Archivo de la etiqueta: Antonio Núñez de Miranda

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ. La doncella y el dragón I

sor juana¿Qué más castigo me quiere V.R. que el que entre los mismos aplausos, que tanto le duelen, tengo? ¿De qué envidia no soy blanco? ¿De qué mala intención no soy objeto? ¿Qué acción hago sin temor? ¿Qué palabra digo sin recelo? Las mujeres sienten que las exceda. Los hombres, que parezca que los igualo. Unos no quisieran que supiera tanto. Otros dicen que había de saber más, para tanto aplauso. [] Y de todo junto resulta un tan extraño género de martirio cual no sé yo que otra persona haya experimentado.

Juana Inés tiene poco más de treinta años cuando con estas palabras, y otras de parecida claridad y contundencia, se dirige en una larga carta a su confesor, el jesuita Antonio Núñez de Miranda, para rebatir la pretensión de éste de que abandone las letras humanas y se dedique en todo caso solo a las divinas. Y es que Juana Inés es ya, en 1682, una celebridad de las letras castellanas, en Nueva España (México colonial) y pronto también al otro lado del Atlántico. Escribe sobre todo poesía, en la estela de Góngora. En gran parte poesía amorosa. Y es monja.

¿Poesía amorosa una religiosa? ¿Poesía erótica, aunque no en el sentido más físico de la palabra, una monja? ¿Es ésta la gran piedra de escándalo que mueve al confesor a exigirle un cambio radical? No exactamente.

Lo es en cierto modo para nosotros. Si no de escándalo, sí de extrañeza o incomprensión. Después de todo, Núñez entendía a su tiempo; nosotros, a primera vista, no podemos entenderlo. Y es que entre aquel tiempo y el nuestro ha ocurrido algo. Escribe Octavio Paz:

Nuestra actitud ante la poesía amorosa es muy distinta a la del siglo XVII. Entre la Edad Barroca y nosotros se interpone la gran ruptura: el Romanticismo, con su exaltación de la sinceridad y la espontaneidad. La doctrina romántica proclamó la unidad entre el autor y su obra; el arte barroco los distingue y separa hasta el máximo: el poema no es un testimonio sino una forma verbal que es, al mismo tiempo, la reiteración de un arquetipo y una variación del modelo heredado.

Es decir, que, a diferencia de la literatura romántica y de buena parte de la actual, la literatura barroca es arte y solo arte, no confesión pública ni reality show. Los que no saben u olvidan esto – grandes críticos incluidos, durante todo el siglo XIX – han andado buscando en vano quiénes eran en la realidad los Fabio, Silvio, Feliciano o Lisardo que aparecen en los versos de la “enamorada”.

En vano, porque detrás de los poemas amorosos de Juana Inés no hay otra realidad que la enorme cultura literaria y la aguda sensibilidad artística de un mujer extraordinaria, capaz de producir, entre otras cosas, algunos de los versos más bellos de la poesía española.  

( Detente sombra de mi bien esquivo,

imagen del hechizo que más quiero, […]                                          

que aunque dejas burlado el lazo estrecho

que tu forma fantástica ceñía,

poco importa burlar brazos y pecho

si te labra prisión mi fantasía. )

Se suele clasificar la producción poética de Sor Juana en varios grupos: los poemas amorosos, los de circunstancias, los satíricos o jocosos, los religiosos y los filosóficos.

Los poemas amorosos asumen toda la tradición poética que va desde los trovadores y el petrarquismo hasta el Renacimiento y el mismo Barroco contemporáneo (Góngora, Quevedo), si bien con una novedad fundamental: el sujeto narrador de los lances y los sentimientos amorosos es una mujer.

Relegada hasta entonces al papel de objeto poético, por muy encumbrado que se le situase, como en el caso de la literatura trovadoresca, con Juana la mujer asume el papel de protagonista, de sujeto y narrador (narradora) de los lances y sentimientos. Y no recurre al fácil procedimiento, creo que ya usado con anterioridad, de fingir una voz masculina sino que habla como mujer, y como tal expresa su experiencia amorosa. Todo dentro de la tradición literaria convencional antes aludida, por supuesto, es decir, sin referencia obligada a personas o situaciones realmente existentes o vividas. 

El hecho de disfrutar, durante casi toda la vida, del favor de los virreyes, primero como dama de una virreina, luego, desde el “retiro” de su convento como amiga íntima de otra, favoreció la proliferación de las poesías de circunstancias, la mayoría por encargo, algunas por iniciativa propia, pues las ocasiones abundaban en el entorno de la corte (cumpleaños, nacimientos, bautizos, etc.). Y dentro de esta categoría, o formando otra aparte, que estos distingos no tienen mayor importancia, se podría hablar de poesía amistosa, dentro de la cual cabría destacar las dedicadas a la virreina María Luisa Manrique de Lara (Lisi), en las que manifiesta una amistad rendida, con frecuencia en los mismos términos de la poesía amorosa. 

