Entre el 13 y el 14 de septiembre de 1321 Dante Alighieri, uno de los más grandes poetas que ha dado la humanidad, murió en Ravenna, donde vivía la última etapa de su exilio, forzado, hacía veinte años, por el triunfo de los enemigos políticos en su Florencia natal. Por aquí, apenas se ha conmemorado o dicho nada al respecto. Yo, hace unos años, escribí una novela dentro del estilo que he venido cultivando (Catulo, Cicerón, Schopenhauer, Larra, Petronio). Se titula “La alta fantasía (Dante Alighieri)” y no se ha publicado. La verdad es que no he puesto especial empeño en su publicación. Ahora me arrepiento. Pienso que, a mi edad, una de las cosas que me consolaría de tener que dejar este mundo sería ver publicada (y leída lo más posible) la obra citada. Y he pensado que, desde algunas redes sociales como ésta, quizá podría llegar mi especie de reclamo a algún editor interesado y valiente (practicantes del Ghosting, abstenerse). Y he decidido lo siguiente: a partir del próximo día 6, es decir, nueve días antes del Aniversario, iré publicando aquí (mediante enlaces a mi Blog) ciertos fragmentos de la novela, que he seleccionado yo mismo; por orden de aparición en la obra, pero no seguidos, es decir, salteados.
Las nubes se han rasgado y la claridad se abre paso, extraña luz. ¡Qué paisaje tan hermoso! Lo reconozco. Aquello es Fiésole, encaramada en la colina, y a sus pies, abrazada al río, la ciudad. Nunca creí que pudiera verla desde esta altura. Es como si suavemente volase sobre un ángel alado. El palacio de la Señoría, Santa Maria Novella, y San Giovanni, donde recibí las aguas bautismales, y más allá, el barrio de San Martino, donde nací… Y ésa es mi casa natal, pero no estoy ahí. Falta una hora para el mediodía y no estoy en la casa…Ya sé, he salido con mi padre. Le acompaño a casa de los Portinari. “Son gente muy rica y muy buena, Dante, supongo que me harás quedar bien. ¿A ver? Estás muy guapo. Si tu pobre madre pudiese verte…”
Es el primer día de mayo y la primavera estalla por doquier, en la hierba que rompe la tierra dura de las calles, en las flores de los árboles que asoman sobre los muros de los huertos urbanos, en la verde enredadera que trepa por esos muros, en el trinar incesante de los pájaros. Las calles de Florencia huelen muy bien, nunca lo había notado como ahora. Es muy hermosa mi ciudad. Aún no he cumplido nueve años pero ya siento que la amo con todo mi corazón. Enseguida estamos. Cruzamos la calle Santa Margherita y llegamos a Corso Por San Piero.
En casa Portinari hay un amplio jardín reservado para los niños. Se sirven dulces y refrescos. Y entonces sucede aquello…aquello que ninguna lengua humana puede fielmente describir, aquello que ninguna mente humana puede correctamente razonar, aquello que sólo la poesía, la alta fantasía, puede imaginar…
“¿Quién era aquella niña, papá, aquella niña, vestida de rojo, a quien todos llamaban Bice?”
“¿Bice? Ah, ya, Beatriz, la hija de Folco Portinari. Es guapa, ¿verdad?…¿Qué te pasa, hijo? Estás pálido como un muerto…Algo no te ha sentado bien”.
“Papá, beatus quiere decir feliz, ¿no?”
“Eso creo…¿en qué estás pensando?”
Contesté con un suspiro, y seguí caminando hasta casa, pálido como un muerto, porque, en efecto, aquel que hasta entonces era acababa de morir. Incipit vita nova.
Il n’y a qu’un problème philosophique vraiment sérieux : c’est le suicide. UÍA ILUSTRADAGU
No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio.
El único problema
Esta es la famosa frase con que Albert Camus inicia su ensayo El mito de Sísifo. Frase que contiene una verdad innegable. Pero no nueva.
Y es que la idea de si la vida tiene sentido y si sus bondades compensan sus maldades, coronadas estas por la extinción del ser que porta en su interior la promesa de una felicidad eterna, es tan antigua como la razón humana. Y ha sido formulada durante siglos desde el lado no optimista del pensamiento, incluso por el Eclesiastés de la Biblia, como expresión de un claro dilema: ¿Vale la pena la vida, o sería mejor no haber nacido?
Decantarse por la segunda opción supone poner el remedio al alcance de uno mismo porque, como dice Séneca (cito de memoria), si te place, vive; si no te place, puedes volver al lugar de donde viniste.
Optar por la primera – que la vida vale la pena – no precisa de ningún remedio. A disfrutarla, y punto.
Hay otra postura frente al problema y es la que el mencionado Camus expone en el ensayo antes citado, y de alguna manera en toda su obra. Reconocer el desajuste básico, el absurdo esencial de la existencia humana, y rebelarse desde la dignidad. Claro está que su pensamiento no se puede resumir en un par de frases. Así que recomiendo a los interesados en el tema que se hagan con sendos ejemplares de El mito de Sísifo y de El hombre rebelde, que se los lean detenidamente y luego hablamos.
¿Un ensayo sobre el suicidio?
Pero no fueron estas o parecidas consideraciones filosóficas las que me llevaron a escribir el único ensayo que tengo publicado, Del suicidio considerado como una de las bellas artes (trece vidas ejemplares), sino simplemente la impresión causada por la lectura de una obrita repleta del humor y la agudeza tan propias de muchos escritores británicos, como es el caso. Del asesinato considerado como una de las bellas artes es el título, y en ella se pueden leer cosas como lo siguiente:
Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse.
Sin embargo, he de reconocer que mi breve ensayo apenas tiene que ver con la aludida obra maestra de De Quincey, mas que en el título y en la voluntad de incorporarme algo de la maestría de su autor. ¿Qué es entonces?
Como suele ocurrir en estos y parecidos casos, es mucho más fácil decir lo que una cosa no es que lo que es. Así, puedo afirmar con toda seguridad que Del suicidio considerado… no es un ensayo filosófico; no es un tratado sociológico, ni tampoco psicológico; no es un estudio literario; no es una apología del suicidio; no es una condena de lo mismo.
Se trata simplemente de un homenaje, un poco en forma de divertimento, dedicado a unas personas – la mayoría, del mundo de las letras – que, enfrentadas a ciertas realidades del mundo, eligieron la salida que el propio destino les señalaba; personas íntegras, cada una a su manera, que en ningún caso podían aceptar una componenda vergonzante solo para seguir viviendo.
La lista
Y aquí la lista de semblanzas (muy breves) que ofrezco en mi librito para edificación del pueblo lector, como contrapartida de tantas otras que hoy se nos ofrecen para aborregamiento general.
1. Lucrecia, dama romana.
2. Catón, político romano.
3. Lucano, poeta romano.
4. Séneca, filósofo y político romano.
5. Petronio, escritor y cortesano romano.
6. Goethe, escritor alemán, no suicida, cualidad que traspasó a su personaje Werther.
7. Larra, escritor español.
8. Kleist, escritor alemán.
9. Rodolfo y María, pareja de amantes austriacos (decorado de opereta).
10. Silva, poeta colombiano.
11. Mainländer, filósofo alemán.
12. Salgari, escritor italiano.
13. Alfonsina, poeta argentina.
14. Zweig, escritor austriaco.
¡Sorpresa! No son trece, como se anuncia en el título de la obra, sino catorce los que ahora me salen. Pero esto debe de tener su explicación. Y en efecto, si se repasa la lista se observa que hay un infiltrado. Uno que no fue suicida, sino solo poeta, un creador magnífico que supo dar a luz a un personaje para traspasarle sus propios estremecimientos y angustias y poder él seguir su camino bajo las estrellas.
Mundos diferentes
En otro sentido, también se puede observar que la relación sigue un estricto orden cronológico, en el que las épocas más antiguas preceden a las más modernas. Aunque esto no supone la existencia de un progreso en ningún sentido, sino solo la diferenciación de las mentalidades (¡los signos de los tiempos!) que conforman cada una de las épocas. Me explico.
El suicidio clásico y el suicidio romántico, por ejemplo, son dos mundos totalmente diferentes. En todos los aspectos. Las motivaciones, el ambiente, la puesta en escena, todo remite a las respectivas visiones del mundo y de la vida. No hay ni un punto de acuerdo, creo yo. Quizá la manera más resumida – y por lo tanto, más simple – de describir esta disparidad sería estableciendo lo siguiente: en la antigüedad clásica una persona tiene un problema con el mundo y libremente decide eliminarse; en la sociedad romántica una persona siente que el mundo entero cae sobre ella y fatalmente se quita la vida.
Ahora bien, si de lo que se trata es de poner de manifiesto la cualidad de obra de arte del suicidio, quizá habrá que convenir que, en el Romanticismo, esta cualidad es mucho más evidente y auténtica que en la Antigüedad, escenografías aparte. Porque, cuando un romano se quitaba la vida era porque había sopesado una serie de razones y circunstancias que objetivamente le llevaban a adoptar tal decisión. En cambio, cuando un romántico se quitaba la vida, era porque… había leído una novela. ¿Exageración? Sí, de acuerdo. Pero no mucha. Y es que el arte, que hasta entonces estaba separado de la vida, realizando la función de decorado o música de fondo (piénsese en Haendel y los demás), se había convertido, no se sabe cómo, en alimento sustancial de cuantos anhelaban una vida más honda y al mismo tiempo más etérea, que contrapesase tanto logro práctico de la nueva civilización burguesa.
Por otra parte, el mero contenido de la lista plantea ciertas cuestiones que estaría bien aclarar: por qué elegí esos personajes y no precisamente otros; qué tienen en común esos elegidos para que se me presentasen en grupo como formando algo orgánico y con sentido.
Idea y conducta
Después de pensarlo un poco, llego a la conclusión de que lo que comparten es la íntima conexión o coherencia que existe en cada uno de ellos entre pensamiento y vida. Aunque decir “pensamiento” quizá resulte excesivo en algunos casos. Porque no se trata de que hayan ajustado su existencia a una especie de razonamiento o ideología previa, sino de que sus actos nunca contradicen la idea, más o menos consciente, que tienen del mundo y de ellos mismos.
Ésta es la palabra: idea. Trece personas en las que no existe divorcio entre conducta e idea. Así, vemos a la casta Lucrecia rechazando una comprensión que no le había de devolver la castidad robada; al liberal Catón, escupiendo en la mano que le tiende el liberticida; al poeta Lucano, estrellándose contra el muro que cierra el paso a su poesía; al filósofo Séneca, celebrando estoicamente el final sobre el que tanto ha meditado; al esteta Petronio, representando su papel en el escenario de la vida hasta el último momento.Y entre los románticos, al romántico Larra, negándose a aceptar la caducidad del amor; al prusiano Kleist, aplicándose
disciplinadamente la sentencia dictada por el mundo; al principesco Rodolfo, huyendo de un escenario de cartón-piedra en busca de la libertad eterna; al delicado Silva, negándose a navegar entre facturas y pagarés; al obstinado Mainländer, entregando el cuello en fiel cumplimiento de su filosofía.
Y entre los más recientes, al fantasioso Salgari, redimiéndose de la esclavitud mediante un acto heroico; a la voluntariosa Alfonsina, entregándose al mar antes de ser devorada por lo inevitable, y al impaciente Zweig, echando a la papelera páginas y años prescindibles.
He de aclarar que, como de costumbre en estos casos, el problema definitorio lo he tenido con el último grupo, en el de “los más recientes”. Y es que, a diferencia de lo que se puede hacer, y he hecho, poniendo de relieve las diferentes características del suicidio romántico y del clásico, resulta difícil descubrir unos rasgos propios que caractericen la época actual en lo que respecta al suicidio. Porque, vamos a ver, ¿qué se puede decir de los suicidas de la actualidad? Nada. Nada que los englobe a todos. Cada uno de ellos es un mundo. ¿Qué tienen en común individuos como Ángel Ganivet, Horacio Quiroga, Emilio Salgari, Vladimir Mayakovski, Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Ernest Hemingway, Paul Celan, Stefan Zweig, Cesare Pavese, Silvia Plath, Alejandra Pizarnik, Marilyn Monroe, George Sanders, Sandor Marai, Gabriel Ferrater, Reinaldo Arenas, José Agustín Goytisolo, entre otros muchos? Nada, nada que establezca una tendencia común. Esto es una prueba más de lo que siempre he sospechado: que el ser humano, el sujeto de la Historia, es incapaz de explicarse, de caracterizar la época en que vive. O, dicho de otra manera y a modo de ejemplo, que el gran sabio que era Tomás de Aquino nunca supo que vivía en la Edad Media.
Y una última aclaración. Tal como cualquier lector atento podrá descubrir enseguida, en realidad el tema del ensayo no es el suicidio, y la verdadera intención del autor no es conseguir la inclusión de práctica tan discutible en el elenco de las bellas artes, que ya está bien como está. Ese lector comprenderá que el suicidio no es más que el pretexto, el hilo conductor que nos va llevando de una vida ejemplar a otra a través de un mundo miserable, y que, como antes he apuntado, mi obrita es solo un homenaje, rendido con amor y con humor, a ciertos personajes de diversas épocas que supieron mantener la dignidad – de forma trágica, es cierto – ante el acoso de la infinita mediocridad del mundo.
Y así, con la visión romántica de un suicidio clásico, finaliza la serie ANTONIO PRIANTE GUÍA ILUSTRADA, que empezó aquí.
(Del suicidio considerado como una de las bellas artes se publicó en 2012 por Editorial Minobitia)
Los caminos por los que un individuo muerto hace por lo menos siglo y medio pasa a convertirse en personaje de una de mis novelas son variados y a veces sorprendentes. Siempre, o casi, hay un detonante que enciende la chispa de la creación.
