EGO.- Puedes estás seguro, Alter, que si un día te dedicas en serio a la literatura y alcanzas cierto nombre, algún entrevistador, posiblemente más de uno, dejará caer la inevitable pregunta. “Usted ¿por qué escribe?” O quizá en forma finalista “usted ¿para qué escribe?”. Pero que caerá, seguro.
ALTER.- ¿Quieres decir que ya tengo que empezar a preparar la respuesta?
EGO. – No estaría de más. ¿A ver? Probemos. Tú ¿por qué escribes?
ALTER.- Un momento, un momento. No pretendas liarme. Aquí el escritor eres tú. Y seguro que ya tienes preparada la respuesta. Vamos, suéltala. Tú ¿por qué escribes? O si prefieres ¿para qué escribes?
EGO. – Te recuerdo que yo no soy el sujeto de todas las cuestiones que se plantean aquí. Esto no es una entrevista o reportaje sobre mi persona. Además, se trata de una pregunta que admite cualquier tipo de destinatario, siempre que sea escritor, naturalmente.
ALTER.- Pero las respuestas serán distintas, según el preguntado.
EGO.- ¿Y qué? El problema no está en las respuestas sino en la pregunta. Y es que preguntar a un escritor, de los de verdad, por qué escribe es como preguntar a un niño por qué juega.
ALTER.- ¿Quieres decir que se trata de algo natural, irracional, irreprimible? Pues yo recuerdo haber oído algunas respuestas con razonamientos bien argumentados y muy creíbles.
EGO.- Yo también. Pero tengo la impresión de que esas respuestas son en realidad justificaciones a posteriori de algo que, en sí mismo, ni tiene justificación ni tiene por qué tenerla.
ALTER.- Por ejemplo…
EGO. – Entre las más sensatas oídas o leídas en entrevistas: para crear mundos distintos, porque el real no es suficiente; para ser otro; para luchar contra la muerte; para satisfacer la propia vanidad… y así hasta las más pedestres e inverosímiles, como para hacerse famoso o para hacerse rico.
ALTER.- ¿Y qué tienen de malo esas respuestas? ¿No responden a lo que piensa el escritor en cuestión?
EGO.- Por supuesto, a lo que piensa como justificación o explicación de su actividad. Es lo que te decía antes. Y es que todas esas respuestas no nos informan sobre las razones o causas reales de que una persona se ponga a escribir manejando mundos más o menos reales o imaginarios.
ALTER.-¿Y sabes tú cuáles son esas razones o causas reales?
EGO.- Bueno, aquí hay que distinguir entre la causa eficiente y la final, aristotélicamente hablando. La causa final de la actividad literaria la puede elegir cada cual a su gusto, por ejemplo, entre las que antes he mencionado. Pero la causa eficiente, el porqué, nadie la conoce, ni el propio escritor interpelado, por mucho que pontifique sobre sí mismo, y ni siquiera el crítico o psicólogo que lo estudia; acabo de leer la opinión de un psicólogo sobre las razones de Kafka: escribía para contrariar a su padre. ¿Qué te parece? ¡Asunto zanjado!… ¿Sabes qué te digo? Que en realidad ningún escritor sabe por qué ni para qué escribe, y es que los impulsos básicos que dirigen la trayectoria vital de las personas permanecen siempre fuera del foco de la conciencia.
ALTER.- Me gusta esa frase. Traducida al lenguaje normal, quiere decir que uno no sabe por qué se dedica a escribir, que es su destino y punto, ¿no?
EGO.- Bueno, es otra manera de decirlo.
ALTER.- Ego, ¿tú crees en el destino?
EGO.- No me gusta nada esa manera de preguntar.
