Archivo mensual: enero 2013

La filosofía de Schopenhauer explicada a un perro V

Decía que la voluntad −idéntica en mí y en todo el universo− es una fuerza ciega, inconsciente, que sólo quiere ser. Y esta fuerza está presente por igual en toda la escala de los seres de la naturaleza. La pesantez, la impenetrabilidad, la elasticidad, formas únicas de “movimiento” de los seres inanimados, es voluntad; la reacción a los estímulos, la generación, el crecimiento, la floración, la fructificación de los vegetales es voluntad; el instinto de industria, deplantas supervivencia, de reproducción de los animales es voluntad…

¿Y el hombre? En el hombre −en el que no deja de funcionar todo lo anterior− se manifiesta además una diferencia que ya se apunta en los mamíferos superiores, y es que conoce, que puede actuar por motivos. Y esto ¿qué significa? Significa que, en el grado superior de su manifestación, la voluntad necesita cierta luz para seguir adelante, y entonces produce el cerebro. Así que el cerebro, la mente humana no es más que un producto de la voluntad para seguir existiendo, manifestándose.

Pero existir ¿para qué? ¿Qué busca esa fuerza imparable que, siendo manifestación de la cosa en sí única, se multiplica en infinidad de seres en continua lucha los unos con los otros? No lo sabe, Butz. La voluntad no lo sabe, y no lo sabe porque en su actividad no hay conocimiento, que sólo aparece con el hombre. Le basta con querer. Y quiere (actúa) de una manera más segura y menos sujeta a error cuanto menos la alumbra (¿o perturba?) la antorcha del conocimiento. El pájaro de un año construye el nido para sus crías que aún no conoce, el castor levanta una construcción cuya finalidad ignora, la hormiga almacena provisiones para un invierno que no conoce… la voluntad todo lo dispone, a ciegas pero infaliblemente, para el fin inmediato de sobrevivir y multiplicarse, pero ¿cuál es su finalidad última? Lo siento, Butz, pero me parece que te voy a decepcionar. Porque, si tenemos en cuenta que una pregunta sobre la finalidad es una pregunta sobre el tiempo y la causalidad y que estas formas no afectan a la cosa en sí que es la voluntad, comprenderemos que tal pregunta no tiene ningún sentido, que es sólo una manifestación −inadecuada al objeto− del modo de funcionar de nuestro cerebro.

Así que olvidemos el por qué y el para qué y sigamos con el qué. Decía que con el hombre aparece el conocimiento, la inteligencia conceptual, inteligencia que la misma voluntad ha creado para sus propios fines. ¿Fines? ¿No resulta irónico hablar así cuando sabemos que la voluntad no tiene más fin que el inmediato de ser y de reproducirse hasta el infinito? Es un ansia feroz la que le lleva a objetivarse en millones de individuos que, en cuanto lo son, se ven obligados a luchar entre sí por la conquista de la materia y del espacio… pero ¿cómo? ¿La propia voluntad lucha contra sí misma? Sí, en sus manifestaciones sí: la voluntad se devora a sí misma porque fuera de ella nada existe.

El vegetal vive del mineral, el animal devora al vegetal y también a otros animales, y al final llega el hombre, que toma toda la tierra por su finca particular y la explota despiadadamente. Devora los productos de la tierra y devora también, en cuanto puede, a los otros hombres, homo homini lupus. Sí, Butz, quizá esto no lo sabías. Pues conviene que te enteres: ningún animal es tan feroz con los de su propia especie como lo es el hombre. ¿Pesimismo, dices? ¿Que soy muy pesimista? No me hagas reir, Butz. Los que se proclaman optimistas deberían ser obligados a visitar los hospitales, los manicomios, las cárceles, las bodegas de los esclavos, las salas de tortura, los cadalsos y todos los rincones donde habita la más negra miseria, los barrios ínfimos de nuestras grandes ciudades, las minas, las fábricas, donde se obtiene el derecho a respirar a cambio de catorce horas diarias de trabajo embrutecedor, incluidos niños de ocho años. Así se comporta el hombre con el hombre: ciertamente lo del lobo resulta una metáfora abusiva.

Y no le va mejor al individuo consigo mismo. La vida de todo ser humano no es más que una lucha compulsiva en pos de una felicidad ilusoria. Los dolores le atormentan, son algo real; los goces los desea y, en cuanto los obtiene, o le decepcionan o los olvida en busca de nuevos goces. Nada le satisface, toda su existencia oscila entre la carencia, el deseo y la decepción. Y si no hay carencias ni deseos, se instala entonces en su corazón el peor de todos los monstruos; el tedio. Y todo ¿para qué? ¿qué queda de las multitudes que nos han precedido? ¿qué queda de la inmensa muchedumbre de individuos que han visto la luz por unos instantes para sumirse de nuevo en la oscuridad? Nada, de su pequeño yo nada queda. Cada individuo, cada rostro humano no es más que un breve sueño de la voluntad de vivir, un boceto que la voluntad traza a modo de recreo sobre el lienzo infinito del tiempo y el espacio y que no conserva más que un instante imperceptible, borrándolo enseguida para pintar nuevas figuras.

