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GARCILASO DE LA VEGA. El caballero y la muerte I

El verano de 1526 Granada era una fiesta. El emperador romano-germánico,  Carlos de Habsburgo, soberano de los reinos de España desde hacía pocos años, se había establecido en la ciudad con toda la corte procedente de Sevilla, donde había tenido lugar su boda solemne con Isabel de Portugal.

Treinta y cuatro años después de que los reyes cristianos expulsasen a los musulmanes, ocupaba la Alhambra el nieto de aquellos reyes, con todo su séquito y con un acompañamiento de invitados ilustres, llegados de distintos y hasta de distantes países. No faltaban los artistas y escritores. Uno de ellos, arquitecto y pintor, había de ser decisivo para la imagen de la ciudad. Pero no llegó con el séquito real, porque, toledano de nacimiento, hacía años que residía en Granada: Pedro Machuca.

Machuca, que había de concebir y dirigir la construcción del palacio que Carlos V quiso edificar junto a la Alhambra, era un artista totalmente renacentista, que había aprendido y asumido en Italia las formas y también el espíritu de la época. Porque lo que en la historia de la cultura se ha denominado “Renacimiento” no es solo un estilo de arte – sobre todo de arquitectura – que pretende prescindir del legado medieval para retrotraerse al de la antigüedad greco-romana, es una nueva manera de ver el mundo que coloca al ser humano, de una manera en cierto modo heroica, en el centro mismo de la Creación.palacio-carlos-v

Este movimiento hacía por lo menos un siglo que había nacido en Italia, y su expansión por Europa se había de prolongar hasta principios del siglo XVII. Pero, por entonces, su incidencia en España había sido escasa. Gracias a Machuca y a otros pocos, acabaría de imponerse en la arquitectura.

En literatura contaba con algunos intentos esporádicos, que no habían acabado de cuajar. Fue en aquel encuentro cortesano de Granada cuando se puso en marcha el proceso que alumbraría la instauración definitiva de la nueva poesía, elemento esencial de la nueva visión del mundo. Dos personajes fueron los protagonistas; un tercero recogió aplicadamente los frutos y se llevó toda la gloria.

Juan Boscán, nacido catalán y que conservaba casa e intereses en Barcelona, hacía años (desde la época del rey Fernando) que estaba estrechamente vinculado a la monarquía, a la que servía, entre otros cargos, como embajador.

Andrea Navagiero, humanista, embajador de la República de Venecia, formaba parte de la representación extranjera en la corte asentada en Granada. Un día de aquel verano, en los jardines del Generalife, tuvo lugar una larga conversación entre Boscán y Navagiero, del núcleo de la cual da cuenta el mismo Boscán:

Estando un día en Granada con el Navagero … tratando con él en cosas de ingenio y de letras, me dixo por qué no provava en lengua castellana sonetos y otras artes de trobas usadas por los buenos authores de Italia: y no solamente me lo dixo assí livianamente, mas aún me rogó que lo hiziesse…

Y continúa que se puso en ello, pero que el trabajo era arduo y que no habría llegado a buen puerto si su amigo Garcilaso no le hubiese empujado y acompañado.

El amigo Garcilaso de la Vega era un caballero de confianza del emperador, y también estaba en Granada. Y también había asistido asistido en Sevilla a la boda real. Y allá había conocido a una dama portuguesa de la compañía de la novia-reina que había de ser el amor de su vida, si bien él se casaría con otra – dama de la hermana del emperador – y ella con otro. Cosas de la pequeña política de los grandes.

Pero estábamos en que el joven caballero – tenía unos veinticinco años – había acogido con ganas la novedad que le mostrara el amigo. Y así, con el tiempo, fue dando a luz un modo de poesía nunca visto antes en España.

Corrientes aguas puras, cristalinas,

árboles que os estáis mirando en ellas,

verde prado de frescas sombras lleno,

aves que aquí sembráis vuestras querellas…

Con estos versos, y con otros muchos que escribió antes y después, la poesía en lengua castellana alcanzaba una cima que, creo yo, ya no volvería a alcanzarse, excepto con Juan de la Cruz y, en otro registro, con algunos de los poetas de la generación del 27.

La de Garcilaso no es una obra extensa, pero sí intensa. Aunque de una intensidad que no impone, que no hace aspavientos. La forma es siempre suave, delicada. El fondo, recio, austero, directo, vital, auténtico. Los temas son contados; una y otra vez vuelve a lo mismo:

El amor. Que es siempre dolor. Dolor por la imposibilidad de estar con la amada. Dolor por el rechazo de la amada. Dolor por la muerte de la amada. Dolor por la evocación del pasado tiempo feliz con la amada.

