Archivo mensual: enero 2014

Teilhard de Chardin II

sarcenatPierre Teilhard de Chardin nació en Sarcenat, cerca de Clermont-Ferrand, Francia, en 1881, en el seno de una familia muy acomodada y muy ilustrada. Y no solo ilustrada, sino además emparentada directamente con la Ilustración, pues la madre era tataranieta de una hermana de Voltaire. Una mujer muy piadosa, por cierto, que supo trasmitir a los hijos lo mejor del cristianismo. Del padre, naturalista, bebió el niño Pierre el amor por la naturaleza y la afición a las ciencias naturales.

A los once años inició los estudios secundarios en un colegio jesuita. A los dieciséis, se graduó en el bachillerato de ciencias naturales y, en los dos años siguientes, en los de filosofía y letras y de matemáticas. En 1899 ingresó en un noviciado de los jesuitas.

Estudia filosofía. De 1905 a 1908 enseña física y química en un colegio jesuita y luego se traslada a Inglaterra, donde estudia teología durante tres años. En 1911 es ordenado sacerdote y empieza a interesarse por la paleontología humana. Dos años después colabora en unas excavaciones que el célebre paleontólogo Henri Breuil realiza en el norte de España.

Tras el paréntesis de la Gran Guerra, en la que sirve como camillero, continúa con sus estudios e investigaciones científicas. En 1922 se doctora en ciencias naturales con una tesis claramente evolucionista, opción que le había de crear graves problemas con la dirección de la Compañía y de la Iglesia. Tras unos años como catedrático de geología del Instituto Católico de París, a partir de 1930 forma parte de diversas expediciones científicas por el Asia oriental, donde participa en el descubrimiento del sinanthropus pekinensis. Aprovechando la ocasión, la Compañía le ordena que permanezca en China. Y allá reside hasta 1946, con breves viajes a Europa.

De regreso a Francia, las tensiones con el mando jesuitico se mantienen, hasta que en 1950 se traslada a Nueva York. Pero el acoso no cesa: en 1955, último año de su vida, las autoridades eclesiásticas impiden que pueda participar en un congreso científico que había de celebrarse en la Sorbona. Finalmente el día 10 de abril del mismo año Pierre Teilhard de Chardin deja de existir como fenómeno físico y como conciencia individual. Era domingo, Pascua de la Resurrección.

No es frecuente que una vida se consuma al servicio de un ideal, y menos aún, que ese ideal sea algo noble y positivo para la humanidad. Porque vidas empujadas por una idea fija las ha habido las hay y las habrá: la obsesión del poder, del dinero, o de cualquiera de las formas de placer egoísta. Una vida entregada a una gran causa ajena al pequeño yo es solo patrimonio de los santos, de los científicos auténticos y de los artistas. Pierre Teilhard de Chardin fue las tres cosas. Santo, aunque tendrán que pasar años para que la Iglesia que lo maltrató y a la que siempre se mantuvo fiel lo reconozca; científico, porque al estudio sistemático de la naturaleza dedicó con abnegación toda la vida; artista, porque supo crear la obra en que se ahogan todas las penas y se realizan todos los sueños.

Nada me gustaría tanto como que se cumpliese aquella idea (¿esperanza?) suya de que, al alcanzar la humanidad el Punto Omega-Cristo, se recupere todo lo que se llevó el tiempo y nos podamos volver a ver (sueño también de Goethe).

Más que nada, para darle un abrazo.

(De Los libros de mi vida)   

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Teilhard de Chardin, la materia divina I

Su mirada fue pura como la de un santo, aguda como la de un genio (M. Crusafont Pairó)  

Como es normal, en la facultad de derecho había una biblioteca. Como es normal, esa biblioteca contaba con libros sobre temas jurídicos, políticos y sociales. Ya no sé si es (o era) tan normal que, además, hubiese un proporción nada despreciable de libros de otras materias, en especial humanísticas (filosofía, literatura), y hasta de ciencia. Sospecho que esta especie de anomalía no se debió al exquisito criterio del organizador competente sino a una causa más pedestre. Y es que el edificio de la facultad se acababa de inaugurar y es posible que no hubiese suficiente materia adecuada para llenar los estantes de la biblioteca, de manera que se recurrió, imagino, a lo que se pudo encontrar aquí y allá. Pues bien, bendita anomalía.