Entre las composiciones satíricas o jocosas, algunas de ellas crueles dardos contra personas concretas, destacan (incluso en la memoria popular) aquellos versos dirigidos a los hombres en los que, con su método razonador a ultranza, les reprocha la incongruencia, la irracionalidad, de su actitud hacia las mujeres.

De poesía religiosa, más bien escasa. Esto no es raro en el barroco, más aficionado a los temas de la mitología clásica que a los cristianos, pero no deja de extrañar en una monja y en una sociedad en la que la Iglesia católica lo ocupaba casi todo.

Pueden considerarse filosóficos unos cuantos poemas de breve extensión y, sin duda, uno más extenso titulado Primero sueño. Es esta una extraña composición, formalmente deudora del Polifemo y las Soledades de Góngora, pero absolutamente original en su contenido e intención. En ella vemos al alma humana (el intelecto) que intenta desentrañar la maquinaria y el sentido íntimo del universo y que, pese a su fracaso final, no reniega del valor de la indagación y la búsqueda. El problema para el lector de hoy es que la autora utiliza en la obra todos los recursos del barroco, en especial una sintaxis dislocada por el uso continuo del hipérbaton, lo que convierte su lectura en una empresa realmente difícil.  

La curiosidad de Sor Juana se extendió también al mundo de la naturaleza y la ciencia, si bien, por la limitaciones derivadas de la situación geográfica y del ambiente social en que vivió, no pudo estar al corriente de la gran revolución científica que por entonces tenía lugar en Europa.

También escribió teatro (Los empeños de una casa, Amor es más laberinto) en la órbita de Calderón, pero con su indiscutible sello propio.

Es evidente que Sor Juana Inés de la Cruz fue una mujer extraordinaria. Doncella toda la vida por voluntad propia, religiosa sin vocación religiosa, poeta inspirada y aplaudida, pensadora racional y hasta racionalista, mimada por el poder no clerical… Aunque no todo fueron rosas, ni mucho menos. Y es que, por otra parte, siempre estuvo vigilada, controlada, atemorizada por el otro poder. Pero vayamos al principio. (CONTINÚA)

(De ESCRITORAS)

1 comentario

Archivado bajo Opus meum

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ. La doncella y el dragón II

A doce leguas de Ciudad de México, casi en la misma falda de dos montes próximos entre sí, uno de ellos volcán famoso, en una hacienda llamada San Miguel de Nepantla, un día de noviembre de 1648 nació una niña a la que bautizaron con el nombre de Juana Inés. El padre, Pedro de Asbaje, militar de origen vasco y la madre, Isabel Ramírez, de familia ya asentada en México, no estaban casados, cosa que los primeros biógrafos callan y que la misma Inés había de disimular toda la vida. El padre desapareció pronto y la madre se unió a otro hombre con el que tuvo más descendencia.

A los tres años, viendo cómo enseñaban a leer a una hermana mayor, Juana Inés quiso aprender ella también. Y pocos años después llegó a considerar seriamente la idea de vestirse de hombre para ir a la universidad de México. Casi toda la infancia la pasó entre los muchos libros que había en casa de su abuelo en la localidad próxima de Panoayán, donde la había colocado la madre, quizá con motivo de la aparición de un nuevo “padre”, y donde permaneció hasta 1656, fecha en que pasó a vivir a la Capital en casa de los tíos Mata (ella, hermana de la madre), al parecer muy bien relacionados con la más alta sociedad, pues es el caso que, un tiempo después, tenemos a la Juana Inés de dieciséis años (según las cronologías más fiables) en la corte virreinal como dama de la virreina.

Tanto el virrey, Antonio de Toledo y Salazar, marqués de Mancera, que inauguraba su mandato en octubre de 1664, como su esposa Leonor Carreto, personas cultas y de talante abierto, quedaron enseguida prendados de la joven Juana Inés, hasta el extremo de que ésta, más que protocolaria dama de compañía fue en realidad compañera inseparable de la virreina. Esta situación no le impidió proseguir sus estudios, siempre en solitario y sin más estímulo que su innato afán de saber, al tiempo que deslumbraba a la corte con sus conocimientos, sus poemitas de circunstancias y sus primeras representaciones teatrales.