ALTER.- Perdona, maestro, he hecho una pregunta como otra cualquiera, educadamente…
EGO.- Disculpa, no va contigo la cosa, sino en general. Me molesta esa manera de preguntar, porque es generadora de confusión. ¿Crees en el destino? ¿Crees en el amor? ¿Crees en la inspiración? ¿Crees en la política? ¿Acaso estamos obligados a contestar con un sí o un no? El destino, el amor, la inspiración, la política, la libertad, la amistad, la educación, la ciencia, el arte, la experiencia, ¿son artículos de fe, son códigos cerrados que hay que aceptar o rechazar de una vez por todas? No he visto mayor absurdo. Y sin embargo, son muchos los que, de buenas a primeras, se apuntan a un sí o a un no sin distingos ni matices.
ALTER.- De acuerdo. De todos modos, me gustaría oír tu opinión sobre el tema que te he propuesto tan groseramente. O sea, si tienes algo que decir sobre eso que se comenta por ahí de que hay una fuerza llamada destino, que guía inexorablemente nuestra vida o sobre eso otro de que no existe tal fuerza y que todo depende de la libre decisión de cada cual.
EGO.- Como circunloquio te ha salido bastante forzado y poco elegante, pero, bueno, aprecio el esfuerzo. Para los antiguos griegos y romanos el destino era una evidencia. No se puede afirmar que “creían” en él: lo tenían ahí. Como no se puede decir que uno cree en el sol. Séneca resume perfectamente esta actitud al hacer suya una sentencia de uno de los antiguos sabios griegos: ducuntvolentem fata, nolentem trahunt, el destino conduce al que quiere y arrastra al que no quiere. En la Edad Media, con el cristianismo, el destino desapareció del horizonte y sus funciones pasaron a ser ejercidas, en parte, por el Dios único. Y digo en parte, porque los teólogos elaboraron un extraño y difícil equilibrio entre la Providencia Divina y el libre albedrío. Más adelante, con la modernidad, se fue insistiendo en la soberana e indeterminada libertad del individuo, tendencia que culminó en el delirio existencialista. Pero, al mismo tiempo, los descubrimientos de la ciencia, al ponerlo todo bajo el mecanismo de la causalidad, abrían la sospecha de si el ser humano no sería un elemento más de la naturaleza sujeto a causas (que él llama motivos) y efectos y, por lo tanto, que todo estaría ya escrito en el código genético con que cada cual se presenta al mundo, de manera que, dadas unas circunstancias concretas y el carácter congénito del individuo, éste no podría tomar otra decisión que la que toma.
ALTER.- Entonces, del libre albedrío, nada de nada.
EGO.- Bueno, siempre hay esperanza para el que la desea. Y así muchos pensadores han encontrado en la física cuántica un nuevo apoyo para reforzar la postura antideterminista, pues el baile incontrolado, imprevisible, de las partículas elementales, el principio de incertidumbre o indeterminación y todo eso corrobora, según ellos, la libertad radical con que se mueve el universo y la conciencia humana.
ALTER.- A ver, a ver si he entendido algo… Libertad radical con que se mueve… pero eso supondría la imposibilidad de establecer leyes y por lo tanto del conocimiento científico.
EGO. – En efecto. Einstein, con su enorme sentido común lo vio muy claro: Dios no juega a los dados.
ALTER.- Ego, no te molestes, pero la conclusión que yo saco de todo esto es que, para ti, bajo una u otra forma, el destino existe.
EGO.- ¿Existe? ¿Qué significa “existe” cuando hablamos de ideas o conceptos? En este campo existe todo lo que se percibe como existente.
ALTER.- Como también el libre albedrío, entonces. Para sus defensores.
EGO.- Por supuesto. El problema que tengo con el concepto de libre albedrío es que no sé qué entienden exactamente por tal sus defensores. ¿El poder de tomar decisiones con desconexión total de lo que constituye el animal humano, desde la carga genética hasta el ambiente en que nace y vive? Eso es algo imposible, a no ser que nos refiramos a alguna especie de ser angélico. Y es curioso que, incluso los más acérrimos defensores del libre albedrío prescinden de su doctrina cuando se trata de enjuiciar a los demás. Por ejemplo, saben muy bien que, en una situación determinada, el individuo tal, dado su carácter, historia y todo lo que conocemos de él, actuará de una forma concreta y no de otra. Solo él, el que enjuicia, se cree capaz de decidir con libertad absoluta…
EGO.- Tengo la sensación de estar en deuda con alguien.