En la biblioteca pasaba yo bastantes ratos. Unas veces, porque no tenía clase a esa hora; otras, porque la clase que tenía era perfectamente superflua (un señor que va explicando lo que con las mismas palabras se explica en el libro que tienes que estudiar). Lo que no solía hacer en la biblioteca, excepto en época de inminentes exámenes, era estudiar textos de derecho, sino que casi siempre mi atención se dirigía a libros sobre literatura y pensamiento.

Guardo un recuerdo muy especial de uno titulado Literatura del siglo XX y cristianismo, de Charles Moeller, sacerdote belga y teólogo de gran prestigio. Parece raro, sí, pero fue un cura quien me puso en conocimiento o me permitió entender mejor a autores como Sartre, Weil, Camus (del que ya había leído cosas), Graham y Julien Green (nada que ver entre sí), Gide, Martin de Gard y otros varios. Y no sólo la literatura. También la ciencia, o mejor dicho, la divulgación científica, fue objeto de mi interés.

Muy interesante era el libro que estaba un poco de moda y que tan gentilmente me ofrecía aquella biblioteca para pasar los ratos de otro modo perdidos por diferentes ámbitos de la facultad, a veces atractivos, no lo niego (césped al sol, bar, clases diversas). El libro tenía por título Tras las huellas de Adán, su autor era Herbert Wendt y, con un estilo muy ameno, trataba de los últimos descubrimientos en materia de zoo-antropología (no sé si me acabo de inventar el término), es decir, de la aparición del hombre en la tierra y de las más recientes hipótesis científicas sobre el fenómeno. No recuerdo cómo, pero fue a raíz de la lectura del libro en cuestión que tuve conocimiento de la existencia de Teilhard de Chardin y de sus teorías. Tampoco recuerdo si lo empecé a leer en un ejemplar existente en la misma biblioteca, o en el libro que me compré poco después (La aparición del hombre, fechado por mi mano el 23 abril de 1960). Está claro que escribir “memorias” cuando todo empieza a desmemorizarse tiene sus problemas.

El caso es que, además del mencionado, conservo tres libros del autor, todos editados por Taurus Ediciones: El fenómeno humano, El medio divino y La visión del pasado. Y en ellos me sumergí durante meses, mientras el mundo vulgar de los estudios legales, los debates estudiantiles, la incertidumbre del futuro personal (¿qué será de mi vida?) y las penas y alegrías del vivir a los veinte años alborotaban a mi alrededor.

In my beginning is my end, dice Eliot. Pues empecemos por lo que parece el principio.

En su aparente insensibilidad, la materia más bruta guarda en su seno el proyecto del fin. La materia no es algo fijo, estático – lo saben muy bien los físicos de hoy –, sino que es esencialmente duración, y evolución. Y evoluciona mediante un proceso continuado de complejización, cosa que resulta evidente si comparamos la estructura de una piedra con la del cerebro humano. Ese proceso alcanza uno de sus puntos críticos con la formación de la vida. Pero también las estructuras de la vida evolucionan, hasta que alcanzan otro punto crítico: la aparición de la conciencia.

La conciencia individual humana no es el final del camino. La complejización continúa, de manera que el proceso de interacción de las conciencias individuales dará origen a una conciencia global, que finalmente accederá – pero ya con todos los misterios desvelados – a la Fuerza que estaba en el principio, oculta en la materia inerte.

Es decir, que en el universo, o por lo menos en el planeta tierra, se mueven tres capas de diversa y creciente complejidad: la Geosfera, el mundo meramente material, único existente antes de la aparición de la vida; la Biosfera, el tejido de los seres vivos que pueblan la tierra, y la Noosfera, compuesta por la capa pensante, que ha tomado el poder en el planeta y que es ahora la encargada de dirigir las siguientes fases de la evolución.

Porque Theilard de Chardin no niega la evolución, simplemente la interpreta de modo muy distinto a como la pensaba Darwin. Y es que todo ese proceso, o progreso, que burdamente he sintetizado, no se produce de una manera puramente mecánica o por casualidad, de modo que hubiera podido no producirse. No, es un proceso necesario y su fin estaba ya en su principio.