Puede ser la lectura de un párrafo de un libro de literatura romana, que de pronto se ilumina y exige un desarrollo adecuado en forma de novela (La ciudad y el reino), o el recuerdo insistente de unos versos latinos leídos en un libro de texto en la adolescencia (Lesbia mía), o la consiguiente emergencia de uno de los más grandes personajes del antiguo mundo romano (La encina de Mario), o la nostalgia del hombre admirado en la adolescencia, que está en el mundo sin ser del mundo (Conversaciones con Petronio), o el tributo debido al gran pensador, apartado del mundo por las corrientes de mi juventud (El silencio de Goethe).
Un “pelmazo patológico”
Lo que nunca podía imaginar era que un motivo tan fútil como el que de pronto se me presentó pudiera moverme a sacar de la tumba a un hombre que en ella se había metido por propia voluntad, y con el que no creía tener la menor simpatía ni conexión. O eso pensaba antes de conocerle bien. Una mujer, y paisana suya, me ofreció el motivo. Sí, una escritora nacida en Madrid siglo y medio después que el personaje.
En una serie de retratos de parejas célebres, con los intríngulis de sus relaciones íntimas – esas cosas que conocen tan bien los que no han tenido ninguna intimidad con los retratados -, la periodista y novelista aludida daba una semblanza de Mariano José de Larra más bien triste. Venía a decir que el individuo era una especie de pelmazo patológico, un acosador, que se dedicó a martirizar a su pareja cuando ésta se había cansado de él y que finalmente se levantó la tapa de los sesos solo para fastidiarla.
Aun no sabiendo casi nada del personaje, algo había ahí que no me cuadraba. ¿Por qué? ¿Sería mío el prejuicio? Entonces decidí investigar un poco, como por entretenimiento.
Pero no tenía otra forma de conocer a Larra – de manera fiable, quiero decir – que leyendo sus escritos. Y a eso me dediqué. Artículos periodísticos, críticas teatrales, cartas, novelas, dramas, todo (o casi) lo escrito por el “pelmazo patológico” pasó ante mis ojos. Total que, como me ocurriera con Schopenhauer, pero esta vez sin proponérmelo al principio, me convertí en Larra y, naturalmente, empecé a escribir como él. El resultado fue la novela El corzo herido de muerte, publicada por Editorial Cahoba en 2007.
Tres son los grandes temas que habitan y alientan en el alma de Larra: España, la literatura y el amor-pasión. Otro poder, a veces oculto, a veces trágicamente manifiesto, ejerce sobre él toda la fuerza del destino. Pero no tiene nombre. Quizá porque su esencia es el vacío, la nada, la muerte.
España o la patria
El ser, la forma y la intensidad del patriotismo es algo que se forma en la mente del individuo – como todo – según el origen, el carácter, la educación, el ambiente y las experiencias del sujeto. Larra, hijo de afrancesado y nieto de patriota español, disfrutó de las influencias y experiencias necesarias para poder elegir el bando con el mayor conocimiento posible. Y eligió los dos, el progreso ilustrado y la España soñada.
La España existente no le gustaba a Larra. La España que le gustaba a Larra no había existido nunca. Tampoco el patriotismo español – el patriotismo cualquiera – tenía propiamente historia, como no se remontara uno a la antigua Roma. Parece raro – y es algo normalmente no asumido – que una de las banderas de todos los tradicionalismos, derechismos y reaccionarismos vigentes desde 1800 fuese un invento de los revolucionarios franceses, es decir, de la primera izquierda política existente en Europa. Antes de la Revolución, “patria” era solo un término erudito (Itálica, patria de Trajano y de Adriano) o popular (Asturias, patria querida), sin sentido directamente político. Las lealtades, los sentimientos, iban por otro lado: el señor natural, el rey,la religión. Total que, pese a quien pese y quiera reconocerlo o no, la patria, como concepto político moderno, fue un invento de los revolucionarios franceses, algunos de cuyos líderes eran conocedores apasionados de la antigüedad clásica.
No importa. Pese a tener los orígenes tan cercanos en el tiempo, los aires de la época decidieron que la patria, el patriotismo, se correspondían con las ideas de libertad y progreso, íntimamente emparentadas éstas con el movimiento romántico, mientras que para la reacción o inmovilismo quedaban la tradición, la religión, la monarquía. Y si incorporaban “patria”(“Dios, Patria, Rey”), rectificando el originario “el Trono y el Altar”, acuñado por el muy reaccionario Congreso de Viena, era por imperativo de los signos de los tiempos.
A Larra no le gustaba España tal como la veía. Por eso, su literatura costumbrista difiere sustancialmente de la que hasta entonces se hacía. Pues no se trataba solo de describir las costumbres con la gracia suficiente para divertir al lector, sino además y sobre todo, de señalar muchas de esas costumbres como taras o vicios que impedían el progreso de la sociedad para que pudiera equipararse a las más adelantadas de Europa.
La literatura o el Romanticismo
Antes he aludido al movimiento romántico. El Romanticismo – lo titulo con mayúscula para distinguirlo de cierta mentalidad y literatura baratas -, ese golpe de timón que dio de pronto la sociedad occidental.
Desde hacía por lo momento trescientos años, el mundo europeo y sus valores mostraban una estructura piramidal. En la sociedad, arriba de todo estaba el rey, luego las altas jerarquías de la Iglesia y los nobles, quienes también ocupaban la cúpula del estamento militar, luego el estado llano con la incipiente burguesía y abajo de todo, los campesinos, siervos y esclavos. En el mundo de los valores, arriba de todo estaba la razón, tal como se concebía por la clase dominante, por supuesto, y esa razón dirigía y controlaba tanto las ciencias como las artes, dictando en éstas las normas del buen gusto, fuera de las cuales nada era aceptable.
Pero, a mediados del siglo XVIII empezaron a soplar aires nuevos. Una nueva manera de considerar el arte y la vida, no sujeta a normas impuestas, surgió en tierras alemanas. Sturm und Drang (Tempestad y empuje), por el título de la tragedia de Klinger, fue el nombre adjudicado al movimiento, en el que destacan personalidades como Herder, Hamann, Klopstock y, entre otros, el mismo Goethe con su obra Götz von Berlichingen.
Pocos años después, entre 1797 y 1802, en el llamado círculo de Jena, localidad próxima a Weimar, un grupo de estudiosos y poetas, entre los que destacaban los nombres de Friedrich Schlegel y su hermano Wilhelm, Ludwig Tieck y Novalis, empezó a dar forma teórica y práctica a lo que luego se llamaría “primer Romanticismo”, enseguida implantado en Alemania e Inglaterra, pero prácticamente desconocido en el sur de Europa. Solo en pleno siglo XIX – en su primer tercio – el movimiento se extendió por Italia, Francia y España. A este “segundo romanticismo” pertenecen las figuras de Espronceda y Larra, entre otras. El “tercer Romanticismo” se extendería por la segunda mitad del siglo XIX, con ejemplares, en nuestro país, de creadores como el delicado Bécker y el ramplón (con perdón), Zorrilla.
Todo esto – que el lector encontrará mejor formulado y desarrollado en cualquier enciclopedia – para decir que Larra era uno de los representantes más típicos de aquel Romanticismo. Y no obstante, él no lo veía así: se creía distanciado de aquella corriente que en su época lo anegaba todo. Hasta el extremo de que, en el prólogo de la obra de teatro Macías nos dice:
Pintar a Macías como imaginé que pudo o debió ser, desarrollar los sentimientos que experimentaría en el frenesí de su loca pasión, y retratar a un hombre, ése fue el objeto de mi drama. Quien busque en él el sello de una escuela, quien invente un nombre para clasificarlo se equivocará.
Sí, esto dice el escritor Larra, utilizando palabras como “frenesí” y “loca pasión”, tan raras de encontrar fuera del universo romántico. Qué difícil reconocer los evidentes lazos que nos encadenan a nuestro tiempo, qué fácil imaginarnos libres de modas y de extrañas influencias y proclamar un yo incontaminado, que no se sostendría por ninguna parte.
De la trilogía de los intereses u obsesiones larrianas que antes he apuntado, paso por alto el tema del amor-pasión, tan trillado por las artes desde la eclosión del Romanticismo precisamente, y concluyo con el innominado pero aludido a continuación de aquellos tres: la libido moriendi.
Un suicidio anunciado
Mes y medio antes de cumplir 28 años, Larra se quitó la vida. ¿Por qué?
Ha habido teorías de todos los colores al respecto. Yo también tengo la mía. Y lo más fácil para exponerla sería enlazar aquí con el correspondiente fragmento de mi Alter, Ego y el plan. Pero, por lo observado en muchas ocasiones, no resulta tan fácil que el lector se preste a la costosa tarea de pulsar el link correspondiente. Así, que aquí lo ofrezco en directo. ¡Hasta la próxima!
ALTER.- … oscuridad que le llevaría a la muerte, ¿no? Una muerte tremendamente romántica, como la de Werther, o sea, como la del amigo aquél de Goethe. Muerto por el amor de una mujer, qué cosas.
EGO.- Bueno, decir que lo mató el amor de una mujer es tanto como decir que lo mató la acción de la pistola. No aclara gran cosa.
ALTER.- Pero la causa inmediata fue el desengaño amoroso.
EGO.- No, la causa inmediata fue la presión del dedo sobre el gatillo.
ALTER.- Pero ¿a qué juegas?…Ah, ya. Atención: se anuncia una teoría, una teoría “bastante curiosa”, formulada por no se sabe quién…
EGO.- No, no. La formulo yo, directamente. Aunque a la sombra de ya sabes quién.
ALTER.- Adelante.
EGO.- Desde el día siguiente de su muerte se empezaron a formular teorías sobre cuáles habrían podido ser las razones que le empujaron al suicidio. La más antigua, y hoy la menos aceptada, es la que ve en la desesperación amorosa el motivo claro de su decisión, sin necesidad de más averiguaciones. Esta teoría sería irrefutable si, de todo el encadenamiento de las causas y efectos, pudiésemos separar el tramo final, porque efectivamente el suicidio se produjo inmediatamente después de la negativa de la amante a reanudar las relaciones. Pero ocurre que el tramo final es sólo el tramo final, y separarlo del resto para considerarlo de manera exclusiva supone dejar fuera…casi todo. Otra tendencia, defendida sobre todo por escritores muy preocupados por lo político y social, minimiza el hecho amoroso y busca los motivos en la frustración de Larra ante la España de la época: no fue comprendido, sus escritos no produjeron el resultado que buscaba, su voluntad reformista se estrellaba contra la zafiedad y holgazanería de la sociedad, su intento de participar en política resultó abortado por obra de un pronunciamiento militar. En definitiva, a Larra “le dolía España”, como más tarde diría Unamuno, y por eso se suicidó.
ALTER.- ¿Por eso?
EGO.- Es lo que yo me pregunto. Quizá sea ésta una cuestión muy personal, muy ligada al temperamento de cada cual, pero a mí me resulta muy difícil concebir que una persona, por patriota que sea, se suicide porque el país no anda como él quisiera. Francamente, esta teoría me parece menos creíble que la anterior.
ALTER.- Y a mí.
EGO.- Finalmente, la teoría más ponderada es la que admite todos los factores, desde el fracaso amoroso hasta el fracaso personal, social y político, como determinantes de un estado de ánimo que finalmente le empujó al suicidio. Piensa que el que había sido, desde su adolescencia, uno de los escritores más famosos y aclamados de España, en los últimos meses, tras el fracaso político, se había convertido en una especie de apestado, a cuya casa llegaban diariamente anónimos insultantes.
ALTER.- Bueno, los partidarios de esta teoría seguro que aciertan. Tienen todos los números.
EGO.- Menos el ganador.
ALTER.- ¿Cómo dices?…Ah, ya. Ahora es cuando se despliega la brillante teoría.
EGO.- Brillante, no, elemental. Yo creo que Larra se suicidó porque había nacido con vocación de suicida, como había nacido con vocación de escritor, vocaciones ambas tan claras como irreprimibles, aunque por suerte no tienen por qué ir juntas. Si examinamos sus escritos, sobre todo aquellos pasajes en que se expresa de manera más personal, advertimos siempre un profundo pesimismo, un sentimiento radical de vacío, una atracción fatal por la nada del sueño y de la muerte. Y no sólo en los últimos escritos, donde pudieran actuar los factores antes citados, sino también en los primeros, es decir, antes de toda experiencia. En el artículo El Café, que escribió a los dieciocho años, dice que todo es ilusión, que la única verdad está en el sueño (en el dormir). El sueño, imagen de la muerte, añado yo.
ALTER.- Pero eso es determinismo absoluto.
EGO.- Absoluto no, pero casi. Lo cierto es que en el carácter de Larra estaba esbozado su destino.
ALTER.- El carácter en el sentido que antes…
EGO.- Por supuesto. Como tú y yo sabemos, las vicisitudes no marcan el carácter; es el carácter el que se expresa a través de las vicisitudes. Más claro: en Larra, el sentimiento de vacío no es consecuencia de ciertas experiencias vitales; por el contrario, el modo en que experimenta la vida es consecuencia de su sentimiento de vacío. Sí, en el carácter de Larra – como nos ocurre a todos – estaba esbozado su destino. Sólo unas circunstancias extremadamente favorables hubieran podido dar a ese destino una forma menos trágica.
ALTER.- ¿Y tú crees que él era consciente de ese destino?
EGO.- Por lo menos semiconsciente, como todos los suicidas vocacionales, como Pavese, que a través de un personaje femenino de uno de sus relatos prefigura su propio suicidio en un hotel de Turín.
ALTER.- ¿Y hay alguna “prefiguración” en la obra de Larra?
