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SCHOPENHAUER AD CANEM. quattuor

Decía que la voluntad −idéntica en mí y en todo el universo− es una fuerza ciega, inconsciente, que sólo quiere ser. Y esta fuerza está presente por igual en toda la escala de los seres de la naturaleza. La pesantez, la impenetrabilidad, la elasticidad, formas únicas de “movimiento” de los seres inanimados, es voluntad; la reacción a los estímulos, la generación, el crecimiento, la floración, la fructificación de los vegetales es voluntad; el instinto de industria, de supervivencia, de reproducción de los animales es voluntad… ¿Y el hombre?nido

En el hombre −en el que no deja de funcionar todo lo anterior− se manifiesta además una diferencia que ya se apunta en los mamíferos superiores, y es que conoce, que puede actuar por motivos. Y esto ¿qué significa? Significa que, en el grado superior de su manifestación, la voluntad necesita cierta luz para seguir adelante, y entonces produce el cerebro. Así que el cerebro, la mente humana no es más que un producto de la voluntad para seguir existiendo, manifestándose.

Pero existir ¿para qué? ¿Qué busca esa fuerza imparable que, siendo manifestación de la cosa en sí única, se multiplica en infinidad de seres en continua lucha los unos con los otros? No lo sabe, Butz. La voluntad no lo sabe, y no lo sabe porque en su actividad no hay conocimiento, que sólo aparece con el hombre. Le basta con querer. Y quiere (actúa) de una manera más segura y menos sujeta a error cuanto menos la alumbra (¿o perturba?) la antorcha del conocimiento.

El pájaro de un año construye el nido para sus crías que aún no conoce, el castor levanta una construcción cuya finalidad ignora, la hormiga almacena provisiones para un invierno que no conoce… la voluntad todo lo dispone, a ciegas pero infaliblemente, para el fin inmediato de sobrevivir y multiplicarse, pero ¿cuál es su finalidad última? Lo siento, Butz, pero me parece que te voy a decepcionar. Porque, si tenemos en cuenta que una pregunta sobre la finalidad es una pregunta sobre el tiempo y la causalidad y que estas formas no afectan a la cosa en sí que es la voluntad, comprenderemos que tal pregunta no tiene ningún sentido, que es sólo una manifestación −inadecuada al objeto− del modo de funcionar de nuestro cerebro.

Así que olvidemos el por qué y el para qué y sigamos con el qué. Decía que con el hombre aparece el conocimiento, la inteligencia conceptual, inteligencia que la misma voluntad ha creado para sus propios fines. ¿Fines? ¿No resulta irónico hablar así cuando sabemos que la voluntad no tiene más fin que el inmediato de ser y de reproducirse hasta el infinito? Es un ansia feroz la que le lleva a objetivarse en millones de individuos que, en cuanto lo son, se ven obligados a luchar entre sí por la conquista de la materia y del espacio… pero ¿cómo? ¿La propia voluntad lucha contra sí misma? Sí, en sus manifestaciones sí: la voluntad se devora a sí misma porque fuera de ella nada existe.

El vegetal vive del mineral, el animal devora al vegetal y también a otros animales, y al final llega el hombre, que toma toda la tierra por su finca particular y la explota despiadadamente. Devora los productos de la tierra y devora también, en cuanto puede, a los otros hombres, homo homini lupus. Sí, Butz, quizá esto no lo sabías. Pues conviene que te enteres: ningún animal es tan feroz con los de su propia especie como lo es el hombre. ¿Pesimismo, dices? ¿Que soy muy pesimista? No me hagas reír, Butz. Los que se proclaman optimistas deberían ser obligados a visitar los hospitales, los manicomios, las cárceles, las bodegas de los esclavos, las salas de tortura, los cadalsos y todos los rincones donde habita la más negra miseria, los barrios ínfimos de nuestras grandes ciudades, las minas, las fábricas, donde se obtiene el derecho a respirar a cambio de catorce horas diarias de trabajo embrutecedor, incluidos niños de ocho años.

Así se comporta el hombre con el hombre: ciertamente lo del lobo resulta una metáfora abusiva. Y no le va mejor al individuo consigo mismo. La vida de todo ser humano no es más que una lucha compulsiva en pos de una felicidad ilusoria. Los dolores le atormentan, son algo real; los goces los desea y, en cuanto los obtiene, o le decepcionan o los olvida en busca de nuevos goces. Nada le satisface, toda su existencia oscila entre la carencia, el deseo y la decepción. Y si no hay carencias ni deseos, se instala entonces en su corazón el peor de todos los monstruos; el tedio.