La creciente complejización de la materia produce necesariamente la vida; la creciente complejización de la vida produce necesariamente la conciencia, y la creciente complejización, mediante interacción, de las conciencias individuales producirá necesariamente la Conciencia única y total, que se encontrá con el Dios-Hombre (Punto Omega), el cual ya estaba al principio (Punto Alfa), oculto en la materia, e impulsando las distintas fases de la evolución.

La distancia con el darwinismo mecanicista es inmensa. El hombre, la maravilla del cerebro humano, no es resultado casual del proceso evolutivo – hay que tener mucha fe para creer en tanta casualidad, imagino que apostillaría un Chesterton –, es el eje, la flecha de la evolución.

Admitido este proceso – y, salvo quizás en su etapa final, parece que hay que admitirlo -, surge la pregunta. ¿Todo eso sucede porque sí, es decir, por la fuerza propia de la misma naturaleza? ¿O hay algún poder externo que lo ha planeado y lo impulsa todo? La Fuerza, ¿es inmanente o trascendente?

Teilhard, como el católico y jesuita que nunca dejó de ser – aunque a veces se lo pusieran tan difícil –, opta por lo segundo. Es lícito preguntarse si se podría optar por lo primero. 

(CONTINÚA)

(De Los libros de mi vida

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Alfonsina, la vida y el mar

…Pero la vida sigue. Y la de Alfonsina está adquiriendo un ritmo quizá demasiado acelerado. No puede dejar de escribir y publicar, no puede dejar de atender los requerimientos de la vida social, no puede dejar de trabajar (por fortuna, ya en actividades más acordes con su vocación intelectual y pedagógica), no puede dejar de atender a su hijo (que se convertirá en un médico de prestigio). Tanto esfuerzo, tanta tensión, llegan a afectar su salud. Los nervios se resienten. Se le recomienda descanso. Decide pasar algunas temporadas en Mar del Plata,

con las grandes olas, y las rocas muertas

y las anchas playas que ciñen el mar,

donde el rumor del oleaje le va susurrando insidiosamente que ahí mismo hay un lugar maravilloso para el descanso perfecto.

En el fondo del mar

hay una casa

de cristal.

Pero, salvo esos cortos períodos de retiro, Alfonsina no descansa. Se ha convertido en una de las primeras figuras del mundo de las letras bonaerense, a pesar de su fracaso en el teatro y de la hostilidad de los ultraístas agrupados en torno a la revista Martín Fierro, entre ellos un joven Jorge Luis Borges.

A principio de la década siguiente, viaja dos veces a España, donde conoce a algunos de los componentes de la flamante generación del 27. Su posición en el ambiente cultural del cono sur sigue siendo preeminente. La amistad epistolar con la poeta chilena Gabriela Mistral se refuerza con el conocimiento personal. Más fuerte – no sabemos hasta qué grado de intimidad (bueno, algunos siempre saben estas cosas) – es su relación con el uruguayo Horacio Quiroga, que incluso le propone que le acompañe a su retiro de la selva de Misiones, proposición que ella no acepta.

En 1935 todo se ensombrece. Aparece el cáncer. Se le amputa un pecho. Pero el mal reanuda su labor destructora. Por entonces se entera del suicidio de su querido Horacio, también afectado de un cáncer incurable, y aplaude:

Morir como tú, Horacio, en tus cabales,

y así como en tus cuentos, no está mal;

un  rayo a tiempo y se acabó la feria

En enero de 1938, es invitada a Colonia por el Ministerio de Instrucción Pública de Uruguay al homenaje que se rinde a las tres grandes poetas de América: Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou y ella misma. El veinticuatro de octubre de ese mismo año, Alfonsina está de nuevo en la pensión de Mar del Plata. A la mañana siguiente, dos hombres encuentran su cuerpo sin vida en la playa.

Cuenta la leyenda que la madrugada del día veinticinco Alfonsina, presa de mal de amores, se fue hasta la cercana playa y, caminando descalza, se adentró en el mar. (Por la blanda arena / que lame el mar / su pequeña huella / no vuelve más).

