Archivo mensual: marzo 2013

Posesión

Es sabido – por los pocos que lo saben  – que en mis novelas suelo recrear la personalidad y las vicisitudes de algún escritor del pasado, sin importarme si fue poeta, periodista o filósofo. Así, han pasado por el cedazo de mi imaginación y mi posesionescritura individuos como Catulo, Cicerón, Dante, Larra, Schopenhauer y algunos más. El procedimiento que utilizo – lo he explicado en alguna ocasión – consiste en situarme dentro del individuo en cuestión y, desde ahí, empezar a pensar, hablar y soñar como él mismo forzosamente lo haría. Sé que esto es más fácil de decir que de hacer. En apariencia. Porque la verdad es que, para mí, es facilísimo.

Tan fácil que resulta extremadamente peligroso. Pero primero habría que preguntarse ¿es efectivo? No estoy seguro de que sea yo quien deba dar respuesta a esa pregunta. Algún que otro crítico la ha dado ya por ahí. La que me encanta es ésta de Luis Vargas Saavedra, escrita en El Mercurio,  de Santiago de Chile, hace unos años:

«Es evidente que un escritor que se ha impostado en Cicerón, en Catulo, en Schopenhauer y hace poco en Larra (El corzo herido de muerte) ha asumido un rango “egipcio” de vivificador de escritores muertos. Y es de conjeturar que lo asume por una razón muy personal, que bien podría ser [aquí suprimo ciertas suposiciones, quizá acertadas, que aluden a aspectos íntimos de mi personalidad]…  Lo viene efectuando con elegancia sobria, sin autoostentación… Podríamos llamarlo “efecto Priante”, incluso “priantismo”, y aguardar a que lo continúe desarrollando, con una brillantez acendrada».

Este párrafo fue un ataque frontal a mi natural modestia, del que aún no me he recuperado. O sea, que lo he conseguido, me dije; o sea, que lo que vagamente me había propuesto – suplantar a ciertos personajes considerados geniales – lo he logrado plenamente, y ahí está la certificación del crítico aludido y de alguno más.

Podía respirar tranquilo. Había encontrado mi voz, mi tono, mi escritura, mi razón de ser en el mundo de las letras. Siempre que me lo propusiese, podría introducirme  en la piel de una personalidad de otro tiempo y, felizmente poseído,  escribir y soñar como ella misma lo habría hecho.

¿Solo siempre que me lo propusiese? ¿Solo personalidades de otro tiempo? Aquí viene lo del peligro. Un peligro similar al que corriera el Dr.  Jekyll en relación con Mr. Hyde. El buen doctor permitió que, de sí mismo, se formase el perverso Hyde, pensando que, cuando quisiera, podría controlarlo, reducirlo y hasta eliminarlo. Pero cuando quiso, no pudo. La similitud con mi caso consiste en que, hasta ahora, me dejaba poseer por ciertos escritores famosos cuando yo quería y, más o menos, como yo quería. O me dedicaba a mimetizarlos desde mi voluntad más libre. Hasta ahora.

Hace un tiempo, pongamos cinco meses, que casi todo cuanto escribo tiene para mí un aire como de conocido reciente. Tanto las frases como las piruetas mentales que las originan no me recuerdan al escritor que yo era antes de ese breve tiempo. Y hoy se me ha revelado la terrible verdad. He descubierto que, sin que yo lo haya premeditado y decidido, un escritor, y perfectamente vivo – lo que aún es más intolerable -,  está tomando posesión de mi espíritu.

No puedo permitirlo. No puedo aceptar convertirme en negro literario de cualquiera que pasa por ahí, sin haber acreditado por lo menos siglo y medio como difunto.  Si lo permitiese, estaría dando por buena aquella extraña idea del intruso en cuestión de que escribir es un desposeerse sin fin. He de dejar de leer a Vila-Matas.

