Archivo mensual: octubre 2017

OSCAR WILDE. La profundidad de la superficie I

oscar fumandoLa vida imita al arte mucho más que el arte imita a la vida.

Nada que merezca la pena conocer se puede enseñar.

La acción… es el último recurso de los que no saben soñar.

Cuando el hombre actúa es una marioneta. Cuando describe es un poeta.

Nunca el hombre es menos él mismo que cuando habla en su propia persona. Dale una máscara y te dirá la verdad.

Cuando los demás están de acuerdo conmigo siempre creo que estoy equivocado.

Amarse a sí mismo es el principio de un idilio que durará toda la vida.

El egoísmo no es vivir como uno quiere, es pretender que los otros vivan como uno quiere que vivan.

El deber es lo que esperamos que hagan los otros.

En el mundo solo hay dos tragedias: una, no obtener lo que se quiere; la otra, obtenerlo.

No soy lo bastante joven para saberlo todo.

La cara de un hombre es su autobiografía; la de una mujer es su obra de ficción.

Bigamia es tener una mujer de sobra. Monogamia es lo mismo.

Todo en el mundo se refiere al sexo excepto el sexo. El sexo se refiere al poder.

Una idea que no sea peligrosa ni siquiera merece llamarse idea.

Es a través de la desobediencia y la rebelión que se ha hecho el progreso.

Con solo estas frases, cualquier persona medianamente leída es capaz de identificar a su autor.

Oscar Wilde, por supuesto.

Es fácil, sí. Lo difícil es identificar a Oscar Wilde, es decir, descubrir quién era, cómo era, esa persona tan especial, ese escritor tan original que elevó el arte de la paradoja hasta profundidades insondables.

Y es que no solo sus frases son paradójicas y aparentemente absurdas; también lo fueron su personalidad y su vida.

Hijo de una familia acomodada de clase media. Educado con esmero primero en su Irlanda natal, luego en la metrópoli inglesa, pocos indicios había de que fuera a triunfar en el mundo de las letras. En el que sí triunfa desde el primer momento es en el de la buena sociedad.

Ya en su época de estudiante en Oxford se convierte en centro de atención de alumnos y profesores, por su palabra siempre brillante y por la excentricidad de los detalles, tanto en la indumentaria como en la decoración de su habitación del College. Y es que, aunque artista por naturaleza, más que en la sociedad literaria le interesa triunfar en la sociedad distinguida, cuanto más aristocrática, mejor.

Y lo consigue, hasta el extremo de que se produce el extraño fenómeno – hoy nada extraño, por cierto – de convertirse en una celebridad, en un famoso, antes de aportar nada concreto. El de Wilde quizá sea el único caso de la historia de la literatura (la de verdad) en el que la fama precede a la obra.

Pero, ¿quién es en realidad Oscar Wilde, ese famoso que se convierte en escritor aplaudidísimo y que, en el cenit de la fama y de la gloria literaria, es lanzado al abismo por la misma sociedad que le aplaude y le ríe las gracias?

No es fácil responder a esta pregunta, porque hacerlo con un mínimo de seriedad supone haber tenido en cuenta y en parte haber descifrado las claves de su personalidad, ocultas bajo una superficie de aparentes contradicciones y brillantes frases paradójicas: esteta que no soporta la visión de la pobreza, pero hechizado por la figura histórica de Cristo; autor fascinado por el mundo aristocrático y elegante, pero crítico hasta el sarcasmo con ese mismo mundo; defensor del arte por el arte y de la necesaria amoralidad del artista, pero autor de obras de moraleja evidente; triunfador en una de las sociedades más clasistas de Europa, pero partidario del socialismo (sui generis, por supuesto)…

Sus primeras obras – dos piezas teatrales y un par de colecciones de poemas – no consiguieron que el escritor adelantase en méritos y fama al hombre de mundo. No fue hasta 1888, con la aparición de El Príncipe Feliz y otros cuentos, que empieza a destacar como escritor, fama que se afianza con la publicación de unos ensayos en los que destaca el ingenio y la exposición paradójica de su peculiar credo estético (La decadencia de la mentira, El crítico como artista) y social (El alma del hombre bajo el socialismo).

