Todo el universo, a la vez real y extrañamente onírico, que se condensa en sus cuentos se extiende y se desarrolla en las dos últimas novelas citadas. En El proceso – historia de un hombre al que se acusa de no se sabe qué por no se sabe quién y que será condenado por no se sabe quién o qué -, destaca la extraña intensidad de las situaciones en cada uno de los intentos del protagonista de desentrañar la trama, situaciones que oscilan entre lo onírico, lo surrealista, lo expresionista y hasta lo humorístico, reservándose para lo auténticamente trágico una crueldad glacial, como se evidencia en las páginas finales.
En El castillo el protagonista, un agrimensor supuestamente contratado por la autoridad del lugar, recorre un laberinto sin fin para dar con esa “autoridad”, pero solo se encuentra con funcionarios que parecen remitir a otros funcionarios, trámites que parecen remitir a otros trámites, y extraños personajes con actitudes de figuras de pesadilla, como los dos “ayudantes”, increíblemente cómicos, absurdos o agobiantes, de los que no consigue desprenderse. Novela inacabada, no consigo imaginarme que pudiera tener un final, pues su esencia es la descripción de la búsqueda infinita de algo que la lógica más elemental dice que ha de existir, pero que quizá no exista.
Cierto crítico con criterio ha escrito que “es un error trasladar mecánicamente la atmósfera opresiva de algunas de sus obras a la vida privada del escritor”. En efecto, la existencia de Kafka poco o nada tuvo de “kafkiana”. Nacido en 1883 en Praga en el seno de una familia judía acomodada, tuvo una infancia feliz, tal vez solo nublada por las especiales relaciones con el padre (sendos caracteres eran polos
Por las tardes llevaba una vida social bastante activa: practicaba la natación, se relacionaba con escritores, artistas e
Por la noche, a partir de las diez y hasta muy avanzada la madrugada, se encerraba en su habitación a la espera de que llegase el mundo para hacerse desenmascarar. Escribía.
No era religioso, aunque sí místico a su manera. Del judaísmo le interesaba el aspecto cultural e histórico. Sólo hacia el fin de su vida, empezó a sentirse atraído por el sionismo.
En la vida sentimental sí se puede decir que fracasó. Sólo al final, con Dora Dyamant, pareció que iba a alcanzar lo que hasta entonces quizá él mismo se había negado. Pero se acababa el tiempo. Murió en 1924, de tuberculosis, a los 41 años de edad.