Y todo ¿para qué? ¿qué queda de las multitudes que nos han precedido? ¿qué queda de la inmensa muchedumbre de individuos que han visto la luz por unos instantes para sumirse de nuevo en la oscuridad? Nada, de su pequeño yo nada queda. Cada individuo, cada rostro humano no es más que un breve sueño de la voluntad de vivir, un boceto que la voluntad traza a modo de recreo sobre el lienzo infinito del tiempo y el espacio y que no conserva más que un instante imperceptible, borrándolo enseguida para pintar nuevas figuras. ¿Y para qué todo ese juego, esa mauvaise plaisanterie, que decía Voltaire? Parece, Butz, como si… ¿qué haces? ¿duermes? No te duermas ahora, Butz, ahora no, que esto es importante, muy importante. ¡Despierta! Así, muy bien. Levántate; no, no te sientes ahora. Bueno, siéntate, pero pon atención, mucha atención.

Decía que parece como si todo fuera consecuencia de un error, de un inmenso error. Estaba el ser, la cosa en sí idéntica a sí misma, hasta que un día −y perdona que haga uso, metafórico, del tiempo− esa cosa en sí, bajo la forma ya de voluntad, quiso entrar en la representación, quiso ser piedra, agua, aire, planta, animal, hombre, y lo quiso −lo quiere− con tal vehemencia que cada una de sus objetivaciones tiene que luchar por fuerza con todas las demás para asegurarse un lugar en el espacio. Ése fue, ése es el pecado original, Butz, el pecado de querer existir, el delito de haber nacido, que decía Calderón, y por él estamos todos condenados; condenados a la lucha, al dolor, a la insatisfacción, a la decepción, al tedio, a la muerte.

(CONTINÚA)

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CALDERÓN DE LA BARCA. El teatro del mundo I

A primera vista, don Pedro Calderón de la Barca no es una persona simpática. Autor teatral que mueve a los personajes con los hilos de sus propias ideas, a diferencia de Shakespeare, quien, después de engendrarlos, los deja en completa libertad; católico integral, quiero decir, nada impregnado del humanismo erasmista de un Cervantes; propagandista del pensamiento único de la época y país, contrarreformista, miembro de una orden nobiliario-militar, soldado en ejercicio durante un tiempo, sacerdote a los cincuenta años… Nuestro autor reúne aparentemente todas las condiciones para erigirse en la figura emblemática de lo que se daría en llamar la España negra.

Y es que estamos hablando de escritores, de creadores, de artistas, y es normal que uno se pregunte: ¿puede pasar el aliento del espíritu artístico por tan estrechos vericuetos?

A principios del siglo XIX, Goethe escribió: “si la poesía desapareciese completamente de este mundo, podría reconstruirse a través de esta pieza teatral”. La frase la cita E. Dorer en su obra Goethe und Calderón y se refiere al drama de Calderón El príncipe constante, traducido al alemán por A.W. Schlegel y estrenada en el teatro de Weimar el 30 de enero de 1811. Así que, a la pregunta antes formulada se puede responder: sí, parece que sí puede. O que no son tan estrechos esos vericuetos.

La literatura española de la época dorada debe mucho a los literatos y críticos alemanes de principios del siglo XIX. Tieck tradujo y divulgó el Quijote, novela en principio cómica que los estudiosos alemanes, como el mismo Tieck, convirtieron en obra profunda y trascendente. A.W. Schlegel tradujo varias obras de Calderón, y su hermano Friedrich contribuyó a ponerlo de moda en los escenarios alemanes. Otros habían ya descubierto a Lope de Vega y a algún que otro autor del siglo de oro.

Pero fue Calderón el que mejor conectó con las tendencias onírico-poéticas-religiosas del romanticismo germánico, como se evidencia en ciertos comentarios (algunos, entusiastas) de autores como Eichendorf, Schelling, Rosenkranz, además de los ya citados.

Yo creo que, para superar los prejuicios que surgen ante la simple apariencia de su figura, ornada con las especiales características que al principio he mencionado, lo primero que se ha de tener en cuenta es que Calderón era un poeta, un gran poeta. Lo segundo, que era un gran pensador de carácter racionalista, científico-matemático, se podría decir, aunque sin traspasar (conscientemente) las barreras impuestas por el dogma, que él acepta y defiende con plena convicción. Y es esa combinación de naturaleza poética y penetración filosófica lo que, para mí, le incluye en un selectísimo grupo de autores teatrales en compañía de Shakespeare, Pirandello y pocos más, no obstante las diferencias evidentes entre ellos.

