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EMILY DICKINSON. El premio de la vida I

emily dickinson

                          ‘Tis Life’s award – to die –

A veces uno llega a dudar de que los seres humanos integren una sola especie zoológica. ¡Los hay tan diferentes! ¿Qué tienen en común un hombre solo de acción, como Napoleón, y otro solo de ensoñaciones intimistas, como Leopardi? Incluso entre los escritores las diferencias pueden ser abismales; entre Zola, por ejemplo, y ciertos poetas de la misma época y país. Pero también entre lo poetas abundan perfiles totalmente opuestos, como el de Walt Whitman y el de su casi contemporánea Emily Dickinson. En este caso, además, la diferencia resulta inquietante. Porque de Whitman, cualquiera con un poco de cultura literaria puede decir quién es o qué representa. De Dickinson, no.

Aproximarse a Dickinson es entrar en un territorio inexplorado. No hay referencias, no hay mapas que nos puedan orientar en la peligrosa travesía. El mismo lenguaje resulta a veces desconocido. La sintaxis parece inventada, incluso los signos ortográficos, con sus constantes guiones y sus mayúsculas aparentemente caprichosas, no obedecen a ningún código conocido. Todo, fondo y forma, surge simultáneamente de la misma alma escritora.

Un alma que parece estar siempre en el umbral de algo grande, tal vez oscuro, tal vez terrible. O luminoso. No podemos llamarlo abismo, aunque alguna vez ella lo hace. En realidad no podemos darle ningún nombre diferente del que ella dicta.

Lo curioso, lo insólito, lo increíble es que una autora como Emily, además de existir y crear, haya traspasado la barrera de las sombras – lo desconocido por la cultura universal – y haya llegado a brillar e imponerse en el firmamento de la poesía perenne.

Perteneciente a una familia tradicional norteamericana, descendiente de los arribados al continente con la Gran Migración de los puritanos ingleses de 1630, pasó toda la vida en la residencia familiar de Amherst, con solo breves salidas a la cercana Boston, a Filadelfia y Washington, además de unos meses de la adolescencia, interna en una institución de enseñanza. Pero, sobre todo desde los treinta años de edad, vivió encerrada en su retiro sin más trato directo que con los padres, el hermano mayor Austin y la hermana menor Lavinia, además de con alguna amistad íntima, como Susan, confidente desde la infancia, que se convirtió en su cuñada.

Pero no estaba cerrada al mundo mantuvo continua correspondencia epistolar con personas de diversos ámbitos -, era el mundo el que estaba encerrado en ella. Un mundo de extrañas y poderosas visiones y sensaciones que ella iba trascribiendo, en su particular idioma poético, en papeles que luego cosía a mano para formar volúmenes que guardaba sigilosamente en un cajón.

Pero, como le suele ocurrir a todo creador solitario, Emily no dejaba de plantearse con mayor o menor urgencia la cuestión de si lo que hacía valía la pena desde un punto de vista estético más o menos objetivo. El ojo no puede verse a sí mismo, y ella no tenía a nadie que le informase de si aquellos poemas que inevitablemente le surgían – y que amorosamente cultivaba – tenían algún valor para el mundo exterior. Y he aquí que en abril de 1862 aparece en la revista The Atlantic Monthly un artículo del entonces famoso crítico literario Higginson en el que alienta a los jóvenes escritores a que le envíen muestras de sus obras. Emily le escribe enseguida: “¿Está usted demasiado ocupado para decirme si mis versos están vivos?”, enviándole cuatro breves composiciones.

La reacción de Higginson es de asombro y desconcierto. Por supuesto, siente que allí hay algo vivo, pero no sabe descubrirlo cabalmente. Le molesta el envoltorio. El sacerdote de la Forma no puede aceptar aquella escritura espasmódica, dice, salpicada de guioncitos y de mayúsculas absurdas. Ni la anarquía de metro y rima. Y así se lo hace saber a Emily, aconsejándole las oportunas enmiendas y sobre todo que no intente publicar todavía (es consciente de que hay ahí un valor oculto que quizá con una cirugía…).

Emily agradece a Higginson los consejos, aunque, con la ironía y el sentido del humor que -también – la caracterizan, le da a entender que no piensa seguirlos rigurosamente, porque no podría prescindir del acompañamiento de las Campanillas – guiones y mayúsculas -. Y en cuanto a abstenerse de publicar de momento, escribe

Sonrío cuando sugiere que aplace “publicar “ – porque eso es tan extraño a mi pensamiento como el Firmamento al Fondo del Mar. Si la fama me perteneciera – no podría escapar de ella…

Pero termina rogándole que sea su “preceptor”, y en las muchas cartas que seguirán firmará siempre como “su alumna”.

A partir de ahí se desarrolla una larga correspondencia entre famoso crítico y poeta nueva – con largas interrupciones al principio, debidas a la guerra civil, en la que el crítico participa como coronel unionista – que evoluciona rápidamente hacia una buena amistad.

Algunos estudiosos de hoy reprochan a Higginson haber sido incapaz de captar toda la genialidad de Dickinson – reproche fácil, “a toro pasado” -, pero no se preguntan si en estos momentos ellos ignoran o niegan oportunidades a la genialidad – mañana evidente – de un autor nuevo. Reproche injusto, además, como evidencian estas palabras de Higginson dirigidas a Dickinson en carta de 11 de mayo de 1869

A veces saco sus cartas y sus versos, querida amiga, y cuando siento su extraño poder, no es extraño que se me haga difícil escribir y que así transcurran largos meses. […] No he cambiado en lo tocante a usted y nunca decae mi interés por lo que me envía [ …] siempre me intimida pensar que lo que escribo pudiera ser desatinado y temo no captar la sutileza de su afilado pensamiento. Sería tan fácil, me temo, malinterpretarla. Aun así, como ve, lo intento. (trad. Nicole d’Amonville Alegría.)

Y aún hay quien se atreve a hablar de “la escasa perspicacia” de Higginson por no proclamar al momento la genialidad de Dickinson, como tan fácilmente se proclamara un siglo después, cuando lo que se debería resaltar es la suma inteligencia y delicadeza que muestran esas palabras ante al enigma de la poeta nueva.

De todos modos, Emily Dickinson no pudo, como pretendía, evitar la fama. Pero no tuvo que escapar. Porque cuando la fama llegó ella ya no estaba.      (CONTINÚA

 

       (De ESCRITORAS)

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