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La máquina del doctor Kusev III

                                   Aurelio a Fernando

Amigo Fernando, qué estúpidos somos, qué necios, qué fatuos, qué ingenuos, qué ignorantes. Y pensar que es precisamente la ignorancia lo que nos salva…No sé si tiene sentido que te escriba esto, (tener sentido, qué reflexión tan absurda). Pero te lo prometí (otro absurdo: que por este motivo tenga que hacerlo). Es igual, siento la necesidad de sacarlo todo…hasta donde pueda, antes de…

curt jurgensHa sido hoy mismo, esta tarde. El doctor Kusev no sólo me esperaba, sino que, desde el primer momento, me ha dado la impresión de que sabía el motivo oculto de mi visita. Me hizo pasar a un salón amplio y destartalado, sin más mobiliario que dos grandes sillones orejeros, unas mesitas y pequeños muebles polvorientos, cubiertos de libros y revistas, que en algunas zonas se extendían por el suelo formando aquí y allá columnas inestables.

– No es muy confortable, lo reconozco – dijo, mientras me indicaba el sillón que debía ocupar -. Pero aquí nunca estoy solo. Me acompañan los libros. Y no sólo de ciencia. Mire, – tomó el que tenía a su alcance de la mesita próxima -. El gran teatro del mundo, Calderón de la Barca. ¿Sabe que Goethe se inspiró en esta obra para el prólogo de su Fausto? ¿Le gusta la literatura?

– Sí, me gusta. Pero me interesa más la vida, la realidad de la vida.

– Ah, la realidad, qué gran palabra. Es usted muy curioso, por lo que veo.

– Lo soy.

– Y sin duda le ha traído aquí un motivo muy poderoso.

– No hay nada más poderoso que la curiosidad.

– Quizá. Usted es relativamente joven, unos cincuenta, si no me equivoco. Yo ya paso de los setenta. Y le diré una cosa: la curiosidad no siempre es buena. De hecho, puede ser mortal. Recuerde el episodio de Eva ante el árbol de la ciencia, y el scire nefas de Horacio, y la famosa sentencia “el que busca la verdad corre el riesgo de encontrarla”. En todos los tiempos mentes clarividentes nos han estado advirtiendo del peligro de una curiosidad excesiva. Pero el género humano no tiene arreglo.

– Resulta extraño que un científico como usted diga eso. ¿Cree que la ciencia puede ser perjudicial para el hombre?

– Amigo Aurelio, la ciencia no es buena ni mala; es imparable. Esa es su virtud, y su maldición, que siempre le acompañará.

– ¿Qué puede haber de malo en querer saber?

– Saber, ¿sobre qué? ¿Sobre cómo crecen las plantas? ¿Sobre cómo giran los astros? ¿Sobre cómo se propagan las ondas? Bien, todo eso está muy bien. Pero hay un saber peligroso, muy peligroso. Y es el que tiene por objeto…

-Uno mismo.

– Exacto.

– Y sin embargo, desde la antigüedad el conocerse a sí mismo ha sido considerado el summum de la sabiduría.

Noscete ipsum, sí. Pero le diré una cosa: cuando se formuló esa máxima ni el más agudo de los filósofos podía imaginar lo que se ocultaba en el fondo del “sí mismo”.

– Y usted lo sabe.

– Por favor, no me tome por lo que no soy. Sólo soy un pobre científico que va probando, tentando.

– Pero algo sabe. Su sola afirmación de que hay algo desconocido en el fondo de todo ser humano delata que algo sabe.

– Casi nada. El hombre es una sima sin fondo que está todavía por explorar.

– Pero las ciencias psicológicas han dado algunos resultados. El psicoanálisis, por ejemplo, ha permitido…

-¡Por favor! ¡Por favor!

Kusev se levantó casi de un salto, y empezó a caminar por la sala arriba y abajo. La perfecta calma que hasta entonces había exhibido, se había transformado, de pronto, en una visible agitación.

– No me hable de psicoanálisis – prosiguió -, ni de ciencias psicológicas, todo eso son payasadas. Psicología, historia, sociología, antropología… ¡fantasmadas! Todo lo que no toque la materia no es ciencia, todo lo que no hunda sus manos en la materia no tiene nada que ver con la ciencia, nada, se lo digo yo.