EGO.- En cierto modo sí, al menos de la causa de su muerte, y de la peculiar venganza que imagina para la “causante”. Tres años antes del trágico 13 de febrero, en su tragedia Macías escribe estas palabras, que el despechado amante dirige a su amada:
Cuando mi muerte sepas, en tu oído
siempre estará mi nombre resonando;
yo le maté, dirás…
ALTER.- Increíble. Fue un suicidio anunciado.
EGO.- Como todo en la vida. Si la examinamos bien.
Para escribir El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauerempleé un año justo. Los ratos libres de un año justo, porque ya se sabe que, con una actividad laboral y una familia, el tiempo creativo resulta indefinible. Para conseguir que una editorial la publicase empleé ocho años largos, y fue gracias a una agencia literaria, formada íntegramente por mujeres, como suele ocurrir.
Una historia de familia
El propietario y director de la editorial que contrató la novela era un señor bonachón y parlanchín, aunque algo depresivo, con un largo pasado de comunista en ejercicio, y también de adinerado capitalista, que se prolongaba en el presente.
Al editor en cuestión le había encantado la novela sobre Schopenhauer y la siguiente que le presenté sobre Larra e incluso llegó a afirmar que estaba dispuesto a editar todas las que tenía pendientes de publicación. Un panorama tan fantástico y maravilloso que no podía ser real.
En efecto. El editor, además de comunista (o ex, no sé bien) era filántropo, muy próximo a ciertos curas progres, y hombre de negocios, sobre todo del familiar, al cual se debía que los bebés de varias generaciones oliesen a rosas. También le gustaba participar en negocios más o menos culturales, como la empresa de alta cocina que el más célebre chef de nuestro tiempo dirigía en la costa del Alt Empordà. La misma creación de la editorial que había de acogerme respondía a aquella querencia. O capricho, como al parecer algunos la bautizaban. Y es que también tenía dos hijos.
Y es curioso que así como los padres suelen ser tolerantes con los caprichos de los hijos, los hijos, ya crecidos, suelen ser intolerantes con los caprichos de los padres, sobre todo cuando pueden suponer merma del patrimonio familiar, diría, si fuese mal pensado, que no es el caso.El caso es que dos años antes de que entrásemos en contacto, mi futuro editor había vendido su participación en el negocio culinario a otro socio, el célebre artista de los fogones. Engañado y por un precio irrisorio, según los hijos, muy preocupados por la economía familiar, los cuales, por lo visto, no se habían dado cuenta del engaño y de lo irrisorio hasta transcurridos varios años, cuando, previa incapacitación legal del padre, interpusieron demanda judicial para anular aquella compraventa, alegando que a la sazón su progenitor, contratante, sufría “un trastorno psiquiátrico”. Atentos al dato.
Hay que tener en cuenta que todo esto lo conocí vagamente, en general por la prensa, cuando la historia de mi relación con la editorial ya había concluido. Lo que sí conocí en carne propia fue el acoso y derribo que los hijos aplicaron al capricho literario del padre, llegando incluso a apoderarse del local que albergaba la editorial, pues parece que el hijo arquitecto lo necesitaba y el otro no sé qué, en fin, no puedo ser muy preciso porque de las causas solo me llegaban rumores. Pero los efectos sí fueron claros y rotundos: la editorial cerró, y todas mis fantasías y esperanzas se limitaron a dos libros publicados. No está mal.
De toda esa historia, triste y lamentable por sí misma, surge una conclusión, inquietante para mí, que no supe advertir en su momento. Y es que, en ocho años de busca denodada de editor, el único que valoró y apreció mi Schopenhauer hasta el extremo de publicarla en su flamante editorial fue… un hombre bueno con “un trastorno psiquiátrico”.
Editores
Mis relaciones con los editores han sido de todos los colores, pero nunca plenamente satisfactorias (la única que empezaba a serlo se cortó en seco, como acabo de contar).
Todo empezó con Lesbia mía, con la que debuté en la sociedad de escritores con libros publicados, a la edad tardía de 52 años. Se trataba nada menos que de una editorial de primera línea, con un historial apabullante de grandes escritores publicados y grandes escritores descubiertos y premiados con el premio de primera línea que la misma editorial patrocinaba. Su director literario era entonces un famoso poeta y miembro de la Real Academia… pero ahora recuerdo que esta historia ya la he contado en el capítulo IV de esta serie, al cual remito al curioso lector, a quien sin embargo aconsejo que guarde su curiosidad para asuntos de mayor sustancia.
Y ahora veamos cómo fue la cosa con Cicerón, o sea, con La encina de Mario. La negativa a publicarla por parte del editor- poeta no me desanimó del todo. El texto había merecido la Ayuda a la Creación Literaria que por entonces otorgaba el ministerio de Cultura, ayuda que dejó de convocarse poco después, no fuese que con tanto chocolate del loro se vaciasen las arcas estatales.
Lo que entonces pensé fue que, si obtuvo la Ayuda, algunas virtudes tendría mi novela. Y me dirigí a un escritor y filólogo de prestigio, quien sin conocernos en absoluto había dedicado un artículo elogioso a Lesbia mía en uno de los diarios de mayor circulación del país. Y el filólogo, que era catedrático de griego en una universidad de Madrid, me dirigió a un profesor de su misma cátedra y editor de obras del ámbito de la cultura clásica, quiero decir, greco-romana.
Simplificando, la edición fue un desastre. Ni apenas se vieron los ejemplares en las librerías, ni cobré un duro, lo que, contado en pesetas, ya es no cobrar. Pedí explicaciones al profesor y titular de la editorial y apenas me las dio. Quien sí me las dio, y bien cumplidas, fue un profesor de su mismo ámbito, que lo conocía bien. Me dijo que lo ocurrido conmigo ocurría con todos los que publicaban en la misma “empresa”. La diferencia estaba en que ellos lo sabían y lo asumían mientras que yo no era más que un incauto intruso. Eran, en general, profesores o estudiosos del mismo ámbito que el profesor-editor, autores de trabajos o historias sin ninguna clase de atractivo para el público en general, que se contentaban con ver sus obras publicadas en forma de libros, ajenos a cualquier interés dinerario. O sea, que existía una especie de pacto tácito por el que el editor publicaba el libro del muy culto y ansioso autor, y éste se comprometía a no esperar nada y a no hablar de dinero. Bien, me parece lícito, cada cual conoce sus monedas de cambio y puede jugar con ellas a su antojo. Pero resultaba sangrante para el incauto autor que, sin saber, aterrizaba en ese mundo.
También de Madrid era el editor con el que contacté a continuación en un intento de publicar mi ensayo Del suicidio considerado como una de las bellas artes. Y resultó ser la antítesis del anterior. Un joven serio, atento solo a su tarea de editor, y cumplidor y meticuloso hasta el extremo de no faltar en ningún caso a la liquidación debida, pese a que, a los pocos años, se redujese a la cantidad de unos céntimos, es un decir, pero no mucho. Si no fuese por los modestos resultados prácticos diría que, como excepción entre los editores, nuestras relaciones sí fueron satisfactorias.
Seis años después de la desaparición de la editorial del buen hombre “trastornado”, surgió un nuevo editor, dispuesto a publicar, es decir, a reeditar, las dos obras publicadas por la editorial desaparecida. El hombre era personaje conocido en el ámbito del negocio cultural, creador, entre otras cosas, de dos revistas de gran prestigio; una, de pensamiento y de política de largo alcance y otra, estrictamente literaria. Su decisión se debió, según me consta, a la insistencia de un lector amigo suyo acerca de las virtudes de la novela sobre Schopenhauer. El caso es que, a finales de 2015, tuvo lugar la publicación y presentación pública – muy satisfactoria para mí – de la reedición de esta. Y poco más de un año después, de Lesbia mía.
La primera, El silencio de Goethe, salió así, con el título recortado – sin consultar con el autor. La novela tuvo una segunda vida no tan feliz como se auguraba. Y el primero en insistir en el hecho fue el mismo editor. Quizá me equivoque, pero aquella insistencia dirigida repetidamente a mí me parecía como un reproche por los malos resultados, los cuales venían a justificar su opacidad en las informaciones debidas. Y el asunto se complicó hasta la incomunicación total cuando apareció la pandemia. Tiempo después, con la insistencia debida por mi parte, obtuve lo que obtuve.
No quiero decir con esto que me engañase, quiero decir lo que digo, que su actitud no me inspiraba confianza. Y la historia se reinició y repitió un año después a propósito de la reedición de Lesbia mía. Así que ya está dicho todo lo que tenía que decir sobre el asunto.
Dando ya los últimos coletazos como escritor creativo, atento solo a esplayarme en mis pequeñas cosas a través del Blog, recordando de vez en cuando a la audiencia (¿hay algún editor por ahí?) que tenía alguna obra pendiente de publicación, entre ellas la protagonizada por Dante, a la que tenía gran aprecio, he aquí que surge de la meseta castellana un joven editor (bueno, no tan joven, todo es relativo) que se proclama admirador mío desde los tiempos de la primera edición de Lesbia mía y que se muestra deseoso de publicar alguna cosa que tenga pendiente.
Apenas tengo que pensarlo. La ciudad y el reino, escrita unos treinta años atrás, y que ya consideraba impublicable, merecía esa oportunidad. Y se le dio. Y a finales del año 2020 – vigente todavía la epidemia -, estaba en la librerías, bellamente editada. La obra cosechó muy buenos comentarios, aunque escasos, como siempre. Pero, al cabo de unos meses, el antes entusiasmado editor me confesó su desaliento. Por lo visto, el asunto no funcionaba como había imaginado. Y abandonaba. Lo de siempre: no hay que abordar las cosas con demasiado entusiasmo.
Críticos
En la mayoría de los casos no se trata de críticos profesionales, sino de personas del mundo de las letras que encuentran en la novela en cuestión una conexión con sus intereses intelectuales y que, leída la obra, sienten la necesidad de expresar su opinión. Y también blogueros literarios, por lo general de mirada más clara y desprejuiciada que el crítico profesional.
De entre unos y otros, citaré algunos, con mención de la obra que comentaron: Carlos García Gual (Lesbia mía, La ciudad y el reino), Ada Castells (El silencio de Goethe), Luis Fernando Moreno Claros (El silencio de Goethe, Del suicidio considerado como una de las bellas artes), Lluís Foix (El silencio de Goethe), J.L. García Martín (El corzo herido de muerte), José Giménez Corbató (El corzo herido de muerte), Fernando Clemot (El silencio de Goethe).
Y de los blogs literarios: Pequenamoleskine, Elvira Bobo (El corzo herido de muerte), La Tormenta en un Vaso, Ada Castells (El silencio de Goethe), La realidad estupefaciente, Supersantiego (El silencio de Goethe); El infierno de Barbusse, Jesús J. Pelayo (El silencio de Goethe); La piedra de Sísifo, Alejandro Gamero (Lesbia mía, El silencio de Goethe, La ciudad y el reino); El buscalibros, Luismi Clemente (Lesbia mía).
En los comentarios de todos los citados destaca desde la valoración positiva de la obra hasta la francamente entusiasta. Lo que decía: no me puedo quejar de la crítica, sino todo lo contrario. Quizá algo tenga que ver el detalle, ya apuntado, de que, en su mayoría, no son lo que se entiende por críticos literarios profesionales. Por cierto, que ya hice alguna reflexión sobre este asunto en general.
Lectores
Solo mi apego natural e involuntario a las formas tradicionales me ha impedido escribir “lectoras” en vez de “lectores”, opción aquella que sería la procedente. Y es que, según mis averiguaciones de estar por casa, el número de lectoras que me siguen con cierto entusiasmo es muy superior al número de lectores. Llegar a conclusiones como ésta es posible en estos tiempos en que el uso de las redes sociales permite interactuar entre autores y lectores. No sé cómo se lo harían antes.
Bien, el hecho que quería destacar es que, como autor, existe para mí esta clara línea ascendente de satisfacción personal: editor- crítico- lector. Aunque, pensándolo bien, nada tiene de especial que el lector corone esa especie de ascensión al paraíso porque, si no, ya ni siquiera sería lector. O lectora.
Y ya que vuelve a salir el tema, no quiero cerrar este extraño capítulo de mi Guía sin permitirme una breve reflexión sobre el fenómeno. ¿Por qué tengo muchas más lectoras que lectores? Cierto que hay una razón diríamos básica o estructural que afecta por igual en todos los casos: en general hay más lectoras que lectores, por lo menos en literatura. Reconocido esto, sigue en pie el hecho de que el desequilibrio numérico entre unas y otros sea en mi caso tan acusado. Y mi ignorancia acerca de las razones.
Porque, vamos a ver, yo no practico la antigua y trasnochada galantería, ni tampoco la actual y descarada adulación de lo feminista. ¿Entonces? No sé. Pero algo hay en mi escritura que atrae especialmente a las mujeres. ¿Qué es? ¿De qué se trata?
Había escrito cuatro novelas cuya acción se situaba en la antigua Roma. Pensé que quizá era el momento de cambiar de registro, quiero decir, de decorado, o sea, de abandonar Roma y adentrarme por otros senderos, aunque dicen que todos llevan a Roma, y lo creo. Pero, ¿por dónde tirar?
No tuve que pensarlo mucho. Para empezar, no entraba en discusión abandonar la costumbre de novelar a grandes personalidades de las letras. Una costumbre que me había sido como regalada por el destino y que yo había aceptado con entusiasmo. Sin duda, cierta tara elitista de mi personalidad hacía que me enamorase de las cumbres y que pasase por alto todo lo que se situaba por debajo, por difícil que fuese el ascenso. Pero, ya se sabe, ad astra per aspera.