2 comentarios

Archivado bajo Escritores vivos, La letra o la vida

Por qué Schopenhauer IV

(Continuación) Una novela que, en determinado momento de su escritura, me planteó un serio problema. Y es que parece que una obra, del género que sea, que trata de un filósofo, ha de aludir de alguna manera a su filosofía. Pero yo mantenía al filósofo recluido en la soledad de su apartamento, y aunque es verosímil que ahí evoque, con rabia o con nostalgia, momentos destacados de su existencia, ¿va a explicarse a sí mismo su propia filosofía, sólo para que el público lector se entere? Por suerte, había otro personaje por ahí, que enseguida me brindó la solución: su fiel perro Butz. Hecho. Schopenhauer se dirigirá a él para explicar de modo rápido y somero su sistema filosófico, poniendo además la explicación al nivel del entendimiento perruno para que así también quede asegurada la comprensión del hipotético lector. Estoy seguro de que esta ficción no le hubiese desagradado al viejo filósofo. Tan seguro estoy de ello que a veces pienso que quizá no es ficción.

De la filosofía del personaje no pienso hablar. Estoy convencido de que hay aquí filósofos y aprendices de filósofos que me pueden dar cien vueltas en el asunto. Pero sí quiero señalar un hecho, una característica no sé muy bien si de esa filosofía o de su creador. Su extemporaneidad. En tres rasgos.

Uno. Schopnehauer se proclama seguidor y superador de Kant, pero escribe su obra en un momento en que ya pocos piensan en Kant, en que el kantismo ha sido arrumbado por Schelling y, sobre todo, por su odiado Hegel.

Dos. El mundo como voluntad y representación, su obra fundamental, aparece en 1819, pero pasa totalmente desapercibida y no empieza a ser conocida y reconocida hasta más de treinta años después, en la década de los cincuenta.

Tres. Se ha afirmado, por los que afirman estar enterados de estas cosas, que la filosofía de Schopenhauer responde al pesimismo burgués, fruto del desencanto por el fracaso de la revolución de 1848. Quizá. Pero en todo caso hay que tener en cuenta que, cuando la revolución del 48, la obra de Schopenhauer tenía nada menos que treinta años de edad.

Extemporaneidad. Y en más de un aspecto. Fuera de su tiempo, sí, pero también fuera de su medio, de su ambiente. Schopenhauer nunca se sintió un filósofo entre filósofos, al menos entre sus contemporáneos. De hecho, afirmaba que sólo podía haber un gran filósofo por generación. Y no ocultaba su conclusión de que, en la suya, en su generación, ese gran filósofo era precisamente él. Es sabido que nunca practicó la virtud de la modestia. Despreciaba y atacaba a los filósofos profesionales. Aunque él mismo intentó en cierto momento y por razones económicas ejercer de profesor universitario, nunca se ahorró críticas contra los filósofos de universidad, por su servilismo hacia el Estado, principalmente, y por el mero hecho de que utilizasen el pensamiento como medio de vida, cuando el esfuerzo filosófico, afirmaba, ha de estar siempre al servicio total y exclusivo de la verdad.

Esta actitud de Schopenhauer hacia los profesionales de la filosofía ha sido ampliamente correspondida por la otra parte. Todavía en vida, su obra fue prácticamente ignorada por el mundo universitario. Y en las décadas siguientes, hasta hoy mismo, la situación no ha variado sensiblemente. Y a todos los niveles del profesorado. Un pequeño ejemplo: en la novela del profesor Gaarder El mundo de Sofía, en la que en plan didáctico se repasa la historia de la filosofía, el nombre de Schopenhauer simplemente no aparece. Para mí esto resulta tan increíble como si en una historia de la literatura europea no apareciese el nombre de Shakespeare o el de Cervantes. Para mí, claro. Pero yo no soy experto en filosofía, sólo conozco una jugada. Así que quizá el profesor Gaarder tenga razón.