El tiempo. Que con su paso se lleva los momentos felices. El tiempo, que hace de la vida una experiencia fugaz que hay que fijar en el mármol de las palabras inmortales.

El paisaje. Una naturaleza en parte idealizada a la sombra de Virgilio y Sannazaro, en parte real a orillas de un río llamado Tajo. Un paisaje, luminoso o triste, que es como el espejo del alma del enamorado.

La amistad. Una amistad al mismo tiempo varonil y tierna como la que le une a Boscán, también poeta, aunque de menor calado. Raro caso en la historia de la literatura donde tanto abundan los odios entre escritores y tan poco las amistades verdaderas (¿hay alguna además de ésta?).

La muerte. Deseada cuando se siente desdeñado por la amada. Llorada cuando acaba con la vida de la amada. Bienvenida cuando el poeta se siente sumergido en la hermosa y blanda naturaleza (Yo solo en tanto bien morir me siento). De estas y de otras varias maneras la muerte suele estar presente. Se dirá que no pasa de ser un recurso retórico, un tema más, copiado de otros poetas (Petrarca, Ausiàs March). Lo dudo. Más bien se muestra como una presencia inexpugnable. Un crítico ha escrito: “Parece como si tuviera siempre la premonición de su prematura muerte”. Quizás.

No aparece entre sus temas ni la guerra ni la religión – y ya no digamos la patria, que aún no se había reinventado tal como hoy la conocemos. Curioso. Que un poeta de la católica Castilla, entregado servidor del emperador cristiano, no dedicara unos versos a la religión. Fue Azorín quien descubrió y anotó que Garcilaso es el único poeta español de los siglos XVI y XVII en cuya obra no hay “ni un solo verso de asunto religioso”.

Y lo mismo, pero no igual, en lo que respecta a lo militar y guerrero. Que un soldado-poeta tan valiente y arriesgado (como dejó muy claro) no dedicara alguna loa a la gloria militar, es también curioso. Pero la cosa aún resulta más extraña si es cierto, como parece, que los únicos versos dedicados a la guerra son para quejarse de su cruel inutilidad.

¿Quién no vio desparcir su sangre al hierro

del enemigo? ¿Quién no vio su vida

perder mil veces y escapar por yerro?

¡De cuántos queda y quedará perdida

la casa, la mujer y la memoria,

y d’otros la hacienda despendida!

¿Qué se saca d’aquesto? ¿Alguna gloria?

¿Algunos premios o agradecimiento?

Sabrálo quien leyere nuestra historia:

veráse allí que como polvo al viento,

así se deshará nuestra fatiga...

(Continúa)

[De Los libros de mi vida. Lista B]

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GARCILASO DE LA VEGA. El caballero y la muerte II

Garcilaso de la Vega nace en Toledo en 1501 en el seno de la familia Mendoza, poderosa en política, destacada en la cultura (había dado varios hombres de letras, como Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana) y adelantada del espíritu renacentista en Castilla.

Tuvo la educación que correspondía a su ambiente, y al espíritu de los tiempos, que dictaminaba, en palabras de Baldassarre Castiglione (Il cortigiano), que el buen cortesano había de dominar, además de la vida de sociedad, tanto las armas como las letras. Extraña pareja vista desde aquí y ahora.

En el conflicto que, a la llegada del emperador Carlos, enfrentó a algunos sectores de la ciudadanía castellana con el nuevo rey, Garcilaso se alineó sin dudarlo con la monarquía, a diferencia de su hermano Pedro, que luchó junto a los comuneros y que, tras la derrota, tuvo que exiliarse en Portugal, mientras rodaban las cabezas (y no en sentido metafórico) de los principales dirigentes rebeldes. Garcilaso, por su parte, pronto se ganó la confianza del emperador, a quien siempre sirvió lealmente.

En 1522 participó en la expedición militar a Rodas, organizada con el fin de salvar la isla del asedio turco, empresa que fracasó por falta de la esperada colaboración de Venecia. Iba también en la expedición el que sería su gran amigo de toda la vida, Juan Boscán.

Otra amistad íntima se inició dos año después, con ocasión de las acciones de Salvatierra y Fuenterrabía contra los franceses, con el entonces joven de dieciséis años Fernando Álvarez de Toledo, futuro Duque de Alba. Y no un duque de Alba cualquiera (si es que se puede hablar así) sino el tercero, aquél que había de sembrar el espanto en tierras de Flandes, donde todavía es terroríficamente recordado.