Las obras de Calderón se pueden clasificar atendiendo a las características que predominan en ellas. A lo largo de su extensa vida de escritor muestran una evolución que va desde lo popular lopevedesco hacia una profundización o idealización de tono cada vez más abstracto, si bien las etapas no son nunca cerradas, ya que por ejemplo, en los últimos años de autor de la corte y creador de solemnes dramas sacros (autos sacramentales) no desdeña la composición de algún que otro entremés o mojiganga.

A primera vista, se distinguen tres grandes grupos: las comedias de capa y espada, como Casa con dos puertas mala es de guardar, Nadie fíe su secreto, o La dama duende, en las que predomina el enredo y la geometría de las situaciones, todo ello muy bien calculado y dispuesto como un mecanismo de relojería. En cuanto a los temas hay dos omnipresentes: el amor y el honor; honor u honra entendido de acuerdo con la moral de aquella época, difícil de explicar y entender en la nuestra.

En el segundo grupo colocaría los dramas y tragedias como El alcalde de Zalamea, La vida es sueño, El mágico prodigioso o El príncipe constante, obras en que se plantea la tensión entre individuo y sociedad o entre individuo y trascendencia.

En el tercer grupo se integrarían los autos sacramentales y comedias hagiográficas, de carácter directamente religioso y didáctico, como El gran teatro del mundo, donde vemos al Autor (Dios mismo) repartiendo los papeles que habrán de interpretar en vida los mortales, obra a la que Goethe rendirá tácito homenaje en el prólogo de su Fausto.

Si hubiese que elegir alguna obra que condensase y resumiese el arte poético y escénico de Calderón, yo me inclinaría por dos. Dos dramas que se sitúan en la zona central de los temas típicamente calderonianos, alejados por igual de los excesos de la temática de “capa y espada” (amor, honor, celos) y de los de la grandilocuencia de la didáctica religiosa. Una es El alcalde de Zalamea.

Extremadura, agosto de 1580. El rey de España Felipe II se dirige a Portugal para tomar posesión del reino, que ha pasado a la corona española. Una compañía del ejército que le precede se detiene en Zalamea, donde, de acuerdo con los usos, los soldados se alojan en las casas del lugar. A don Pedro Crespo, rico labrador, corresponde hospedar al general de la tropa, don Lope de Figueroa, a lo que se presta gustosamente. Dos mundos extraños entre sí entran en contacto, y en conflicto. Un capitán, don Álvaro, se encapricha de Isabel, hija de don Pedro, hasta el extremo de que la rapta y la viola. Don Pedro ofrece al capitán parte de sus bienes si se casa con ella. El capitán rechaza la oferta con desprecio: su alcurnia no le permite emparentarse con unos plebeyos. Indignado, don Crespo, que acaba de ser designado alcalde, lo encarcela. La reacción de don Lope no se hace esperar: exige la liberación del capitán bajo amenaza de incendiar la cárcel y el pueblo entero, alegando que el caso corresponde a la jurisdicción militar. La correcta relación inicial entre anfitrión y huésped se tensa al máximo en una de las escenas más célebres del teatro español. Pero don Pedro no cede. Su fuerza radica en la idea que había expuesto, como premonición, antes de que los hechos se produjesen:

Al rey la hacienda y la vida

se ha de dar; pero el honor

es patrimonio del alma

y el alma sólo es de Dios.

Don Lope va a cumplir su amenaza cuando llega el rey. Enterado del asunto, ordena a don Pedro que entregue al capitán encarcelado. Imposible: la sentencia ha sido ya ejecutada. El rey entiende que, aunque el procedimiento no ha sido el correcto, la condena es justa y “no importa errar lo menos quien acertó lo demás”; da por cerrado el caso y nombra a don Pedro Crespo alcalde perpetuo de Zalamea. (continúa)

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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CALDERÓN DE LA BARCA. El teatro del mundo II

La vida es sueño es la otra de las obras aludidas. El joven Segismundo ha pasado toda su vida encerrado en una torre, sin contacto con el mundo, al cuidado solo de un criado. Se pregunta cuál es la causa de su situación y se dice que ya entiende la razón principal, pues el delito mayor / del hombre es haber nacido (reflexión de hondo calado que había de utilizar el filósofo alemán Schopenhauer), pero que ha de haber alguna más, ya que se le niega la libertad de que gozan los simples animales… Resulta que su padre, el rey y astrólogo Basilio, asustado por lo que creyó leer en las estrellas sobre la maldad de su recién nacido hijo, había determinado que éste permaneciese encerrado de por vida. Pasados los años, Basilio decide experimentar y hace que, dormido con un somnífero, Segismundo sea trasladado a la corte, donde despierta rodeado de todas las riquezas y comodidades principescas. La reacción no puede ser peor, Segismundo actúa con una violencia y crueldad reveladoras de sus peores instintos. Convencido de que los astros tenían razón, Basilio devuelve a Segismundo a la torre, por el mismo procedimiento del somnífero.

