Lo que Kafka nos ha dejado cabría clasificarlo en tres grupos: diarios y escritos personales, entre los que se incluirían las cartas; relatos cortos – alguno no tan corto, como La metamorfosis- que constituyen la mayor parte de su producción y, en su mayoría, lo único que le fue publicado en vida, y novelas: América (El desaparecido), interrumpida tras los primeros capítulos, El proceso, la única que se podría considerar terminada, y El castillo, claramente inacabada.
Todo el universo, a la vez real y extrañamente onírico, que se condensa en sus cuentos se extiende y se desarrolla en las dos últimas novelas citadas. En El proceso – historia de un hombre al que se acusa de no se sabe qué por no se sabe quién y que será condenado por no se sabe quién o qué -, destaca la extraña intensidad de las situaciones en cada uno de los intentos del protagonista de desentrañar la trama, situaciones que oscilan entre lo onírico, lo surrealista, lo expresionista y hasta lo humorístico, reservándose para lo auténticamente trágico una crueldad glacial, como se evidencia en las páginas finales.
En El castillo el protagonista, un agrimensor supuestamente contratado por la autoridad del lugar, recorre un laberinto sin fin para dar con esa “autoridad”, pero solo se encuentra con funcionarios que parecen remitir a otros funcionarios, trámites que parecen remitir a otros trámites, y extraños personajes con actitudes de figuras de pesadilla, como los dos “ayudantes”, increíblemente cómicos, absurdos o agobiantes, de los que no consigue desprenderse. Novela inacabada, no consigo imaginarme que pudiera tener un final, pues su esencia es la descripción de la búsqueda infinita de algo que la lógica más elemental dice que ha de existir, pero que quizá no exista.
Cierto crítico con criterio ha escrito que “es un error trasladar mecánicamente la atmósfera opresiva de algunas de sus obras a la vida privada del escritor”. En efecto, la existencia de Kafka poco o nada tuvo de “kafkiana”. Nacido en 1883 en Praga en el seno de una familia judía acomodada, tuvo una infancia feliz, tal vez solo nublada por las especiales relaciones con el padre (sendos caracteres eran polos opuestos), quizá magnificadas por él mismo y por cierta crítica literaria. Como por eliminación de otras carreras, estudió derecho y hasta obtuvo el doctorado, lo que tiene su mérito si se piensa que la materia en cuestión no le entusiasmaba en absoluto. Después de trabajar una breve temporada en una empresa de seguros italiana, ingresó en el semioficial Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia. Como letrado del Instituto se mostró competente y efectivo, al mismo tiempo que sensibilizado por el problemático mundo laboral que asomaba por los expedientes. Tenía un horario cómodo, sólo por las mañanas. Era muy bien valorado por superiores y compañeros y alcanzó un puesto directivo, como subdirector de un departamento integrado por unas setenta personas. En 1922, a los 39 años tuvo que retirarse por enfermedad.
Por las tardes llevaba una vida social bastante activa: practicaba la natación, se relacionaba con escritores, artistas e intelectuales, como Oskar Baum, Max Brod, Franz Werfel, y tuvo también contactos con Martin Buber, Rudolf Steiner, Robert Musil y otros, y en alguna ocasión se organizaron lecturas de alguno de sus relatos. Aunque su lengua materna y literaria era el alemán, hablaba también checo y se interesó por esta literatura nacional, así como por el teatro yiddisch.
Por la noche, a partir de las diez y hasta muy avanzada la madrugada, se encerraba en su habitación a la espera de que llegase el mundo para hacerse desenmascarar. Escribía.
No era religioso, aunque sí místico a su manera. Del judaísmo le interesaba el aspecto cultural e histórico. Sólo hacia el fin de su vida, empezó a sentirse atraído por el sionismo.
En la vida sentimental sí se puede decir que fracasó. Sólo al final, con Dora Dyamant, pareció que iba a alcanzar lo que hasta entonces quizá él mismo se había negado. Pero se acababa el tiempo. Murió en 1924, de tuberculosis, a los 41 años de edad.
Saber que esto no es un tratado de literatura ni un intento de demostración de sabiduría crítica me tranquiliza enormemente. Saber que se trata solo de una recopilación de las impresiones que me han causado ciertas lecturas a lo largo de la vida me facilita mucho la tarea. De otro modo, ahora mismo quedaría paralizado ante la idea de tener que abordar a un escritor como Kafka.