ALTER.- Pues si tienes una deuda, sáldala cuanto antes. No sabes lo que eso alivia.
EGO.- Lo sé. Sobre todo al acreedor… En serio, poco después de que publicase nuestro último diálogo, me vinieron a la mente los nombres de aquellas excepciones que no recordaba.
ALTER.- ¿Excepciones?… No sé…. No me sitúo.
EGO.- Sí, dije que los profesores de literatura y los críticos profesionales me aburrían solemnemente, o algo así, pero que había alguna excepción que no recordaba.
ALTER.- Y que ahora recuerdas.
EGO.- Dos concretamente, aunque quizá haya alguna más.
ALTER.- ¿Y son?.
EGO.- Erich Auerbach y Albert Béguin.
ALTER.- Supongo que no te extrañará que no me suenen para nada.
EGO.- No, tampoco me sonaban a mí cuando me encontré con ellos por primera vez. Son coetáneos casi exactamente: ambos nacieron en torno al 1900 y murieron en 1957. Auerbach era alemán, berlinés que, gracias a Hitler, pasó sus últimos años en Estados Unidos; Béguin era suizo de lengua francesa, y entre Francia, Suiza y Alemania desarrolló toda su carrera profesional.
ALTER.- ¿Y qué es eso tan bueno que tienen que los hace excepcionales… según tú?
EGO.- Sí, claro, hablo siempre según yo, no según el vecino. Pues mira, me resulta difícil explicarlo. Quizá sea que ambos, cada cual en su estilo, se expresan como personas que dominan una materia y que quieren comunicar sus conocimientos, sus impresiones sobre todo, de una manera sencilla, directa, como el amigo que te habla ante una taza de café. Bueno quizá la comparación sea exagerada, pero lo cierto es que, a diferencia de los profesionales a los que aludía el otro día, no te agobian con rebuscadas teorías expresadas de forma rebuscada. Al contrario, leerlos te relaja, sobre todo Béguin, mientras te van introduciendo en el maravilloso mundo de las presuntas verdades literarias. Y eso que solo he leído una obra de cada uno de ellos… aunque creo que la más representativa.
ALTER.- ¿Y de qué van esas obras?
EGO.- En Mímesis, Auerbach expone cómo los escritores, los poetas, han representado la realidad a lo largo de los tiempos. Desde Homero hasta Virginia Woolf, nos explica el modo en que diversos escritores han captado y reflejado la realidad de la vida, de manera que ese “realismo”, que en todos los casos existe, se manifiesta de formas completamente distintas de acuerdo con el clima mental de cada época. En El alma romántica y el sueño, Béguin da un repaso, de una manera fresca y amena, a la literatura nocturna surgida a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX.
ALTER. – ¿Nocturna?
EGO.- Sí, quiero decir, centrada en los poderes de la noche, de los sueños, del inconsciente, o sea, el tipo de literatura que constituye el núcleo del Romanticismo. Por sus páginas pasan Jean-Paul, Tieck, von Arnim, Brentano, Hoffmann, Kleist, e incluso alguno no alemán, como los franceses Nerval y Baudelaire, hasta enlazar con el movimiento surrealista.
ALTER.- Supongo que todos esos que has nombrado te serían perfectamente conocidos.
EGO.- Sí, si rebajamos el irónico “perfectamente”. Pero entre los no nombrados había algunos para mí perfectamente desconocidos. Y fue un placer entrar en su mundo de la mano siempre amable de Béguin.
ALTER.- Nombres, por favor… Pero no sé si sería mejor empezar por los ya citados, y es que, excepto Hoffmann, Kleist y Baudelaire, ni siquiera me suenan.