Yo sólo soy un escritor, un artista, me gustaría poder decir. Y es curioso que haya sido precisamente entre los escritores (como entre los músicos) donde Schopenhauer ha obtenido su mayor y mejor cosecha. El número de literatos influidos por nuestro filósofo forman legión. Puedo citar a Thomas Mann, Pío Baroja o Borges, entre los agradecidos, es decir, entre los que no ocultan la influencia, pero también están los que no pueden negarla: Tolstoi, Turguenev, Zola, Proust, Unamuno, Azorín, Kafka, Gombrovicz, Thomas Bernhardt, y tantos otros.

Así, no es de extrañar que yo, un simple escritor, un artista, me gustaría decir, si por algún filósofo me había de sentir atraído y conmovido, no podía ser por otro que por Arthur Schopenhauer.

   FIN

3 comentarios

Archivado bajo Postales filosóficas

Por qué Schopenhauer III

(Continuación) Tratándose esta de una novela biográfica hay una cuestión que inevitablemente ha de plantearse. De manera que ya me adelanto formulando la pregunta. ¿Es fiel a la biografía del personaje novelado? ¿Cuánto hay en ella de realidad y de imaginación? Antes de contestar a esta pregunta he que aclarar que, para mí, en el arte todo es imaginación, que la verdad de la obra de arte es propia y diferente de la verdad de la calle…si es que ésta existe. Pero éste es un tema que requeriría paciencia y tiempo para desarrollarlo. Ahora simplemente he de decir que la novela se ajusta a los datos conocidos de la vida de Schopenhauer, reelaborado todo literariamente, por supuesto.

Y sin embargo, hay una excepción. Hay en la novela una escena que no sólo es imaginada en su desarrollo, como todas las demás, sino que ha sido total y cabalmente imaginada, es decir, inventada. Se trata de un encuentro, un enfrentamiento verbal con otra persona también real, existente, contemporánea de nuestro protagonista, pero que nunca estuvo ahí, quiero decir, que nunca se encontró ni habló con Schopenhauer. ¿Por qué esta invención? Creo que por comodidad, francamente. Quería dar una idea clara, contundente, del carácter muy especial de nuestro filósofo. Cierto que podía haber escogido entre las diversas anécdotas que le atribuyen los biógrafos, pero me pareció más sencillo, más claro, más expeditivo inventarme yo mismo la anécdota, y creo que ha funcionado, que da una visión del carácter del personaje mucho más fiel de la que habría podido dar la reproducción mecánica de alguno de los hechos reales que se conocen de su vida. Este es el gran privilegio del arte, la gran libertad del artista: que cualquier método, cualquier camino es lícito siempre que contribuya a edificar la Idea que ha de encarnar la obra.

También el hilo conductor de la novela, al que se alude en el título, es producto de la imaginación del autor, o eso parece. Toda la obra está estructurada sobre la presunta frustración de Schopenhauer por no haber recibido su filosofía la aprobación de Goethe. Pero ¿es eso real? ¿es histórico? Bien, los datos son estos:

  1. Es cierto que Schopenhauer profesaba una gran admiración por Goethe.

  2. Es cierto que Goethe leyó la obra fundamental del filósofo, y que elogió la calidad de su estilo.

  3. Es cierto que Goethe nunca se pronunció sobre el contenido de esa obra, a pesar de los requerimientos de Schopenhauer.

Esto es todo lo real, lo históricamente comprobado. Que nuestro filósofo se sintiera toda su vida más o menos traumatizado por ello, como se desprende de la novela, es algo que tiene su origen en el poder fabulador, o quizás adivinatorio, del novelista.

Para todos los que no la han leído, que deben de ser la mayoría de los aquí reunidos, quizá debería dar un breve resumen del desarrollo de la novela. Muy breve.