Y es que Kafka es un escritor único. No quiero decir que sea el más grande, ni el que mejor escribe, ni el que más luz ha aportado al caminar del ser humano sobre la tierra. Quiero decir lo que he dicho: que es único.
Hace tiempo se me ocurrió, para mi uso particular, dividir a los escritores, a los artistas en general, en dos grandes grupos: los artesanos y los profetas. Los artesanos son aquellos que, juntando los materiales adecuados en el orden más conveniente, construyen una obra de valor estético; los profetas son los que, quietos en su rincón, esperan que la verdad se les revele y pacientemente tratan de expresar con palabras los signos siempre cifrados de esa revelación. Como se ve, no otorgo a la palabra “profeta” el significado vulgar de vidente del futuro – en este caso lo sería Verne, cuando es solo un artesano – sino el más correcto de persona que se comunica con la divinidad.
No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies.
Profeta es Shakespeare, que comparte con Dios la facultad de crear seres humanos auténticos; profeta es Hoffmann, testigo de cómo lo siniestro – y lo luminoso – aflora en sus páginas sin apenas esfuerzo o intención; profeta es Sabato que describe pasiones y obsesiones tan reales como los sueños. Son sólo tres ejemplos. De los artesanos no hace falta hablar: son mayoría.
¿Pero en qué sentido Kafka es un escritor-profeta único? Shakespeare sabe que está dando a luz toda una galería de caracteres tan vivos como los seres vivos; Hoffmann contempla asustado cómo se mueven, gesticulan ante él, los engendros de una fantasía incontenible; Sabato intuye que sus creaciones tienen el valor de sus sueños y que ambos responden a la manera de ser o estar del ser humano.
Kafka no sabe lo que tiene entre manos.
Todas las noches se encierra en su habitación. Y escribe.
Extraño, misterioso, tal vez peligroso, tal vez redentor consuelo de la actividad literaria: esta acción de salirse de las filas de los asesinos, la observación de los hechos. Observación de los hechos al crear una forma superior de observación…
Curiosa imagen: para dedicarse a la observación de los hechos y, sobre todo, para crear esa forma superior de observación hay que salirse de las filas de los asesinos. Imagino que los “asesinos” deben de ser la gente normal que se dedica a vivir (¿y a matar?), ajena a las obsesiones de los que escriben.
Y me pregunto – porque estoy discurriendo en primer término para mí – ¿en qué consiste esa forma superior de observación que Kafka crea y nos ofrece? ¿Cómo se consigue? ¿Qué clase de resultados da?
Uno de los momentos en que Kafka se sintió en la plenitud de su tarea o misión fue al escribir uno de sus primeros relatos: La condena. Fue una noche de setiembre de 1912. Tenía 29 años. Lo explica en su Diario (las negritas las he puesto yo):
Esta narración, La condena, la he escrito de un tirón, durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana. Apenas si podía sacar las piernas de debajo de la mesa, entumecidas por haber permanecido sentado tanto tiempo. La tensión y la alegría terribles con quela historia se iba desplegando ante mí, y cómo me iba abriendo paso entre las aguas. […] Cómo todas las cosas pueden decirse, cómo para todas, para las más extrañas ocurrencias, hay preparado un gran fuego en el que se consumen y renacen. […] Sólo así se puede escribir, sólo con esa cohesión, con esa apertura total de cuerpo y alma.
Es evidente que estas palabras no son las de un artesano de la literatura. Es evidente que son las de un profeta. Pero un profeta que ignora la naturaleza y el sentido del mensaje que trasmite; que está embriagado por el camino, y sabe que ese camino lo ha de conducir a alguna parte, pero ignora adonde. E incluso intuye que no le será dado llegar.
En Ante la ley, relato breve, cuenta la historia de un hombre que aspira a entrar en la “ley”. La puerta está abierta, pero hay junto a ella un guardián de aspecto temible, que no le autoriza la entrada. Las súplicas del hombre son continuamente rechazadas por el guardián. El hombre espera paciente meses y años ante la puerta. Ya anciano, pregunta al guardián cómo se explica que, habiendo tantos seres humanos que aspiran a la ley, sólo él esté ahí. El guardián le responde: “Nadie podía pretenderlo, porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla”.