– Disculpe, doctor Kusev, no es por llevarle la contraria, soy bastante ignorante en estas cuestiones… pero tengo entendido que, mediante el psicoanálisis, a base de ir descubriendo, reconociendo, aceptando recuerdos hasta entonces encubiertos por la represión se han producido curaciones…

– Falso, todo falso. Una estafa, una enorme estafa. Esas curaciones son tan fantasmales como los supuestos males. El psicoanálisis es un fraude, no sé si voluntario o involuntario, pero un fraude. Parte de bases falsas y, lo peor de todo, no tiene en cuenta uno de los principios fundamentales de la ciencia actual. Heisenberg, ¿le suena?

– El principio de incertidumbre… pero qué tiene que ver la física…

-Claro que tiene que ver. Ese principio es aplicable a cualquier campo científico. Viene a decir que la observación modifica lo observado, que no podemos obtener un conocimiento exacto de un objeto porque, al observarlo, y no digamos ya al experimentar con él, estamos modificando ese objeto. En física significa, por ejemplo, lo siguiente. Imaginemos un microscopio que pueda hacer visible un electrón. Para verlo, hemos de proyectar una luz o alguna especie de radiación sobre él. Pero bastará un solo fotón de luz para hacerle cambiar de posición apenas lo toque, es decir, que en el preciso instante de medir su posición, la alteramos. Y eso con objetos inanimados, sin conciencia personal. Imagínese ahora lo que ocurre entre dos personas. Entre psicoanalista y psicoanalizado. El primero transpira sus teorías por todos los poros, dispuestas a impregnar cuanto salga en la sesión. Por su parte, el paciente arde en deseos de poder desarrollar la historia que tiene vagamente preparada, y entre uno y otro montan una novela fantástica, que puede tener cierto efecto curativo, no lo niego, como lo puede tener cualquier experiencia artística, pero que nada tiene que ver con el fondo intocado de la persona.

– Pero esos recuerdos reprimidos…

– No hay tales recuerdos, señor mío, esos recuerdos simplemente no existen.

– ¿Quiere decir que no podemos retener en la memoria algo que realmente sucedió? No le entiendo, doctor Kusev.

– A ver si me explico. La mente humana no es una cámara fotográfica que hace clic y guarda en la memoria un suceso determinado. No, lo que la memoria guarda de ese suceso es una determinada impresión, autoelaborada en la forma que conviene al interés vital del individuo. La memoria no es un almacén de escenas o acontecimientos, es un mecanismo que tritura y prepara las experiencias vividas para que el sujeto pueda digerirlas y seguir adelante.

– Así que usted cree que no hay técnica psicológica que permita restituir los hechos tal como realmente ocurrieron y como se supone que debió conservarlos la memoria.

– Imposible, eso es imposible. Además de la comedia que montan médico y paciente, de la que ya le he hablado, está la imposibilidad fáctica de observar el supuesto objeto de la memoria sin modificarlo, Heisenberg, no lo olvide. Es algo parecido a lo que ocurre cuando uno cuenta un sueño que ha tenido. Cualquier persona perspicaz se da cuenta de que, cuando narra un sueño, lo está modificando. Claro que este fenómeno tiene su explicación en la diferencia abismal que existe entre el material del sueño, que es espacial en varias dimensiones simultáneas, y la herramienta narradora, lineal y temporal, que es la palabra. En el caso de la memoria la razón es otra, y muy clara: el instinto de conservación del individuo. (continúa)

(De Fantasías a la manera de Hoffmann)

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La máquina del doctor Kusev II

Como movido por un resorte, Aurelio se levantó de la butaca, salió de la salita, y en unos instantes regresó con una libreta en las manos. Se sentó, y la hojeó rápidamente.

 -Te veo nervioso – dijo Fernando – ¿Vas a leerme ahora el argumento de una novela?