La situación no podía ser más favorable, pese a las envidias, los odios y las trabas materiales que situaciones tan favorables suelen concitar.  Pero una mente como la de Juana Inés se tenía que hacer la pregunta: ¿cuál sería su futuro? Los virreyes cambian, tanto como la fortuna en general. En el matrimonio no pensaba, sino para descartarlo. Lo que en realidad le interesaba, el conocimiento y el arte, estaba de hecho vetado para una mujer. Ingresar en un convento podría ser una solución – como para tantas otras mujeres por los más diversos motivos en aquella sociedad – siempre que no fuese incompatible con sus verdaderos intereses. Y lo probó.  

En 1667, todavía bajo el virreinato del Marqués de Mancera, ingresó en el convento de las Carmelitas Descalzas. Salió a los tres meses. No era aquello lo que buscaba. 

Por entonces hizo su aparición el jesuita Antonio Núñez de Miranda, quien se convirtió en su confesor (y en una de las cabezas más visibles del Dragón). Núñez tenía fama de santo y sabio. Quizá. De lo que no hay duda era que, como pastor muy taimado, desplegaba toda su astucia y energía para mantener las almas en el redil correcto. Y no almas cualesquiera, y es que, como dirigente de una Congregación de la que formaba parte el mismo virrey, no dejaba de velar por la pureza de la doctrina (y el comportamiento debido de las personas principales).

Lo cierto es que Núñez quedó deslumbrado por la sabiduría y la capacidad intelectual de Juana Inés, y se propuso enderezar aquella forma de vida, tan extraña para una mujer. Ella lo tuvo al principio como una ayuda y, en cierto modo, como el padre que siempre le había faltado. Hasta que, harta de las intolerables presiones a que la sometía, lo despidió con cajas destempladas en aquella famosa carta de la que al principio he transcrito un fragmento.

De todos modos, hay que tener en cuenta que, en la época de la carta (1682), Juana Inés se sentía especialmente fuerte. ¿Por qué? Retrocedamos.

Dos años después de la breve estancia en el convento de las Carmelitas, tiempo en el que siguió disfrutando de la protección y estima de los virreyes, Juana Inés, a los veintiún años, profesó como religiosa e ingresó en el convento de San Jerónimo, donde (con todas las comodidades que le interesaban: libros, instrumentos científicos, visitas y tertulias con sabios y personas amigas) permaneció hasta el fin de sus días.

El hecho de que se hiciese monja sin especial vocación religiosa puede parecer raro ahora. Entonces no lo era. En una sociedad en que la Iglesia católica lo ocupaba prácticamente todo, el hecho de militar en ella era, también, un medio de vida o un acomodo para evitar otras situaciones

Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir.

Total negación al matrimonioEsta confesión, además de toda su forma de vida, entonces considerada estrictamente masculina, ha llevado a bastantes estudiosos a considerar que Juana Inés tenía graves problemas de identificación sexual o, en todo caso, que era una personalidad neurótica. No lo creo. Más bien me inclino por la opinión de Octavio Paz, ensayista, poeta y sabio de toda confianza:

Ante las adversidades a que se enfrentó desde su niñez y ante los obstáculos que, en su edad adulta tuvo que vencer, advierto no inestabilidad psíquica sino aplomo, habilidad y buen sentido. No veo a una neurótica: veo a una mujer lúcida y entera.

Pero volvamos a la historia.

(CONTINÚA)

(De ESCRITORAS

 

Deja un comentario

Archivado bajo Opus meum

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ. La doncella y el dragón III

Tras unos años de interregno en los  que ejerció el mando del virreinato el arzobispo de México, en 1680 tomó posesión el nuevo virrey Tomás Antonio de la Cerda, Marqués de la Laguna. Sor Juana Inés compuso el poema de bienvenida (Explicación del Arco) y ya desde el primer momento, la relación entre la monja y los virreyes, superó en cordialidad la habida con los marqueses de Mancera. Especialmente entre Juana Inés y la virreina, María Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes, la Lisi de los vibrantes poemas, con tonos directamente amorosos, que le dedicaba la amiga monja.

Amorosos, ¿hasta dónde? Esto es algo que siempre ha preocupado a los  modernos etiquetadores. Por suerte, también aquí tenemos al amigo Octavio para arrojar alguna luz. Así, en su pormenorizado estudio sobre la escritora, después de dedicar un buen número de páginas al tema, concluye, refiriéndose a los encendidos poemas de amistad o amor, que “no es posible hablar de safismo, salvo en el sentido sublimado de la tradición platónica renacentista“.

Los años de mandato del Marqués de la Laguna (1680-86) fueron sin duda los más felices y literariamente productivos de la vida de Juana Inés. Confortada y amparada por la amistad de los virreyes, en especial por el cariño o amor de la virreina, persona al parecer muy culta, que hizo publicar toda la obra de Juana Inés a su regreso a Madrid, se sentía tan al abrigo de envidias y asechanzas que incluso no dudó en despachar a su confesor, el poderoso Núñez Miranda. Pero el Dragón no solo tiene una cabeza. Y alguna hasta puede ofrecer un aspecto amable.

