CONVERSACIONES CON PETRONIO III

ínsula romanaPasé gran parte del día siguiente inquieto y confuso. No sabía qué hacer. Lo extraño de la despedida del día anterior quizá fue la causa de que ni él ni yo hubiésemos hablado de una próxima entrevista. En cuanto a su buena disposición para mantener los encuentros, yo no tenía la menor duda. Entonces, se trataba de averiguar cuál sería el mejor momento para visitarlo de nuevo. ¿Debía dejar pasar un tiempo prudencial? ¿O tal vez era mejor no perdonar ni un día, evitando así cualquier posibilidad de que aquella amistad incipiente decayese? Toda la mañana le estuve dando vueltas al dilema. Y mi inquietud la agravaba el hecho de encontrarme solo. Ni cuando llegué por la noche, ni cuando desperté vi a Marco Valerio, mi compañero de vivienda. Seguro que sus andanzas en busca de gente rica e influyente le habían llevado a pasar la noche fuera de casa. Y era una lástima, porque en aquel momento tenía auténtica necesidad de él. Aunque era sólo tres años mayor que yo y no hacía uno que estaba en Roma, su conocimiento de las gentes y de la sociedad era muy valioso para mí. Pero la realidad, la amarga realidad era que Valerio no estaba, y que yo no podía consultarle nada.

Le esperé hasta el mediodía. Luego, bajé a tomar un refrigerio al figón de la planta baja, y comencé a caminar sin rumbo por las calles de la ciudad. A media tarde, sin saber cómo, me encontré en el Palatino, muy cerca de la casa de Petronio. ¿Qué hacer? No le dí más vueltas.

El portero me dijo que Petronio esperaba mi visita, pero que en aquel momento no estaba, y que le había indicado que me hiciese pasar a la biblioteca, donde podría esperarle leyendo cuanto quisiese.

La biblioteca era una estancia de considerables dimensiones, estrecha y alargada, iluminada por unos ventanales situados en lo alto de las paredes, que en aquel momento dejaban pasar el sol de la tarde. Bajo los ventanales, y a lo largo de toda la pared derecha, un cuadriculado hecho de obra albergaba cientos, o miles, de volúmenes perfectamente ordenados. Colgado de cada volumen, una especie de sello mostraba el título de la obra y el nombre del autor. En la pared de enfrente se repetía la disposición de cuadrículas y volúmenes, y en el centro, cuatro pupitres dispuestos entre espacios idénticos a lo largo de la estancia.

Empecé a mirar los títulos con curiosidad. Vi que los volúmenes de la pared de la derecha estaban escritos en latín, y los de la izquierda en griego. Me fijé en uno, que sólo llevaba nombre de autor: Arístides de Mileto. Lo tomé y me lo llevé a un pupitre para desenrollarlo cómodamente. En aquel momento entró Petronio.

-Amigo Lucio, sabía que vendrías. – Parecía de un humor excelente -. De todos modos, fue un error imperdonable que no se nos ocurriese acordar la siguiente visita.

-Ya ves. Me he tomado la libertad de presentarme por las buenas, aun a riesgo de ser inoportuno.

-¿Inoportuno tú? Por Hércules, qué poco te conoces. Tú nunca serás inoportuno. Y esto no es un elogio. Es la descripción de un aspecto de tu carácter. Las personas inoportunas, lo auténticos pelmazos, y tengo que soportar muchos de ese género, no imaginan nunca que lo son. Por el contrario, se consideran siempre imprescindibles allá donde estén. Y piensan que, si se van, nos causarán una gran ofensa privándonos de su presencia. Son una raza temible. Y no me refiero a los que vienen a pedir favores o recomendaciones, al fin y al cabo ésos obedecen a una necesidad humana, no, me refiero a los que nos abruman con sus consejos, con sus discursos, con toda la “sabiduría” de su experiencia, y que sin embargo son incapaces de ver cuándo están de más, eso tan elemental que cualquier persona sensata percibe al momento… Pero creo que he interrumpido tu lectura.

Se acercó y miró el volumen que justo había empezado a desenrollar.

-¡Arístides de Mileto! -exclamó- Menudo personaje has elegido para empezar.

-Lo he cogido al azar -me disculpé, casi avergonzado.

-No, no tengo nada contra él. Al contrario, lo considero muy estimulante, y muy adecuado para combatir los vicios literarios de que hablábamos el otro día. Pero si te fijas bien, una vez lo has leído te deja vacío por completo, tan vacío como los fatuos retóricos de nuestros días. En Arístides todo es falso, sólo la forma es aprovechable. Corre por ahí la idea, que involuntariamente he ayudado a introducir, de que si cuentas cosas de la vida cotidiana, en el lenguaje real de la gente del pueblo, estás dentro de la realidad. Y no siempre es así, ni mucho menos. La realidad, la verdad, no depende del tipo de personajes que elijas, ni del lenguaje que éstos utilicen, ni de que hagan las mismas cosas que nosotros hacemos. No, la realidad, la verdad del arte, que es la única verdad, es algo más sutil, mucho más sutil. De manera que tan falso puede ser una polémica entre Júpiter y Juno como el relato de las andanzas del panadero de la esquina. O tan verdadero… La realidad de la vida, amigo Lucio, es un juego absurdo, sin sentido. Pasamos los días arrastrados por un torrente de impresiones que nada significan. La realidad es en sí misma un caos. Entonces viene el arte y pone orden, organiza un juego superior en el que todo puede tener sentido y belleza. Y así, cuando digo que el arte es superior a la realidad de la vida, sólo estoy afirmando una evidencia: que el juego ordenado del arte, es superior al juego caótico y absurdo de la vida cotidiana.