-No te preocupes. Precisamente para no lastimar tu paciencia estoy buscando el resumen de mis investigaciones…aquí, aquí está. Félix e Irene, casados, unos cincuenta años. Él es ingeniero. Todos los días va en coche a la ciudad a trabajar, veinte kilómetros, ya sabes. Ella es pintora, bastante conocida. Apenas sale de casa. El viernes 18 por la tarde estuvieron en la casa del doctor Kusev. El lunes 21 a las siete y media de la mañana, él baja como de costumbre al garaje, pero en vez de dirigirse al coche, coge una escopeta de caza, la carga, sube a la habitación y dispara a bocajarro sobre la cabeza de Irene, que aún duerme. Prisca, sesenta y cinco años, vive con su padre Mauro, de noventa, pero muy bien conservado. Ella trabaja en la guardería del pueblo y acaba de jubilarse. El sábado 19 por la tarde Prisca va sola a casa del doctor Kusev. A las siete de la tarde del 21, lunes, propina un pudding de pastillas a su padre, que se queda frito. Enseguida llama a la policía y confiesa. Marcelo, cuarenta y cuatro años, dueño de la pastelería, el sábado 19 por la tarde visita al doctor Kusev. El martes 22 por la mañana aparece colgado de una viga del obrador. Fabián, sesenta y cinco años, granjero. El domingo 20 por la tarde visita al doctor Kusev. El miércoles 23 al mediodía, conduciendo en dirección contraria, se estrella contra un camión de cerdos… ¿Qué te parece?

– ¿Ya está? ¿Y el desaparecido?

– No tengo bastantes datos. Pero es igual. ¿No es suficiente?

– No has contestado a mi pregunta. ¿Cómo sabes que esas personas estuvieron ahí esos días?

– Fuentes diversas. Inés y Félix me lo dijeron personalmente, aquí mismo, dos días antes de la visita. Prisca dejó una nota para su padre. Marcelo, el pastelero, dejó dicho a la dependienta adónde iba. Fabián tenía el coche ante la casa de Kusev el domingo por la tarde, yo mismo lo vi en mi paseo diario.

Aurelio cerró la libreta. Respiró hondo como para calmar la agitación que había acompañado a sus palabras.

– Calma, Holmes, calma – dijo Fernando -, que no te va en ello la vida. Bien, ya tenemos probadas las visitas. Pero falta lo fundamental. En el caso de que haya una relación de causa-efecto entre lo que pasó en cada visita a Kusev y la tragedia correspondiente, ¿cómo puede saberse qué fue lo que pasó? Los asesinos están en la cárcel, sin que por cierto nadie de ellos haya mencionado el hecho de las visitas, ¿no? Los muertos no creo que hablen, y el doctor Kusev imagino que tampoco.

– O sí.

– Ah, vale, pues pregúntaselo. ¿Crees de verdad que Kusev estará dispuesto a ofrecerse como posible cómplice o instigador o inductor o desencadenante o lo que sea de todas esas muertes?

– Sí, si voy a verle…

– ¿Cómo dices? ¿A su casa?

– Mañana voy a visitarle, ya hemos quedado.

– ¡Tú estás loco!

– No, sólo observo, investigo…

– ¡Tú estás loco! Si eso lo dijera yo, que veo todo este embrollo…con cierto escepticismo, perdona que te lo diga, tendría un pase. Pero tú, precisamente tú, que estás convencido de que existe esa relación siniestra… ¿de verdad eres capaz?

– Mira, después de todas estas investigaciones – recorrió con el dedo las hojas de la libreta como un hábil jugador los naipes de una baraja -, después de las horas y horas que he ido observando, anotando, deduciendo, montando hipótesis, desmontándolas para montar otras nuevas, después de todo ese trabajo que me ha ocupado mes y medio sin descanso, después de todo eso, ¿crees que voy a detenerme ante el corazón del enigma?

– Supongo que tienes presente la posibilidad de…malas consecuencias para ti.

– Yo no correré ningún peligro.

– Ah, tú no, y los demás sí. ¿Cómo es eso? ¿Tan especial te crees?

– Especial no, prevenido. Aquellas personas no sabían que se exponían a algo terrible. Yo lo sé, y no caeré en ninguna trampa.