Solo escribió una novela, El retrato de Dorian Gray. Publicada primero en una revista, apareció en forma de libro en 1891. Cuenta con todo lujo – nunca mejor dicho – de detalles la historia de un joven hermoso que, seducido por las doctrinas cínicas y hedonistas de un dandy aristócrata, se lanza a una vida de placer y desenfreno, para tormento del artista que le ha retratado en un cuadro y que le idolatra. Misteriosamente, el deseo formulado por el joven se cumple: él se mantiene joven y bello mientras que el retrato va envejeciendo y registrando en el rostro todas la huellas del vicio y la depravación. La novela, pese a su adscripción de hecho a la corriente decadentista, con su esteticismo amoral y su refinamiento extremo, es en realidad un apólogo moral donde se demuestra que “todo exceso y toda renuncia llevan su propio castigo”, en palabras del mismo autor.

Y sin embargo, los voceros del puritanismo victoriano – algunos periódicos de Londres – solo vieron en la obra inmoralidad e incitación al vicio, llegando a decir que parecía destinada a ser leída “por los miembros más depravados de las clases criminales e ignorantes”. A lo que nuestro autor responde que las clases criminales e ignorantes no leen otra cosa que periódicos.

Wilde triunfó especialmente en el teatro con unas cuantas obras que hicieron las delicias del público de aquel tiempo y de los posteriores. Y resulta sorprendente que, más de un siglo después, cuando de aquella sociedad prácticamente no queda nada, se sigan representando y atrayendo al público – también en versiones cinematográficas – casi como el primer día. Bastaría esto para otorgar al autor, sin ninguna duda, el calificativo de clásico

Wilde también llegó a brillar en el campo de la poesía. No por los poemas de juventud antes aludidos, sino por una obra de madurez, preciosa y emocionante. Pero antes tenían que pasar algunas cosas terribles. (continúa)

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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OSCAR WILDE. La profundidad de la superficie II

Oscar Wilde nació en Dublín, Irlanda, en 1854. El padre, Sir William Robert, de raíces holandesas y religión protestante, era un médico famoso. La madre, Jane Francesca Elgee, era una irlandesa en ejercicio, que había participado en los movimientos nacionalistas de los años 40, si bien, una vez casada, cambió su papel de patriota activa por el de intelectual con salón abierto

La primera enseñanza la recibió en el propio hogar, pero a los diez años lo tenemos ya lejos de la familia, internado en la escuela Portora, de la norteña localidad de Enniskillen, donde destaca en algunos de los aspectos que habían de definir al joven artista: una memoria prodigiosa, un gran entusiasmo por las lenguas clásicas y un claro horror por la actividad física. El Oscar adolescente vive en el Trinity College de Dublín la segunda etapa de sus años de aprendizaje. La tercera y última la pasa en la universidad de Oxford.

En 1878 termina la carrera con sobresaliente en Bachelor Arts, al mismo tiempo que obtiene el Premio Newdigate por el poema Ravenna, con lo que su nombre suena por primera vez – muy poco – en la sociedad literaria. A continuación se instala en Londres, con medios escasos, pero con el convencimiento sobrado de que conquistará el mundo.

Aplicado en forjarse una fama sobre la base del refinamiento, las extravagancias, y la explotación de los recursos estéticos aprendidos de sus mentores universitarios Pater y Ruskin, lo va consiguiendo, hasta el extremo de que un empresario le monta una gira por los Estados Unidos para dar conferencias sobre el “renacimiento de las artes en el Reino Unido”. Un éxito de público.