EGO.- No te preocupes. A esos se accede con cierta facilidad. En cambio, estoy seguro que, como yo mismo antes de leer a Béguin, muchos aficionados a la literatura del Romanticismo – si digo “literatura romántica” parece que hablo de otra cosa – desconocen a Troxler, Carus y Schubert.
ALTER.- ¿El músico?
EGO.- No, Gotthilf Heinrich von Schubert, médico y filósofo alemán, autor de una Simbólica del sueño. Troxler, médico y psicólogo suizo, escribió también cosas muy profundas sobre el sueño y el inconsciente, cosas que Carus, pintor, naturalista y filósofo alemán, presentó en forma más “científica”, como abriendo la puerta a Freud. Los tres vivieron entre finales del siglo XVIII y la segunda mitad del XIX.
ALTER.- Y ahora toca dar un amplio resumen de las obras y el pensamiento de los tres personajes, supongo. Estoy impaciente.
EGO.- Supones mal. Para dar una idea cabal de los tres personajes tendría que emplear tanto tiempo y espacio que la estructura de estos diálogos quedaría seriamente dañada. Para saber algo de ellos lo mejor es que te busques y leas el libro de Béguin. Hay traducción española publicada por la mexicana Fondo de Cultura Económica.
ALTER.- Muy amable… Oye, me ha parecido oirte decir algo de la estructura de estos diálogos. ¿Se puede saber a qué te refieres?
EGO.- Todo tiene una estructura. Y si no se respeta, se corre el riesgo de acabar en el manicomio, como se decía antes.
ALTER.- ¿Una estructura? ¿Resultado de un plan?
EGO.- No he dicho tanto. Y será mejor que dejemos de mirarnos las tripas y sigamos comentando temas que puedan interesar al lector.
ALTER.- Al lector no sé, pero a mí hay algo que me interesa, que me intriga, mejor dicho, y va relacionado contigo.
EGO.- ¿Conmigo? Vaya, ahora el intrigado soy yo… ¿Se puede saber de qué se trata?
ALTER.- Por supuesto. Para eso estamos, como dirías tú. He observado que la mayoría, la inmensa mayoría de obras y autores que citas o comentas pertenecen a la literatura alemana. Me gustaría saber a qué se debe esa preferencia.
EGO. – Pues mira, a mí también me gustaría saberlo. Tanto en el ambiente como en la educación recibida en mi infancia y adolescencia no veo nada que pueda haberme empujado en esa dirección. La enseñanza oficial se centraba en la literatura española – un tanto esclerotizada y sesgada por las exigencias del régimen político imperante- y, entre lo extranjero, lo que primaba era la francesa. Gracias al conocimiento de esta lengua, entre otras cosas, pude ponerme en contacto con el mundo real que se movía fuera de las fronteras del régimen de Franco – era lector asiduo de Le Monde. También lo italiano, centrado al principio en la enorme figura de Dante, atrajo pronto mi atención. Y es que, pese a todas las limitaciones impuestas por la dictadura, en cierto sentido aquella era una época más variada que ésta, menos uniforme. Pienso en la canción francesa que regalaba nuestros oídos y nuestra sensibilidad a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, y lo mismo puedo decir de la italiana. Ah, y del cine de esos dos países. Todo eso ha desaparecido. Hoy el mundo solo habla y canta en inglés. Y ya se sabe que lo que se gana en extensión se pierde en intensidad.
ALTER.- Muy bien, pero estábamos…
EGO.- Sí, en cómo me atrapó la preferencia alemana. Pues ya te he dicho que no lo sé. Goethe fue un fenómeno aislado que se me anunció a los dieciséis y se me presentó a los dieciocho años…y aún sigue aquí. Pero, poco a poco, se fueron sumando escritores como Thomas Mann, Rilke, Hofmannsthal, Kafka, Joseph Roth, Freud, Musil, Broch, Brecht, Dürrenmatt, Schnitzler, Jünger, Frisch, Schopenhauer, Heine, Novalis, Kleist y muchos otros… Está claro que, si consideramos la literatura por lenguas, la que ocupa el primer puesto, para mí como lector, es la escrita en alemán.