Dice la crónica que aquella tarde el dolor de la enfermedad se le había hecho insoportable, que por la noche se llegó hasta el pequeño acantilado que vigila la playa de la Perla y que, desde allí, se arrojó al mar.

La verdad poética (o sea, la verdad) es que Alfonsina tuvo dos grandes amores, la vida y el mar; cuando se vio abandonada por la vida, se entregó al mar.

(De Del suicidio considerado como una de las bellas artes)

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Goethe, poesía y verdad II

Johann Wolfgang von Goethe nació en Frankfurt del Main el 28 de agosto de 1749, en el seno de una familia de clase media acomodada (su padre había sido consejero municipal). A los 16 años empezó a estudiar derecho en Leipzig, donde disfrutó de la alegre vida estudiantil y tuvo su primer amor, tan sentido como luego literario, Kätchen, a la que sin duda tuvo presente al concebir a la protagonista de la primera parte de Fausto. Renunció a ella, en un gesto que luego se había de repetir en diferentes formas a lo largo de su vida.

De vuelta a Frankfurt, pasó una larga temporada cobijado en el hogar paterno sin dedicarse a nada en concreto, aunque siempre aprendiendo y absorbiéndolo todo. Durante el año que a continuación vivió en Estrasburgo prosiguió sus estudios, conoció a Herder, con el que había de mantener una amistad ininterrumpida, si bien con altibajos, y se enamoró de una joven llamada Federica de quien, antes de pasar a mayores, y como ya empezaba a ser costumbre, huyó sin apenas despedirse.

Después de demorarse un año en Frankfurt con su flamante título de abogado, se traslada a Wetzlar para realizar prácticas jurídicas en el tribunal imperial de apelaciones. Durante la estancia en esa localidad, recién cumplidos los 23 años de edad, se enamora de Charlotte Buff, joven que ya estaba comprometida, y sus vivencias dan lugar, más de un año después, a la creación de la novela Las desventuras del joven Werther, que acaba con el suicidio del protagonista. En la realidad el asunto terminó con la huida de Goethe, recurso en el que el escritor ya tenía cierta práctica.

La novela fue un éxito absoluto. Quizá el primer superventas a corto plazo de la historia editorial. Sin grandes medios de comunicación de masas, sin promociones ni estudios de mercados entonces inexistentes, la novela se propagó al instante por toda Europa, alcanzando cifras que hoy pueden parecer modestas, pero que entonces no lo eran. Fueron los jóvenes especialmente quienes se sintieron tocados por el drama del joven suicida. Muchos adoptaron la indumentaria del protagonista, frac azul y chaleco amarillo, y una extraña ola de suicidios, quizá magnificada, se extendió por Europa. Si añadimos a esto que, meses antes, había estrenado con éxito su primer drama (Goetz von Berlichingen), tenemos que, a los 25 años, Goethe se había convertido en uno de los autores más famosos de Alemania. Los inicios de esta fama los disfrutó en su ciudad natal, en Suiza y con la representación de un nuevo noviazgo de final previsible.

Estando de nuevo en Frankfurt, pasó un príncipe azul y se lo llevó consigo. Era el Duque Carlos Augusto, inminente soberano del pequeño estado de Weimar-Sajonia-Eisenach, uno de los muchos principados en que se hallaba dividida Alemania en aquella época. La verdad es que las tierras germánicas constituían un impresionante galimatías político, entre pequeños estados más o menos soberanos, ciudades libres, teóricamente dependientes del Sacro Imperio, y los dos grandes polos del poder político: la Austria de los Habsburgo (metrópoli del ya casi inexistente Sacro Imperio Romano Germánico), y la Prusia de los Hohenzollern, poder emergente que, un siglo después, había de ser la fuerza aglutinante del nuevo estado alemán.

El caso es que en octubre de 1775, a los 26 años de edad, Goethe abandonó Frankfurt para establecerse en Weimar, donde había de pasar el resto de su vida.