La elección
La elección no fue difícil. Ni siquiera tuve que pensarlo un poco. Un extraño personaje se impuso decididamente en mi imaginación. Extraño, porque no era una de aquellas figuras maestras que surgen en la adolescencia y se convierten, más o menos, en faros de tu vida, ni era uno de aquellos nombres que destacaban en las polémicas o las modas de la juventud. Por el contrario, en una época en que, en mi país, el pensamiento dominante no oficial iba por la izquierda, el personaje en cuestión venía a representar la más recalcitrante postura burguesa, individualista y anticolectivista. Quizá por ello, desde que empecé a conocerlo un poco, al principio de mi década de los veinte, lo tuve discretamente apartado. Hasta que, como he dicho, agotado el período romano, se destapó con fuerza exigiendo ocupar un lugar en mi mundo de genios novelados.
Arthur Schopenhauer. Un individuo objeto de curiosas y extrañas contradicciones, de las que tres son perfectamente evidentes y llamativas, que empiezan por el apellido.
Primera: lo abstruso
Sí, creo yo que su sonoridad germánica es la primera razón de que, en el imaginario popular, la palabra Schopenhauer se asocie inmediatamente con pensamiento abstruso, pesado e incomprensible, como popularmente se cree que ha de ser el de un buen filósofo.
Pero la verdad es que, por poco que se le lea, se descubre que Schopenhauer es el filósofo con la escritura más clara y transparente que uno puede echarse a los ojos; no como la de aquellos otros cuyo lenguaje enrevesado y oscuro no es más que un artificio para ocultar la vaciedad de contenido (Schopenhauer dixit).
Segunda: el irracionalismo
La historia canónica de la filosofía ha venido encuadrando a Schopenhauer entre los filósofos practicantes de lo que llama irracionalismo. ¿Y qué entiende por tal? Veamos la definición que da la Biblia de nuestro tiempo:
El término irracionalismo designa genéricamente a las corrientes filosóficas que privilegian el ejercicio de la voluntad y la individualidad por encima de la comprensión racional del mundo objetivo.
Y en esa corriente incluye a nuestro filósofo.
Pero la verdad es que nuestro filósofo privilegia como pocos la comprensión racional del mundo objetivo. Comprensión a la que pretende llegar solo con el estudio de los datos de la ciencia y de las pulsiones innegables del propio ser viviente. Mientras que, curiosamente, reciben el nombre de racionalistas los que se montan estructuras ideales que poco o nada tienen que ver con la realidad de la vida, entre ellos los grandes Descartes y Hegel, cuyo mundo objetivo reside más bien en sus mentes geométricas.
He de reconocer que esta paradójica situación tiene su explicación. Y es que los que han dogmatizado sobre el racionalismo filosófico han atendido solo a las cualidades del mundo descubierto por ciertos filósofos, perfectamente cuadriculado, o sea, racionalista, apartando la vista del procedimiento seguido para descubrirlo, más bien fantástico, o sea, gratuito, y han ignorado el procedimiento plenamente racional usado por Schopenhauer, método que le conduce al descubrimiento de que lo irracional es el mundo (lo cual también es opinable), no el muy racional y esforzado pensador.
Tercera: la compasión
De acuerdo con los testimonios de la época, Schopenhauer era un individuo impresentable. Iracundo, malhumorado, egoísta, mezquino, misógino, elitista en el sentido de que solo le merecían respeto las personas con altas cualidades intelectuales y artísticas. Con todos estos rasgos, más los de naturaleza política (antisocialista, anticolectivista, defensor del Estado solo en cuanto garante del orden público para reprimir la maldad humana y proteger la propiedad privada), es fácil deducir que al filósofo en cuestión le importaban un bledo las penalidades y sufrimientos de los seres humanos.
Pero la verdad es todo lo contrario. La verdad es que toda su obra es una especie de consolación dedicada a esas desgraciadas criaturas que sufren no saben por qué y viven no saben para qué. Sí, en medio de toda su indagación del funcionamiento del mundo, destaca la preocupación por la triste suerte de los seres humanos, que solo se puede paliar, además de con las recetas magistrales del arte y de la liberación del deseo, con la actitud compasiva hacia todos los seres vivos, encadenados al mismo destino. Y no se refiere precisamente a la moral, es decir al seguimiento de un código ético o una moral religiosa que nunca, en ningún caso, han servido por sí solos para apartar a nadie de la maldad.
La virtud no puede nacer sino del conocimiento intuitivo que nos revela en los demás la misma esencia que en nosotros.
Eso es todo. De nada sirven normas, códigos y sermones. La conciencia de que todos somos lo mismo es la clave de la única moral efectiva.
De novela
Un personaje rico en contradicciones no es mala base para una novela, artefacto que, entre otras, ha de tener la virtud de mantener el interés del lector. El problema puede venir cuando ese personaje es un filósofo. Porque, vamos a ver, hay una diferencia entre Cicerón, siempre metido en las lides políticas, Petronio, pasándose la vida haciendo malabarismos en la cuerda floja, Catulo, poeta arrebatado por la pasión y todas sus contradicciones (odi et amo), hay una diferencia entre todos esos, digo, y un individuo que se pasa la existencia entre la lectura y la escritura en un tranquilo apartamento de una ciudad próspera y culta.
El problema se resolvió por sí solo sin apenas darme cuenta. Ya al principio de mis investigaciones di con el dato que serviría para convertir la aburrida trayectoria vital de un filósofo en una novela provista del atractivo y el interés de una vida verdadera pasada por el filtro del arte.
Descubrí que Schopenhauer y Goethe se habían conocido y tratado durante una temporada, y luego en breves encuentros; que ambos, separados por cuarenta años de edad, se admiraban, cada uno con diversa intensidad y por diferentes razones. Goethe apreció enseguida la genialidad del joven y valoró en especial su escritura a la vez clara y profunda; Schopenhauer, fiel a su devoción por lo grande, consideraba al gran poeta como la cima de la realización personal humana, lo que no le impedía discrepar en aspectos concretos de sus teorías.
Como es natural el joven filósofo dio a leer al viejo poeta su obra máxima (éste ya conocía su tesis doctoral, a la que había dedicado algunos elogios). Y quedó a la espera de la reacción del gran hombre. Pero la reacción no se produjo. Y así acabó la historia.
En los papeles. Porque quedó oculto un aspecto pendiente: cómo recibió en su interior Schopenhauer aquel silencio al que no hizo referencia expresa en sus escritos. Aunque no lo manifestase, es de suponer que la actitud esquiva de su ídolo le afectaría profundamente. Sobre esta suposición, perfectamente legítima, monté la intriga que recorre y anima toda la obra, así provista de uno de los ingredientes necesarios de una auténtica novela.
Pero, novela aparte, ¿cuáles pudieron ser las razones de Goethe para aquel obstinado y hasta descortés silencio? Para mí – como para Thomas Mann, que lo expresa mucho mejor en alguno de sus ensayos, que no recuerdo – las razones son evidentes. Y es que Goethe reconocía las virtudes intelectuales y sobre todo literarias de Schopenhauer, pero no podía sentirse de acuerdo con él. Toda su vida había aspirado a alcanzar una armonía, que en tantas ocasiones había peligrado, como en la época de Werther. No podía permitir que, en la cima de su serenidad clásica, unos jovenzuelos, ya en el campo de la literatura (Novalis, Kleist, Hoffmann, etc.), ya en el del pensamiento, la pusiesen en peligro.
Y ahora he recordado cuál era el ensayo de Thomas Mann al que he aludido hace un momento. Y lo he buscado y he encontrado el párrafo. Y aquí está:
… el extremismo y el ascetismo de Schopenhauer son explícitamente románticos, en un sentido de esta palabra que era enteramente contrario al gusto de Goethe, como sabemos muy bien por la conducta de éste con respecto a Heinrich von Kleist. Y con unos sentimientos sin duda muy parecidos habrá leído Goethe El mundo como voluntad y representación: asintiendo a varias de las vivencias que allí aparecen, pero rechazando lo esencial, y afectado “hipocondríacamente”. Y de esta manera dejó la obra con un movimiento negativo de cabeza. De hecho sabemos que Goethe, tras un primer momento de simpatía curiosa, no leyó el libro hasta el final (Traducción: Andrés Sánchez Pascual)
Bien, el caso es que ya tenía el alma motora de la novela, ya podía ponerme a escribir. Y así hice. Al personaje, le busqué el momento preciso – poco antes de su muerte, sin él saberlo -, el lugar adecuado – su misma vivienda -, la compañía inevitable – el perrito Butz -, el tema a desarrollar – la vida entera y su… y aquí se presentó otro problema.
Yo pretendía que Schopenhauer se explicase por sí mismo en su última noche, sin interlocutores ni testigos. Pero el perrito estaba ahí, no lo podía eliminar. Se trataba entonces de sacarle alguna utilidad. Y así fue. El hecho de dirigirse intermitentemente al perro serviría para aliviar la presunta monotonía de un monólogo estricto. Y además, la presencia del animal me solucionó sobre la marcha un problema que ya había atisbado en el mismo momento de iniciar la obra. Y es que en una novela sobre un filósofo sería extraño que de alguna manera no apareciese su filosofía. Pero resulta que una cosa es evocar los momentos, buenos o malos, de la vida, y otra muy distinta explicarse uno mismo las propias teorías sólo para que el público lector se entere. La solución consistió en dirigirse al fiel Butz para exponerle el núcleo de su filosofía. Por cierto, en forma adaptada al entendimiento perruno, de manera que también quedase al alcance de cualquier bípedo humano, como insinúa malévolamente el personaje.
En la novela Conversaciones con Petronio, la visita que Petronio y Lucio hacen a Escevino finaliza así…
Escevino: ¿Qué tiene de malo nuestro plan? Porque participen en él algunos resentidos, como tú dices, ¿es acaso inmoral?
Petronio: Mucho peor que eso: está mal escrito.
Más adelante, Lucio, ya al corriente de la existencia de la conspiración, no se abstiene de instar a Petronio a que le ilustre sobre lo que sabe, y también sobre los motivos de su rechazo del plan, teniendo en cuenta que se había mostrado partidario de la antigua república de libertades. Y Petronio le informa de lo poco que sabe. Y se explica con originales razonamientos.
– El plan tendría, o tiene, que ejecutarse con ocasión de la fiesta principal de los Juegos de Ceres, es decir, pasado mañana, y su diseño y desarrollo es un buen ejemplo de lo bajo que ha caído la literatura en nuestros días.
-¿La literatura has dicho?
-Sí, he dicho la literatura, ¿o debiera decir el teatro? Amigo, ya no hay ideas nuevas. Recordarás aquella tragedia que tuvo lugar en la sala anexa del Teatro de Pompeyo en los Idus de marzo del año del último consulado de Julio César. En ella, los actores rodean al tirano para alabarle o pedirle gracias hasta que, de pronto, uno de ellos lo coge de la toga y tira con fuerza. Es la señal para que todos se precipiten sobre la víctima con sus espadas y puñales…
Pues bien, la función que piensa dar la compañía de Pisón es un simple calco de aquella tragedia. En ésta, Laterano hará de Címber, Seneción hará de Casca, o quizá Escevino, y así, cada uno se asignará un papel de acuerdo con la máscara elegida. ¿Qué te parece?
-No sé, desde el punto de vista estético me repugna comparar a Nerón con Julio César, o a Escevino con Bruto…
-No, en este caso, Bruto será Pisón. Pero es igual, tienes razón. La grandeza de una obra de arte está en su cualidad de irrepetible, y la muerte de Julio César es una de las obras de arte más grandes de la historia. Los caracteres de los conjurados y sus relaciones mutuas, el ritmo de la acción, el clima de tensión creciente que finalmente estalla en el momento crítico, y ese mismo momento, con la víctima acosada que va a dar finalmente a los pies de la estatua de su antiguo enemigo-amigo, y el carácter ritual del homicidio colectivo, como si todos hubiesen de participar por igual de la sangre de la víctima, misteriosamente dotada de propiedades salvíficas, misterio que arranca ya de la cena de la víspera, cuando el que ha de morir se despide de sus amigos compartiendo con ellos la comida y el vino. La muerte de César es quizá el eje central de la historia, el paradigma de todos los homicidios sagrados. Es la muerte que se da al padre por la libertad individual, es la muerte que se da al rey por la libertad colectiva, es la muerte que la naturaleza impone para perpetuar la vida. La muerte de César pide a gritos un gran artista de la tragedia que la instaure de una vez por todas como obra de arte, rescatándola de las vagas sombras de la memoria de lo real. Y lo tendrá, claro que lo tendrá… Ahora, imagina todo eso interpretado por la compañía teatral de Pisón: músicos mediocres, mariquitas histéricas, poetas chiflados, intentando sostener sus aceros de lujo para meterlos entre las adiposidades de un cerdito bien cebado, de chillidos insoportables. ¿Entiendes ahora por qué le dije a Escevino que lo peor del plan es que está mal escrito?
– Lo entiendo muy bien, y comparto por completo tu opinión. Creo que un acto importante, transcendente, ha de revestirse siempre de cierta grandeza.
-En efecto, aun cuando los protagonistas no sean conscientes. Si un hecho es realmente grande, por fuerza será bello. En el fondo no es más que una cuestión de estilo.
-¿Como en la literatura?
-Sí, como en la literatura. A veces, me preguntan cuáles son las técnicas para conseguir un estilo bello y elegante. Y siempre respondo lo mismo: que las técnicas sólo sirven para resolver cuestiones de detalle y que eso se aprende, naturalmente, pero que el estilo no se aprende ni se puede enseñar; el estilo es una cualidad del carácter, una especie de música que la persona desprende tanto en su vida como en su obra. Dicho de otra manera, un escritor de alma mezquina nunca tendrá nobleza en su estilo. Esto es algo que ninguna técnica, antigua o futura, podrá nunca arreglar. Es como pretender que huela a rosas el aliento del que se alimenta de ajos.