Tengo la impresión de que, al término de su vida, Kafka se sintió como el hombre ante la entrada abierta pero infranqueable. La inseguridad sobre el valor de su obra, salvo alguna excepción, el perfeccionismo, la renuencia a que se publicase lo que no consideraba dignamente acabado – que para él era casi todo -, nos hablan de una actitud religiosa, de una fe en una revelación que no acaba de producirse, de un infinito trabajo de paciencia ante la entrada que no consigue finalmente traspasar. Aunque sabe que está abierta. Y que era solamente para él. (continúa)
No hace mucho tuve una idea: escribir una especie de ensayo en el que fuesen de la mano los comentarios de los libros y autores que más me han influido, junto con alguna pincelada del momento, personal y social, en que los leí.
Un título se me impuso enseguida: Los libros en mi vida. Lamentablemente ya lo había utilizado Henry Miller en su interesante The books in my life. No es que yo crea que los títulos – y aún menos los tan obvios y funcionales como éste – puedan ser objeto de apropiación exclusiva, pero prefería algo más propio, más original. Al final dí con uno: Los libros de mi vida. Así, por una parte evitaba el presunto plagio junto con la fundada sospecha de anglicismo, y por otra le daba un tono más entrañable, como el que dice “los amores de mi vida”.
La obra no es precisamente un sesudo ensayo literario, ni un pretexto para colocar recuerdos (memorias) de un tipo anecdóticamente tan poco interesante como yo. Más bien la he imaginado como un sentido y nostálgico homenaje a aquellas personas que me han acompañado en mi caminar ideal por el mundo.
Y aquí la lista de los astros que han iluminado mi paso por la tierra. (Por orden de aparición ante mis ojos de lector, o de repentina asunción de importancia)
Por extraño que parezca hay escritores que no buscan la fama. Por extraño que parezca hay escritores a los que solo les interesa escribir, crear. Si me preguntan dónde están esos escritores, me pondrán en un aprieto. Yo no conozco a ninguno – cierto que conozco muy pocos de la actualidad -, pero estoy seguro de que los hay. Y más seguro aún de que los ha habido.
Y no me refiero a ese extraño tipo de persona que anda buscando el fracaso, ente ficticio creado por la mente hipercalórica de un escritor de nuestros días. Me refiero a aquel buen hombre, o a aquella buena mujer, que tiene el vicio de escribir cuanto mejor, mejor, y que no anda pendiente del viento de la moda, sino de llegar con sus palabras al descubrimiento y exposición del mundo exterior y del que lleva adentro, que son en suma lo mismo.
Ernesto Sabato no manifestó nunca ninguna necesidad ni ansia de ser famoso. Se puede pensar que fue así porque lo consiguió al primer intento, pero este pensamiento queda anulado ante la realidad de su ímpetu pirómano, que entregó a la hoguera cantidades de originales de los que se negó a obtener ningún provecho.
Franz Kafka sentía un inmenso pudor cada vez que su amigo Max Brod le arrancaba un original para que se publicase. Y expresó su deseo de que todos sus escritos no publicados fuesen destruidos. Por suerte para nosotros su amigo fiel le fue en esto infiel, dando con ello una maravillosa muestra de lealtad al escritor y a la humanidad lectora.
Se sabe de otros varios, todos escritores de primera línea, que estaban tan entregados a su obra que ni se les ocurría pensar en las posibles consecuencias prácticas, en dinero o en prestigio. Pienso ahora en Emily Dickinson, pero seguro que hay más, bastantes más. Tantos que se podrían contar con los dedos de las dos manos…O de una.
Sí, por extraño que parezca hay escritores que no buscan la fama; escritores a los que solo les interesa escribir, crear.
A veces imagino que soy uno de ellos.
Pero entonces no me habría subido a esta ridícula tribuna.
Treinta y siete años después, he vuelto a leer El túnel. En el mismo ejemplar (fechado por mi mano el 19-IV-77), pero con ojos distintos. El protagonista me ha parecido más enajenado aún que en la otra ocasión; el lector, mucho más tranquilo y distanciado.
Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne… Con estas palabras inicia el protagonista el relato de una pasión, de una obsesión autodestructiva. Desde el principio, se nos muestra como una mente poseída por la lógica, una lógica que pretende aplicar rigurosamente a los acontecimientos y sentimientos humanos, con los efectos catastróficos previsibles. En una exposición de sus obras observa como, ante uno de los cuadros, una mujer – de 26 años, imagina; él tiene 37 – queda como encantada ante un detalle que él considera muy importante y que nadie había advertido. La mujer desaparece. Pero él no cesa en la búsqueda hasta que la encuentra. La atracción es mutua; el amor también. O eso piensa el lector. Castel, no. Castel piensa que ella puede no ser sincera; que quizá oculta algo. Desde el primer momento pone en marcha su trepidante maquinaria lógica para hallar los hechos que confirmen sus sospechas. María está casada. María cambia de pronto de tono de voz cuando habla por teléfono. María sonríe cuando él le comunica una de sus angustias, es decir, él tiene la seguridad de que acaba de sonreír cuando de pronto la mira. María suele ir a la estancia de un primo con el que alguna relación debe tener. María y la prostituta han tenido una expresión semejante; la prostituta simulaba placer; María, pues, simulaba placer; María es una prostituta. La mente de Castel discurre por un túnel que le aísla de la realidad viva donde se mueve María… En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en el que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Castel tiene que matar a María.
Ernesto Sabato nació en Rojas, Argentina, el día de San Juan de 1911, hijo de emigrados italianos procedentes de Calabria. De su infancia solía recordar la extrema severidad del padre, las pesadillas y terrores nocturnos y algunas crueldades que cometió o soñó, quizá no muy infantiles.
Cursó estudios secundarios en La Plata, donde el profesor Henríquez Ureña le introdujo al mundo de las letras mucho antes de que el joven estudiante pensase adentrarse en él. En 1929 ingresó en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas de la Universidad de La Plata: el mundo platónico de los números se le antojaba el mejor antídoto contra la turbulencia de la realidad y de su propio espíritu. Pero no pudo evitar el combate de lo real. Se unió a un grupo comunista, y en 1933 viajó a Bruselas como delegado del Partido Comunista Argentino. Allá mismo, sus dudas sobre la deriva del estalinismo se resolvieron definitivamente: huyó a París – empezaba a ver cómo las gastaba el Partido – y poco después regresó a Argentina.
En 1938 obtuvo el doctorado y, con una beca universitaria, volvió a París. De día trabajaba en los laboratorios Curie, mientras de noche frecuentaba los ambientes artísticos, principalmente surrealistas, de la ciudad. En 1940 regresa a Argentina. Aunque aún da clases sobre relatividad y física cuántica en cursos de doctorado, ese mismo año decide dedicarse por completo a la literatura abandonando la ciencia, ante el asombro e incomprensión de sus colegas científicos.
En 1945 publica el ensayo El Uno y el Universo, primero de los varios que escribiría desde entonces en torno a unos pocos temas fundamentales: principalmente, el peligro de deshumanización que conllevan un pensamiento y una sociedad dominados por la tecnología – o la tecnolatría, como le gustaba precisar – y la función del arte y el sentido de las ficciones novelísticas. Hasta 1948 no publicó su primera novela, El túnel, que pronto, gracias al interés y admiración que despertó en Albert Camus, se tradujo al francés y alcanzó resonancia internacional. En 1961 se publica Sobre héroes y tumbas, obra por la que fue calificado como uno de los mejores novelistas del siglo. En 1974 aparece su tercera y última novela, Abaddón el exterminador, que también leí, pero de la que guardo una impresión confusa y nada estimulante. A partir de ahí, su prestigio internacional no cesó de crecer a través de numerosos reconocimientos y distinciones, como el Premio Cervantes en 1984.
En 1983, el prestigio alcanzado y su actitud combativa siempre en defensa de la verdad y de los seres humanos menos favorecidos le llevó a la presidencia de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), que investigó las “desapariciones” achacadas a la recién destituida dictadura militar y cuyas conclusiones se publicaron en el informe Nunca más, base principal del juicio que se inició contra los militares de la Junta. En 1998 se publicó su última obra, Antes del fin, especie de memorias en las que quizá se acentúa el tono pesimista y desgarrado de su escritura.
Lo que nunca se sabrá exactamente es lo que no publicó. Y es que, a lo largo de su vida de escritor, Sabato entregó a las llamas más páginas que a la imprenta – costumbre que estaría bien que adoptasen ciertos escritores de hoy -, y sólo la insistencia, las súplicas de su esposa Matilde, logró salvar de la hoguera una obra absolutamente genial como Sobre héroes y tumbas.
Habiendo abandonado por completo la escritura desde la redacción de sus memorias, durante los últimos años de su vida se dedicó más que nunca a su otra afición artística: la pintura. Ernesto Sabato murió el 30 de abril de 2011. Faltaban menos de dos meses para que cumpliese cien años.
