A.P. GUÍA ILUSTRADA IV. Destino. A mitad de la vida. Finalmente. Cambio de marco

Destino

Mi destino siempre me lo había imaginado ligado a la figura del escritor sabio: poeta, novelista o filósofo, o las tres cosas juntas. Pero la realidad de la vida, expresión que solía utilizar mi padre cuando nos sorprendía soñando, se empeñaba en llevarme por otros derroteros.

Quizá debiera decir que me dejaba llevar, porque la verdad es que yo no ofrecía ninguna resistencia activa a engordar las filas del rebaño pequeño burgués. Escribía, sí, pero en la clandestinidad primero del hogar paterno y luego del hogar propio (aunque estaba claro que yo no había nacido para padre de familia, defecto por el que no solo no fui castigado sino extrañamente premiado). Pero todo lo que escribía parecía confirmar que mi genio era escaso y mis posibilidades de destacar en el mundo literario, nulas.

Pienso ahora que este juicio sobre mí mismo, fallado casi al principio de mi historial de intentos, fue consecuencia natural de una exigencia nada realista en la elección de modelos o maestros. Pasando por alto las medianías, mi interés apuntaba solo a lo más alto: era lógico que yo siempre me encontrase muy bajito.

Otro carga negativa que tuve que soportar y que impedía el avance era la idea que me había formado de mí mismo como escritor nada imaginativo. Idea manifiestamente falsa solo con que se tengan en cuenta obras como Mundo, Demonio y FaustoFantasías a la manera de Hoffmann; cosa difícil, por cierto, debido a la circunstancia de que ninguna de las dos ha sido publicada.

Y además, estaba mi postura en sociedad, tan criticada por algunos amigos: la timidez, la modestia, el no querer o no saber pregonar mis presuntas capacidades o virtudes. Cierto. Pero también es cierto que, con el tiempo, he sabido desprenderme, por lo menos, de la segunda de las taras citadas. Como a su manera supo hacerlo cierto personaje de la Francia de la Ilustración.

A la mitad de la vida

El caso es que, pasada ya la mitad de la vida, conseguí escribir una novela de la que quedé hasta cierto punto satisfecho, y del todo convencido de que la obra estaba, por lo menos, a la altura media de lo que se producía en el mundo editorial. Así, que intenté su publicación. (Se trata de La ciudad y el reino, aclaro, a la que he dedicado más o menos los tres primeros capítulos de esta serie). La respuesta del mundo editorial – una veintena de empresas, para empezar – fue casi unánime. Silencio.

Una, a la que me había dirigido levemente recomendado por una escritora famosa y amiga, me contestó en términos más bien positivos y me obsequió con un detalle que me pareció insólito: una copia del informe, muy favorable, que había emitido el lector profesional de turno, supongo que para endulzar la negativa que a fin de cuentas me comunicaba. Y es que  la dirección de una editorial tiene sus razones, que los lectores profesionales no entienden.

Otra me sorprendió con una salida más rocambolesca, pero que finalmente me permitió asomar  la cabeza al mundo deseado de la publicación. A los pocos meses de haber lanzado la veintena de originales sobre las mesas de los editores – cosa que en principio no es nada recomendable, aunque nunca se sabe -, recibí una llamada telefónica. Tras una mínima presentación por su parte, el hombre me preguntó quién era yo, con el tono del que inicia una investigación urgente. Desconcertado, le contesté como supe.

Lo que sí supe enseguida fue quién era él, con solo oír su nombre. Poeta unánimamente apreciado y ensalzado, miembro de la Real  Academia Española, director literario de una editorial de primera línea…  Y una nube rosada se instaló en mi cerebro y una voz  como  la mía me habló así: si te ha preguntado “tú quién eres” es porque un literato y hombre de mundo como él, siempre al tanto de todo fenómeno literario significativo, se ha visto sorprendido por la calidad de la escritura de alguien cuya identidad ignora, y esto no se lo puede permitir y lo ha de aclarar lo antes posible.

“¿Has escrito algo más?”, oí, al tiempo que se deshacía la nube.

“Sí, una novela sobre Catulo”.

Y es que, desde que finalizara La ciudad y el reino, en pocos meses había escrito la segunda obra para mí satisfactoria.

“¿Cómo se titula?”

“Lesbia mía”

“¿Lesbia mía?…Ummm… Envíamela”.  Así lo hice. Y al mes y medio justo me citó a su despacho de la editorial. 

Esto sucedía en el otoño de 1991. Llevaba tres años intentando colocar La ciudad y el reino. Y parecía que el momento había llegado. Pero, no.

“Publicaremos Lesbia mía“.

“Pero, ¿y La ciudad y el reino?”

“Mira, todo eso de cristianos y paganos no interesa a nadie… Está bien Lesbia mía. Y el título. Me gusta el título…Les-bi-a mí-a…”

Finalmente

Y el 22 de enero de 1992, a mis cincuenta y dos años y casi dos meses, aparecía en las librerías la novela Lesbia mía, de Antonio Priante, publicada por una de las principales editoriales del país. Tener un ejemplar en mis manos era la culminación del sueño máximo. Un sueño que arrancaba desde por lo menos mis trece años.