Cuando Segismundo despierta se pregunta, desconcertado, si lo que ha vivido como príncipe ha sido un sueño o si el sueño es lo que ahora vive despierto,

porque si ha sido soñado

lo que vi palpable y cierto,

lo que veo será incierto;

y no es mucho que, rendido,

pues veo estando dormido,

que sueñe estando despierto.

Una revuelta popular provoca la abdicación del rey Basilio y la liberación de Segismundo, quien es de nuevo llevado a palacio para ser coronado. Contra todo pronóstico, el nuevo rey actúa ahora con moderación y humanidad: perdona al padre, cuya mala interpretación de los astros le había conducido al cruel encierro y da satisfacción a todos. Y es que comprende que en este oscuro paréntesis llamado vida conviene actuar bien, no sea que se vuelva a despertar en un sueño peor.

Pedro Calderón de la Barca nació en Madrid en 1600 en el seno de una familia de funcionarios reales. Su padre, que murió cuando Pedro tenía quince años, era Secretario de Hacienda, puesto que pasó al tío, quien además se hizo cargo de Pedro y sus hermanos.

De los ocho a los trece años estudia en el Colegio Imperial de los Jesuitas de Madrid. Al cumplir los catorce se matricula en lógica y retórica en la universidad de Alcalá, y luego en la de Salamanca, donde se licencia en derecho canónico en 1618. Dos años después se traslada a Madrid, donde inicia la carrera literaria participando en algunas justas poéticas (premios literarios, diríamos hoy), como los convocados con ocasión de las canonizaciones de san Isidro y de santa Teresa.

En 1623 consigue estrenar en el Palacio Real su primera comedia, Amor, honor y poder. Es el inicio de una brillante carrera teatral que alcanzará su apogeo en la década de 1630. De hecho, a los cuarenta años ya había escrito y representado lo principal de su obra.

Precisamente en 1640 se inicia el periodo más amargo de su vida. En el día de Corpus estalla una revuelta en Cataluña, que tiene su origen en los abusos del ejército real sobre la población campesina, y que se convierte en una larga guerra de separación en la que las autoridades de Cataluña piden amparo al rey francés (levantamientos similares aunque de menor fuerza tienen lugar en Andalucía y Aragón; en cambio, el de Portugal concluye con la separación definitiva del país, tras sesenta años de pertenencia a la corona española).

Calderón participa en la guerra, en la que pierde a su querido hermano José. En 1642 abandona la carrera militar por problemas de salud. Y la década no puede terminar peor para el autor teatral: en 1644, debido a la muerte de la reina, cierran los corrales (teatros) en Madrid, cierre que se prolonga durante cuatro años.

(Entre paréntesis, en 1652 se firmó la paz con Cataluña, que retornó a la monarquía hispánica; en 1659 se firmó con Francia la Paz de los Pirineos, que supuso el reconocimiento de la derrota española, con la cesión obligada del territorio catalán situado al norte de los Pirineos)

En 1651 Calderón se ordena sacerdote y un año después ocupa la capellanía de los Reyes Nuevos de Toledo. En 1663 es nombrado capellán de honor del Rey. En 1677 se publica el quinto y último volumen de sus obras.

Pese al éxito de sus producciones teatrales y al favor real, que siempre supo mantener, Calderón no disfrutó nunca de una posición económica holgada, hasta el extremo que, a sus setenta y siete años, se le tuvo que conceder el privilegio de “porción de cámara”, es decir, el derecho a comer de la cocina real. Hay que reconocer que, por lo general, una gran carrera literaria, incluso si se contaba con el favor del poder, no daba para mucho.

Pero los sinsabores acabarían pronto. El 25 de mayo de 1681, el escritor, militar y sacerdote don Pedro Calderón de la Barca despertó por fin del sueño de la vida, quiero decir que se murió.