Una de los aspectos para mí más misteriosos de Sabato es cómo pudo – cómo puede – subyugarme un escritor tan tremendista, tan apocalíptico, un novelista tan falto de humor. No consigo descifrarlo. Bien, quizá haya de empezar por detectar y erradicar ciertos prejuicios. Sobre mí y sobre la literatura. Quizá haya que reconocer, en fin, que hay muchas moradas en la casa del Señor.
Siempre he pensado que el que presta un libro merece que no se lo devuelvan, y a menudo he actuado en consecuencia. Si en alguna ocasión he considerado que a cierta persona amiga le podía interesar un libro que yo poseo, no he dudado en adquirir otro ejemplar y regalárselo. Una costumbre muy ocasional, insisto.
Es seguro que, de acuerdo con esos presupuestos, el libro que más veces he regalado ha sido la novela El túnel, de Ernesto Sabato. Varias causas confluyeron en esta curiosa generosidad: la intensidad de la obra, las características de las personas receptoras, y el túnel vital en que yo mismo me hallaba.
Y sin embargo ya había conocido a Sabato, como lector, unos años antes. Y me había parecido un escritor deslumbrante, profundo, inquietante, pero no todavía aquél que me había de conmocionar en un momento muy especial de mi existencia.
Sobre héroes y tumbas es el título de aquella primera novela que leí sin respetar el orden cronológico de la trilogía. Es una novela sombría, lúgubre, tenebrosa, nocturna, si bien con una chispa de esperanza, pero todo esto no de una manera impostada para producir un efecto determinado, sino de un modo natural, espontáneo, como surgiendo de la misma naturaleza sombría, lúgubre, tenebrosa, nocturna de la existencia, a la que quizá sea posible añadir una chispa de esperanza.
Hay tres personajes centrales. Martín es un adolescente, introvertido, tímido, hijo no querido por su madre, sediento de cariño. Alejandra, joven de 18 años, de rasgos duros, pero sensuales, a veces enérgica y decidida, a veces soñadora y como ausente, independiente, rebelde, pero sometida a una siniestra influencia; Alejandra introduce a Martín en la casa antigua y semiarruinada donde vive y en la historia y misterios de la saga familiar, algunos de cuyos sobrevivientes habitan el mismo caserón – un tío loco que toca el clarinete, un abuelo o bisabuelo que guarda en una caja la cabeza de un antepasado decapitado… En el curso de la relación entre los dos jóvenes se intercalan fragmentos, que se dirían sacados de una antigua crónica, sobre ciertos hechos militares ocurridos más de cien años atrás a los antepasados de los habitantes del caserón: la familia Olmos.
Precisamente es Fernando Vidal Olmos, padre de Alejandra, el personaje crucial; lúcido hasta la exasperación, cruel, obsesivo, lógico hasta la paranoia, que mantiene con su hija una relación oscura, que al principio se insinúa y que pronto se revela.
Fernando es además el autor de un Informe sobre ciegos, que constituye uno de los capítulos de la novela y que puede leerse como obra independiente. El Informe es un descenso a los sótanos del mundo y de la personalidad del autor. Fernando siente la revelación de que una secta perversa controla los destinos del mundo manejando a los individuos con siniestros propósitos: son los ciegos, seres de piel viscosa y fría, que habitan en el subsuelo y que solo se muestran al mundo para engañar con su aspecto desvalido con el fin de conseguir sus objetivos. La investigación de Fernando le conduce a las situaciones más peligrosas en los lugares más tenebrosos, incluido el subsuelo de la ciudad de Buenos Aires, donde descubre y explora increíbles conexiones subterráneas. Finalmente, tal como presintiera desde el primer momento, Fernando será destruido por el monstruo que nunca debió investigar.
El simbolismo del Informe puede ser multifacético y sus interpretaciones, diversas. Desde la ejemplificación de la mentalidad conspiranoica (hay una gente, aparentemente inocua, que ocultamente domina el mundo), hasta la representación del descenso al propio abismo de una conciencia atormentada por todos los demonios de la culpa y la irracionalidad.
Producido el hecho trágico que se anuncia al principio, la novela concluye de forma abierta para el lector y para el personaje Martín, que marcha hacia el Sur en busca de un universo no contaminado por la basura de la sociedad y de la historia.
Se ha dicho que Sobre héroes y tumbas es una de las mejores novelas del siglo pasado. No seré yo quien diga lo contrario. Y aún añadiré más: que, con ella, Sabato se hace justamente merecedor del título de Dostoyevski del siglo XX. (continúa)