Restablecido transitoriamente de su enfermedad, en la soledad de su vivienda, meditando, pensando en voz alta, dirigiéndose a veces a su perro fiel, el anciano filósofo rememora momentos destacados de su existencia: ahí aparecen la muerte del padre, las difíciles relaciones con la madre, el despertar de la pasión filosófica, el encuentro con Goethe en Weimar, la creación de la gran obra, el viaje a Italia, el rechazo del mundo universitario, los amores, la frustración ante el silencio que rodea a su obra, el reconocimiento tardío. Sí, finalmente, el mundo se inclina ante el filósofo ya anciano. Pero ¿y Goethe? Por qué nunca se pronunció sobre el contenido de su obra fundamental. Este es, como he apuntado antes, el hilo conductor a lo largo del cual avanza toda la novela. (Continuará)

7 comentarios

Archivado bajo Postales filosóficas

Por qué Schopenhauer II

(Continuación) ¿Por qué Schopenhauer? ¿Por qué he escrito una novela con Schopenhauer no ya como protagonista, sino como personaje único y absoluto que, en la soledad de su estancia, se representa el mundo y la existencia que le ha tocado vivir? Todas mis novelas, si es que lo que escribo puede recibir el nombre de novela, tienen algo en común: que el protagonista no es enteramente de ficción, que se trata de una persona real que vivió siglos atrás y que se hizo un nombre en el mundo de las letras. En mis novelas (sumando las publicadas y las no publicadas) se mueven personajes como Ausonio, Paulino de Nola, Catulo, Cicerón, Petronio, Dante, Larra, Schopenhauer. En esta breve constelación del firmamento de las letras todos son poetas (sí, también Cicerón). Todos menos Schopenhauer. Entonces ¿por qué Schopenhauer?

En cierta ocasión me preguntaron qué tienen en común los protagonistas de mis novelas. Estuve a punto de contestar: que son poetas. Pero enseguida caí en la cuenta que nuestro filósofo no lo es. Y entonces, sin meditarlo, me surgió la respuesta correcta: que todos son auténticos, que son personas de verdad, no muñecos ni fantasmas, que son personas que buscan la verdad en el arte, en el pensamiento, en la vida, como sea y al precio que sea. No hay duda de que Schopenhauer es una de ellas.

Lo conocí en mi adolescencia. Todavía joven, leí su obra fundamental. Y a pesar de que me deslumbró y hasta me emocionó, procuré disimular y no hacerle mucho caso. Y es que los vientos que soplaban en mi juventud no eran nada propicios a los filósofos burgueses y pesimistas. Había una tarea, un combate prioritario, y muchos jóvenes universitarios de buena fe estábamos implicados en él.

Muchos años después, ya en plena tarea de “resucitador de escritores muertos”, como me ha calificado un crítico literario, me acordé de pronto del viejo Schopenhauer y me dije ¿por qué no? Y acudí al reencuentro y volví a sentirme fascinado por él. Pero fascinado ¿por qué?

Lo que me atrajo del personaje, lo que me motivó para elegirlo de protagonista no fue su condición de filósofo, es decir, no fue ni su actitud filosófica ni el contenido de su pensamiento. Lo que me motivó para escribir sobre él fue su condición humana, su condición de hombre auténtico a la que antes he aludido, y también su cualidad arquetípica, y es que, al menos para mí, Schopenhauer es el perfecto arquetipo del pensador solitario, del intelectual libre, insobornable, independiente de toda influencia clientelista, al margen de cualquier grupo, moda o tendencia dominante en la época. Cualidades, por cierto, que tuvieron su lado negativo. Y es que esa radical independencia frente a todo grupo o capilla hizo de él un filósofo marginado, hasta el extremo de que su obra estuvo a punto de pasar desapercibida y que sólo en la ancianidad alcanzó la fama que algunos creemos que merecía.