– Quieres decir que no aceptarás ni un café…

– Ni un vaso de agua. Tengo pensada una gastritis, con alguna visita al baño incluida…ya ves, más territorio para investigar.

– En fin, tú mismo – Fernando consultó el reloj -. Me he de ir. Ya me comunicarás el resultado de tus pesquisas. Mejor por correo.

– Sí, a distancia, no te preocupes. (continúa)

(De Fantasías a la manera de Hoffmann)

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La máquina del doctor Kusev I

– La verdad es que no me imaginaba que pudieses adaptarte tan bien a esta vida retirada – dijo Fernando, mientras observaba en la copa los reflejos de la luz de la tarde sobre el rojizo brandy -. Claro que, con todas estas exquisiteces, cualquiera se adapta.

– No tan retirada –corrigió Aurelio -. Aquí tengo de todo, o al menos, de todo lo que de verdad me importa. Y antes que nada, tiempo, tiempo para pensar, para reflexionar.

– Reflexionar sobre qué.

– Mira, lo primero de todo, sobre lo absurda que es la vida en la gran ciudad. Nadie ha pensado en el enorme derroche de tiempo y energías que representa.

-Sí, muchos lo han pensado, pero no pueden elegir. Poca gente tiene la suerte de poder retirarse a los cincuenta y dos años, tan ricamente. Pero dime la verdad, Aurelio, confiesa que aquí te aburres a lo grande. ¿Cuántos habitantes tiene este pueblo?

-Unos cuatro mil. Y te aseguro que no me aburro lo más mínimo. Sabes que me gusta escribir, me dedico a poner por escrito recuerdos de toda mi vida. Y también observo, observo mucho a las personas, sus movimientos, sus costumbres. Quizá algún día escriba una novela.

– Materia no te faltará, sólo con lo de esa semana trágica…

– Sabes lo de…

– Si salió en toda la prensa…¿Cómo fue exactamente? Dos asesinatos…

– Dos asesinatos – interrumpió Aurelio -, dos suicidios y una desaparición. Todo en cuatro días.

– Para una población tan pequeña no está nada mal, y desde luego es extraño, muy extraño. ¿Qué sabes de las investigaciones?

– Lo que todo el mundo, que ya se han dado por concluidas. Sobre los crímenes no ha habido ninguna duda desde el primer momento, y sobre los suicidios tampoco.

-¿Y el desaparecido?

– Es una persona mayor de edad y mentalmente sana. Quizá ha decidido cambiar de residencia sin avisar a nadie.

– Quizá. Así que tú crees que en todo este asunto tan extraño no hay ningún misterio – dijo Fernando, decepcionado.

– Bueno, yo no diría tanto.

Fernando se animó.

– A ver, a ver, qué es eso que te tienes guardado. ¿Conocías a las víctimas? ¿Significa algo que en el caso de los crímenes hubiese una relación de parentesco?

– Tranquilo – dijo Aurelio, acompañando sus palabras con el gesto apaciguador de la mano -. Sí, conocía a las víctimas, bueno, sobre todo al matrimonio, a los demás, apenas de saludarlos por la calle, aunque sabía muchas cosas, aquí se sabe todo de todo el mundo. Precisamente la pareja había estado aquí en casa unos días antes, gente encantadora… Así que sólo tengo vagas suposiciones, leves indicios.

– ¿Suposiciones? ¿Indicios? ¿Pero de qué? Si la autoría de los homicidios y la voluntariedad de los suicidios han quedado firmemente establecidas, como decís los juristas…

– Sí, sí, tienes razón. Más que suposiciones o indicios he debido decir coincidencias o, para ser exacto, una extraña y curiosa coincidencia.

– Me tienes en ascuas.

– Los hechos sucedieron entre el 21 y el 23 de enero. Pues bien, en la semana anterior los dos homicidas, los dos suicidas y el desaparecido habían estado en un mismo lugar, aunque por separado y en momentos diferentes.

– Acaba ya. No será en el bar de la plaza…

– No. En un lugar al que nadie tiene acceso: la casa del doctor Kusev.

Fernando depositó la copa en la mesita. Se levantó de la butaca, descorrió un poco más la cortina de la ventana y habló sin dejar de mirar al exterior.

