Archivo mensual: septiembre 2013

Fausto con los Duques de Zaragoza

(Dedicado a Jaime Fernández Martín)

Salón comedor del palacio de los Duques. Rodeados de un numeroso servicio, sentados a la mesa: el Duque, la Duquesa, el Secretario, Bernardo, y, frente a frente, el Eclesiástico y Fausto.

 quijoteDUQUE.- (a Fausto) Sin duda el cielo os ha enviado. Ayer partía el caballero don Quijote, y hoy llega el viajero…¿Fausto, habéis dicho?

FAUSTO.- Fausto, señor, doctor en ciencias, en filosofía y en teología.

ECLESIÁSTICO.- No se necesitan tantos títulos para ser un buen cristiano.

DUQUESA.- (al Eclesiástico) ¿Y quién ha dicho que don Fausto no es buen cristiano?

ECLESIÁSTICO.- (a Fausto) ¿Lo sois?

FAUSTO.- Bueno soy, y cristiano me hicieron en la pila del bautismo.

DUQUESA.- ¿Satisfecho, mosén? Don Fausto, decidme, ¿cómo visten las mujeres en Francia? ¿Es verdad que no usan esta ropilla negra y que los escotes son amplios y bien dibujados?

ECLESIÁSTICO.- Mirad, señora Duquesa, que la curiosidad es la antesala de todos los pecados. ¿A qué andar inquiriendo las costumbres de otros pueblos, cuyos reyes ni siquiera saben contener la peste de la herejía?

FAUSTO.- Señora, no sabría qué responderos a esa pregunta.

BERNARDO.- Casta mirada la vuestra.

FAUSTO.- Más bien distraída. En cambio sí sabría deciros, señora, cómo son los estudiantes y los catedráticos de filosofía y las hijas de los catedráticos y los taxistas.

DUQUE.- ¿Los qué?

FAUSTO.- Los cocheros de carruajes de alquiler, que así se llaman allá. Pero, creedme, no vale la pena; es un mundo nervioso, agitado, rápido, huidizo y vacío, sobre todo vacío. Aquí en cambio se respira la paz y el sosiego que toda alma necesita (de vez en cuando).

DUQUE.- En eso tenéis razón, mucha paz y mucho sosiego, como imagino que debe haber en las tumbas…Menos mal que la visita del caballero don Quijote alegró un poco…

ECLESIÁSTICO.- Disculpadme, señor. Con el respeto debido quiero manifestaros de nuevo mi total oposición al indigno espectáculo que se organizó en esta casa alrededor del sujeto en cuestión.

FAUSTO.- Me gustaría saber quien es ese tal Quijote que tanta polémica levanta.

DUQUE.- Un loco.

BERNARDO.- Un cuerdo, con perdón.

DUQUESA.- Una extraña criatura que se cree caballero andante.

BERNARDO.- Un poeta que vive sus sueños.

FAUSTO.- ¿Un poeta como vos?

BERNARDO.- No, un poeta de verdad. Yo solo escribo versos y aspiro a un premio.

ECLESIÁSTICO.- (dando un golpe en la mesa) Un mentecato, un estúpido, un botarate, un haragán, que se ha inventado un mundo de fantasía para no habérselas con la realidad… la realidad de que es un pobre hombre, un desgraciado, una piltrafa humana, una escoria.

 Unos instantes de tenso silencio.

 FAUSTO.- ¿Entendéis mucho de realidad, mosén?

ECLESIÁSTICO.- Todo hombre con dos dedos de frente entiende de realidad.

FAUSTO.- Pues os confieso que yo, doctor en filosofía, tengo mis dudas. ¿Qué es la realidad?

ECLESIÁSTICO.- Parece mentira, señor don Fausto, vais a resultar tan majadero como el otro. La realidad es esta mesa que toco, este vino que bebo, esta silla que me aguanta, este palacio que nos alberga, y las tierras que lo sustentan, y los soldados que las defienden, y el rey que nos gobierna, y la Santa Iglesia que nos ampara y nos señala el camino y nos advierte de los peligros…Y todo lo que de eso se aparta o lo niega o es locura o es pecado, o es ambas cosas.

BERNARDO.- ¿Y la poesía? ¿Qué lugar ocupa la poesía entre las cuatro esquinas de ese mundo?