-¿Puedo deducir entonces que tus razones para rechazar la conspiración son exclusivamente de orden estético?
-Puedes.
-¿Y no crees que un asunto que afecta a valores como la libertad o la dignidad se tendría que considerar desde un punto de vista ético?
-El punto de vista ético nos da una visión limitada del ser humano.
-¿Quieres decir que la estética es superior a la ética?
-Sí, porque la estética contiene a la ética, pero la ética no contiene a la estética.
Ética o estética
La contestación que Petronio da a la pregunta de Escevino (reproducida al principio de este capítulo) parece calcada de la que, siglos después, diera Oscar Wilde al acusador que le interrogaba. A la cuestión de si consideraba inmoral cierto escrito, Wilde contestó: “Peor que eso, está mal escrito”.
Y es que el estilo brillante y paradójico del autor irlandés casa muy bien con el que el autor de Conversaciones con Petronio – o sea, yo – atribuye al escritor y cortesano romano. Cierto que entre uno y otro hay importantes diferencias, pero creo que en la cuestión “ética o estética” la posición de ambos es la misma.
En lo que no se parecen es en los caracteres respectivos, pues mientras Wilde muestra una personalidad benévola y blanda, por muy lúcida, irónica y paradójica que sea su expresión, Petronio – el personajeintuido por este que escribe – se nos aparece como un hombre duro, tan lúcido, irónico y paradójico como el otro, pero capaz de resistir los embates de la vida e incluso de recurrir a la inmolación propia si los demás caminos están cerrados: un estoico revestido, disfrazado, de hedonista.
Pero vayamos al caso concreto. Para ilustrar su afirmación de que es la falta de consistencia estética del plan conspirativo lo que le mueve a rechazarlo, Petronio – el personaje por mí intuido e imaginado, y no repetiré más esta aclaración – nos ofrece una divagación sobre la función del arte y su relación con lo real, que vale la pena comentar un poco.
Como base de todo el razonamiento propone una comparación entre el asesinato de Julio César, ocurrido un siglo atrás, y el de Nerón, inminente según el plan que está a punto de ejecutarse. El resultado no puede ser más revelador. Mientras en el primero los caracteres de los conjurados y sus relaciones mutuas, el ritmo de la acción, el clima de tensión creciente… construyen un cuadro de alto nivel estético, en el segundo todo queda disminuido, rebajado hasta el ridículo, desde las características de los conjurados hasta la majestad de la víctima, convertida en un cerdito bien cebado de chillidos insoportables.
Hay que reconocer que el cuadro comparativo que nos ofrece Petronio es pertinente y acertado. Y es natural que desde su condición de esteta de altos vuelos no pueda imaginarse participando en acción tan lamentable.
¿Capricho de autor?
Lo cual no tiene que ver con el hecho innegable de que Petronio, con ayuda del autor de la novela, hace trampa. Porque resulta que las características antes mencionadas del golpe anticesariano no las ha conocido directamente de los hechos, a los cuales, como es obvio, no pudo acceder, sino de las crónicas de los hechos, en especial de los historiadores Suetonio y Plutarco, y hasta de una obra de arte.
Sí, la descripción que Petronio hace del hecho histórico y el alto valor estético que le otorga no se basan en los hechos en sí, sino en la tragedia que sobre ellos había de escribir Shakespeare hacia el 1600. Y además, ejerciendo de profeta a posteriori, no solo ensalza las cualidades estéticas del hecho histórico sino que vaticina la existencia del gran artista que convertirá todo aquello en un drama inmortal.
Y además de la antes mencionada, en el parlamento petroniano hay otra distopía evidente. Al referirse a los hechos que configuran la belleza total de la tragedia cesariana, alude al misterio que arranca ya de la cena de la víspera, cuando el que ha de morir se despide de sus amigos compartiendo con ellos la comida y el vino, referencia que también se da, y de forma más clara, en la novela sobre Cicerón La encina de Mario, de la que en esta misma serie comenté algunos aspectos.
Pero ¿cómo es posible que un romano del siglo I pueda establecer una comparación entre la muerte de Julio César y la de Jesús de Nazaret, de la última de las cuales apenas tendría más noticia que los datos confusos que la gente atribuía a los miembros de una de tantas sectas religiosas? Capricho de autor, sin duda.
O quizá sí, quizá existe una relación misteriosa entre ambos hechos, que tiene su sentido dentro de la cosmogonía en que vivimos. No sé. En el peor de los casos, se trata de un capricho de artista, y al artista le está permitido todo, siempre que el valor simbólico de su fantasía apunte al corazón de la verdad.
Nada que ver, por cierto, con las elucubraciones de ciertos pensadores que establecen sus teorías como dogmas incontestables que la historia tiene la obligación de acatar. Y estoy pensando en obras como La decadencia de Occidente (Spengler) o El fin de la historia y el último hombre (Fukuyama) y en autores como Vico, Hegel, Marx, Comte y todos aquellos que creyeron atrapar entre sus manos el sentido de la historia de la humanidad. Pero, igual que el agua se escapa de las manos, la historia continuamente se escabulle, con giros sorprendentes, de las casillas donde pretenden retenerla sus pensadores. Un ejemplo: nadie previó el cómo y el cuándo del hundimiento de imperio soviético.
Grandeza de estilo
En cuanto al establecimiento de una jerarquía entre ética y estética, formulada por Petronio, se trata sin duda de una broma – cargada de verdad para el hablante – con la que el maestro responde a la aguda ocurrencia que había formulado el discípulo sobre el rango de sus preferencias: primero Petronio, después Séneca; porque Petronio contiene a Séneca, pero Séneca no contiene a Petronio. Un punto de vista – expresado por ambos con fórmulas paralelas – que, si se piensa bien, es perfectamente defendible.
Pero, vayamos a lo esencial. El punto de vista estético ¿lo abarca, lo justifica todo? Depende. Si lo entendemos en sentido amplio, quizá sí. De hecho, al poner la estética por encima de otras cualidades creativas nos estaríamos refiriendo a una suprema armonía dentro de la cual no caben ni vulgaridades, ni bajezas, ni estridencias, ni mezquindades, es decir, lo que en literatura, y en otros ámbitos, se entiende por grandeza. ¿Y cómo se consigue eso, la grandeza de estilo, en el ejercicio de las letras? parece que le preguntaban a Petronio. De ningún modo, respondía éste. O se tiene o no se tiene.
Porque, como dejó claro para siempre el Poeta, el estilo es expresión necesaria, inevitable, del carácter del autor. Y esto ni se enseña ni se aprende.
Si bene calculum ponas, ubique naufragium est. PETRONIUS ARBITER (Si bien lo miras, todo es naufragio)
La escasez de datos históricos fiables que se da en Catulo, se repite, aumentada, en Petronio. Pero de Catulo tenemos una obra, los poemas, de donde deducir la persona. De Petronio, la obra, Satiricón, ni siquiera se sabe con certeza si es de su autoría.
Pero “autoría”, ¿de quién? Porque el problema radica en saber si alguno de los Petronios mencionados por los cronistas es, a la vez, el autor de la obra citada y el personaje de la corte de Nerón descrito por Tácito, o si se trata de dos personas distintas.
Asumamos que sí, que, aunque no lo menciona, el personaje que describe Tácito es el autor de Satiricón. Entonces estaríamos en una vía más o menos segura para saber algo cierto del Petronio escritor, que es el que que nos interesa. Dice el autor de los Anales:
Se pasaba el día durmiendo y la noche en sus ocupaciones y en los placeres de la vida; al igual que a otros su actividad, a él lo había llevado a la fama su indolencia, pero no se lo tenía por un juerguista ni por un disipador, como a tantos que consumen sus patrimonios, sino por hombre de un lujo refinado. Sus dichos y hechos, cuanto más despreocupados y haciendo gala de no darse importancia, con tanto mayor agrado eran acogidos, por tomárselos como muestra de sencillez. Sin embargo, como procónsul de Bitinia y luego como cónsul se reveló hombre de carácter y a la altura de sus obligaciones. Después volvió de nuevo a los vicios, o a la imitación de los vicios, y fue acogido como árbitro de la elegancia en el restringido círculo de los íntimos de Nerón, quien, en su hartura, no reputaba agradable ni fino más que lo que Petronio le había aconsejado.
¿Puede construirse, con estos datos que nos aporta el historiador, toda la estructura de una personalidad? Difícilmente, si se pretende un retrato realista y más o menos completo. Pero sí hay un detalle que, a mi entender, arroja una gran luz sobre la persona retratada.
En el fragmento transcrito se dice que volvió a los vicios o a la imitación de los vicios (vitiorum imitatione). Dada la altura intelectual y estética que se atribuye a la persona en cuestión no es posible que signifique que se dedicaba a imitar los vicios de los demás. Más bien querrá decir que, a diferencia de toda aquella gente con la que trataba, que vivía sumergida, anulada, por el peso de los vicios, él los practicaba con cierto distanciamiento estético, los imitaba, es decir, los fingía. Como si todo aquello no fuese para él más que un juego, una comedia.
La vida como juego, como comedia en la que uno elige el papel y hasta escribe el texto; ésta es la clave, creo yo, que aclara el enigma del hombre llamado Petronio.
Un ídolo para el adolescente
Conocí a Petronio en los albores de mi adolescencia. Fue gracias a una película, Quo vadis?, y un actor, Leo Genn. Quedé fascinado por el personaje. ¿Por qué? No me lo sabía explicar entonces, como apenas me lo puedo explicar ahora. Cuando, casi a continuación, leí la novela de Sienkiewicz en la que se basaba la película, quedó fuertemente asentada mi admiración por él: una persona que sabe vivir por encima de todo lo que atenaza a los mortales, no obstante estar él mismo implicado a fondo en ello.
No era el único ídolo, por supuesto. En aquella época de confusión y búsqueda que constituye la adolescencia, eran varios los modelos que de modo sucesivo o simultáneo se alzaban ante mí. Y cierto tipo de personaje, histórico o ficticio, atraía especialmente mi atención. Petronio era para mí la forma perfecta del ideal representado por ese tipo de héroe, revestido, además, de aquello que a los otros faltaba: fulgor estético y poderío intelectual.
Sería interesante revivir la vida y obra de Tito (o Gayo) Petronio Níger, pensé una vez lanzado – tardíamente – a la actividad literaria no clandestina, cuando ya contaba con tres novelas escritas, dos de ellas publicadas, y una que había de esperar treinta años para ver la luz. El hecho de que la realidad de su persona fuese tan difusa o inconcreta como antes he apuntado no había de ser obstáculo para novelar sobre el personaje. Se trataría de aplicar debidamente la intuición y la imaginación sobre el objeto elegido, del modo descrito en el capítulo anterior.
Y empecé a escribir.
Conversaciones con Petronio
En el año 65 del siglo I, Lucio Antonio Turno, 21 años, natural de Nápoles, donde siempre ha vivido, joven culto y aspirante a escritor, se presenta en Roma con el fin de conocer a Petronio, al que desde la lejanía admira, como de distinta forma admira a Séneca. Logrado su objetivo, se establece entre los dos una relación basada en principio en el modelo maestro-discípulo, pero que enseguida alcanza el nivel de una sincera amistad. Cuando se produce el primer encuentro con Petronio aún no hace un año del gran incendio que ha asolado gran parte de Roma, pero en aquel momento, en la última etapa de su restauración, la ciudad se ofrece bella y esplendorosa.Ya desde el principio, Lucio, – tímido, pero lúcido y obstinado en la búsqueda del sentido de la vida y de su acomodo en ella – advierte una clara ironía en las alusiones de Petronio al César Nerón, del que se supone que es amigo, confidente y asesor en las cuestiones estéticas que, de tan distinta manera, preocupan a emperador y cortesano.
A lo largo del primer mes de la primavera, los encuentros se suceden casi a diario, y de cada uno de los diálogos toma Lucio fiel nota. Los volúmenes que se irán formando con esas notas constituirán el “obsequio” que, en su ancianidad, Lucio enviará a Tácito para mostrar que una cosa es historiar los acontecimientos y otra muy distinta vivirlos, o quizá para demostrar sus propias cualidades como escritor creativo.
Los temas de conversación son muchos y variados, pero siempre apuntan a lo esencial del vivir humano: el paso del tiempo y la vejez; la doble moral o dualidad de las personas; la gran importancia del amor, y de la amabilidad como su necesario sustitutivo; la inconsistencia de los seres humanos, que necesitan ser amados, aun engañándose al respecto; la contraposición entre el arte y la vida, con alusiones a la obra de Petronio, especialmente del Satiricón; la mujer, en sus diferentes aspectos, y su importancia de hecho en la política romana; la dudosa libertad de elección en el amor, y en todo lo demás; la receta epicúrea; las personas como portadoras de máscaras; la cuestión jerárquica entre ética y estética; la vaciedad y angustia del ser humano una vez cubiertas las necesidades básicas, lo que con frecuencia le empuja a “vivir peligrosamente”; los únicos remedios contra el sentimiento de vacío vital: el arte y el amor, con los inconvenientes de su temporalidad y fragilidad. Estas divagaciones entre maestro y discípulo se ven de vez en cuando interrumpidas por ciertas intrusiones de lo que podríamos llamar la vida en directo. La primera, la aparición del poeta Lucano, cuyo extraño comportamiento ante Petronio, lleva a Lucio a pensar en la existencia de algo que a ambos interesa que permanezca oculto, y, a los pocos días, la visita de Mela, padre de Lucano, que se ve interrumpida por la noticia de la detención de su amante, lo que provoca la salida precipitada del visitante. Hecho que, junto con el anterior, mueve a Lucio a preguntar abiertamente a Petronio. Pero este responde con las palabras de Horacio Tú no preguntes, nefasto es saber, consejo que, de diversas maneras, se repite hasta la mitad del relato con el fin evidente de que el joven Lucio proteja su ignorancia sobre cierto asunto.
