– Más de seis años. En abril, ¿recuerdas? Tú viajabas hacia Hispania.
– Sí, lo recuerdo, lo recuerdo perfectamente. Iba con Mamurra, y tú no dejaste de hostigarme durante toda la cena. Supongo que no pensabas que ibas a ponerme nervioso. Al contrario, estaba muy interesado, intrigado, diría, por ver si de tus palabras podía descubrir la razón de tu hostilidad hacia mí. Y la verdad es que aún no la he descubierto. ¿Por qué me atacas, Catulo? Sé muy bien que ni sigues a Catón ni te interesa la política. Entonces, ¿por qué me atacas? O quizá debería decir ¿por qué me atacabas?
– Me haces preguntas que no sé responder, César. Siempre estás ahí delante, a la vista de todo el mundo, con tus glorias públicas y tus vicios semiprivados. ¿Cómo podría resistirme? Los otros o te admiran o te odian. Yo solo te escarnezco y me río. Cosas del oficio.
-¿Sin odio?
-¿Puede el peor de todos los poetas odiar al mejor de todos los generales?
– Veo que eres el mismo. Eso está bien. Los hombres han de ser como son y seguir adelante por su propio camino. Hombres así van a ser ahora muy necesarios. Las cosas están cambiando en Roma. Y van a cambiar mucho más.
– Ya veo. Pompeyo y Craso, cónsules. Y Clodio, entregado como nunca a sus locuras.
– Pompeyo y Craso son mis aliados, como todo el mundo sabe. En cuanto a Clodio, está perdido. Ha resultado un mal actor. Ha llegado a creerse el papel que tenía asignado. Y, como debes saber, eso es fatal en el arte dramático.
– ¿Tú no te crees tu papel?
– Lo cumplo al pie de la letra. Pero hay una diferencia. El papel de Clodio lo escribí yo; el mío lo ha escrito el destino.
– ¿Te crees elegido de los dioses?
– Los dioses no me preocupan. Lo único que sé es que en algunas vidas hay una dirección, un destino, un camino iluminado por una estrella. Y hay que seguirlo. Hay que obedecer a la estrella. Tú ¿por qué escribes? ¿Por qué eres poeta?
– Cosa de mi estrella, no hay duda. En realidad, es lo único que sé hacer y que me interesa.
– Llámalo como quieras. Lo malo es cuando la estrella se oscurece o se oculta a la vista […
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Me sentía desarmado […] Y yo ¿cómo podría luchar con él? ¿Dónde estaban las fuerzas que me sostenían en mis posiciones quizá absurdas pero irreductiblemente mías? Solo podía rendirme.
– Tus palabras me conmueven – le dije, sin asomo alguno de ironía -. Pero no acabo de entender el motivo de tu invitación, ni la razón de tanta cordialidad.
– Motivos, causas, razones. No es así como se avanza, querido Catulo. Hay que acortar los caminos. Desde siempre he
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(De Lesbia mía )