Durante los primeros años las relaciones entre el príncipe y el poeta fueron más que buenas. Ambos eran jóvenes, inquietos (relativamente en el caso del poeta), y amigos de los placeres. Pero en lo básico eran dos personalidades muy diferentes. Mientras Goethe, con todos sus altibajos, debidos en parte a sus obligaciones político-burocráticas en el ducado, seguía atento a la evolución de su personalidad y a la comprensión total del mundo, Carlos Augusto permanecía encerrado en la esfera de la caza (sustitutivo de las hazañas bélicas que tanto deseaba), la buenas mozas y otros placeres estrictamente mundanos. Con el tiempo, la cálida amistad de los primeros años se convirtió en una cortesía distante por parte de ambos, lo que no impidió que Goethe mantuviese toda su autoridad en el ducado como eficaz gestor de tareas públicas y, en los últimos años, como figura de gran prestigio – con seguridad la más alta de Alemania – que atraía personalidades de toda Europa y había convertido Weimar en un centro cultural de primer orden.

Durante los casi sesenta años que permaneció en Weimar, con salidas esporádicas – la más decisiva, el viaje a Italia – alternó o compaginó la actividad literaria con la pública-política (como ministro, diríamos hoy) en campos tan distintos como la minería, las finanzas, la agricultura, la instrucción pública, y dirigió el Teatro de Weimar. Interesado desde siempre por la ciencia, dedicó al estudio de la naturaleza y en especial a la óptica, más tiempo y entusiasmo que a la producción literaria, que iba fluyendo a su ritmo natural sin apenas esfuerzo.

Procuró proteger la vida íntima de la curiosidad cortesana, manteniendo amores epistolares-platónicos con damas más o menos aristocráticas. Pero finalmente se unió con una modista con la que, tras años de convivencia, contrajo matrimonio, obligando, por así decirlo, a la buena sociedad de Weimar a aceptar a la flamante señora Goethe. (Fue en este aspecto decisiva la actitud de Johanna Schopenhauer, madre del filósofo, quien, ante el dilema que se le presentaba a aquella sociedad, sentenció: “Si Goethe le ha dado su apellido, bien podemos nosotras ofrecerle una taza de té”). Tuvo un hijo, que no heredó ninguna de las cualidades del padre.

Su último enamoramiento, a los 73 años, de una joven de 18, no acabó ni en renuncia ni en realización, sino que dio a luz a uno de los poemas más hondos y exquisitos de la literatura universal: la Elegía de Marienbad.

Y al término de una trayectoria vital larga y plena en casi todos los sentidos, Goethe murió el 22 de marzo de 1832, después de trazar con el dedo unos signos en el aire, quizá los últimos versos.

Releo lo escrito y siento que algo no ha ido bien: no he sabido trasmitir toda la grandeza del escritor, ni siquiera toda la importancia que ha tenido para mí. En otros casos, en menos páginas, he sabido dar una visión correcta o comprensible del autor correspondiente, o eso me parece. Ahora, no. Goethe es tan grande que ni siquiera una mirada desde muy lejos puede abarcarlo.

No solo fue poeta, aunque lo fuera por encima de todo. Hombre de acción, organizador, investigador de la naturaleza, filósofo sin sistema, creía sobre todo en lo que veía. Pero su visión era tan clara y aguda que veía mucho más de lo que en general se creía. Suya es la idea de que no hay que buscar una teoría tras los fenómenos, porque los fenómenos ya son la teoría. Y entre las cosas que “veía” estaba esa alma del mundo, que el investigador especializado, el erudito del detalle nunca podrá descubrir, porque no sabe:

Que ningún detalle aislado permite encontrar diferencia entre el hombre y el animal; que, por el contrario, el hombre aparece estrechamente ligado con la bestia. Solamente la armonía del conjunto hace de un ser lo que es […] Toda criatura no es más que una nota, un matiz de una gran armonía que es preciso estudiar, a su vez, en sus grandes líneas, bajo pena de no hallar más que letra muerta en los detalles tomados aisladamente.

Ahí reside la diferencia entre el estudioso solo atento a lo que tiene delante y el sabio-poeta que posa la mirada sobre el todo al mismo tiempo que sobre el detalle. Ahí la diferencia entre Goethe y casi todos los científicos y pensadores; ahí la enorme distancia entre el dios viviente en los libros y el tímido estudiante que no sabía qué iba a ser de su vida.