Un día, Lucio conoce a Pola en casa de Petronio. Esposa de Lucano, la joven dama ofrece una imagen nada corriente de belleza, distinción, serenidad e inteligencia que enamora al momento al joven Lucio, y que, a continuación, ella ya ausente, propicia el diálogo antes aludido sobre las mujeres en general. El encuentro, interrumpido por la aparición de Petronio, no tendrá continuación más que en una breve y emotiva despedida poco tiempo después.
Visitas y sorpresas
A otros personajes conoce Lucio por iniciativa de Petronio. Como a Escevino, amigo y antiguo compañero de “vicios”, el cual, por cierto, aparece tan cambiado a los ojos de Petronio que, entre las aclaraciones pedidas por éste y las explicaciones ofrecidas por aquél, se revela el misterio que tan intrigado tiene a Lucio: existe una conspiración para derribar a Nerón en la que Petronio no participa, pero de la que está perfectamente enterado, lo que, al no denunciarla, le convierte automáticamente en conspirador.
Y he aquí que, de pronto, el tímido (cada vez menos) aspirante a escritor se ve convertido también en un peligroso conspirador contra el César, dado que por su cabeza no pasa ni por un instante la posibilidad de la delación. Petronio, por su parte, tiene muy clara sus razones, que luego se verán.
Otro personaje que Petronio presenta a Lucio es Séneca, al que ambos rinden visita en su villa de las cercanías de Roma, de manera que el joven puede tener un brevísimo de diálogo con su admirado filósofo.
Séneca hace poco que vive retirado de la vida pública, habiendo decidido finalmente abandonar la corte del tirano contra la voluntad de éste, por lo que su futuro, y su vida, se hallan claramente en peligro. Sobre esto y sobre cierto asunto relacionado con la conspiración gira la conversación que, en presencia de Lucio, mantiene con Petronio, sin que falte en ella el contraste entre las respectivas visiones del mundo, tan distantes y en cierto modo tan cercanas.
A la salida de la visita, Petronio se dirige a Lucio:
–A propósito, ¿qué te ha parecido el personaje, visto en carne y hueso?¿Tienes ya clara la jerarquía de tus dioses?
-Sí. Primero está Petronio y luego viene Séneca.
-Y eso, ¿por qué?
-Porque Petronio contiene a Séneca, pero Séneca no contiene a Petronio.
En la mañana del día de abril en que se han de iniciar los Juegos Cereales, coinciden la noticia de la muerte del padre de Lucio – quien es requerido a casa de Petronio, donde le espera su tío Silio para marchar ambos hacia Nápoles – con el descubrimiento de la conspiración para derribar a Nerón y el despliegue inmediato de toda la constelación de rastreos, detenciones, torturas, delaciones, heroicidades y muertes, propia de estas situaciones.
Todavía en casa de Petronio, cuando Silio y Lucio se disponen a emprender viaje, tiene lugar la aparición de Pola, quien se presenta con el propósito de instar a Petronio a que interceda a favor de su esposo Lucano, y la breve y tierna despedida entre ella y Lucio.
Ya en Nápoles, Lucio mantiene correspondencia con Petronio, quien le va informando del desarrollo de los acontecimientos que, de momento, parecen haber alcanzado el descabezamiento total de la ya llamada conjuración de Pisón, por el nombre de su líder y aspirante a sucesor de Nerón. Las aguas han tornado a su cauce con un saldo no tan sangriento como cabía esperar: algunos ejecutados y muchos muertos por propia mano a la primera indicación del tirano, entre ellos Pisón, Escevino, Mela, Lucano y Séneca, tuviesen o no – como este último – relación directa con la trama conspirativa. Su caso, el de Petronio, continúa en la cuerda floja con el agravante de haberse manifestado abiertamente la enemistad entre él y Tigelino, jefe de la guardia pretoriana y al mando supremo de la represión. Otro acontecimiento desgraciado que agrava aún más la posición de Petronio ha sido la muerte de su segura aliada Popea, esposa de Nerón, muerte que el sentir popular atribuye – con cierto fundamento – al mismo marido y César. De Pola no sabe nada.
Con el otoño, Lucio vuelve a Roma. Las conversaciones se reanudan, ahora con el tema principal de los acontecimientos políticos: siguen cayendo cabezas que poco o nada tenían que que ver con la conspiración pero que no son del agrado de Nerón, o de Tigelino. Lucio no puede dejar de expresar su preocupación por Petronio, asunto sobre el que éste continuamente le tranquiliza. Un día Petronio hace entrega a Lucio de una carta que ha recibido, sellada, dirigida al joven. Es de Pola. En ella, manifiesta su determinación de vivir apartada de aquel mundo de necios y asesinos, previene a Lucio contra Petronio, al que no considera una buena persona, y se despide para siempre.
Una mañana luminosa, Petronio desaparece. Deja a Lucio unas líneas escritas en las que, junto con unos consejos para la vida, le comunica que parte hacia el sur para verse con unos amigos. A continuación, el lector se encuentra con un párrafo en el que el historiador Tácito da cuenta de la última cena de Petronio, árbitro de la elegancia.
Como antes he apuntado, todo el relato integra el envío que, a sus 73, años, sin haber logrado convertirse en el gran escritor que soñaba ser, Lucio hace llegar a Tácito. En las líneas que lo acompañan el anciano y desconocido escritor advierte al célebre historiador de una posibilidad sorprendente, que solo el lector de la novela en directo podrá conocer. (CONTINÚA)
Conversaciones con Petronio puede leerse completa en este mismo blog, iniciándose con este enlace y clicando continúa al final de cada uno de los capítulos.
Es de esta manera, abandonando a los personajes a sí mismos, como se enciende y pone en marcha aquella intuición que permite dar con la verdad ideal, con la verdad del arte.
Esta afirmación, hecha en el último párrafo de la anterior entrega de esta serie, puede parecer muy osada. Y hasta gratuita, en el sentido de que no se correspondería con la realidad posible. Porque ¿puede realmente un personaje estar dotado de tal fuerza que le permita actuar, hablar, de forma autónoma respecto del autor? Fantasías, dirán el crítico y el lector racionalistas. Quizá. ¿Pero quién ha dicho que la fantasía no pueda dar con la verdad? Un poco de historia:
En el artículo Pirandello y yo, publicado en 1923 en La Nación, de Buenos Aires, Unamuno escribe:
Es un fenómeno curioso y que se ha dado muchas veces en la historia de la literatura, del arte, de la ciencia o de la filosofía, el que dos espíritus, sin conocerse ni conocer sus sendas obras, sin ponerse en relación el uno con el otro, hayan perseguido un mismo camino y hayan tramado análogas concepciones o llegado a los mismos resultados. Diríase que es algo que flota en el ambiente. O mejor, algo que late en las profundidades de la historia y que busca quien lo revele.
El descubrimiento que realizan simultáneamente Pirandello y Unamuno, desconociéndose entre sí, y que provoca la reflexión del último, consiste en la necesaria y radical autonomía del personaje literario de “ficción”. Cierto que esto ya se apunta en Cervantes, quien en la segunda parte del Quijote sitúa a sus dos protagonistas moviéndose libremente entre los lectores de la primera, pero había de llegar la época de la descomposición del yo, que sigue siendo la nuestra, para que la cosa surgiese de manera clara y brillante, desde “las profundidades de la historia”, de la mano de un italiano y un español (o de un siciliano y un vasco), gente poco dada en principio a las elucubraciones de la filosofía, aunque sí a las verdades del arte.
Lo que parece claro es que hay diversos tramos en la historia de la cultura en los que, para amplios sectores de la sociedad, el supuesto objeto artístico no es un fantoche creado de una vez por todas por el capricho de un ser humano, sino un ente natural independiente de la acción de un autor.
¿Estaríamos entonces en el camino de regreso a la sociedad preintelectual y semianalfabeta en la que, para el común de los mortales, los objetos que llamamos artísticos estaban ahí, sin necesidad de que hubiese intervenido la acción humana? Algo hay de eso.Esa sociedad, que he denominado preintelectual y semianalfabeta, existió – y no hay duda de que persiste en determinados ambientes -, y estaba formada por individuos de mentes normales, pero ajenas a los extraños mecanismos de la creación caprichosa. Un ejemplo:
“¿Qué lee usted, señorita?” y tomé el libro que ella había dejado. ¡Oh, cielos! Era realmente una obrita mía,… le pregunté con aparente indiferencia qué opinaba del libro.
“¡Ah, mi estimado señor!”, replicó la muchacha. “Es un libro muy gracioso. Al principio uno se hace un poco de lío, pero después es como si se estuviera dentro.”
Para mi no poca sorpresa, me relató la muchacha mi cuento con tal claridad que era evidente que debía haberlo leído varias veces; volvió a decir que era un libro muy gracioso, que algunas veces la había hecho reír mucho y otras veces le había dado ganas de llorar.
Entonces debía llegar el golpe de efecto: Con la mirada baja, con una voz comparable por la dulzura a la miel hiblea, con la sonrisa radiante de autor pleno de gozo, le susurré:
“Aquí, dulce criatura, aquí está el autor del libro que tanto la divierte, ante usted, en carne y hueso”.
La muchacha abrió grandes los ojos, y se quedó mirándome muda, con la boca abierta. Interpreté esto como la expresión del inmenso asombro, del alegre susto ante la repentina aparición, entre los geranios, del genio sublime cuya capacidad creativa ha engendrado una obra como esa. Quizá, pensé al ver que la muchacha no cambiaba su expresión, quizá no cree en absoluto en la feliz casualidad que ha traído a su lado al famoso autor de… Procuré entonces probarle por todos los medios que el autor del cuento y yo éramos una y la misma persona, pero era como si se hubiese quedado petrificada, y de sus labios no brotaba más que:
“Mm -ah -o sea que -como”.
Mas, ¡cómo podría describirte lo ultrajado que me sentí en aquel momento! Resulta que a la muchacha no se le había ocurrido jamás que los libros que leía tenían que ser escritos previamente. El concepto de escritor, de poeta, le era absolutamente desconocido…
Este fragmento pertenece al cuento La ventana esquinera de mi primo, escrito por E.T.A. Hoffmann en 1822, pocos meses antes de su muerte. Aun conociendo, como bien conozco, la riqueza y la fuerza imaginativa del autor, yo diría que la anécdota no es solo fruto de la imaginación, sino que él la vivió o la conoció (se la contaron) de cerca. Y es que la sustancia del relato no es de aquellas que pueden surgir de la nada, quiero decir que si no se ha vivido de alguna manera, es imposible concebirla.
De alguna manera la viví yo mismo y mis hermanos, y creo que todos los de nuestra generación, hasta avanzada la adolescencia. Las diferencias son importantes, insisto, pero en el fondo el fenómeno es el mismo. Resulta que nosotros, entre otras cosas, nos alimentamos de películas desde la más tierna infancia, en las salas de cine, por supuesto, ya que no había internet y ni siquiera televisión. Y crecimos acompañados de personajes fascinantes, cuyo nombre real conocíamos muy bien, desde Errol Flynn hasta Humphrey Bogart, por ejemplo, pero nunca nos planteamos cuál era el nombre del que había organizado todo aquello. Y que quede claro: no es que creyésemos que la película no tenía un creador (director, guionista, etc.), es que no se nos ocurría pensar en ello. Que viene a ser lo mismo.
Respetar la autonomía del personaje, dejar que se mueva y hable por sí mismo, reporta enormes beneficios al autor. Soluciona todas las dudas y señala clarísimamente hacia adonde se ha de encaminar la acción. Este procedimiento constituye un ejemplo práctico de la descripción que nos hace el Filósofo del modo necesario de la creación artística: anulando la propia voluntad para que el fruto de lo intuitivamente concebido se despliegue por sí solo. Pero cómo se realiza esto en la práctica, preguntará el lector curioso.
Bien, hay dos casos diferentes que conviene contemplar por separado, y lo centraré todo en la figura del personaje. Son el del personaje histórico y el del personaje ficticio.
El personaje ficticio
A primera vista, parece que el personaje ficticio permite al autor una libertad total. Falso. En nada hay una libertad total. Todo en el universo se halla sutilmente encadenado por una necesidad inflexible – decía más o menos Séneca -, pese a las precipitadas interpretaciones que se suele dar de los fenómenos cuánticos. En cuanto se intuyen los rasgos básicos, esenciales, del personaje, toda su andadura ha de respetarlos necesariamente. Quiero decir que no vale ni el desvío caprichoso ni la experimentación sin sentido.
Uno de los ejemplos más claros de personaje sólido y consistente, no obstante su aparente incoherencia, lo tenemos en don Quijote. En primer término, lo que llama la atención es el modo tan natural y claro en que en él se combinan la locura y la cordura. Un individuo que desvaría ostensiblemente cuando toca ciertos temas, mientras que se explica y razona con toda sabiduría y rigor cuando trata de otros. Y ello sin que se aparezca, a los ojos del lector, como un engendro imposible de darse en la vida real, sino que, por el contrario, se alza como personificación de todo ser humano, de un modo u otro dividido entre los deseos y fantasías, por un lado, y el ejercicio de la razón, por otro.
En pocas palabras, que en el tratamiento y desarrollo del personaje ficticio se han de respetar los rasgos esenciales que se le han otorgado desde un primer momento o, dicho de otro modo, que, una vez concebido, ha de ser él mismo y por él mismo quien se manifieste, hable y actúe, del mismo modo que el hijo, procreado por los padres, actúa como dueño de su propia vida.