Estaba desconcertado. Sabía que, bajo la aparente lógica de la argumentación de Petronio, había algo que no cuadraba, que no podía ser. Pero ¿cómo exponerlo? ¿cómo argumentarlo de manera convincente y sobre todo de manera brillante -principal virtud petroniana- si yo mismo era incapaz de formulármelo con claridad? Como si hubiese leído mi pensamiento, Petronio dijo:

-Quizá no estés de acuerdo, o quizá te parezca confuso o poco comprensible, o tal vez estás pensando que tú tienes una idea más cierta sobre el asunto, pero que no sabes expresarla. En cualquier caso, no te preocupes. No pretendo sentar cátedra en nada; sólo que vayas considerando nuevos aspectos de cada cuestión. Con el tiempo, es posible que llegues a formarte ideas propias y definidas. Pero ten en cuenta esto: el que poseas ideas claras nada tiene que ver con la verdad de esas ideas. Es sólo un signo de madurez. Pero, por encima de la madurez hay otro estado, que podríamos llamar de sabiduría, que consiste en pensar que, tal vez, todo lo que tenemos por más cierto no tiene ningún fundamento; que todo nace y muere en el pensamiento y que no podemos conocer qué grado de correspondencia existe entre ese pensamiento y la supuesta realidad exterior.

De repente sentí una sensación de vértigo, de irrealidad. Creía que me iba a desmayar. Tuve que apoyarme en el pupitre para no perder el equilibrio. Petronio lo advirtió.

-¿Qué te ocurre? Estás pálido. Será mejor que vayamos al jardín.

Me tomó del brazo y salimos de la biblioteca. En el jardín, nos sentamos en el mismo lugar del día anterior. Aquella sensación de irrealidad -como si todo lo que veía y oía fuese un sueño- no me abandonaba.

-No te preocupes, enseguida te repondrás -dijo Petronio-. El aire libre hace milagros. Las bibliotecas son lugares malsanos. Lo sé por experiencia. Yo tengo mi gabinete de trabajo aparte, con los libros imprescindibles…¿Estás mejor? La verdad es que te veo muy delgado, casi demacrado. ¿Ya comes lo suficiente?

-Como poco -dije desde mi nube de sueño-, pero nunca he tenido problemas de salud.

-Y díme, ¿qué vida llevas aquí en Roma?

Una ráfaga de aire agitó los arbolitos del jardín. Sentí que su caricia me reanimaba. Respiré hondamente.

-Vivo en el Quirinal -contesté-, en el piso tercero de un edificio de la calle del Peral.

-Debe ser horrible -comentó con brusca sinceridad Petronio.

-No, no lo creas. Es incómodo, claro. Acostumbrado a la casa familiar de Nápoles, es un cuchitril. Pero lo tenemos bien organizado. Comparto la vivienda con un provincial, un hispano con tanto interés por las letras como yo, pero diría que con más recursos.

-¿Ése del que me querías hablar ayer a propósito de Lucano?

-Sí, se llama Marco Valerio Marcial. Hace un año que llegó a Roma. Y, desde entonces, no para de tender sus redes, como él mismo dice, para dejarse atrapar en la órbita de una gran familia, y parece que ya lo ha conseguido. Gracias a las recomendaciones que traía de Hispania y a su insistencia ha sido admitido en la clientela de los Séneca. El otro día estaba entusiasmado. Me dijo que había estado hablando con Lucano como de igual a igual y que éste le había prometido que, si se mostraba hombre de su total confianza, pensaba requerir su colaboración para un proyecto importante.

-¿Qué clase de proyecto? – preguntó Petronio en tono súbitamente seco, impersonal.

-Literario, supongo -respondí, algo desconcertado.

-¡Literario! -exclamó Petronio riendo- ¿Quieres decir algo así como unos recitales o un certamen de poesía? ¿Y para eso tiene que recurrir a un hispano desconocido?

-No le es desconocido del todo. Existe cierta relación entre sus familias. Además ¡yo qué sé! Te digo lo que él me ha dicho.

-Sí, tienes razón. Es imperdonable. Lo siento. Ya ves, yo que presumo de cortés y, de repente, la más pequeña incongruencia me saca de quicio. En fin… Mira, dile a tu amigo que no se fíe de Lucano. Como poeta puede pasar, pero como ser humano…tengo mis reservas. En todo caso tú mantente al margen de cualquier propuesta de tu amigo que provenga de Lucano.

-Comprenderás que todo esto me resulte bastante extraño. Entre la escena de ayer y tus palabras de ahora…no sé qué pensar.

-No pienses nada -sentenció Petronio-. No quieras saber. Recuerda a Horacio: “Tú no preguntes, funesto es saber…” Piensa que, a veces, la ignorancia protege la vida… ¿Te sientes mejor? Veo que has recuperado el color. Eso es debilidad, puedes estar seguro…y los vapores malsanos de la biblioteca. Quiero que un día de estos cenes conmigo. Hoy no. Dentro de un rato me esperan mis obligaciones nocturnas… placeres, lo llaman algunos. Pero pronto tendré alguna noche libre de compromisos. Nerón piensa pasar unos días en Antium y ha decidido que mi presencia no será necesaria. Por Júpiter, que no debe tramar nada bueno cuando pretende sustraerse a mi relajada censura estética… Así que esa noche cenarás conmigo. Comeremos bien, beberemos mejor y charlaremos a placer. Imagino que será inevitable que haya algún invitado más.

(CONTINÚA)

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