La vida, ¿la dirige uno mismo? ¿O ya está todo escrito? Y el dios avanza la poética respuesta:

Como azuzados por invisibles espíritus corren raudos los caballos del tiempo, arrastrando el carro leve de nuestro destino, y a nosotros solo nos queda retener animosos las riendas y dirigir el carro tan pronto a la izquierda como a la derecha, salvándolo aquí de una piedra, allí de un vuelco. ¿Adónde va? ¡Quién lo sabe! ¡Apenas recuerda de dónde viene!

(De Los libros de mi vida)

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Goethe, poesía y verdad I

De muchacho, lo elegí sin conocerlo.

Esta primera frase del prólogo de la biografía escrita por Emil Ludwig podría ser también la primera del capítulo que ahora dedico al poeta alemán. Y de hecho, ya lo es. Y es que también yo lo había elegido sin conocerlo cuando, en un libro de literatura de bachillerato, leí un párrafo de una de sus obras más famosas. Ignorando entonces casi todo de la obra y del autor, aquellas líneas fueron como el anuncio de algo muy especial que un día se me había de revelar.

El día había llegado. Me lo confirmaron unas palabras del mismo poeta (de una carta escrita en su juventud), citadas ya en las primeras páginas de la biografía:

Todos nuestros placeres están en nosotros mismos. Nosotros somos nuestro propio demonio, nosotros mismos nos expulsamos de nuestro paraíso.

Ése era el Hombre, ése era el Poeta. Pero ¿cómo fue el encuentro?

En la modesta biblioteca familiar, entre las biografías de grandes hombres no faltaba la de Goethe. Dos tomos elegantemente encuadernados, de Editorial Juventud. Era un día de julio de 1958. Yo había terminado el primer curso de derecho y tenía ante mí tres meses largos de vacaciones, que no pensaba malgastar en extraños trabajos remunerados – como algunos de mis compañeros que, por familia, no lo necesitaban – sino en leer y vivir.

Lo de leer venía solo. Lo de vivir era más complicado. Por supuesto, ya no era el verano de los juegos infantiles, aunque el escenario fuese en parte el mismo. Y es que, si bien pasábamos los largos fines de semana en Valldoreix, el resto de los días permanecíamos en la ciudad con la obligación teórica, apenas nunca concretada, de echar una mano en la empresa familiar. Y fue así cómo una de aquellas tardes ciudadanas, abrí el primer tomo de la biografía de Goethe y empecé a leer.

Ignorante del mundo cultural y social de la Alemania del siglo XVIII y un poco desconcertado por el estilo del biógrafo (por otra parte, cautivador cuando se entra en él), la lectura no resultó fácil al principio. Así que procedí a base de pequeñas dosis y, como solía hacer, compaginándola con otras lecturas de naturaleza muy diversa.

Además, el verano estaba allá afuera, magnífico, esplendoroso. Había que cerrar el libro y abandonarse a los placeres de aquellas penúltimas vacaciones trimestrales de nuestra historia. Los juegos de guerra y otros de la infancia habían dado paso a actividades propias del ocio juvenil: paseos en bicicleta, excursiones a pie por los bosques próximos, actividades deportivas, reuniones, bailes y… en fin, que aquel mismo mes de julio me enamoré.

La muchacha era bella, culta, de carácter noble, alegre y con cierto sentido del humor; tenía muchos hermanos, más jóvenes que ella, y estaba comprometida en secreto con uno del grupo de amigos. O sea, que si le quitamos lo de “en secreto”, el cuadro se parecía de modo alarmante al del Werther de Goethe. Lo raro es que yo aún no había leído esa obra – cosa que haría dos meses después -, o sea, que ni siquiera inconscientemente podía haber montado ese escenario. Este misterio solo se explica si se repara en la curiosa costumbre que tiene la vida de imitar al arte.

En casa también tenía el Fausto, en una edición en rústica en la que por ningún lado aparecía el nombre del traductor, cosa que ya entonces juzgaba de pésimo gusto. Leí la primera parte y me pareció como un cuento medieval con fondo filosófico; leí luego la segunda y no entendí nada, aunque me encantaron aquellas escenas no sé si llamarlas superbarrocas o supersurrealistas ante las que uno tenía la impresión de que se ocultaba-mostraba un secreto decisivo, sobre todo en los últimos versos. Una eminencia de la crítica literaria de nuestros días ha calificado la segunda parte de Fausto como la obra máxima de la literatura universal. Quizás.