A su regreso, después de una breve estancia en Francia, donde conoce a algunos de los grandes de las letras francesas, reorganiza su vida. En mayo de 1884 se casa con Constance Lloyd, una buena, bella y adinerada mujer, hija de un jurista de prestigio. Por entonces, Wilde escribe en algunas revistas y durante dos años dirige la publicación para mujeres Woman’s World, lo que le permite mantener intensos contactos con la crema de la sociedad femenina.

Pero no es de ahí de donde le viene el impulso decisivo para su creciente éxito social, sino de otro grupo… mejor reproduzco las palabras de Frank Harris, uno de sus más fieles amigos:

… una pequeña banda de admiradores apasionados lo aclamó, lo rodeó. Estos constituyen el factor constante de su elevación progresiva”… “al apoyo apasionado de esa gente debió Oscar su notoriedad y primeros triunfos”…”la perversión sexual es la escala de Jacob de la mayor parte de los triunfos del Londres de nuestros tiempos”.

Palabras que constituyen una denuncia en regla de lo que hoy llamarían algunos “la mafia rosa”.

El caso es que Oscar ama a su esposa y tiene con ella dos hijos – los etiquetadores rígidos hablarán de “tapadera”, por supuesto. Y a los hijos dedica parte de los cuentos que empieza a publicar en 1888, con los que se inicia la verdadera ascensión en su carrera literaria, junto con los varios ensayos que publica en los años inmediatamente posteriores.

Al mismo tiempo, se deja llevar por su indudable preferencia erótica, con el cuidado imprescindible en una sociedad que castiga penalmente las conductas homosexuales. Robert Ross es su primer amante conocido por los biógrafos, creo, y a la vez excelente persona y fiel amigo hasta los últimos momentos. Y la verdad es que, a pesar de las contradicciones y dificultades que uno puede imaginar, Wilde sigue controlando su vida. Hasta el fatídico año de 1891.

Es entonces cuando conoce a un joven aristócrata llamado Alfred Douglas (Bosie), que ha de ejercer una influencia nefasta sobre él. Bosie es arrogante, testarudo, temerario y hasta despótico. Pero tiene a su favor, además de la belleza y de la sensibilidad artística, el hecho de ser hijo del Marqués de Queensberry, una de las familias de más rancio abolengo de Inglaterra. Demasiado para que el bueno de Oscar pudiera resistirse.

Todo lo malo que supuso aquella relación para Wilde está expuesto con absoluta clarividencia en De profundis, extensa carta dirigida a Bosie y publicada años después. Al leer tal lista de quejas y reproches, tal recopilación de vejaciones y humillaciones, seguidas de rupturas y reconciliaciones, uno se pregunta cómo es posible que una persona tan lúcida y creativa se dejase arrastrar por una personalidad tan mezquina. El amor, sí.

Lo extraño es que, pese a las quejas de Wilde en este sentido, los cuatro años de relación continua coincidieran con la época de mayor creatividad y de grandes triunfos del escritor: sus obras teatrales (El abanico de Lady Windermer, Una mujer sin importancia, Un marido ideal, La importancia de llamarse Ernesto) fueron escritas y representadas (no Salomé, a causa a la censura) entre 1891 y 1895, año éste en se inicia la tragedia que tiene por protagonista al mismo Oscar Wilde.

Un mal día Wilde se siente injuriado por el padre de Bosie, que en una nota lo ha calificado de “sodomita” y, contra el consejo de todos los amigos excepto el mismo Bosie, que odia cordialmente al padre, entabla acción penal por calumnia. Y pierde el proceso, por lo que lógicamente la calumnia no es tal, y es procesado por conductas indecentes. Y condenado. Dos años de trabajos forzados, que le derrumban casi definitivamente, como escritor y como persona.