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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Arte y propaganda

El interesante artículo de Elisa Rodríguez Court, publicado en Revista de Letras, ha tenido, entre otros, el efecto de retrotraerme varias décadas en el tiempo, a los años en que la cuestión “literatura y compromiso” estaba en el ambiente intelectual de una manera casi obsesiva. Me refiero a los cuarenta, cincuenta y sesenta del pasado siglo, cuando la figura del intelectual moderno (dicen que inaugurada por Zola a propósito del caso Dreyfus) alcanzó la máxima relevancia social – era la época de Sartre y Camus, entre otros muchos – para desvanecerse luego con la resaca del 68. Hoy no hay intelectuales, en el sentido de los que hubo entonces. Pero la cuestión sigue aflorando de vez en cuando.

¿Puede o debe la literatura estar al servicio de una causa, por noble que sea esta?   Una vez enfriadas las pasiones polémicas, alimentadas, por cierto, por el ambiente de la “guerra fría”, creo que hoy la respuesta casi unánime es “no”. La literatura no puede estar al servicio de una causa, defender una ideología concreta o hacer propaganda de un modelo social. Porque entonces dejaría de ser literatura para convertirse en panfleto. Y no voy a traer ahora reflexiones tan antiguas – y tan acertadas – como las de Schopenhauer : el curioso puede verlas aquí en versión novelística.

La cuestión parece que está muy clara. Al menos para mí, y para otros muchos. El arte es arte, y no propaganda, catequesis o proselitismo… Pero la cosa ya no parece tan clara cuando se cae en la cuenta de unas posibles excepciones. Excepciones de tamaño considerable, por cierto.

Pienso en Virgilio, Dante, Calderón de la Barca, Bertold Brecht… Y seguro que hay más

Gran parte de la obra de Virgilio, el poeta más poeta de la literatura latina, está pensada para mayor gloria del imperio naciente y de su emperador, Augusto. El hecho de que La Eneida quedase inacabada nos ha privado de saber cómo hubiese coronado finalmente su obra con la apoteosis augustea. Cuestión de detalle.

Dante Alighieri, uno de los poetas más imaginativos y sutiles de todos los tiempos, dedica páginas enteras de su Commedia a convencernos de las bondades  de la teología católica, y no pocos versos a convencernos de la maldades de sus enemigos políticos.

Calderón, el autor teatral español más profundo y consistente – al menos, según los románticos alemanes –  enarbola el estandarte de la Contrarreforma para hacer la apología del catolicismo más ortodoxo, sobre todo en sus autos sacramentales.

Bertold Brecht propaga el ideario comunista a través de un teatro tan innovador y estéticamente tan impactante como no se había visto desde los años de Pirandello.

¿Entonces? ¿En qué quedamos? No sé. Seguiremos pensando.

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La filosofía de Schopenhauer explicada a un perro V

Decía que la voluntad −idéntica en mí y en todo el universo− es una fuerza ciega, inconsciente, que sólo quiere ser. Y esta fuerza está presente por igual en toda la escala de los seres de la naturaleza. La pesantez, la impenetrabilidad, la elasticidad, formas únicas de “movimiento” de los seres inanimados, es voluntad; la reacción a los estímulos, la generación, el crecimiento, la floración, la fructificación de los vegetales es voluntad; el instinto de industria, de supervivencia, de reproducción de los animales es voluntad…

¿Y el hombre? En el hombre −en el que no deja de funcionar todo lo anterior− se manifiesta además una diferencia que ya se apunta en los mamíferos superiores, y es que conoce, que puede actuar por motivos. Y esto ¿qué significa? Significa que, en el grado superior de su manifestación, la voluntad necesita cierta luz para seguir adelante, y entonces produce el cerebro. Así que el cerebro, la mente humana no es más que un producto de la voluntad para seguir existiendo, manifestándose.

Pero existir ¿para qué? ¿Qué busca esa fuerza imparable que, siendo manifestación de la cosa en sí única, se multiplica en infinidad de seres en continua lucha los unos con los otros? No lo sabe, Butz. La voluntad no lo sabe, y no lo sabe porque en su actividad no hay conocimiento, que sólo aparece con el hombre. Le basta con querer. Y quiere (actúa) de una manera más segura y menos sujeta a error cuanto menos la alumbra (¿o perturba?) la antorcha del conocimiento. El pájaro de un año construye el nido para sus crías que aún no conoce, el castor levanta una construcción cuya finalidad ignora, la hormiga almacena provisiones para un invierno que no conoce… la voluntad todo lo dispone, a ciegas pero infaliblemente, para el fin inmediato de sobrevivir y multiplicarse, pero ¿cuál es su finalidad última? Lo siento, Butz, pero me parece que te voy a decepcionar. Porque, si tenemos en cuenta que una pregunta sobre la finalidad es una pregunta sobre el tiempo y la causalidad y que estas formas no afectan a la cosa en sí que es la voluntad, comprenderemos que tal pregunta no tiene ningún sentido, que es sólo una manifestación −inadecuada al objeto− del modo de funcionar de nuestro cerebro.