Una vez elegido el personaje, me puse a trabajarlo siguiendo el procedimiento que suelo utilizar. Estudié a fondo la persona, me impregné de su escritura, de su carácter, de su estilo, de su pensamiento… y empecé a escribir. Y fui escribiendo no abordándolo desde fuera, sino desde dentro, es decir, ocupando su mente y su corazón y, desde ahí, pensando, sintiendo y expresándome tal como él forzosamente lo hubiese hecho. Reconozco que es un sistema bastante atrevido y quizá presuntuoso, pero lo que cuenta es el resultado. Y el resultado ¿ha sido satisfactorio? Aparte de lo que cada lector o crítico pueda opinar, creo yo que hay un sistema seguro para averiguarlo. En el texto de la novela hay, de vez en cuando, pequeños fragmentos auténticos y literales del propio Schopenhauer. La prueba consistiría en reconocer esos fragmentos por su disonancia con el grueso del texto, original del novelista. Cualquiera puede hacerla. (Continuará)

2 comentarios

Archivado bajo Postales filosóficas

Por qué Schopenhauer I

Hay una novela corta, escrita a mediados del siglo pasado, donde se cuenta lo siguiente. En cierto país, sojuzgado por una dictadura, es detenido un hombre. Se trata de un intelectual, un hombre de letras. La policía quiere obtener de él una información y para ello le somete a interrogatorios sucesivos. En su celda, el hombre está privado de todo alimento…intelectual. No hay una sola letra a su alcance para leer, y esto es para él el mayor de los tormentos, y sus carceleros lo saben. Pero en cierta ocasión, en uno de los traslados del lugar del interrogatorio a la celda, consigue hacerse con un librito abandonado por ahí, sin que sus guardianes lo adviertan.

Ya en la celda, comprueba con desilusión que se trata de un tratado de ajedrez, de un largo comentario de una sola jugada. De ajedrez, nuestro hombre solo tiene ligeras nociones. Da igual. Con verdadero entusiasmo se sumerge en el librito, en el estudio de la jugada. Tiempo después, ya libre, durante una larga travesía en barco, observa cómo dos pasajeros están disputando una partida de ajedrez, rodeados de curiosos. Uno de los jugadores es un maestro y parece que tiene al otro acorralado. Nuestro hombre, tras examinar unos segundos el tablero exclama: tengo la solución. Los dos jugadores le miran perplejos. El que ya se considera derrotado le cede gustosamente su puesto. Y nuestro hombre, en unos pocos movimientos, derrota al maestro. Felicitaciones y alabanzas. “Usted es un genio del ajedrez”, dice alguien. “No, responde, yo no sé jugar al ajedrez. Sólo conozco una jugada, que es ésta”. Y es que, casualmente, aquella era la jugada que él había estudiado en sus largos días de cárcel.

En estos momentos me encuentro en situación parecida al hombre de la novela. Estoy hablando a filósofos y a aprendices de filósofos, que esperarán oir algo de filosofía. Pero yo no sé filosofía. Conozco sólo una jugada, que se llama Schopenhauer. ¿Por qué Schopenhauer?

Pero antes de proseguir, debo hacer una aclaración. En la novelita de Stefan Zweig a la que acabo de aludir, la historia no es exactamente como la he contado, hace poco lo comprobé, pero yo la recordaba así, y así era como mejor se adecuaba para iniciar mi intervención. No me disculpo por ello. Este tipo de mixtificaciones son inherentes al oficio de escritor. (Continuará)

Fragmento inicial de la conferencia pronunciada en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona el 12 de diciembre de 2007.

1 comentario

Archivado bajo Postales filosóficas

¿Dónde está la filosofía?

Leo: “La misión de la filosofía desde sus orígenes ha sido proponer un ideal”. Y pienso: no es verdad. Para empezar yo no emplearía la palabra “misión”, de claras connotaciones religiosas o aventureras, sino “tarea”, mucho más humilde y adecuada a cualquier oficio, desde el más bajo hasta el más alto, como se suele suponer que es el de la filosofía.

Y pienso que no es verdad porque basta examinar el contenido de la mejor filosofía de todos los tiempos para ver que la tarea ha consistido en estudiar y explicar la realidad del mundo y del ser humano y – en lo posible – las razones últimas (causas y destino), que es en lo que se diferencia de la ciencia. Cierto que alguna vez algún filósofo ha propuesto un ideal social, como por ejemplo Platón en parte de su obra o Marx en su obra entera. Pero estas propuestas han quedado siempre o en el limbo de lo no aplicable o en el infierno de los experimentos desgraciados.