– Es ésa, ¿no? A mitad del camino que sube a la ermita.

– Sí, a kilómetro y medio del pueblo. Un gran caserón de principios del pasado siglo; abandonado, hasta que hace unos veinte años el doctor Kusev se instaló ahí.

Fernando volvió a la butaca, tomó de nuevo la copa y dio un pequeño sorbo.

– ¿Y quién es ése Kusev? – preguntó-. La última vez que vine nos cruzamos con él por la calle. Tú le saludaste y luego me comentaste algo. Pero la verdad es que no lo recuerdo.

– Cuando se estableció aquí corrió la voz de que era un gran científico, un catedrático eminente que había sido expulsado de la universidad. Hice mis averiguaciones, y era cierto. Antes de cumplir los treinta ya era una eminencia en psiquiatría y neurocirugía. Profesó en varias universidades hasta que, en la de Berlín se produjo el escándalo. Fue expulsado por graves faltas contra la deontología médica. Y entonces se retiró aquí.

-¿Y a qué se ha dedicado todo este tiempo?

– Nadie lo sabe. Pero no creas que en apariencia sea un tipo extraño, no. Baja con frecuencia al pueblo, charla con la gente, muestra interés por las personas. Y su figura, alta, recia, de aire militar y con ese cráneo braquicéfalo, podría ser la de cualquier jubilado centroeuropeo que ha venido a retirarse aquí. No es el único.

– Pero…

– Sí, pero a pesar de esa apariencia de normalidad, hay en él algo misterioso, inquietante, que ha despertado la fantasía de la gente. Para empezar, nadie ha estado nunca en su casa. Había estado, debo decir. A partir de la puesta del sol nunca se le ha visto en el pueblo. Por las noches, en el caserón, oscuro en el exterior, se producen extraños resplandores que las viejas ventanas con sus viejos postigos apenas pueden ocultar…

– ¡Frankenstein!

– Eso es lo que comentan muchos, medio en broma, medio en serio. Pero luego, cuando hablan con él, se rinden sin excepción a su simpatía y buenas maneras. La verdad es que cuando va por el pueblo actúa como un auténtico gentleman.

– Veamos. Si no lo he entendido mal, tú crees que hay una relación directa entre las visitas a Kusev y los hechos que ocurrieron a continuación.

– Por fuerza.

– Pero hay un par de cosas que no están nada claras. Una: cómo se las arregló Kusev , con su fama de Frankenstein, para atraer a esas personas. Y dos: cómo sabes que en realidad esas personas estuvieron ahí.

– A lo primero te contesto enseguida. Como sabes, la curiosidad, es uno de los principales acicates de la actividad humana. Ninguna de aquellas personas podía resistir la tentación de conocer la casa de Kusev por dentro. Y a ello hay que añadir las dotes de seducción del mismo Kusev. Una combinación que no podía fallar. Para contestarte a lo segundo necesito ayuda. (continúa)

(De Fantasías a la manera de Hoffmann)

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Otra vez agosto

Hace un año, este blog llevaba dos meses de existencia. Había nacido con brío, pero, adentrado el verano, tuve que ralentizarlo a fin de que mis breves apuntes no se perdiesen en el desierto. Y entonces, fui publicando una serie de encuentros entre famosos (histórico-literarios, se entiende) sacados de mis obras.

También ahora voy a reducir la marcha, y también ahora, para que el desierto no sea absoluto, voy a recurrir a mis propias obras. Pero esta vez no serán breves fragmentos. Tampoco obras completas, nadie se asuste. He elegido dos relatos de los ocho que componen (por ahora) el invento que lleva por título Fantasías a la manera de Hoffmann.

El primero, La máquina del doctor Kusev, trata de las extrañas y terribles relaciones  que pueden establecerse entre cierta quimera científica y la realidad. En el segundo, El Mosén, asistimos al curioso comportamiento de una persona sensible y delicada, que se sueña en un papel muy diferente del que le ha tocado vivir.

Aparecerán, divididos en cuatro entradas cada uno de ellos, a razón de dos entradas por semana, lo que da para dos quincenas…

¡Feliz agosto! 

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