Así que olvidemos el por qué y el para qué y sigamos con el qué. Decía que con el hombre aparece el conocimiento, la inteligencia conceptual, inteligencia que la misma voluntad ha creado para sus propios fines. ¿Fines? ¿No resulta irónico hablar así cuando sabemos que la voluntad no tiene más fin que el inmediato de ser y de reproducirse hasta el infinito? Es un ansia feroz la que le lleva a objetivarse en millones de individuos que, en cuanto lo son, se ven obligados a luchar entre sí por la conquista de la materia y del espacio… pero ¿cómo? ¿La propia voluntad lucha contra sí misma? Sí, en sus manifestaciones sí: la voluntad se devora a sí misma porque fuera de ella nada existe.

El vegetal vive del mineral, el animal devora al vegetal y también a otros animales, y al final llega el hombre, que toma toda la tierra por su finca particular y la explota despiadadamente. Devora los productos de la tierra y devora también, en cuanto puede, a los otros hombres, homo homini lupus. Sí, Butz, quizá esto no lo sabías. Pues conviene que te enteres: ningún animal es tan feroz con los de su propia especie como lo es el hombre. ¿Pesimismo, dices? ¿Que soy muy pesimista? No me hagas reir, Butz. Los que se proclaman optimistas deberían ser obligados a visitar los hospitales, los manicomios, las cárceles, las bodegas de los esclavos, las salas de tortura, los cadalsos y todos los rincones donde habita la más negra miseria, los barrios ínfimos de nuestras grandes ciudades, las minas, las fábricas, donde se obtiene el derecho a respirar a cambio de catorce horas diarias de trabajo embrutecedor, incluidos niños de ocho años. Así se comporta el hombre con el hombre: ciertamente lo del lobo resulta una metáfora abusiva.

Y no le va mejor al individuo consigo mismo. La vida de todo ser humano no es más que una lucha compulsiva en pos de una felicidad ilusoria. Los dolores le atormentan, son algo real; los goces los desea y, en cuanto los obtiene, o le decepcionan o los olvida en busca de nuevos goces. Nada le satisface, toda su existencia oscila entre la carencia, el deseo y la decepción. Y si no hay carencias ni deseos, se instala entonces en su corazón el peor de todos los monstruos; el tedio. Y todo ¿para qué? ¿qué queda de las multitudes que nos han precedido? ¿qué queda de la inmensa muchedumbre de individuos que han visto la luz por unos instantes para sumirse de nuevo en la oscuridad? Nada, de su pequeño yo nada queda. Cada individuo, cada rostro humano no es más que un breve sueño de la voluntad de vivir, un boceto que la voluntad traza a modo de recreo sobre el lienzo infinito del tiempo y el espacio y que no conserva más que un instante imperceptible, borrándolo enseguida para pintar nuevas figuras.

¿Y para qué todo ese juego, esa mauvaise plaisanterie, que decía Voltaire? Parece, Butz, como si… ¿qué haces? ¿duermes? No te duermas ahora, Butz, ahora no, que esto es importante, muy importante. ¡Despierta! Así, muy bien. Levántate; no, no te sientes ahora. Bueno, siéntate, pero pon atención, mucha atención. Decía que parece como si todo fuera consecuencia de un error, de un inmenso error. Estaba el ser, la cosa en sí idéntica a sí misma, hasta que un día −y perdona que haga uso, metafórico, del tiempo− esa cosa en sí, bajo la forma ya de voluntad, quiso entrar en la representación, quiso ser piedra, agua, aire, planta, animal, hombre, y lo quiso −lo quiere− con tal vehemencia que cada una de sus objetivaciones tiene que luchar por fuerza con todas las demás para asegurarse un lugar en el espacio. Ése fue, ése es el pecado original, Butz, el pecado de querer existir, el delito de haber nacido, que decía Calderón, y por él estamos todos condenados, condenados a la lucha, al dolor, a la insatisfacción, a la decepción, al tedio, a la muerte. (c0ntinuará)

(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)

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