Y he seguido leyendo, con la tenue esperanza de que quizá me haya precipitado, de que quizá el autor con ese “proponer un ideal” de la filosofía se refiere a algo más aproximado a lo que en general – no es un capricho mío – se entiende por la tarea de la filosofía. Pero llego a esta frase: “el ideal no describe la realidad tal como es —ése es el cometido de las ciencias— sino como debería ser y señala un objetivo moral elevado a los ciudadanos”.

Entonces está claro. Entonces me ratifico en mi primera impresión: no es verdad. No es verdad que la misión o tarea de la filosofía consista en proponer un ideal de sociedad y señalar un objetivo moral elevado a los ciudadanos. Esa es misión de un proyecto político, de una religión o incluso, lo concedo, de esa rama de la filosofía llamada ética. En definitiva esa es la misión de un predicador, que es un señor que puede hablar de la inmortalidad del alma con la alegría del que hace juegos malabares.

Confieso que, si la cosa me importase mucho, vería con cierta alarma cómo la filosofía está cayendo en manos de practicantes de la autoayuda, por una parte, y de predicadores muy bien instalados, por otra.

Y de lo que se trata, creo, es simplemente de pensar en lo que hay y por qué lo hay. Hasta el “para qué” puede estar de más en un pensamiento riguroso.  Pero en fin, cada cual a lo suyo, y yo no he dicho nada.

9 comentarios

Archivado bajo Postales filosóficas

Postales filosóficas II

A partir del próximo día 19 y en cuatro entradas sucesivas, explicaré por qué me fijé en el filósofo Arthur Schopenhauer para convertirlo en protagonista de mi novela El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer.

Será fácil. Consistirá en recortar y pegar los fragmentos sucesivos de la conferencia que pronuncié en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona, poco después de publicado el libro. Y así, de paso, responderé a las demandas de ciertos lectores del  blog. Aproximadamente. Porque ya sé que no es esto precisamente lo que esperaban. Pero, de momento, es lo que hay.

Deja un comentario

Archivado bajo Postales filosóficas

Intelectual devorado por la política II

El primer ejemplo moderno de intelectual devorado por la política que se me ocurre es el madrileño Mariano José de Larra. Practicante desde muy joven de la literatura de actualidad, es decir, del periodismo, el tema central de de sus preocupaciones fue la situación política y social de España y la manera de superarla. Su modelo eran los países más avanzados de Europa, y su método consistía en la exposición descarnada – con un humor ácido y hasta cruel – de los vicios y miserias  nacionales. También escribió una novela y varias obras de teatro, pero no es por esto por lo que ha pasado a la historia.

Convertido, a su temprana edad de 27 años, en uno de los personajes más celebres de España, no supo resistir la tentación de intentar llevar a la práctica sus ideas políticas, y a la primera oportunidad de una convocatoria electoral mínimamente correcta, se presentó para diputado a Cortes. Pero, recién elegido, un pronunciamiento militar (de carácter “progresista”, cosa no infrecuente en la España de entonces) se le adelantó por la izquierda, de manera que, habiendo querido seguir el camino legal, fue declarado traidor y tratado como un apestado por la  compagnia malvagia e scempia de sus, hasta entonces, afines políticos. Seis meses después se pegó un tiro. Pero en esto intervinieron otras causas de más hondo calado personal.

Y la verdad es que en este momento no se me ocurren otros ejemplos de intelectuales fatalmente atraídos por la acción política, pero que los hay, seguro. O sea, que el problema está en mi ignorancia, no en los datos de la realidad. Cierto que me suenan los nombres de André Malraux y Jorge Semprún. Pero a estos no les fue muy mal, lo cual parece contradecir mi tesis. En mi descargo he de decir que, tanto el uno como el otro, más que políticos fueron gestores de la política cultural de unos partidos muy sólidamente asentados en el poder. O sea, que más bien habrían de ser considerados como funcionarios, condición ésta que nunca le ha venido mal al intelectual.