Leí a continuación Las desventuras del joven Werther, novela en la que quise verme retratado hasta cierto punto, y Las afinidades electivas, fino ejercicio de psicología de las parejas, que en su época había causado escándalo por su aparente planteamiento materialista: las personas se comportan como los elementos químicos, con análogas acciones y reacciones en sus combinaciones.

Quizá la obra que más y mejor me dio a conocer la personalidad del autor fue Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, seguida de los Años de viaje, célebres ejemplos de la denominada Bildungsroman, invento típicamente germánico que consiste en novelar la evolución sentimental, intelectual y cultural del protagonista.

Sobre el resto de las obras que recuerdo haber leído (Egmont, Stella, Tasso, Hermann y Dorotea, Conversaciones de emigrados alemanes, Viaje a Italia), otorgo la mayor importancia a Poesía y verdad, detallado repaso de sus vivencias que, por desgracia, se detiene antes de los treinta años de edad. Aunque no escrito directamente por él, otro libro fundamental para el conocimiento del poeta es Conversaciones con Goethe, de Eckermann, en el que se da una visión espléndida del Goethe magnífico de la última época, que no deja de contener a todos los goethes de su larga trayectoria, libro, por cierto, que suelo releer cada diez o quince años aproximadamente.

No por casualidad fueron estos dos últimos, junto los Wilhelm Meister (fábulas que a través de la ficción tratan también de él mismo) los que más me interesaron, y es que, como se ha dicho suficientes veces, de todas las producciones de Goethe la verdadera obra maestra es su propia vida. Y esto es en definitiva lo que me interesa de cualquier creador, el misterio de su personalidad, interés que en este caso se veía potenciado al encontrarme no ya con un creador de obras de arte, sino con alguien que, además, es creador de sí mismo. (continúa)

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Stefan Zweig, última etapa

Judío, amigo de Sigmund Freud y de otros intelectuales de la misma cuerda, cosmopolita, con una literatura ajena por completo a cualquier tipo de alucinación racista o nacionalista y fuertemente anclado en dos valores, la cultura y la libertad, estaba claro que Stefan Zweig había nacido para ser una de las bestias negras del nacionalsocialismo. Pero de momento (principio de los años treinta) la verdadera bestia estaba allá, al otro lado de la frontera, mientras nuestro escritor observaba sus movimientos con el temor y la clarividencia que muchos alegres austriacos, y europeos en general, no compartían. 

Cuando, en 1933, el monstruo se hizo con todo el poder en Alemania, los libros de Stefan Zweig, junto con los de otros muchos, no sólo se prohibieron sino que fueron entregados al fuego. En el nuevo orden no cabía la literatura libre, ni el pensamiento libre, ni nada libre. La tradicional cultura alemana, sólida, profunda, sabia, que tantas celebridades de auténtico valor había dado – desde Lutero hasta Thomas Mann, pasando por Leibinz, Kant, Schiller, Goethe, Schopenhauer y tantos otros – fue sustituida por una mitología de play station, que sería absolutamente risible, si no hubiese resultado tan mortífera.

El olor de papel quemado, que en 1934 llegaba hasta Austria, decidió a Zweig a hacer las maletas y trasladarse a Londres. Su esposa no le siguió. Como tantos austriacos, no compartía el pesimismo del marido. Pasó muy poco tiempo para que los hechos dieran la razón al que la tenía: en 1938 Alemania se anexionó Austria. Los viajes esporádicos que Zweig aún hacía para visitar a parientes y amigos se acabaron. Nunca más pudo volver a su tierra. Se había convertido en un apátrida.

El resto de su tiempo – no más de cuatro años – lo pasó en Londres y en América, del Norte y del Sur, donde finalmente se instaló, en la ciudad brasileña de Petrópolis. Seguía escribiendo, seguía comunicándose con los amigos que no habían quedado en el otro lado, pero cada vez era todo más difícil. Por segunda vez a lo largo de su vida, su mundo se había venido abajo. Pero en la primera ocasión, con la caída del Imperio austriaco, había sido diferente; había sido como el despertar del niño a las amargas realidades de la vida, un trance que se supera fácilmente mediante sabios mecanismos de adaptación; para la segunda, no había mecanismo alguno de defensa: los bárbaros habían arrasado la tierra, pisoteando toda brizna de humanidad. Y de esperanza.