No tuve necesidad de nube alguna para imaginarme cómo en un próximo futuro iría ascendiendo todos los escalones que me habían de llevar a la cumbre deseada. Había entrado por la puerta grande. Tarde, pero por la puerta grande: una editorial de máximo prestigio; introducido, que es como decir, patrocinado, por un tótem cultural, poeta laureado como pocos de los vivientes (quizás como ninguno). Todas mis dudas sobre mis cualidades o capacidades literarias se fundieron en un instante. Un camino triunfal…

¡Alto, muchacho! Detente, que las cosas no van exactamente así; que sorpresas tiene la vida, esa gran maestra de la que aún habías de aprender algunas cosas amargas.

El producto Lesbia mía funcionó como una gran empresa espera que funcionen sus productos de tipo medio. Le edición se agotó en pocos años, luego el librito fue descatalogado y algunos de sus restos pasaron a formar parte de todocolección, tipo de retiro que no deja de ser glorioso a la par que triste o melancólico.

Mientras estuvo en el mundo, la obra me aportó satisfacciones. No tantas como me había atrevido a imaginar, pero suficientes para ir alimentando esperanzas e ilusiones. Las ventas no alcanzaban las cifras que uno siempre sueña en estos casos, pero, por lo que pude saber, los lectores quedaban encantados; la crítica, la escasa que se ocupó de la obra, se mostró propicia sin excepciones; Lesbia mía llegó a figurar entre las lecturas recomendadas en ciertos estudios de filología clásica o de historia antigua – o de ambos, no recuerdo -, y llegué a ser invitado por alguna asociación de estudios latinos, como si fuese un especialista en la materia, equívoco que se ha dado en otras ocasiones, cuando en realidad, para mí, esa “materia” era solo el espacio, mal explorado, en el que volcaba mis fantasías.

Y yo seguía escribiendo, y en dos años ultimé una novela sobre Cicerón (La encina de Mario), en forma de autobiografía fingida, novela que naturalmente envié al editor-poeta. Las razones de su rechazo casi me convencieron: que no había público para una obra como ésa, ya que los muy interesados y especialistas prefieren ir a las fuentes, y para el lector en general no tenía suficiente atractivo. Pocos años después, la novela se publicó, muy mal, en otra editorial.

Y yo seguía escribiendo, y dos años después le envié Conversaciones con Petronio. He de decir que no recuerdo en absoluto las razones del rechazo, pero seguro que las di por buenas, con lo que descendí finalmente de la nube y me planteé la necesidad de un cambio sustancial en mi quehacer literario.

Cambio de marco

El cambio consistió fundamentalmente en el aspecto espacio-temporal del relato: el marco ya no sería la antigua Roma sino la Europa del siglo XIX, y el personaje novelado ya no sería una celebridad de la literatura, sino un famoso de la filosofía. El título: El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer.

El resultado me entusiasmó. Sí, yo mismo, tan poco dado a ensalzarme y a pregonar mis presuntas virtudes, tuve que reconocer que aquella era una obra perfecta. Perfecta, no en el sentido de maravillosa o de superior a las otras, sino en el de perfectamente ajustada en todas sus partes y elementos, sin que le sobrase ni le faltase nada, redonda;  efectiva en el planteamiento y en la consecución del efecto deseado de vivificación real del personaje, hasta el extremo -como habría de señalar años después un crítico –  de que “el autor consigue algo realmente excepcional: nos da la impresión, por muy ficticia que sea, de haber conocido a Arthur Schopenhauer.”

Esta vez sí, esta vez sí, me decía mientras preparaba el envío al destinatario de costumbre.

Pues no. En la entrevista correspondiente con el destinatario de costumbre, es decir, el editor-poeta, éste me hizo saber que el “comité asesor” – primera noticia de la existencia de tal cosa-, había desestimado la publicación de la obra, aunque se había producido algún voto a su favor. 

Así, que cerré aquel capítulo e inicié el de las reflexiones. Las cuales no habían de llevarme a conclusiones hasta que, años después, la novela fue publicada en otra editorial y los lectores y la crítica se pronunciaron de forma clarísima sobre el valor indiscutible de la obra. Entonces sí, entonces comprendí.

Comprendí que, a la vista de los resultados comerciales de la publicación de Lesbia mía, el editor-poeta, conscientemente o no, había decidido no publicar ninguna obra mía más, independientemente del número y valor de las que le presentase. 

Pero eso ¿por qué?, me seguí preguntando, y fui dándole vueltas al asunto hasta que, finalmente, obtuve una explicación  plausible. Pero decidí callármela.

Después de todo, con la publicación de Lesbia mía se me habían abierto las puertas a mi andadura como escritor reconocido, tal como luego se demostró. Así que, DESPUÉS DE TODO, tenía que darle las gracias al editor-poeta.

Y también, tenía que aprenderme de una vez por todas aquello de que el editor tiene razones que el escritor no entiende.

Por cierto, ¿qué era, qué es, Lesbia mía?

La respuesta, en el próximo capítulo.

(CONTINÚA)

 

 

    

 

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