido al cien por cien sus expectativas comerciales, rechazando sistemáticamente mis obras posteriores -, y en enero de 1992 apareció en las librerías con el título de Lesbia mía, novela cuyo personaje central es el poeta romano del siglo I a.C. Gayo Valerio Catulo.

A diferencia de los dos poetas antes citados, de Catulo ya sabía algo cuando decidí apropiármelo como objeto literario. Exprimiendo la memoria, llegué incluso a recordar que ya en el lejano bachillerato (11-16 años) había quedado prendado de unos versos que aparecían en el libro de texto de latín (Lugete, o Veneres Cupidenesque…), dedicados a la muerte del gorrión de su amada. Desde entonces, de vez en cuando, leía algunos de sus poemas. Y ahora mismo acabo de descubrir que en mayo de 1984, cuatro o cinco años antes de que me pasase por la cabeza tomarlo como objeto literario, había comprado y leído su obra completa en edición bilingüe a cargo de Juan Petit, autor también del estupendo prólogo que me había de servir como guía principal en mi itinerario catuliano-novelesco. Pero no estoy aquí para hablar de mi libro, sino de la obra y la persona de Catulo.

Lo primero que sorprende de Catulo es su modernidad. Ya sé que, en su acepción habitual, esta palabra no tiene mucho sentido, porque toda modernidad es antigüedad al cabo de pocos años. Lo que quiero decir es que Catulo es un poeta que habla al lector de hoy como si fuese un poeta de hoy. Han pasado veinte siglos y parece mentira. Y es que lees a algunos poetas de hace sólo doscientos o cien años y te parecen no ya de otra época, sino de otro planeta.

La poesía de Catulo es obra de un poeta. Esto que parece obvio en todos los casos, no lo es tanto en realidad. Lo que quiero decir es que Catulo es solo poeta. No hay rastro en él de ideología, de tendencias, de moral, ni siquiera de sabiduría. Siempre es un joven – no le dio tiempo de ser otra cosa y creo que nunca lo hubiera sabido ser – que goza de la vida con el mismo ímpetu e inconsciencia con que la sufre. Para reafirmarnos en esta opinión, por si acaso no se juzga históricamente cierta, tenemos el hecho afortunado de que todo lo que sabemos de él se contiene exclusivamente en su obra. No hay más Catulo que el que está en sus versos. Pocos poetas han tenido esta suerte.

Algunos alegarán que ciertos eruditos y escritores de la Antigüedad – Cornelio Nepote, Cicerón, Ovidio, Apuleyo, San Jerónimo – ya nos dejaron algo escrito sobre él. Detalles. Nimiedades. Y a veces erróneas, como en el caso de San Jerónimo. Además, de los cuatro citados sólo los dos primeros fueron contemporáneos del poeta, aunque de más edad. Cicerón alude a él, con cierto desdén, como uno de los “poetas nuevos”. Nepote, el historiador, sí que además de contemporáneo fue amigo y admirador de Catulo (éste le dedicó una colección de sus poemas). Ocurre sin embargo que, entre las obras perdidas de Nepote, se cuentan unas biografías de escritores, entre las cuales no podría faltar la de su admirado joven poeta. Pero como para nosotros esa biografía no existe – y no es seguro que existiera –, volvemos al planteamiento de origen: no hay más Catulo que el que está en sus versos.

Sus versos suman 96 composiciones de diversos tamaños, desde unas pocas líneas hasta varias de nuestras páginas. Las hay de circunstancias – la mayoría de las breves -, algunas consisten en feroces e ingeniosos ataques a ciertos individuos que no le caían nada bien: el mal poeta, el parásito desgraciado, el incestuoso degenerado, el pedante inculto, el competidor amoroso… hasta el mismo Julio César en su época de ascensión irresistible. Otras son largas y elaboradas composiciones de tono épico y fondo histórico, en las que bajo la delicada escenografía mitológica late el sentimiento, por entonces ya atormentado, del propio autor.

Pero la mayoría de las poesías – o las más destacadas, no las he contado – son de amor. Y, como suele ocurrir, de un amor feliz y luminoso al principio, y amargo y desgraciado al final. Y además, de un amor nuevo. Al menos en la literatura.

Un amor nuevo y una mujer nueva. Hasta entonces en la poesía amorosa, la de los poetas helenísticos al estilo de Calímaco, la mujer era una cortesana (inventada), único ejemplar femenino – sobre todo en la sociedad romana – que se podía permitir el juego de la pasión amorosa al margen de los códigos sociales de obligado cumplimiento. El amor de Catulo es una mujer real. Es también una dama de alto rango, una patricia romana que alardea de disponer de su vida con la misma libertad que un hombre.

¿Quién era esta mujer? ¿Quién era Catulo?  (continúa)

(De Los libros de mi vida)

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