Archivo de la etiqueta: Elisabet Ney

Lecciones de filosofía III

Irrumpe en la sala un hombre de mediana edad, de complexión fuerte aunque no alto, y con barba abundante que empieza a ser canosa.

KARL. – Buenas tardes, Arthur. Quiero decir algo.

ARTHUR.- No, ya nos lo hemos dicho todo. ¡Largo!

KARL.- No es por usted que he venido, naturalmente, sino por el señor.

FAUSTO.- ¿Por mí?…Bueno, por mí no hay problema. ¿Es usted también filósofo?

ARTHUR.- Es la negación misma de la filosofía.

KARL.- Sí, de la filosofía tal como se ha entendido hasta ahora, o sea, como un entretenimiento de gente desocupada que se dedica a imaginar el mundo, interpretar, dicen ellos. Y no se dan cuenta de que ése es un ejercicio inútil y engañoso, porque toda interpretación estará determinada por el lugar que ocupa el “intérprete” en las relaciones de las fuerzas de producción. Y es que ya no se trata de interpretar, señores, sino de transformar, de transformar el mundo.

ARTHUR.- (a Fausto). ¿Ve? No es un filósofo, ¡es un ingeniero! (a Karl) ¡Transformar el mundo! ¿Qué mundo? Su ingenuidad no deja de asombrarme, Karl. Usted es de los que se imaginan que las cosas son exactamente lo que parecen y que el sujeto, que está fuera, puede manejarlas a su antojo. Y que el objeto está ahí delante, y que seguiría estando aunque no hubiese sujeto… Pero señor mío, ¿se ha enterado de la existencia de un tal Kant? No sabe que ese realismo ingenuo es hoy absolutamente inaceptable… excepto para los profesores universitarios que cobran del estado, por…

FAUSTO.- Perdone que le interrumpa, doctor. De todos modos me gustaría saber qué es lo que entiende el señor Karl…

KARL. – Marx, Karl Marx.

FAUSTO. – Karl Marx, por transformar el mundo.

ARTHUR.- No hay nada que entender. Es pura basura socialista.

KARL.- ¿Basura? Mi método es la conclusión necesaria de lo que los buenos pensadores de todos los tiempos han venido preparando, desde Aristóteles hasta el mismo Hegel… sí, Hegel, y no ponga esa cara. Hegel nos ha proporcionado el instrumento que él mismo no supo manejar: la dialéctica histórica.

ARTHUR.- ¡Por todos los demonios! (a Fausto) ¿Cómo quiere que polemice con alguien que dice haber aprendido de Hegel? (a Karl). Mire, hágame un favor: váyase, señor Marx, repito, váyase, señor Marx, y no vuelva a aparecer por aquí.

KARL.- Me voy, claro que me voy, pero no sin antes cumplir con mi misión. (a Fausto) Mire, señor… como se llame, he venido sólo para advertirle: todo lo que oiga de boca de ese anciano no tiene nada que ver con la realidad objetiva del mundo; es pura ideología.

FAUSTO.- ¿Ideología?

KARL.- Sí, ideología, una construcción teórica que no se corresponde con la realidad que dice interpretar, sino que responde a los intereses de clase del “ideólogo”, un artefacto presuntamente neutral o científico, pero que en realidad está destinado a justificar y mantener la supremacía de la clase burguesa dominante. Y lo más triste es que esos ideólogos ni siquiera son conscientes de su papel, y es que el hecho de pertenecer a la clase dominante determina su conciencia de presuntos pensadores. Es decir, creen interpretar el mundo cuando no hacen otra cosa que justificar y apuntalar el actual modelo de relaciones de producción, basado en la explotación del hombre por el hombre.

FAUSTO.- No sé si le he entendido bien…

ARTHUR. – No se preocupe, Johann. Nadie puede entender a un discípulo de Hegel.

KARL.- Oigame, Johann. Cuando hablo de transformar el mundo, me refiero a sustituir las actuales relaciones de las fuerzas productivas, basadas en la explotación de los asalariados, en la acumulación de plusvalía, en la alienación de la persona, que ve cómo el producto de su trabajo, de su actividad de ser humano, va a engrosar las arcas del capital…

ARTHUR.- Acabe y váyase por favor.