Y de pronto, pienso en el escritor Vargas Llosa, que sí se lanzó con brío a la arena política.  Pero  tuvo la inmensa suerte de ser derrotado en las elecciones presidenciales de su país, con lo que no sabe él, o quizá sí, la magnitud de los sinsabores que se ahorró.

Y cierro la lista con un ejemplo que creo indiscutible: el del ex papa Benedicto XVI. Hecho para los libros y las argumentaciones teológicas y filosóficas, nunca supo estar a la altura – o la bajura – de las exigencias políticas. Como botón de muestra recuerdo aquella ocasión en que “metió la pata” ante representantes de otra religión o cultura al expresarse según su propio universo intelectual, sin molestarse en consultar el Manual Internacional de lo Políticamente Correcto antes de abrir la boca. No es difícil, pues, imaginarlo en el laberinto de intereses e intrigas del Vaticano, a punto, como quien dice, de perder la cabeza.

No me cabe la menor duda de que Joseph Ratzinger constituye el ejemplo moderno más preclaro de intelectual devorado por la política.

4 comentarios

Archivado bajo La letra o la vida

Intelectual devorado por la política I

Llamo aquí intelectual a aquella persona en la que prima la meditación sobre la ejecución, el pensamiento sobre la acción. Por lo general, estas personas suelen cultivar la filosofía o las ciencias sociales y sus aledaños, pero también la literatura o el periodismo. Y cuando meditan sobre la sociedad no solo la explican y la analizan, sino que además suelen proponer remedios. Lo malo – para ellas, se entiende – es cuando se lanzan a la arena para participar activamente en las lides políticas. Más que malo, mortal de necesidad. Tanto en el sentido figurado como – sobre todo en la antigüedad – en el literal.

Tengo una pequeña lista de ejemplos para demostrar o, mejor dicho, para mostrar – aquí no hay que demostrar nada – que el peor negocio que puede hacer un intelectual es meterse a político. Van desde la antigüedad romana hasta nuestros días. Y casualmente, o no,  algunos son protagonistas de novelas mías.

No se puede decir que Cicerón fuese un intelectual puro. Como buen romano de la época, aspiraba a participar en la gestión de la cosa pública. Y en ello empleó la vida, empezando por la abogacía y llegando a ostentar el consulado, especie de presidencia (dual) de la república. Pero siempre fue con la teoría por delante. Cierto que los vaivenes de la política real le obligaban de vez en cuando a inesperadas mudanzas, pero no menos cierto que nunca abdicó de su programa ideal, mientras que, a su alrededor, los verdaderos políticos seguían moviéndose no por ideas – pese a sus proclamas – sino por intereses. El caso es que los desaciertos prácticos de Cicerón no hicieron sino aumentar en los últimos años. Hasta el broche final, que consistió en apoyar al joven Octaviano (sobrino-nieto de Julio Cesar y futuro Augusto) frente a Antonio (ex-lugarteniente de César). La inesperada alianza entre los dos líderes hasta entonces enfrentados se llevó como prenda la cabeza de Cicerón. Literalmente, por supuesto.

Séneca era ya un intelectual de prestigio cuando Agripina  lo rescató de un destierro de desconocidas causas para ponerlo como preceptor de su hijo, el joven Nerón. Al principio la cosa fue muy bien. Y cuando el joven accedió al poder, todo el mundo estuvo encantado de que coincidiesen un maestro tan sabio con un muchacho tan prometedor. Pero el muchacho enseguida quiso dar por bueno el dicho moderno (“…el poder absoluto corrompe absolutamente”) y empezó a cometer barbaridades ante la perplejidad, se supone, del severo maestro. Y digo “se supone” porque Séneca, consejero de Nerón y, de hecho, una especie de primer ministro, parece que no pudo, no supo o no quiso contener las maldades de su pupilo y señor. Lo que sí está claro es que fracasó en su quehacer político, fracaso que le empujó a abandonar el cargo y poco después la vida, a instancias, en este caso, de su antiguo e ingrato discípulo.