En 1525 casó con Elena de Zúñiga, dama de Leonor de Austria, hermana del emperador, que fue quien había decidido el matrimonio. Cosa normal entonces, cuando los únicos que podían decidir en estas cuestiones eran los más humildes. Más arriba de la escala social decidían los padres, siempre pensando en términos patrimoniales, y arriba de todo, los reyes. Y ya hemos visto que Garcilaso se movía por las alturas.

En 1526 asiste a la solemne boda entre el emperador-rey Carlos e Isabel de Portugal. Conoce ahí, o tal vez en Granada, donde a continuación se traslada toda la corte, a una dama de la reina, Isabel Freyre, quien, según los estudiosos, será el amor y musa inspiradora del poeta. Tres años después la dama se casa, lo que no hace sino igualar las situaciones de ambos y en el 33 o 34 muere de sobreparto. Y escribe el poeta, quizá en presencia, quizá en recuerdo de la vista del sepulcro:

Las lágrimas que en esta sepultura

se vierten hoy en día y se vertieron

recibe, aunque sin fruto allá te sean,

hasta que aquella eterna noche escura

me cierre aquestos ojos que te vieron,

dejándome con otros que te vean.

En 1529 emprende viaje a Italia con el rey y séquito para la ceremonia de coronación solemne de Carlos como emperador romano. Se detiene un mes en Zaragoza y tres en Barcelona, donde hace testamento, curioso documento en el que no olvida saldar pequeñas deudas contraídas tiempo atrás con individuos socialmente insignificantes. La ceremonia de la coronación imperial tiene lugar en Bolonia a principios de 1530.

Regresa a España y poco después marcha a Francia en una misión, parece que de espionaje, cerca de la corte de Francisco I. Por poco tiempo, porque en 1531 se halla de nuevo en la Península asistiendo en Portugal a la boda de un sobrino (hijo del hermano comunero), boda que se celebra contra la voluntad del emperador. Este acto, generoso y desprendido como muchos de los suyos, cuesta al poeta la pérdida (temporal) del favor real. Y se paga con un breve destierro en una isla del Danubio.

Gracias a la influencia del amigo Fernando, duque de Alba, el destierro en el Danubio se convierte en una muy feliz estancia en Nápoles al servicio del virrey y, como está claro, en la recuperación del favor real. Estancia que se prolongaría hasta 1535, interrumpida por dos viajes a España. En el primero (1533), como lugarteniente del virrey, para llevar una documentación al emperador, que se halla en Barcelona; ocasión que aprovecha para revisar con Boscán la traducción de éste al castellano de El cortesano, de Castiglione, y escribir el prólogo.

En Nápoles, Garcilaso está en su ambiente. Conoce y trata a las personalidades más destacadas del renacimiento literario, entre ellas Bernardo Tasso y el cardenal Pietro Bembo, y luce su genio propio en una corte que goza del esplendor cultural que se iniciara con el rey aragonés Alfonso V. Allá compone sus mejores y últimas obras (varios sonetos y canciones, las tres Églogas y las dos Elegías). También se enamora de por lo menos una bella napolitana, que pasa, innominada, a la historia de la literatura.

Pero su otro ambiente le reclama. A mediados de 1535 forma parte de la armada napolitana que se dirige al norte de África para unirse a las tropas españolas. En julio los atacantes toman La Goleta y a continuación entran en Túnez. El 25 de noviembre regresan triunfalmente a Nápoles.

No permanece allá mucho tiempo. El emperador le requiere para ciertas misiones diplomáticas en Florencia, Milán y Génova, donde finalmente se reincorpora a las tropas españolas. Nombrado maestre de campo con mando sobre tres mil hombres, tiene el cometido de contener y rechazar los intentos franceses de entrar en Italia.

En Provenza, junto a la población de Le Muy, se encuentra con una fortaleza cuyos defensores se niegan a abandonar. Sin pensarlo mucho – o más bien nada – y con unos pocos seguidores, intenta superar la muralla con la ayuda de una escala. Una gran piedra lanzada desde arriba rompe la escala y el escalador cae mal herido. Unos días después muere en Niza.

Tenía 35 años. Es sabido que los elegidos de los dioses mueren jóvenes. Y Garcilaso lo era. Al menos, de los dioses del Parnaso.

Pero, ¿por qué mueren pronto? ¿Por qué muere joven Garcilaso? ¿Quién dictó la sentencia? Por una parte, parece significativo que hiciera testamento a los 28 años; aunque quizá esto fuese normal en un soldado. O quizá la clave del enigma se halla contenida en algunos pasajes de su propia obra.

En cualquier caso, ante el desenlace final, resulta inevitable recordar aquellas palabras del personaje de Borges:

En el primer volumen de Parerga und paralipomena releí que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio”.

[De Los libros de mi vida. Lista B]

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