El 23 de febrero de 1942, los cuerpos sin vida de Stefan Zweig y de su segunda esposa, Lotte, fueron hallados en su casa de Petrópolis. Suicidio en pareja, como sus antecesores germánicos Heinrich Kleist y el archiduque Rodolfo. Curioso.

Podía haber esperado un poco… Dos años más y habría conocido la liberación de París. Con tres años, habría visto el fin de la guerra. Con trece, habría celebrado la restauración de la república austriaca. Y si hubiese vivido ochentaiún años, habría conocido, justo antes de morir… el probable inicio de la tercera guerra mundial, con la crisis de los misiles de Cuba de 1962. Dejémoslo.

Pero es el caso que Stefan Zweig era una persona impaciente, en el arte como en la vida. En un pasaje de sus memorias, reflexionando sobre la inmensa fama que llegó a alcanzar, se pregunta por el secreto de aquella escritura suya, que cautivó a millones de lectores. Y se responde: “creo que proviene de un defecto mío, a saber: que soy un lector impaciente y temperamental […] me irrita lo prolijo, lo ampuloso y todo lo vago y exaltado, poco claro e indefinido, todo lo que es superficial y retarda la lectura.” Y añade que la fase más importante de su proceso creativo es aquella en que elimina todo lo que considera innecesario, “pues no lamento que, de mil páginas escritas, ochocientas vayan a parar a la papelera y sólo doscientas se conserven como quintaesencia.” Una opción de naturaleza estética que le dio muy buenos resultados.

No de otra naturaleza fue la decisión de quitarse la vida ante la fea presencia de unos tiempos que, sin duda, había que tirar a la papelera.

 

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Stefan Zweig, la Gran Guerra y los judíos

En 1914, el mundo alegre y confiado que era Europa (la Belle Époque), y no sólo la idílica (según Zweig) Austria imperial, estalló de repente. Un extraño fervor, desconocido hasta entonces, surgió de las cancillerías y se propagó por las calles y plazas de pueblos y ciudades: el patriotismo combativo. De repente, ciudadanos de Europa que compartían los mismos gustos, la misma cultura y la misma historia, ciudadanos que atravesaban las fronteras comunes sin pasaporte ni documento de identidad, se vieron divididos, enfrentados: eran enemigos.

A diferencia de otros muchos intelectuales y artistas (como el mismo Hofmannsthal), seducidos por las marchas militares y la poesía épica de sus pueblos respectivos, Zweig no tardó en denunciar la locura de la guerra. No podía ser de otra manera cuando la mitad de sus amigos (entre ellos, Verhaeren y Romain Rolland), pasaban a ser calificados de enemigos, cuando su París del alma pasaba a convertirse en objetivo militar prioritario. Es verdad que en algunos de sus artículos de los primeros meses no oculta su emoción ante el espectáculo de una Austria puesta en armas. Pero hasta aquí, todo normal. Después de todo, Austria era su patria, y al igual que a la inmensa mayoría de judíos centroeuropeos (los de más la norte, con respecto a Alemania), no se imaginaba que pudiera tener otra. Fue Hitler quien alteró aquella tendencia natural, que muy bien podría haber desembocado en la integración total de los judíos en su respectivos países. O no. En todo caso las cosas hubiesen ido de muy diferente manera, y quizá hoy no existiría el Estado de Israel. En otras palabras, que, prescindiendo de las intenciones y atendiendo solo a los resultados, se puede decir que Adolf Hitler ha sido el gran impulsor de los modernos logros políticos del pueblo judío. Otra cosa es que se deba decir.

Zweig fue movilizado, pero consiguió que lo destinaran a un archivo militar. Y a la primera oportunidad, huyó a Suiza, donde, en contacto con otros intelectuales, luchó activamente por la paz. Allá mismo, en territorio neutral, estrenó su drama Jeremías, enérgico alegato antibelicista. 

(De Del suicidio considerado como una de las bellas artes)

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