KARL. – Sustituir esta sociedad brutal, en la que tanto explotadores como explotados no pueden desarrollarse como las personas que deberían ser, por una sociedad sin clases, de seres humanos libres y felices, porque finalmente se habrá eliminado la fuente de todos los conflictos y ni siquiera será necesario el gobierno de los hombres sino sólo la administración de las cosas..

ARTHUR.- ¡Una sociedad sin clases, ja! Usted se imagina que solucionando las desigualdades económicas se alcanzaría la paz perpetua. ¡Cuánta ingenuidad! ¿No ha pensado que los pastores que nos habrían de conducir a esa sociedad sin clases pueden ser tan fieros y crueles como los lobos, quiero decir, como cualquier hombre normal con poder? Usted no tiene en cuenta la condición humana.

KARL.- No importa lo que yo tenga en cuenta. Lo único que importa es la marcha progresiva e imparable de la historia.

ARTHUR.- ¡La historia! ¡Ja!…La historia…

Se abre la puerta y aparece una mujer, joven, esbelta, elegante. Va vestida de negro, excepto por el blanco cuello plisado, que asoma por el vestido. Todos se quedan como petrificados; ella misma duda un momento en hablar.

ELISABET.- Perdón… no sabía…

ARTHUR.- ¡Elisabet! No, hoy no es día…Pero no importa, pase, por favor.

ELISABET.- Es que… creo que me dejé aquí el cincel. Es mi preferido, no puedo hacer nada sin él.

KARL. – (a Fausto en voz baja) ¿Que se dejó qué?

FAUSTO.- El cincel.

KARL.- ¿Qué es un cincel?

ARTHUR.- (que los ha oído) Señor portavoz de la clase trabajadora, veo que su ignorancia sobre el arte es de dimensiones cósmicas. Un cincel es un instrumento para transformar el mundo. Ja, ja, eso es, para transformar el mundo… Se toma el mundo inerte de un pedazo de piedra y con un cincel manejado por unas manos expertas y delicadas como las de la señorita Ney, la piedra se transforma en una obra de arte. Y ahora, permítanme que les presente: aquí, el señor Johann… científico y el señor Karl Marx, ingeniero; aquí, la señorita Elisabet Ney, escultora y, no obstante su edad, una de las más grandes artistas en su género.

ELISABET.- Encantada de conocerlos… Pero, no les entretengo más. Sólo he venido a buscar el cincel.

KARL.- ¡Qué gracia, cin-cel, CIN-CEL!

ARTHUR. – La verdad, es que yo no he visto por aquí ningún cincel.

FAUSTO.- ¿Dónde estará el cincel?

ELISABET.- No puedo trabajar sin él.

KARL.- Pues busquemos el cincel.

Un poco de canto, a modo de musical

ARTHUR. – Oh, Elisabet, criatura,

más dulce que la miel,

ha perdido su cincel.

KARL.- (en un aparte)Y Arthur, el misógino,

ha perdido su papel.

FAUSTO.- Por el cielo y por la tierra

hay que buscar el cincel.

ARTHUR- No puede vivir sin él.

ELISABET.- No, no puedo vivir sin el.

Con él de la masa arranco

la materia innecesaria,

para dar forma a la vida

en el fondo adormecida

TODOS.- ¡No puede vivir sin él!

FAUSTO.- Oh, poderoso cincel,

que a lo informe forma das

que a lo inerte das la vida

para la eternidad.

¡No puedo vivir sin él!

ARTHUR Y KARL.- ¡Ella, ella

no puede vivir sin él!

FAUSTO.- Yo tampoco, yo tampoco…

Fuera todas las razones

que nos pierden y confunden,

y viva sólo la acción.

Abajo la metafísica,

la dialéctica y la lógica,

abajo la ontología,

la epistemología

y la gnoseología,

abajo la propedéutica,

la hermenéutica y mayéutica

y viva sólo el cincel.

ARTHUR Y KARL. – ¡No pueden vivir sin él!

Se abre la puerta de golpe. Silencio absoluto. Aparece un hombre, vestido con un largo guardapolvo y con un pequeño paquete en la mano.

ARTHUR.- ¿Y usted quién es?

LIBRERO-MEFISTO. – El librero, le traigo el libro que me encargó.