El personaje histórico
El caso del personaje histórico es algo más complicado. Para empezar, se han de sortear las trampas que tiende la praxis de la llamada novela histórica y que la han convertido en un producto pseudo artístico e intelectualmente poco serio; sobre todo el afán de divulgación arqueológica, que poco tiene que ver con la actividad artística, y el sometimiento a los clisés habituales de personajes y ambientes; o su dinamitación, que viene a ser otra cara de lo mismo.
Dicho esto, la diferencia principal que se advierte entre este tipo de personaje y el ficticio, consiste en que, en el histórico, tenemos ya dados los rasgos esenciales de su personalidad (en mayor o menor grado, según el caso), aunque esto no nos libra de la labor de invención y desarrollo, tarea que, como en el otro caso, ha de ser respetuosa con el núcleo del carácter – entre transmitido e intuido – del personaje en cuestión. Y hay otro aspecto, en cierto modo misterioso, que distingue entre sí a los dos tipos de personajes mencionados. Consiste en lo siguiente.
Para el personaje ficticio, basta con que el autor aplique su imaginación, siempre sujeta a la coherencia básica del personaje, como antes he apuntado. Para el personaje histórico hay además otra posibilidad, que en el capítulo anterior ya he mencionado. Se trata de la adivinación.
La adivinación
Este término, que he asignado al fenómeno que paso a describir, quizá no sea el más adecuado, pero no he encontrado otro. El fenómeno o procedimiento en cuestión consiste en rellenar las lagunas de la historia con aquello que, aún desconociéndose, necesariamente hubo de ocurrir, especialmente ciertos diálogos que no nos han llegado, pero que el autor, quiero decir, los personajes reviven oportuna y exactamente. Es como rellenar ciertos vacíos en una serie aritmética con lo que matemáticamente correspondería.
Y he de insistir en que esas breves resurrecciones son obra de los mismos personajes, porque si, como ya he dicho, el personaje siempre sabe lo que tiene que decir, si además es histórico, solo tiene que recordar y repetir lo que ya dijo.
Letras y ciencias
Peroel mérito de los personajes no acaba ahí. Y ahora se trata de los ficticios. La historia está llena de nombres de seres, aparentemente creados por literatos, que ocupan un puesto eminente en el ámbito de la cultura universal. Ahí están Ulises, Edipo, Electra, Eneas, Roldán, Tristán, Hamlet, don Quijote, don Juan, Fausto, Raskolnikov, Bovary, Karenina y todos los que faltan. Y no solo en el ámbito de la cultura general sino también en el de la ciencia, siempre que se considere ciencia el psicoanálisis.
Estoy pensando en Freud, sí. Porque es evidente que algunos de los “hallazgos” del vienés estaban ya en ciertas páginas del ruso Dostoyevski, como el sentimiento de culpabilidad y la necesidad de buscarse el castigo, en la novela Crimen y castigo, y la pulsión de matar al padre, en Los hermanos Karamazov. Además de la ocurrencia de desear a la madre, explícitamente montada sobre el Edipo de la obra de Sófocles. Y también – sin haber en este caso personaje por medio – hallamos la pulsión de muerte freudiana entre las meditaciones de Séneca (libido moriendi).
Sí, el poder de los personajes es inmenso, sean históricos o ficticios. Acojámonos a ellos, como a los dioses que son, para gozar lo más lúcidamente posible de ese mundo de espíritu y cultura que ya se está acabando.CONTINÚA
Hay entre La ciudad y el reino y La encina de Mariouna conexión especial que sería largo y complicado de explicar, así que no pienso hacerlo. El caso es que la primera me llevó a la segunda. El personaje de Ausonio me llevó hasta el personaje de Cicerón.
A diferencia de Catulo, Cicerón es una persona ampliamente documentada, y no en forma de ficción poética. Así que, a primera vista, más se presenta como objeto de relato histórico que como tema de novela.
La ficción de la realidad
Como antes ya he apuntado, en Lesbia mía la ausencia de datos sobre la biografía de Catulo dejaba amplio margen a la imaginación, casi tanto como el que puede permitir la novelación de un personaje ficticio. Por el contrario, en La encina de Mario, tenía que habérmelas con un personaje, con un ser humano, cuyos rasgos y vivencias estaban claramente definidos y prolijamente documentados por él mismo y por sus contemporáneos. Sobre todo por él mismo.
¿Supone esto un freno a la imaginación del novelista? Según y cómo. Si de lo que se trata es de dar una simple biografía levemente novelada, no hay duda: los datos están ahí y hay que limitarse a ellos. Si, por el contrario, de lo que se trata es de explorar y diseñar el ser posible de ese personaje, que, con toda su ambigüedad, se mueve en un mundo de relaciones y personajes también ambiguos, la imaginación –siempre guiada por la intuición- tendrá un campo de actuación tan amplio, casi, como el que puede permitir la elaboración de un personaje totalmente ficticio.
Quiero decir que, contra lo que puede parecer, la abundancia de datos históricos no es un obstáculo para la novelación. Y me refiero, claro está, a la novelación que respeta el marco y los acontecimientos comúnmente admitidos por los historiadores. Porque sobre la otra, la que altera en sustancia el referente histórico, nada tengo que decir, salvo, quizá, que no le veo sentido elegir un personaje o unos acontecimientos históricos para trastocarlos de arriba abajo.
No, la abundancia de datos históricos no es obstáculo para la novelación. Porque la novela sigue sus propios caminos y busca su propio fin, perfectamente compatibles con el respeto a los datos de la historia. Se podría decir que la historia nos muestra el esqueleto de los hechos, mientras que la novela histórica se encarga de dotar de carne a ese esqueleto, de nervios, de espíritu, de vida. Una vida imaginaria, alguien dirá. Sí, pero con aquella imaginación –si se trata de un buen novelista- que apunta al corazón de la verdad con la precisión con que ninguna ciencia, y mucho menos la histórica, puede alcanzar.
Novelista y adivino
Y aún diré más.Cuando se apunta certeramente al corazón dela verdad, el novelista puede incluso permitirse el lujo de rellenar tal o cual laguna de la historia con la vaga sensación, por no llamarlo clara certeza, de que no otra cosa podía haber ocurrido que lo que él pone en ese lugar. Un ejemplo, sacado de La encina de Mario. Plutarco nos cuenta que cuando César y Cicerón se encontraron, tras el abandono de éste del bando pompeyano, César se distanció del séquito que le acompañaba, abrazó a Cicerón, y luego ambos estuvieron paseando y conversando durante un rato. Ni Plutarco ni nadie nos informa del contenido de la conversación. No hubo testigos, ni parece que ninguno de los dos comentó nada al respecto. Pero veinte siglos después, aparece un autor de novelas y, con la confianza que produce sentirse imbuido por el don de la intuición artística, transcribe al detalle aquel diálogo secreto.
Pero creo que sería conveniente dar aquí un breve bosquejo del desarrollo de la obra. Entre otras cosas porque, por razones extraliterarias, La encina de Mario ha tenido bastante menos difusión que Lesbia mía.
Finales de noviembre del año 43 a.C., Cicerón ha sido incluido en las listas de proscritos publicadas por los triunviros. Cualquiera que le alcance está autorizado a darle muerte. Junto con su hermano y su sobrino, decide huir a Macedonia para unirse a las fuerzas de Junio Bruto, que se están concentrando para dar la batalla a los herederos de César. Pero no tiene esperanza. Sabe que el final está próximo.
Grafómano incorregible, aprovecha los que imagina últimos días de su vida para dar un repaso a su existencia. En largas cartas dirigidas a su hijo –que posiblemente nunca las recibirá- traza la historia de la época que ha conocido y, al mismo tiempo, su propia historia personal. En Tusculum, en Astura, en Circei, en Formiae, puntos de su último itinerario, va rememorando los hechos personales y políticos que, a través de grandes honores y no pocos peligros, le han conducido a la trágica situación presente, entre ellos sus intentos de defender una política que no interesa a nadie.
En efecto, frente a su ideal de concordia de todas las clases, la realidad levanta un entramado de alianzas y contralianzas que prefiguran lo que pronto será una guerra fratricida. Aunque rechaza la propuesta de César para colaborar con el primer triunvirato (rechazo que indirectamente le costará más de un año de destierro), se somete finalmente a la fuerza del poder real.
Cuando estalla el conflicto armado entre César y Pompeyo, Cicerón se convierte en la imagen emblemática del intelectual que alguna vez se creyó político. ¿Qué hacer? Sabe de quién huir, pero no a quien seguir. Tarde y mal, decide unirse a Pompeyo. Tras la victoria de César, éste le perdona sin humillarle, y Cicerón se retira de la vida pública (donde tampoco tiene cabida) para concentrarse en el estudio y la composición de tratados filosóficos.
Mientras tanto, su vida privada ha conocido diversos avatares. Las correctas relaciones con su esposa Terencia se deterioran finalmente, empujándole al divorcio tras más de treinta años de matrimonio. La muerte de su hija Tulia le hunde en la melancolía. Apartado de la vida pública y destruida su vida privada, ¿qué puede hacer?
Y de repente, una esperanza: César ha sido asesinado. Cicerón aplaude la acción y decide volver a la política. Con ímpetu renovado se opone a los intentos de Antonio de erigirse en sucesor de César y apuesta por su oponente, Octavio. La sorprendente alianza entre Antonio y Octavio –una de cuyas prendas ha de ser la cabeza de Cicerón- es la última y sangrienta burla con que la política real obsequia al intelectual de la política.
Ya en Formiae, Cicerón espera la llegada de sus verdugos. Ignora qué le aguarda tras la puerta que le abrirá la espada asesina, pero sabe que el universo es divino, y que la divinidad no puede desentenderse de sus criaturas.
En estas cartas ha rehecho su vida, y se ha visto evolucionar desde la vanidad y trivialidad que el éxito produce hasta la honda sabiduría, que es hija del fracaso. Pensándolo bien, en esta obra ha creado su única y verdadera vida, más real que la que muere, del mismo modo que la encina de Mario que cantó en su poema de juventud es más real que el mismo árbol que un día creció en Arpinum. Porque el árbol más duradero no es el que nace del esfuerzo del agricultor, sino el que plantan los versos del poeta.
Este es sin duda el motivo implícito de la obra: el poder del arte. Si bien no opera como un verdadero leitmotiv, pues sólo se trasluce en determinadas afirmaciones del narrador. El motivo explícito es, obviamente, el relato de una vida contada por el propio sujeto. Un sujeto bastante especial, por cierto, con una personalidad profundamente contradictoria.
¿Cómo se nos aparece el Cicerón real estrictamentedocumentado? Desde luego no como un hombre de una pieza, si es que algo así puede ser llamado hombre. Vemos, por el contrario, a alguien que, dubitativo e indeciso por naturaleza, se obstina en ostentar la máscara de una fortaleza heroica; alguien que oscila continuamente entre la cobardía y la heroicidad, entre la hipocresía y la ingenuidad, entre la vanidad y la autocompasión, entre la acción y la meditación, entre el idealismo radical y la componenda necesaria; alguien que, a pesar de sus cíclicas claudicaciones, se considera siempre un acérrimo defensor de la libertad pública; alguien que, siendo un gran teórico de la política, acaba devorado por la política real, cuya evolución apunta a tiempos que él no puede entender.
Sí, con bastante claridad se desprende el carácter de Cicerón de sólo el examen de su obra y de su vida. Pero una vez ante estos datos, ¿qué ha de hacer con ellos el autor, el novelista? ¿Intentar demostrar que era así y que lo era por esto y por aquello, es decir, componer mecánicamente la obra (como algunos críticos imaginan que se hacen las novelas)? No, claro que no, sino iniciar el verdadero proceso de creación, es decir, aplicar la intuición artística.
Percepción intuitiva
Toda creación auténtica se basa en un conocimiento verdadero, y este conocimiento tiene su origen, no en los fríos datos, sino en una percepción intuitiva en la que queda implicada toda la personalidad del sujeto cognoscente. En el arte, la mera curiosidad intelectual, el mero esfuerzo metódico y concienzudo no basta. Ha de haber una conmoción en el sujeto, un misterioso presentimiento de la tierra prometida. Es entonces cuando aquella percepción intuitiva del objeto, aún siendo momentánea e indivisible, confiere alma y vida a todo el proceso de creación de la obra por largo que éste sea, al igual que la gota de un reactivo confiere a toda la solución los colores del precipitado.
Esta última y feliz imagen no es original mía, como no lo es laidea en conjunto. Pertenecen al filósofo que con mayor acierto ha meditado sobre el arte, creo. Se trata de Arthur Schopenhauer. El núcleo fundamental de una obra de arte, viene a decir también, es una intuición objetiva, y ésta exige el aquietamiento absoluto de la voluntad del artista (es decir, de las propias apetencias o intereses). Porque sólo entonces el artista se convierte en sujeto puro de conocimiento.
No sé si será ingenuidad o presunción que ahora afirme que es de esa manera como he creado mis novelas. En todo caso no puedo imaginar que haya otra que pueda producir una obra de arte. Y he de aclarar que “esa manera” no la adopté tras leer al filósofo citado, sino que, más bien, la lectura del filósofo me confirmó en la bondad, en la necesidad de “la manera” que yo venía practicando. Después de todo, lo que Schopenhauer hizo no fue confeccionar una receta, sino descubrir, y describir, el proceso que se viene siguiendo desde que en el mundo hay arte.
He tratado del proceso de creación de una novela tal como lo entiendo desde mi experiencia personal, he mencionado la intuición y la imaginación como facultades esenciales para la creación. Quisiera apuntar ahora un último aspecto. Se trata de un requisito que, a mi entender, es condición indispensable de toda novela, y es el respeto a la ambigüedad de los hechos y relaciones humanas.