ECLESIÁSTICO.- La poesía sólo es un juego, como el ajedrez; una realidad menor que sólo puede ser tenida en cuenta como entretenimiento y diversión.

DUQUE.- Qué sorpresa, mosén. ¿También entra la diversión en vuestra descripción del mundo?

ECLESIÁSTICO.- Sí, la sana diversión, es decir, siempre que no sea pecado y no ofenda el decoro y la dignidad de la persona…Y ruego a vuestra excelencia que no me haga hablar más, que ya veo por donde va.

FAUSTO.- Debe ser consolador ver la realidad tal como vos la veis; debe ser confortante detenerse ante los límites de lo aparente y decirse: eso es todo. Pero yo no puedo renunciar a ir siempre más allá, un destino inexorable me empuja a traspasar todas las fronteras, a romper todas las murallas, siempre en busca de la realidad última y definitiva que tal vez no sea más que una fantasía. Oídme bien, en mis largos años de investigación y experimentación con los elementos de la tierra he sido testigo de fenómenos prodigiosos. Habéis de saber que, profundizando en el microcosmos y en el microcosmos del microcosmos, se llega a una región fantástica donde los elementos de las cosas se desmenuzan y desmenuzan, donde los átomos ya no son tales sino que se dividen y se subdividen hasta perder toda entidad, y esas no entidades, vacías finalmente de toda sustancia o materia, vagan libres por el espacio sin ley alguna que las contenga…y habéis de saber que, sobre esas fantásticas no entidades se levanta el edificio de lo que juzgamos indiscutible realidad. Sin contar…

ECLESIÁTICO.- Sin duda practicáis la alquimia. Pues os advierto…

FAUSTO.- Sin contar con que nuestros sentidos están hechos como están hechos y sólo pueden percibir lo que pueden percibir, de manera que todo un mundo infinito de realidades ignoradas se les escapa y siempre se les escapará. Teniendo en cuenta todo esto, decidme ¿dónde empieza, dónde acaba, en qué consiste la realidad? ¿No sería lo más discreto empezar por considerarla un sueño de nuestros sentidos para desde ahí lanzarse a su imposible conquista?

BERNARDO.- Un sueño de nuestros sentidos…bella imagen.

ECLESIÁSTICO.- (al Duque) Excelencia, tengo la clara sensación de que el Maligno se cierne sobre nosotros. Ayer, el loco don Quijote; hoy, el herético don Fausto. (a Fausto) Porque no hay duda que en cuanto decís hay herejía. En todo caso, doctores tiene la Iglesia…O mejor, decidme, para zanjar de una vez el caso, ¿creéis que Dios es realidad o, como parece deducirse de vuestras palabras, pensáis que es sólo fantasía?

FAUSTO.- Dios es toda la realidad y yo soy su profeta.

ECLESIÁSTICO.- ¡Herejía! ¿Vos el profeta de Dios? ¡Herejía! (se levanta de la silla y, dirigiéndose al Duque) Con vuestro permiso, voy a retirarme a mi habitación y, con vuestro permiso, voy a redactar un informe para el Santo Oficio.

DUQUE.- (serio y contundente) Con mi permiso, os vais a vuestra habitación; con mi permiso, os encerráis en ella; con mi permiso, recogéis todas vuestras pertenencias sin que se os olvide ni un cilicio ni una disciplina; con mi permiso, abandonáis desde luego el palacio, y con mi permiso, abandonáis también la idea de ese necio informe que, en saliendo de esta casa, lastimaría la fama de mi hospitalidad. Y cuando juzguemos necesario que nos recuerden las enseñanzas de la madre Iglesia, que nunca dejamos de practicar devotamente, nos concertaremos con el obispo para que nos envíe un eclesiástico que, además de las virtudes divinas, practique también las humanas. Au revoire, que dicen en Francia. Y, si sabéis francés, no toméis la expresión al pie de la letra, que yo no tengo ningún deseo de volver a veros.

ECLESIÁSTICO.- (rojo de vergüenza y de ira, emprende la retirada) Es el Maligno, sí, el Diablo se ha apoderado de esta casa. ¡No podrás conmigo, Satanás!

 En el momento de volverse hacia la salida, tropieza con un camarero, uniformado de rojo, que lleva una fuente con carne en salsa, y todo el contenido de la fuente se derrama sobre la sotana del eclesiástico.