ARTHUR.- Cierto, hace días que lo esperaba. A ver… (toma el paquete, arranca el envoltorio y contempla la portada del libro, mientras Karl, con disimulo, también la mira) ¿Qué mira usted?

KARL.- No, nada, sólo quería ver el título.

ARTHUR.- Pues vea y lea.

KARL.- (lee) “El invierno del puercoespín”.

ARTHUR.- ¿Qué le parece?

KARL.- Bah, pura ideología…

MEFISTO.- (serio y con autoridad) A ver, señores, señorita…¿Qué es todo este guirigay? Habrá que poner un poco de orden aquí.

ARTHUR.- ¿Cómo dice? ¿Usted quién es para…?

MEFISTO.- Sí, ya sé que apenas soy nadie, doctor Schopenhauer, pero debe reconocer que tampoco ninguno de los presentes es gran cosa.

ARTHUR.- Cómo se atreve… No lo dirá por mí, ni por la señorita Ney…

MEFISTO.- No, no lo digo por nadie en concreto, no se preocupe. Pero mire a mi socio, por ejemplo, (a Fausto) ¿Qué? ¿Qué has estado haciendo por aquí? ¿Has sacado algo en claro?

FAUSTO.- ¿En claro? ¿En claro?…No, claro que no… Sólo razones, argumentos, palabras, palabras.

MEFISTO.- Me temo que no tienes remedio. Has de saber que toda la sabiduría está edificada con palabras, que te lo digan, si no, estas dos lumbreras de la filosofía.

ARTHUR.- No me gusta su tono, señor librero… y veo que ya se conocen… Todo esto me suena a trampa, a conspiración…

MEFISTO.- No sea tan mal pensado, doctor. Es verdad que Johann y yo nos conocemos de hace mucho tiempo, es verdad que yo le instado a que viniese a aquí a aprender un poco y también es verdad que, aprovechando que Marx no andaba lejos, le he sugerido que se uniese al equipo docente…

KARL.- Sólo un pequeño favor de unos minutos, que conste.

MEFISTO. – Pero está claro que ha sido un fracaso…y mejor no averiguar responsabilidades. (a Fausto) Bueno, pero algo positivo habrás sacado de esta velada, ¿no? por pequeño que sea.

FAUSTO.- ¿Positivo? Sí, y no pequeño, sino grandioso: la visión de Elisabet y su fervor por el cincel.

MEFISTO.- (resignado) Vale, nos vamos. No hay nada más que hacer aquí.

ELISABET.- Yo también me voy. Adiós, doctor, hasta mañana.

ARTHUR.- Sí, Elisabet, mañana tenemos sesión. ¿Habrá resuelto lo del cincel?

MEFISTO.- A propósito, subiendo por la escalera me he encontrado esto. (Del bolsillo del guardapolvo saca una pequeña herramienta y la muestra). ¿Es de alguien?

TODOS.- ¡El cincel! ¡No podía vivir sin él!

Elisabet se acerca a Mefisto y, después de recibir el cincel, lo abraza emocionada.

ELISABET.- Señor librero, es usted un ángel.

MEFISTO.- Bueno, no exactamente…

Fausto y Mefisto caminan por la calle, en la oscuridad apenas rasgada por la tenue luz de algunas farolas de gas.

FAUSTO. – Entonces… ¡Se han quedado los dos solos!

MEFISTO.- Sí, ¿qué pasa?

FAUSTO.- Pero…¡se matarán!

MEFISTO.- Qué cosas dices.

FAUSTO.- Tú no has visto cómo se hablaban, cómo se enfrentaban, estaban a punto de llegar a las manos.

MEFISTO.- Nada de eso, socio… Y te digo más: en el fondo, se necesitan.

(De Mundo, Demonio y Fausto. Nuevas aventuras)

3 comentarios

Archivado bajo Opus meum

Schopenhauer, la mujer y los judíos.

[SCHOPENHAUER]… Las mujeres, ¿qué me dice de las mujeres? ¿cómo se explica que reciba tantas cartas de mujeres que se confiesan admiradoras de mi obra? Y no se preocupe, esta vez le plantearé la pregunta ya vuelta del revés: ¿qué hay en las mujeres que hace que se sientan atraídas por mi doctrina?