Al salir de la prisión, Wilde se establece en el pueblecito francés de Berneval, cerca de Dieppe, donde, a modo de canto del cisne, crea la obra poética más lograda de toda su carrera de escritor: La balada de la cárcel de Reading, una composición inspirada y conmovedora en la que, sobre el lúgubre ambiente de la cárcel, planea la extraña y magnética presencia de un hombre condenado a muerte por haber matado a su mujer.

Constance, la esposa, había marchado a Italia con los hijos. Pero estaba pendiente de Oscar y no dejó de enviarle dinero. Parecía posible un arreglo, pero reapareció Bosie, al que el escritor era incapaz de rechazar. La cosa acabó muy mal.

Residente en un mediocre hotel de París, visitado de vez en cuando por algunos de los pocos amigos que le quedaban, maltratado por la enfermedad (que había contraído en la cárcel) y la melancolía, Oscar Wilde muere el 30 de noviembre de 1900.

En los últimos momentos, ya casi inconsciente, un amigo, interpretando su voluntad, llama a un sacerdote católico y, acogido en la Iglesia, le son administrados los últimos sacramentos. Y es que en más de una ocasión Wilde había afirmado que el catolicismo es religión para santos y pecadores, mientras que para la gente respetable ya está bien el anglicanismo. Y él se consideraba un pecador, por supuesto, un pecador con un amor desordenado y culpable por el arte y por la vida.

Siempre clarividente, predijo la forma de justicia poética que le dispensaría el futuro. En efecto, ya en su exilio francés, repasando con su amigo Harris adónde habían llegado algunos de sus antiguos compañeros de estudios – uno de ellos, Curzon, nada menos que a virrey de la India –, concluyó:

La espantosa injusticia de la vida me vuelve loco. Después de todo, ¿qué han hecho ellos en comparación con lo que yo he hecho? Supón que muriésemos todos ahora: dentro de cincuenta o de cien años nadie se acordará de Curzon o de Wyndham o de Blunt. Su vida, lo mismo que su muerte, no importará a nadie en absoluto. En cambio, mis comedias, mis cuentos y La balada de la cárcel de Reading serán conocidos y leídos por millones de personas, y hasta mi mismo infortunado destino despertará una simpatía universal.

Amén. Quiero decir que así ha sido. 

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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Nunca discutas de política en la red

 

Que también se podría titular:

De la inutilidad del debate político entre particulares.

Y con esta frase está dicho todo. Y es que no hay ejercicio más vacío, estúpido e inútil que defender las propias convicciones políticas o ideológicas frente a otros que defienden convicciones opuestas. Nadie cede ni está dispuesto a ceder nunca en sus posiciones, nadie atiende a los razonamientos del otro. Cada cual tiene su verdad y lo que alega el otro es falsedad o locura.

Si uno considera que una cosa es verde y otro la ve azul, es imposible que se llegue a cierta mezcla de colores. Lo posible y hasta parece que inevitable es que de las descalificaciones de la opinión contraria se pase a las descalificaciones del opinante contrario y de ahí al insulto directo.

Aunque lo normal es que se salte la fase de considerar la opinión contraria para entrar directamente en la del insulto.

Entonces, si las cosas son así, si siempre funcionan de este modo, ¿por qué se discute en las redes? ¿Qué sentido tiene enfrentarse dos particulares dispuestos a priori a no ceder ni un milímetro en sus posiciones respectivas?

Insisto en lo de “particulares” porque entre los políticos profesionales las cosas no son exactamente así. El profesional tiene unas responsabilidades, unas perspectivas, que en un momento dado le pueden aconsejar ceder en un punto para quizá avanzar en otro, y esto hace que las posiciones puedan no ser tan enquistadas.

Pero el particular ¿qué consigue? ¿Qué obtiene de ese continuo batirse a palos con los ojos vendados?

Ignoro si la energía que muchos gastan en esas peleas internáuticas se ven compensadas por algún beneficio personal o íntimo. Lo dudo mucho. Tanto lo dudo que no puedo menos que repetir mi consejo:

Nunca discutas de política en la red.

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