CAMARERO-MEFISTO. – Perdón. (¿No te enseñaron que no se debe tomar el nombre del Diablo en vano, gilipollas?).

 Ríen los Duques, ríen el Secretario y su hijo, ríe Fausto, ríen todos los criados, y a continuación prosigue el banquete entre risas, música y cantos.

(De Mundo, Demonio y Fausto

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Schopenhauer, un día como hoy hace 153 años

La mañana del viernes 21 de septiembre de 1860, la señora Schnepp llegó algo más tarde que de costumbre. Pensó que no le daría tiempo de ventilar la biblioteca antes de que el doctor saliese del dormitorio, pero lo intentó. Llamó con suavidad a la puerta y la abrió sólo un poco. Vio los pies del doctor enfundados en sus zapatillas junto a Butz, acostado sobre la alfombra. Se disculpó y cerró. En el dormitorio todo estaba en el orden de costumbre. Abrió la ventana, y una hoja seca entró con el aire otoñal. Retiró el orinal y vio que no se había utilizado. Entonces cayó en la cuenta de que no se había interesado por la salud del doctor. Volvió a la biblioteca, llamó con suavidad, no hubo respuesta. Entró. El doctor seguía sentado, levemente recostado sobre el brazo derecho del sofá. Parecía tranquilo. Le dio los buenos días, se acercó, y entonces comprendió. Se inclinó sobre él, le tocó la frente, luego le tomó la muñeca izquierda. Cuando la señora Schnepp alzó de nuevo el rostro vio que los ojos, grandes y negros, del hombre del cuadro la miraban, y le pareció que querían decir algo. Entonces pensó que el doctor tenía razón, que aquellos eran los ojos más hermosos que jamás se habían asomado al mundo.

Bajo un fuerte aguacero, el cuerpo sin vida de Arthur Schopenhauer fue conducido al cementerio municipal. El carruaje fúnebre precedía a la comitiva, formada por amigos, admiradores y una discreta representación oficial. Ningún sacerdote le acompañó.

(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)

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Edmondo De Amicis o los buenos sentimientos II

Edmondo De Amicis nació en 1846. Muy joven, ingresó en el ejército y a los veinte años participó como oficial en la batalla de Custoza, librada por la joven Italia contra la viejísima Austria en uno de los varios intentos de arrebatarle a la anciana las tierras itálicas que aún controlaba. La batalla la perdió Italia, pero el objetivo se alcanzó poco después gracias a las presiones diplomáticas de los enemigos del enemigo, es decir, de Prusia y Francia.

Todavía en el ejército, dirigió la revista L’Italia Militare. Y digo “todavía” porque, con la publicación de unas novelas cortas y de unos recuerdos de la vida militar, le cogió tanto gusto a la cosa de escribir que, a los veinticinco años, dejó el ejército para dedicarse exclusivamente a las letras, sobre todo, al principio, a la literatura de viajes. Londres, Marruecos, Constantinopla y España (aquí, durante el breve reinado de Amadeo de Saboya) fueron algunos de los lugares objeto de sus crónicas.

Pero su fama de escritor le llegaría tras la publicación de las novelas Un amigo y Corazón (1886), esa que escribió pensando en mí y en millones de niños como yo, y que yo le agradezco y le agradeceré siempre. El libro alcanzó un éxito inmediato y, en poco tiempo, se tradujo a casi todos los idiomas europeos.

Parece que fue la inmersión en el mundo de la educación infantil, necesaria para la escritura de Corazón, lo que avivó en él su interés por los problemas de la enseñanza en general y de la educación de las clases populares en particular, y este interés o preocupación por los problemas sociales le llevó a posturas cada vez más radicales hasta ingresar en el partido socialista. El nacionalismo ingenuo quedaba atrás. Pero solo un poco atrás. Porque De Amicis nunca renegó del patriotismo ni de su pasado militar.

Pero si una constante hay en la obra de De Amicis, es aquella especie de ingenua ostentación de los buenos sentimientos. El niño rico ayuda al pobre, el inteligente al torpe; el maestro enseña que no se debe menospreciar a nadie por su condición social; el padre aconseja al hijo sobre valores tales como el trabajo, el esfuerzo, el patriotismo. Y es que todos se sienten hermanos, como hijos orgullosos que son de la madre Italia.