Esto es algo que cualquier novelista sabe muy bien y tiene perfectamente asumido. Solo el autor de novelas históricas está siempre en peligro de olvidarlo. Y es que los rasgos característicos de un personaje histórico –o de una época – que en nuestra cultura se han ido consolidando a lo largo de los siglos, los hacen proclives a caer en el estereotipo. Quiero decir que, como en cualquier novela de ficción pura, en la novela histórica debe también respetarse aquella ambigüedad propia de los hechos y relaciones humanas. Y llamo ambigüedad a la condición de ciertos objetos que impide que se nos presenten bajo un aspecto único.
Por ejemplo, en Lesbia mía las razones del demagogo Clodioaparecen tan defendibles como las razones del conservador Cicerón, y la visión del mundo de Catulo no tiene por qué prevalecer sobre la visión del mundo de Manlio. En este nivel, el novelista no ha de buscar ni establecer ninguna verdad, sencillamente porque ésta no existe, porque, como en la vida, cada personaje tiene su verdad. Y esto es algo que el escritor, si quiere ser llamado novelista, ha de respetar en todo caso. Y ni siquiera ha de molestarse en justificar las posibles contradicciones, que en realidad no son tales cuando se corresponden con el carácter del personaje y con la ambigüedad propia de las vivencias humanas.
Un mismo hecho puede tener versiones distintas, y nocorresponde al autor de la novela decidir cuál es la correcta y cuál la falsa. Si alguien ha leído las dos novelas a las que me he venido refiriendo, quizá haya observado que, en una y otra, determinado suceso se explica de forma muy diferente. En Lesbia mía Clodia da una razones de la ruptura con Cicerón que en nada se parecen a las que da Cicerón en La encina de Mario. Esta divergencia, que el autor no intenta resolver, es normal. Todos los seres humanos, incluidos los personajes de novela, tendemos a presentar bajo la luz que nos es más favorable los hechos que nos afectan. Y en esta operación se puede ir desde el leve maquillaje hasta la mentira más rotunda. Esta normalidad es la que ha de respetar el novelista. El historiador tiene, diría, el deber de averiguar la verdad de los hechos; el novelista, no. Y el escritor que pretende hacerlo no merece, es mi opinión, el nombre de novelista.
El territorio de la novela es la ambigüedad, y más cuando no existe un autor omnisciente, cuando no se oyen otras voces que las de los personajes. Por cierto, que es ésta una característica común a todas mis novelas: no hay en ellas más narrador que los propios personajes. La forma un tanto especial de los diálogos de Lesbia mía, que recuerdan a un texto teatral, obedece también a esta intención: no permitir que ni un “dijo” ni un “respondió” introduzcan un sonido que no sea de los propios dialogantes. Ellos siempre saben lo que han de decir, ellos siempre saben lo que han de hacer. El autor es sólo un escriba; su voluntad consciente apenas ha de intervenir.
Por extraño que parezca, tengo la impresión de que es de esta manera, abandonando a los personajes a sí mismos, como se enciende y pone en marcha aquella intuición que permite dar con la verdad ideal, con la verdad del arte. La otra, la de la vida cotidiana, he de confesar que no sé en qué consiste.
Tras la lectura del capítulo anterior, es posible que muchos se pregunten ¿éste es Catulo? (Muchos, se entiende, entre los pocos conocedores del personaje y de la época).
Pudibunda alta cultura
Porque, del poeta, lo que sobre todo ha transcendido, además de su amor desgraciado, es su condición de joven libertino, siempre inmerso en la vida alegre de la buena sociedad, y de la mala, frecuentador de mujeres fáciles y de bellos jovencitos. Y se ha insistido y exagerado tanto en estos aspectos que asombra la cantidad de datos y afirmaciones que se han difundido (¿inventado?) sobre una persona de la que en realidad nada consta, excepto lo que ella misma ofrece en su obra escrita, no sabemos hasta qué extremo distorsionado.
El dato más evidente que puede dar pie a esa visión popular del poeta es la completa libertad del lenguaje, nada corriente en una obra literaria, ni entonces, ni veinte siglos después.
Pedicabo ego et irrumabo,
Aureli pathice et cinaede Furi
(Os daré por el culo y por la boca,
Aurelio mamón y Furio marica).
Lo de “veinte siglos después” es bastante exacto porque, si contamos ese tiempo desde mediados del siglo I a.C., nos situamos a mediados del siglo XIX, con Baudelaire y otros, prestos a levantar el velo del pudor con que tantas veces se ha vestido la poesía. Aunque en las altas esferas de la cultura, no hubo manera de arrancarse el velo hasta un siglo después.
En efecto, hasta bien entrado el siglo XX, no se tradujo la obra de Catulo al inglés prescindiendo de recortes y de circunloquios púdicos. En España, ni siquiera la obra completa, traducida como fuere, se había publicado a principios del siglo citado, y fue en 1928 cuando en la colección Bernat Metge hizo su aparición, traducida al catalán por el prestigioso filólogo Joan Petit, con todos los eufemismos y circunloquios púdicos considerados necesarios por la sociedad y por el mismo traductor.
Años después, en 1950, se publicó la primera versión castellana completa, obra del mismo Petit, y con los mismos o parecidos circunloquios de su versión catalana. Hubo que esperar a 1988 para que apareciese la primera versión completa en español sin eufemismos ni censuras, obra de Antonio Ramírez de Verger. Parece que, finalmente también en España, la altísima cultura había conseguido desprenderse de los velos de la pudibundez.
Otra cara
Mientras tanto, la sociedad en su conjunto experimentaba una evolución a un ritmo diferente. El nivel máximo de pudor público creo que se alcanza en la primera mitad del siglo XIX, lo que hace que Goethe se lamente de no vivir en la época de Shakespeare para poder expresarse más libremente. Y no empieza a romperse hasta la segunda mitad del siglo citado con la eclosión de los poetas malditos (principalmente franceses) y de las modas de la bohemia artística, el decadentismo, etc.
Pero la verdadera ruptura con el orden moral burgués se produce al término de la Gran Guerra, y sus signos más aparentes son el drástico recorte de las faldas de las mujeres y la propagación de la música libertaria, por así llamarla, del jazz. Se inicia entonces un proceso que no es lineal ni sostenido, sino que que sufre diversos retrocesos y avances como pautados en el tiempo.
El más destacado de los retrocesos se produce en los años cuarenta, cuando las faldas de las mujeres vuelven a descender hasta casi el nivel del suelo y las corbatas de los hombres tienen bien sujetados los cuellos de sus víctimas. El avance más destacado tiene lugar a finales de la década de los sesenta, con la parisina revolución del 68 y la aparición y propagación de la estética hippy. Movimientos que afectaron exclusivamente al comportamiento sexual y a las costumbres en general, incluido el lenguaje y la indumentaria, sin tocar para nada el sistema económico, por lo que el adjetivo “revolucionarios” creo que les resulta excesivo.
Así que, a principios de siglo XXI, tenemos a nuestra sociedad, llamada occidental, libre ya de todo impedimento en lo que a la moral sexual se refiere. Libertad que, en literatura, se había alcanzado gracias a autores como D.H. Lawrence y Henry Miller y que, según algunos, nos iguala – o nos aproxima – a la que se vivía en la antigua Roma. Pero, ¿es esto cierto?
Roma y el sexo
No, por supuesto. Como no son totalmente ciertas ninguna de las afirmaciones que el escaso conocimiento y los prejuicios de nuestro mundo – Hollywood y la novela histórica mediantes – permiten pronunciar sobre determinados aspectos de las sociedades antiguas.
Para empezar, habría que reexaminar algunas afirmaciones sobre la materia, que desde hace por lo menos un par de siglos se han dado por ciertas, gracias sin duda a la repetición: que el cristianismo acabó del todo con la completa libertad sexual que reinaba en Roma; que, al reprimir los instintos básicos, fue el responsable de la aparición de la idea del amor romántico que se inició con la antigua poesía provenzal y que, bajo diversas formas (novela, poesía, cine, música…), ha imperado en nuestra sociedad hasta ahora mismo.
Hablando con propiedad, salvo en determinados momentos y en sectores concretos de la sociedad, no hubo en Roma una “completa libertad sexual”. Simplemente, las normas sociales y las costumbres eran diferentes de las luego implantadas por la civilización cristiana, vigentes hasta hace muy poco. Como muestra, lo siguiente:
No existía en el latín hablado por los antiguos romanos ninguna palabra para designar lo que ahora se entiende por “homosexual”. Como tampoco existía una palabra concreta para denominar lo que llamamos “suicidio”. ¿Quiere decir eso que los hechos o conductas correspondientes tampoco existían? Más bien creo yo, que lo que no existía era el afán rígidamente etiquetador – lastre quizá de la mentalidad científica – que impera en nuestras sociedades.
Lo que se llama pudor o decencia, en especial en todo lo relativo al matrimonio legítimo, estuvo presente siempre en Roma desde los orígenes hasta la decadencia, no obstante las transgresiones que no dejaban de producirse.
Una serie de normas no escritas contemplaban el comportamiento debido en lo que hoy llamamos homosexualidad. De hecho, las relaciones sexuales entre varones (no se sabe bien lo que ocurría entre mujeres) se dieron desde antiguo, ya fuese por la temprana y persistente influencia de la cultura griega, ya por razón de la sabia naturaleza, siempre generosa en la intensidad y amplitud del instinto para asegurarse el objetivo central (la perpetuación de la especie, en este caso), sin que le importen ni afecten los ocasionales o numerosos desvíos, cosa que al parecer no entendió muy bien nuestro admirado Schopenhauer.
Esas relaciones se daban normalmente entre un varón mayor y uno adolescente. O entre dos mayores. Y en ningún caso era indiferente la posición, el papel, que en el acto sexual jugaba cada uno de ellos. Un hombre no dejaba de ser hombre (macho, diríamos) por el hecho de relacionarse sexualmente con otro hombre, siempre que mantuviese el papel activo; por el contrario, para los dados al papel pasivo la sociedad reservaba toda clase de reproches y burlas, llamándolos, como en el poema de Catulo, pathicus o cinaedus, palabras griegas que en su origen significaban respectivamente pasivo y bailarina.
Llegado a este punto he de destacar el hecho, poco o nada tenido en cuenta, de que el lenguaje a veces sexualmente obsceno de Catulo no es expresión y muestra de una manera de ser vulgar o grosera, sino un simple recurso que solo utiliza como arma arrojadiza contra los tipos para él indeseables: el amigo traidor, el mal poeta, el competidor amoroso, el de costumbres degeneradas, el parásito sablista, o contra la misma Lesbia-Clodia cuando quiere reprocharle el cruel abandono del amor jurado.
Caeli, Lesbia nostra, Lesbia illa,
illa Lesbia quem Catullus unam
plus quam se atque suos amauit omnes,
nunc in quadriuiis et angiportis
glubit magnanimi Remi nepotes.
(Celio, mi Lesbia, aquella Lesbia, la Lesbia aquella a quien Catulo quiso más, a ella sola, que a sí mismo y que a todos los suyos, ahora, por plazuelas y callejones se la pela a los nietos del magnánimo Remo.)
Por cierto, el antes mencionado filólogo Petit traduce la palabra que he puesto en negrita por “prodiga sus favores”. Pero glubit significa lo que significa.
En cambio, en tiempos de bonanza, Catulo reserva para la mujer amada expresiones de la más tierna delicadeza, como en el famoso Vivamus mea Lesbia atque amemus o en el que he citado al principio, lo que no impide, claro está, que el conspiranoico-freudiano de turno afirme ver un falo en el inocente gorrioncillo que acaricia Lesbia. Inevitable.
Lo que con todo esto quiero decir es que no es verdad que para los romanos (como para ningún pueblo pasado y presente) las relaciones sexuales fueran algo sin importancia, algo idéntico a “beber un vaso de agua”, como dicen que decía Lenin, sino que de alguna manera, siempre estuvo cubierto por el velo del misterio, o del pudor. Incluso en Roma, sí. No sé dónde escribió Cicerón – cito de memoria – que hay cosas de las que se puede hablar, pero que no se pueden hacer, como el crimen, y cosas que se pueden hacer pero de las que no se puede hablar, como el acto sexual.
El cristianismo y el sexo
Por otro lado, tampoco es verdad que el cristianismo supusiese un cambio radical en los comportamientos sexuales de la sociedad. Algunas normas cambiaron, es cierto, como las relativas a la homosexualidad, aunque con frecuencia las nuevas se incumplían, como es bien sabido.
La Edad Media no fue un mundo tan tenebroso como muchos suponen. Para deshacer ese prejuicio basta con mirar con un poco de atención los grabados de la época, los escritos de ciertos poetas y, en el mismo núcleo duro de la Iglesia, muchas de las representaciones escultóricas de las gárgolas y otros lugares de iglesias y monasterios, de una obscenidad sorprendente y a veces muy divertida. Como divertidos hasta el desenfreno eran ciertos espectáculos que espontáneamente se montaban, en algunos templos de Europa, durante las celebraciones religiosas de la Pascua (Risus paschalis).
Pero, como en toda historia, llega la fase de involución y, justo pasado el esplendor primero del Renacimiento con sus excesos amorales, liderados de hecho por el mismo papa de Roma, el llamado Concilio de Trento (1545-63) impone en el catolicismo la disciplina de costumbres y la mentalidad cerrada de la llamada Contrarreforma, al mismo tiempo que, en la Europa del norte, el rigorismo protestante acaba con la alegría de vivir, contribuyendo ambos frentes a crear la imagen de un cristianismo reprimido y tristón, vigente hasta nuestros días.
Pero creo que me he desviado demasiado. Y es que no era mi intención abandonarme al didactismo más elemental, pues las cuestiones aquí tratadas las puede hallar el lector en cualquier enciclopedia más o menos seria, que las hay.