Dante fue primero de todo y sobre todo un poeta. También un sabio, con sus interesantes aportaciones a la lingüística en De vulgari eloquentia, y finalmente un teórico de la política en De Monarchia. Pero en cierta etapa de su vida, como ciudadano de la república que era Florencia, quiso participar en la política. Partidario de la supremacía del poder civil sobre el eclesial y más o menos encuadrado en el partido de los llamados güelfos blancos, se opuso tanto a las pretensiones despóticas de los nobles locales como a las ambiciones anexionistas del Papa, poniendo su esperanza en un gobierno universal del emperador germánico (heredero del romano), que habría de garantizar las libertades de unos reinos y repúblicas autónomos.  Participó en el gobierno de Florencia, hasta que una maniobra conjunta de los enemigos antes citados lo descabalgó del poder y de la patria, y vivió desterrado el resto de su vida.

En los primeros tiempos del destierro, cuando aún tenía esperanzas, participó en la organización de las estrategias políticas y militares urdidas para derrocar al poder ilegítimo instalado en Florencia.  Fue entonces cuando hubo de sentir la misma amargura que sintiera Cicerón en compañía de los pompeyanos opuestos a César:  la experiencia de la compagnia malvagia e scempia (la compañía  malvada y estúpida), el triste descubrimiento de que, con frecuencia, lo peor no es el enemigo que tienes enfrente, sino el compañero que tienes al lado, movido por intereses bastardos y que, ante cualquier duda o matización tuya, está siempre dispuesto a espetarte: pero tú ¿de qué lado estás? No sé por qué, imagino que ésta debe de ser la verdadera cruz del intelectual honrado metido en política.(continúa 

3 comentarios

Archivado bajo La letra o la vida

Quos deus vult perdere

El caso es que, en aquel mismo instante, Oscar quedó prendado de Alfred (Bosie, para los amigos) y que ya nunca lograría desprenderse de él. Formaban una pareja “complementaria”, como algunos gustan llamar a lo desigual. Lo único que tenían en común era su amor por la literatura, por la poesía; más auténtico, creo yo, en el caso del mayor que en el del joven.

Por lo demás Oscar era todo amabilidad y dulzura (faltaba poco para que sus triunfos y la conciencia de su valía se le subiesen a la cabeza) mientras que Bosie era arrogante, testarudo, temerario y hasta despótico. Pero tenía a su favor, además de la belleza y la sensibilidad artística, el hecho de ser hijo del Marqués de Queensberry, una de las familias de más rancio abolengo de Inglaterra. Demasiado para que el bueno de Oscar pudiera resistirse.

Hablando en plata, Oscar se enamoró perdidamente del muchacho. Y el muchacho no solo se dejó querer sino que, en su exigencia de pruebas amorosas, fue arrastrando al amante hasta el borde del abismo, donde le bastó un leve empujón para dejarlo caer.

Todo lo malo que supuso aquella relación para Wilde está expuesto con absoluta clarividencia en De profundis, extensa carta dirigida a Bosie y publicada años después. Al leer tal lista de quejas y reproches, tal recopilación de vejaciones y humillaciones, seguidas de rupturas y reconciliaciones, uno se pregunta cómo es posible que una persona tan lúcida y creativa se dejase arrastrar por una personalidad tan mezquina.

La respuesta es el amor. “El amor es mejor que la vida”, canta el Ruiseñor presto a sacrificarse. Sí, pero el amor también suele ser la clase de locura que el dios envía a quienes quiere destruir (“quos deus vult perdere dementat prius”).

(De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

8 comentarios

Archivado bajo Opus meum