[AUGUST]−Nada, nada hay en las mujeres en este aspecto. Todo está en usted mismo.

−Explíquese, por favor. Sospecho que pretende sorprenderme con algo paradójico y quizá delicado para mí. Espero que sabrá guardar el respeto debido a su maestro.

−Naturalmente, por nada del mundo me permitiría ofenderle. Sólo trato de destacar un hecho que, por mi condición de espectador, quizá estoy en mejores condiciones de observar que usted mismo.

−Adelante, señor juez.

−En realidad, no hay muchas mujeres interesadas por su filosofía. Piénselo bien, Arthur, según sus propios datos ¿cuál es la proporción de mujeres respecto al total de admiradores? Ínfima, debe reconocerlo. Lo que a usted le sorprende no es que haya muchas mujeres atraídas por su filosofía, lo que en realidad le sorprende es que haya alguna, que una sola mujer haya podido leer y entender su obra, eso es lo sorprendente para usted.

−Humm… Quizá tenga razón, August. A veces pienso que sabe usted de mí más que yo mismo, y le confieso que esto me da un poco de miedo. Dígame una cosa, ¿cree usted que la opinión que sobre las mujeres he expresado en algunos pasajes de mi obra es incorrecta, que no responde a la realidad?

−Sí, en algunos casos creo que es incorrecta.

−Está usted muy duro conmigo, August. Pero no crea que no voy a defenderme. Mire, cuando en mis escritos hablo de las mujeres, como cuando hablo de los franceses, o de los italianos, o de los judíos, colectivos que parece que tampoco gozan de mis simpatías, hablo precisamente de eso, del colectivo, del grupo.[…] Y así, cuando yo he hablado de las mujeres como colectividad he tenido necesariamente que incidir en sus defectos, en sus carencias, que es lo que las define como grupo. Lo mismo que cuando me he referido a los italianos o a los franceses. ¿Quiere esto decir que no soy capaz de reconocer la grandeza de un Voltaire o la profundidad de un Leopardi? No, por favor, sería ridículo. Igual que puedo apreciar el carácter noble de un francés o de un italiano que conozca personalmente. Con los judíos pasa algo parecido, pero no idéntico. En realidad, nunca me he referido a los judíos en términos negativos. Mi rechazo va siempre dirigido a su religión, ejemplo espeluznante de credo ordenancista, represivo, nacionalista, caprichoso y despiadado con los hombres, cruel con los animales y sin esperanza alguna para el individuo, tan diferente de las religiones que yo llamo de salvación o redención, como la hindú, la budista o la misma cristiana en cuanto no está en deuda con el judaísmo. Pero personalmente siempre he tenido y tengo amigos judíos, ya desde mis tiempos de estudiante. Usted ha conocido al abogado Emden, judío y uno de mis mejores amigos… Pero volvamos al tema de las mujeres. Voy a hacerle una concesión. Le concedo que la forma en que he expresado mis opiniones puede inducir a confusión sobre lo que realmente pienso del asunto. Pero eso he de subsanarlo. Todavía no lo he escrito todo sobre las mujeres. Además, no hace mucho tuve una experiencia muy interesante, ya le comenté algo. Fue el conocimiento de la joven escultora Elisabet Ney, de Berlín, y el trato diario con ella. Hace cosa de un año pasó aquí muchas horas esculpiendo aquel busto mío que tantos elogios le mereció a usted. Cada día, después del tiempo de trabajo que ella consideraba oportuno, nos sentábamos aquí mismo y, mientras tomábamos un café, charlábamos de cualquier cosa con la franqueza y la naturalidad de un matrimonio comme il faut. Sí, era como si estuviésemos casados, en el sentido más noble y positivo que usted pueda imaginar. Y aún le diré más, August, voy a decirle algo que quizá le sorprenda: que el trato que estos últimos años he tenido con ciertas mujeres excepcionales, entre las que naturalmente incluyo a Elisabet, me ha llevado a la conclusión de que, cuando una mujer consigue sustraerse a la masa, cuando logra destacarse del grupo, es capaz de crecer ilimitadamente, más incluso que los hombres…

(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)

10 comentarios

Archivado bajo Opus meum