Manuel Fernández de Santa Cruz era por entonces obispo de Puebla, la segunda diócesis en importancia después de la de México. Dice un biógrafo que tenía dos obsesiones: la teología y las religiosas. Sobre teología escribió densos trabajos tratando de conciliar los aspectos inconciliables de la Biblia. En cuanto a las religiosas, fundó colegios de monjas y las visitaba, instruía y sermoneaba de continuo. Admiraba sinceramente a Sor Juana Inés y la relación entre ambos fue más bien amistosa. Hasta el extraño giro final.

Francisco Aguiar y Seijas, arzoobispo de México, se nos aparece como la cabeza más siniestra del Dragón, lunático, de devoción obsesiva y de una misoginia extrema incluso en el contexto, estructuralmente misógino, de aquella sociedad. Y se dice que existía una hostilidad soterrada entre él y el obispo de Puebla.

Es el caso que Sor Juana Inés escribió una especie de carta, que envió al obispo de Puebla, en la que rebatía ciertos puntos de una exposición teológica del famoso jesuita portugués Vieira, quien contaba con la admiración absoluta del arzobispo de México. La carta, que no estaba destinada a su publicación, la publicó en 1690 el de Puebla (quizá pensando en la ira que le iba a provocar en el de México), acompañada de un largo escrito firmado por Sor Filotea de la Cruz, pseudónimo del mismo obispo Manuel Fernández, dirigido a Sor Juana. En la carta, no se muestra el prelado contrario a que la mujer sea letrada. Lo que reprocha a Sor Juana es su dedicación casi exclusiva a las letras humanas en vez de a las divinas y le insta enérgicamente a que cambie sus actuales intereses y modo de vida por los propios de una religiosa.

Era principios de 1691. Hacía ya cuatro años que el Marqués de la Laguna había sido sustituido y que había regresado a Madrid con su esposa, dejando a Juana Inés privada de su amiga del alma y de la segura protección del supremo poder de Nueva España. Pero en la actitud de Sor Juana no se advierten cambios importantes.

No sabemos (no sé) cómo fueron las relaciones con el nuevo virrey, Conde de Galve. Parece que ni mal ni demasiado bien. En todo caso, en la carta de Respuesta  a Sor Filotea de la Cruz (es decir, al obispo de Puebla) queda claro que sus ideas, sus intereses, su voluntad y su determinación son las mismas de siempre.

La Respuesta constituye una astuta combinación (para algunos críticos, en ocasiones no bien resuelta) entre la autojustificación y la defensa a ultranza de sus ideas sobre los derechos de la mujer.

Desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones –que he tenido muchas–, ni propias reflejas –que he hecho no pocas-, han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí.

El hecho de haberse dedicado a la literatura profana en vez de a la sagrada lo atribuye al gran respeto que le infunde la teología y a que entiende que, para llegar a tal nivel, primero había de estudiar todas las ciencias. No es seguro que ella misma se creyese esta argumentación.

En lo que sí que se muestra tan certera como segura es en la defensa del derecho de las mujeres a acceder al conocimiento (ciencia y artes) en la misma medida que los hombres. Y a tal extremo llega su empeño que no duda en poner como ejemplo de mujeres sabias a la antigua Hipatia (filósofa asesinada por monjes cristianos) y a la gnóstica Eunoia. Recurso más bien sorprendente en una religiosa católica.

Toda la carta, bastante extensa, expresa una seguridad y una convicción en la legitimidad de su modo de vida, que no admiten la menor duda.

Dos años después, se produce un cambio radical. Se desprende de sus libros, instrumentos musicales y científicos; lo entrega todo al siniestro arzobispo de México, su nada oculto perseguidor; llama a su antiguo confesor Núñez, al que había despedido tan decididamente, y escribe una especie de confesión o autoinculpación que firma como “yo, la peor de todas”.

Poco después, en 1695, se contagia de la peste que se había declarado en México al cuidar (sin cuidado propio) a sus hermanas religiosas. Y muere, puede decirse que como una santa.   

¿Qué había ocurrido? ¿Fueron las presiones insoportables del Dragón lo que determinaron aquella decisión que pretendía anular toda su brillante vida anterior? ¿O hubo algo más, algo más decisivo? Escribe un comentarista: “Una mujer que luchó tan incansablemente durante tantos años para defender sus derechos no se hubiese doblegado si a ello no le hubiese inclinado un convencimiento íntimo“. 

Parece que el Dragón alentaba también dentro de la Doncella.

(De ESCRITORAS)

3 comentarios

Archivado bajo Opus meum