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Cultura y poder (sabiduría clásica VII)

A propósito de la reciente elección de cierto líder político mundial, que se manifiesta sin complejos como lo que podríamos llamar “un patán con dinero”, he pensado en la diferencia sustancial que existe entre la antigüedad clásica y nuestro tiempo en lo que se refiere a la valoración de la cultura por parte del poder.

Iba ya a empezar a divagar sobre el asunto cuando he recordado que en mi ensayo Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas, traté fugazmente del tema en unos párrafos que también trasladé a este blog. Me complazco en reproducirlos a continuación porque creo que se adecuan perfectamente a esta serie sobre la sabiduría clásica.

Pero ¿tenía sensibilidad literaria el amo de Roma [Augusto]?

Una respuesta afirmativa a esta pregunta resultaría rara desde la perspectiva contemporánea, acostumbrada a líderes políticos semianalfabetos. Pero entonces no lo era en absoluto. Desde muy antiguo el político romano (que durante siglos no fue un ente aparte del ciudadano o del militar) solía ser un hombre no sólo instruido sino además amante de las letras y de algún tipo de conocimiento (agricultura, astronomía, historia, lingüística…).

El viejo Catón, ejemplo máximo de romano duro, opuesto a las blanduras de la influencia helenística, cónsul en 195 a.C., censor inflexible, escribió un tratado sobre la agricultura y varios libros sobre historia, que no se han conservado; Cicerón, orador, escritor magnífico y divulgador de la filosofía griega, gobernó la república como cónsul y nunca estuvo apartado (mientras se lo permitieron) de los asuntos públicos; Marco Terencio Varrón, político que ocupó diversos cargos, militar en la guerra civil al lado de Pompeyo y luego perdonado y recuperado por César, fue un famoso lingüista (De lingua latina) y autor de tratados sobre agricultura (Rerum rusticarum).

Pero no hay duda de que el caso más vistoso es el del mismo Julio César. Mientras no daba respiro a su ambición política, mientras dirigía la guerra de las Galias o la civil que le enfrentó a Pompeyo, César no dejó de escribir. Y no sólo las famosas crónicas bélicas, que por sí solas lo sitúan entre los mejores prosistas latinos, sino tambíen un tratado de gramática (De analogia) y por lo menos una tragedia (Edipo), que lamentablemente se han perdido. Y esta compaginación, tan extraña para los modernos, entre actividad política y excelencia cultural se mantuvo, al menos como desideratum, a lo largo de toda la época imperial hasta llegar al emperador-filósofo Marco Aurelio.

El mismo caso de Nerón, poeta y cantante frustrado, puede entenderse como una triste caricatura de aquella tendencia natural romana, sin olvidar que su consejero político durante años, Séneca, fue uno de los grandes escritores y filósofos de la época.

Bien, todo esto para decir que – a diferencia de lo que ocurre en nuestros tiempos – entre los romanos era normal que el máximo dirigente del estado tuviese sensibilidad literaria o artística y que, por lo tanto, es seguro que Augusto estaba en condiciones de apreciar la obra de Ovidio.”

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