¿Y Dios?… Ni está ni se le espera. Como tampoco la Iglesia ni el Demonio. Este detalle, esta ausencia, constituye el muro – y sin embargo, para mí entonces inadvertido – que separaba aquel mundo infantil del mío. Ausencia que no pasó desapercibida a los administradores y seguidores de la trilogía mencionada, y que le valdría al autor la sospecha de masón, cosa, por otra parte, que no estaba mal vista por la mitad avanzada y dominante de la Italia de la época.

Detalles aparte, lo cierto es que Corazón, con su derroche de humanidad y de buenos sentimientos fue la mejor introducción que pude tener a la lectura y al mundo.

Del autor no sabía nada. Ni cuando lo leí, ni cuando lo releí, ni en el momento mismo de ponerme a escribir esto. Pero algo tendré que conocer, me dije. No se puede escribir sobre la obra de un autor sin saber absolutamente nada de su vida (o quizá sí). Así que empecé a buscar y consultar. Y parecerá extraño, pero prácticamente todo lo consultado ya lo he expuesto aquí. Y es que, en el breve trabajo de investigación biográfica, llegó un momento en que vi que todo amenazaba con venirse abajo. No quise saber más.

De Amicis es y será siempre para mí el escritor de los buenos sentimientos, el mago que mostró a un niño de ocho años los aspectos amables de la vida, entre ellos – el más grande – el prodigio de leer.

(De Los libros de mi vida)

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Edmondo De Amicis o los buenos sentimientos I

Con escasas excepciones, las personas que más han influido en mi vida ya estaban muertas cuando yo nací. La mayoría, hace ya mucho tiempo. Y hace años también – tantos como tengo, menos ocho – que di con la primera de ellas.

Se llamaba Edmondo De Amicis y era italiano. Amaneció en casa la mañana de Reyes de 1948, junto con algunos juguetes en principio más ilusionantes para los pequeños que la habitábamos. Yo apenas hacía dos años que había aprendido a leer y aquél era el primer libro serio (no cuento infantil) que caía en mis manos.

Corazón (Cuore) era el título y lucía una presentación perfecta, obra de Ediciones Peuser, de Buenos Aires. La letra grande, clara; los espacios, generosos; las ilustraciones, cautivadoras, sugerentes, unas en negro, en las páginas del mismo texto y otras en color, en láminas insertadas; la traducción, correcta, con algunos italianismos o argentinismos muy comprensibles. Naturalmente, estas observaciones no corresponden a la época en que leí el libro por primera vez; son fruto de posteriores lecturas.

Lo que quizá me atrajo cuando me asomé por primera vez al libro fue la similitud entre lo que en él se cuenta y lo que yo vivía entonces. Similitud relativa, cierto, y hasta a veces inexistente, sobre todo visto el asunto desde aquí y ahora, pero suficiente para encandilar a un niño de ocho años.

Corazón consiste en el diario que escribe un niño de nueve años, Enrico Bottini, contando sus experiencias escolares: los maestros y sus enseñanzas, los padres y sus consejos, los compañeros, las familias de algunos compañeros, las historias que se van intercalando (una de ellas, De los Apeninos a los Andes, había de alcanzar popularidad extraliteraria gracias a la televisión y a los dibujos made in Japan, con el nombre de Marco).

Sí, las experiencias que yo vivía en aquel momento guardaban cierto parecido con las que se mostraban en el libro. Pero las diferencias eran notables: mi colegio estaba regentado por religiosos (Hermanos Maristas) en un momento en que, después de la guerra civil española, se había impuesto el llamado nacional-catolicismo; el de Enrico, por laicos (escuela pública italiana), de matiz humanista y claramente progresista. Y de esta diferencia se derivaban todas las demás.

La verdad era que la España de la década de los cuarenta del siglo pasado no se parecía en nada a la Italia de la década de los ochenta del siglo XIX, años en que se escribió el libro. Y era normal. Aquella España acababa de salir de una guerra fratricida, tras la que se había impuesto la parte menos humanista y progresista del país, por decirlo de alguna manera. Aquella Italia hacía poco más de una década que, tras episodios también sangrientos, había conseguido la unidad de las tierras y pueblos de la península y se había constituido en un Estado-Nación, del que prácticamente todos, con independencia de ideologías o credos, se sentían orgullosos.

