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Thomas Mann, el arte y la vida I

mannRepasando la lista de los escritores de mi vida, he observado algo curioso. Y es que algunos solo pertenecen a la infancia y adolescencia, como De Amicis o Verne, sin que de ningún modo me los pueda imaginar en otro período de la vida; otros, solo a la juventud, como Unamuno, o Marx, o Miller; otros cubren amplio períodos centrales de la vida, como Borges, Schopenhauer, Kafka; uno (Goethe) aparece en la primera juventud para mantenerse en pie para siempre. Pero hay dos, muy diferentes entre sí, que surgen en plena adolescencia y conservan todo el interés y la admiración que concitaron en mí el primer día. Uno tiene reservado el último lugar de la lista. El otro es Thomas Mann.

No hay duda de que hubo una relación causa-efecto entre la muerte de Thomas Mann, ocurrida el 12 de agosto de 1955 y la aparición de La montaña mágica en muchos hogares españoles o, por lo menos, barceloneses. Supongo que en casa la introdujo mi padre, aliadófilo, para quien el nombre del autor debería tener claras resonancias democráticas y antinazis. El caso es que, en cuanto cayó en mis manos, di cuenta de ella sin respiro.

Decir que, a mis dieciséis años, comprendí y agoté el contenido de la novela con todos sus significados sería presuntuoso por mi parte, además de falso. Pero sí es cierto que la leí con enorme interés y que las lagunas que mi ignorancia iba encontrando las sorteaba con la misma naturalidad y resignación con que sorteaba las que directamente me presentaba la vida. Hay que tener en cuenta que todavía estaba en la época de las lecturas adolescentes (Verne, Dumas, etc.), aunque también es cierto que, como efecto colateral de los estudios de bachillerato, por entonces ya se había introducido algo de cierto peso, como El escándalo, de Pedro Antonio de Alarcón. En fin, lo que quiero decir es que Papini aún no se había presentado (faltaba un año) ni, con él, mi mayoría de edad como lector y como aspirante a pensador.

Volví a leer La montaña mágica en 2003, un año antes de mi jubilación. Y he de decir que no hubo sorpresas, que se me confirmaron todas las sensaciones que guardaba de aquella primera lectura adolescente, y que ahora me propongo resumir como buenamente pueda.

Hans Castorp, joven burgués de 23 años, recién licenciado en ingeniería naval, antes de incorporarse a la vida laboral decide ir a visitar a su primo Joachim al sanatorio de Davos (Suiza) donde está en tratamiento de una afección pulmonar. La idea de Hans es permanecer allá tres semanas, a modo de vacaciones. Pero empieza a conocer el curioso paisaje humano que lo puebla y enseguida comprueba la realidad de la advertencia de su primo de que “aquí arriba” las cosas son muy diferentes de “allá abajo”, donde habita la gente sana; lo más diferente, la sensación del tiempo. Cuando Hans decide partir, el médico le recomienda que permanezca un tiempo más, pues le ha detectado un pequeño problema pulmonar. Al joven le parece bien, tanto que cuando, meses después, el médico le da el alta, decide permanecer en el Sanatorio. Y entre una cosa y otra, por diversos motivos que en algunos casos él mismo no se puede explicar, las tres semanas se convierten en siete años.

En efecto, el Sanatorio es un mundo que tiene la propiedad de abducir a los que se le aproximan. El inocente, el ingenuo burguesito que era Hans, hace allí el aprendizaje del lado oscuro de la vida: la muerte siempre vecina, la enfermedad y el dolor como pasos necesarios para alcanzar una conciencia superior, el amor como resumen inescrutable de todos los misterios. Y es que los ojos rasgados, asiáticos, de la interna rusa Clawdia Chauchat remueven en él viejas emociones de una pasión casi olvidada: la que en su infancia sintiera por un compañero de escuela de ojos achinados. Es a él, al mismo tiempo que ella, a quien dedica una declaración de amor alucinante, en una larga conversación en francés que, finalmente merece el comentario de ella: “sabes requerir de una manera profunda, a la alemana”.


No solo las emociones, también las ideas se agitan en la montaña de una manera diferente que “allá abajo”. El italiano Settembrini es un hombre de ideas claras: demócrata, progresista, clasicista (admirador de Vigilio y Carducci), francmasón, convencido de que las luces han de derrotar a las tinieblas de la religión y la superstición; se convierte en mentor de Hans, a quien pretende apartar de la morbosa influencia del Sanatorio – en el que él mismo reside pero pronto abandona – y en especial de la tentación “asiática”, opuesta por definición a los valores europeos de acción y progreso. Naphta es un extraño personaje que reside en la población cercana. Judío, se convirtió al catolicismo y se hizo jesuita. Cree que el destino de la humanidad es la unión mística con Dios y que todos los caminos de la civilización son errados. Antidemócrata, anuncia un futuro próximo de terror, como paso indispensable al paraíso igualitario. Los duelos dialécticos entre Settembrini y Naphta – que tienen por testigo a un Hans Castorp entre interesado y desconcertado – acaban en un amago de duelo real y finalmente en tragedia.

Solo el inicio de la guerra (1914) consigue arrancar a Hans de la montaña. En el llano, se empieza a dirimir por las armas el combate representado por Settembrini y Naphta, (y que pocas décadas después volverá a librarse). El lector pierde de vista a Hans Castorp al principio de las hostilidades. Su futuro está anunciado.

En realidad, La montaña mágica es una novela tan plena de realismo, psicologismo, filosofía, alusiones culturales, simbolismos… que lo único que se puede hacer con ella es leerla. Y disfrutarla. Como yo la he leído y disfrutado a los dieciséis y a los sesenta y cuatro años. (continúa)

(De Los libros de mi vida)

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