ALTER.- Y leída en el idioma original, que dominas perfectamente, supongo.
EGO.- Otra vez supones mal. No domino el alemán ni mucho menos. Esa es una carencia mía que no he logrado superar, y lo he intentado en más de una ocasión.
ALTER.- O sea, que te has tenido que fiar de traducciones. Qué quieres que te diga, me parece mal en un sabio como tú.
EGO.- A mí también me parece mal. Pero ten en cuenta que existen buenas traducciones, y que son una bendición para los que no tenemos el don de lenguas. En más de una ocasión Thomas Mann agradeció a las traducciones el haber podido leer a los novelistas rusos, cuyo idioma desconocía, ya ves, nadie es perfecto. Y ése es un tipo de reconocimiento muy raro, rarísimo, cuando se trata de traducciones.
ALTER.- Sí, he oído decir que la de traductor es más bien una labor ingrata.
EGO.- Más bien parece inexistente. Fíjate que normalmente el nombre del traductor aparece en un rinconcito, a veces imperceptible, de las primeras páginas del libro. Es como si no se quisiese darle importancia justificando así lo poco que se le paga. Naturalmente, hay excepciones: unos pocos consagrados y algún autor famoso que le da por traducir algo, pero en general es así.
ALTER.- ¿Y es realmente tan importante la traducción?
EGO.- ¡Tú mismo! Si no hubiese traducciones, la literatura mundial no existiría. Estaría repartida en una multitud de cantones lingüísticos y solo la podría disfrutar una reducidísima élite políglota.
ALTER.- Ya entiendo. Pero lo que quiero decir es si es tan delicada o difícil la labor del traductor. Porque, para el que conoce los dos idiomas, parece que no habría de ser ningún problema traducir de uno a otro.
EGO. – Esa es la visión de la ignorancia, más extendida de lo que a primera vista pueda parecer. Para empezar has de pensar que traducir es, diría, la única manera de leer en profundidad. Cuando leemos, solemos pasar la mirada sobre el texto, a veces distraídamente, texto que nuestra mente suele captar de acuerdo con las propias tendencias y prejuicios. En cambio, para poder pasar un texto, una frase, de un idioma a otro, primero de todo se ha de dar con el concepto exacto que el autor quiso exponer, lo que obliga a un esfuerzo de indagación y reflexión que nada tiene que ver con la simple lectura. Ademas, como es obvio, se ha de dominar las dos lenguas, sobre todo aquella a la que se traduce, y es que un buen traductor ha de ser necesariamente un buen escritor. Otro tipo de dificultad es la que tiene que ver con el género del texto que se traduce: un texto científico o técnico requiere un traductor que conozca suficientemente la materia; una prosa artística requiere que el traductor tenga las dotes de un escritor con suficiente sensibilidad artística; un texto poético…
ALTER.- ¿Qué le pasa al texto poético, que parece que te has quedado mudo?
EGO.- Pasa que, en realidad, la poesía… no se puede traducir.
ALTER.- No me digas. Pues yo he visto y leído bastante poesía traducida.
EGO.- Pues en realidad eso que has visto y leído es poesía (en el mejor de los casos) reconstruida en nuestro idioma sobre la base del texto poético original. Mira, uno de los componentes de la poesía es la música de las palabras y eso forzosamente se pierde en la traducción. Los mejores traductores saben ponerle otra música en el otro idioma que recuerde vagamente la del original. Y además, la poesía posee otros ingredientes no explícitos que exigen que el traductor los capte adecuadamente para poder reproducirlos de la manera apropiada. De todo lo cual se deduce que solo un poeta puede intentartraducir poesía.
ALTER.- ¿Y en qué consisten esos ingredientes no explícitos?
EGO.- Bueno, aquí entraríamos en aquello del “alma” de que hablaba el otro día.