Había nacido el patriotismo italiano. El más joven de Europa. Y, como todo lo joven, quizá el más limpio y espontáneo. En ese ambiente vivió y escribió el autor de Corazón. (continúa)

(De Los libros de mi vida)

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Los libros en mi vida

Hace tiempo – no más de un año, por supuesto – que intento liberarme de la adicción bloguera. No lo consigo. Hace tiempo que creo que debería escribir algo serio, largo y bien estructurado. No lo consigo. Todo se me va en pequeños apuntes más o menos ingeniosos, que lanzo ipso facto al espacio  internet.

He decidido poner fin a esta situación, olvidarme un poco de este sistema de comunicación instantánea y ponerme a construir un libro. Una obra.

Para ello, he retomado una vieja idea: escribir una especie de ensayo en el que vayan de la mano los comentarios de los libros y autores que más me han influido, junto con alguna pincelada del momento, personal y social, en que los leí.

Un título se me impuso enseguida: Los libros en mi vida.  Lamentablemente ya lo había utilizado Henry Miller en su interesante The books in my life. No es que yo crea que los títulos – y aún menos los tan obvios y funcionales como éste – puedan ser objeto de apropiación exclusiva, pero preferiría algo más propio, más original. Al final di con uno: Mis escritores vivos. La verdad es que no me convence, pero mientras no se me ocurra nada mejor, ahí está.

La obra no la imagino – porque de momento todo es imaginación – como un sesudo ensayo literario, ni como un pretexto para colocar recuerdos (memorias) de un tipo anecdóticamente tan poco interesante como yo. Más bien la imagino como un distendido ejercicio de nostalgia y de homenaje a aquellas personas que me acompañaron en mi caminar ideal por el mundo. En cuanto al tono, solo pretendo conservar, depurar y en definitiva mejorar, el que utilicé en mi última obra publicada, rebajando un poco lo desenfadado y “gracioso” del texto en cuestión. Los que hayan leído Del suicidio considerado como una de las bellas artes sabrán a qué me refiero.

Y ahora debo ponerme manos a la obra y olvidarme durante una larga temporada de mi blog y de mis lectores blogueros. Sé que esto último no lo conseguiré. Y aun temo que no se convierta este blog en una ventanita por donde se escapen algunos fragmentos de lo que vaya escribiendo. Veremos.

Y como despedida, una cita que le va a mi propósito como anillo al dedo:

Que otros se enorgullezcan por lo que han escrito, yo me enorgullezco por lo que he leído”                                                                                                                                                                                                                               J.L. Borges

(Modificado en Los libros de mi vida (corregido) )

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La única felicidad

Es verdad que, si uno vuelve la vista atrás, cualquier tiempo pasado parece mejor. Mejor que este presente y, casi con seguridad, mejor que el posible tiempo futuro, a no ser, en este caso, que uno mantenga la vieja ilusión (propia de los jóvenes) de que lo mejor aún está por venir.

¿A qué se debe este fenómeno? Los intentos de explicación han sido diversos. Ni los conozco todos, ni recuerdo algunos de los que he conocido. No importa. Porque lo que ahora pretendo es dar forma al propio intento de explicación que se me  está ocurriendo.

Concentremos nuestra mente en un momento “dichoso” del pasado. Intentemos, con ayuda de la incierta y engañosa memoria, revivir las circunstancias del hecho y los sentimientos que nos poseían. Entonces, si somos lo bastante penetrantes y sinceros, descubriremos algo sorprendente: que la dicha o el goce no fue perfecto o, por lo menos, que  aquello no fue tan bello como nos gusta recordarlo. Y sin embargo, no hay duda de que forma parte de ese pasado mejor, irrenunciable para la memoria.

Pero permanezcamos en aquel instante y revivamos lo que entonces sin duda alguna nos embargaba. No era la dicha que  supuestamente se gozaba, tan difícil de apreciar en la realidad viva del presente. Era el sentimiento de que íbamos a ser inmensamente dichosos, es decir, de algo que propiamente aún no se había dado, pero que se iba a dar sin duda alguna y de modo inminente. Ése  y no otro es el contenido real del recuerdo de aquel tiempo pasado que llamamos feliz.

La dicha consiste en la expectativa de dicha. La única felicidad que existe es la que se siente a las puertas de la felicidad soñada.  

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