¿Y para qué todo ese juego, esa mauvaise plaisanterie, que decía Voltaire? Parece, Butz, como si… ¿qué haces? ¿duermes? No te duermas ahora, Butz, ahora no, que esto es importante, muy importante. ¡Despierta! Así, muy bien. Levántate; no, no te sientes ahora. Bueno, siéntate, pero pon atención, mucha atención. Decía que parece como si todo fuera consecuencia de un error, de un inmenso error. Estaba el ser, la cosa en sí idéntica a sí misma, hasta que un día −y perdona que haga uso, metafórico, del tiempo− esa cosa en sí, bajo la forma ya de voluntad, quiso entrar en la representación, quiso ser piedra, agua, aire, planta, animal, hombre, y lo quiso −lo quiere− con tal vehemencia que cada una de sus objetivaciones tiene que luchar por fuerza con todas las demás para asegurarse un lugar en el espacio. Ése fue, ése es el pecado original, Butz, el pecado de querer existir, el delito de haber nacido, que decía Calderón, y por él estamos todos condenados, condenados a la lucha, al dolor, a la insatisfacción, a la decepción, al tedio, a la muerte. (c0ntinuará)

(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)

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La filosofía de Schopenhauer explicada a un perro IV

Volvamos pues a nosotros mismos, regresemos a aquel cuerpo en cuyo cerebro se representa un mundo del que sólo conoce las leyes de actuación. ¿Qué hace que ese cuerpo se sienta tan real frente al fantasmagórico mundo exterior? La percepción inmediata de su propio ser, eso es. Él se siente, advierte cómo en su organismo una serie de procesos trabajan sin cesar por la propia conservación. Sí, Butz, mi cuerpo, como cualquier otro objeto de la realidad, es representación, pero también es algo más. Y es que lo siento, percibo cómo se mueve, cómo sus órganos funcionan, cómo busca el bienestar, cómo rechaza el malestar, cómo huye del dolor, cómo quiere el placer, cómo quiere vivir por encima de todo, cómo quiere, cómo quiere… mi cuerpo es voluntad, y eso es lo que le mantiene vivo, esa voluntad es la esencia íntima de su existencia o, dicho de otro modo, mi cuerpo es la objetivación visible de la voluntad.

Y ahora, una aclaración muy importante. Cuando digo “voluntad” no me refiero a aquella supuesta facultad de una hipotética alma racional que “libremente” decide una acción −ya sabes, “yo tengo mucha voluntad”, “mi voluntad es hacer esto”−, no, me refiero al mismo hecho de querer, que no es distinto del hecho de actuar. La voluntad y el acto son la misma cosa. Podría haberlo llamado “fuerza natural” o algo así, pero, por razones que sería largo explicar, he preferido llamarlo “voluntad”. Tenlo presente, Butz, y nunca lo olvides, porque éste es el escollo en que siempre se estrellan cuantos intentan refutarme sin haberse enterado de lo que hablo. La voluntad de que yo hablo es una fuerza ciega, inconsciente que sólo quiere ser, vivir, perpetuarse, y lo quiere actuando, y además ¡atento! esa voluntad es idéntica en mí y en todos los seres del universo.

¿Sorprendido? Pues no te sorprendas. Ha ocurrido una cosa, Butz, y es que, gracias a aquella introspección en mi propio cuerpo, se me ha desvelado el misterio oculto en los otros cuerpos. Estos sólo existían en mi cerebro, eran pura representación, pero ahora que conozco la esencia íntima de mi cuerpo, y que no puedo suponer que la naturaleza me haya distinguido con una condición única, he de concluir que la esencia de los otros cuerpos, que la esencia de todos los objetos, que la esencia del universo entero es lo mismo que percibo en mi cuerpo: es la voluntad. La voluntad es lo que hay detrás de lo que aparece como representación bajo las formas de tiempo, espacio y causalidad, es la cosa en sí.

Kant ¿recuerdas? había establecido la diferencia entre fenómeno, cognoscible, y cosa en sí, incognoscible. Pues bien, yo, mediante la experiencia de mi propio cuerpo y la observación de la naturaleza, he llegado a la conclusión de que podemos saber algo de la cosa en sí, y lo que podemos saber es que la cosa en sí es ni más ni menos que voluntad o, para ser más exacto, que la voluntad es la manifestación inmediata de la cosa en sí en cuanto entra en la representación…

¿Te canso, Butz? Lo comprendo, comprendo que tales discursos a estas horas de la noche te parezcan excesivos, pero… no me importa ¿sabes? Si te aburres te duermes, te doy permiso. Lo mismo le diría a cualquier lector en el caso de que, como antes he imaginado, en vez de sólo pensamiento fuese esto letra impresa. Le diría: lector, si te aburres te duermes, te doy permiso, o cierras el libro y te dedicas a pensar por tu cuenta, si es que sabes cómo funciona eso, o pasas por alto unas páginas hasta dar con un pasaje más entretenido, haz lo que quieras, lector, haz lo que quieras, Butz, pero yo sigo. (Continuará)

(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)

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La filosofía de Schopenhauer explicada a un perro III

La actividad cognoscente del cerebro puede ser de dos clases, la que se dirige al exterior y la que se dirige al interior del propio sujeto. Hasta aquí me he ocupado del conocimiento de lo exterior y he apuntado que ese conocimiento sólo puede serlo del fenómeno, no de la cosa en sí.

Habrás observado que el mundo exterior se nos presenta como un espectáculo de formas y de imágenes sin sustancia real. ¿Que esto no es cierto, Butz? ¿Que tú ves las cosas como muy reales? Te engañas, te engañas y se engañan cuantos opinan como tú. Y la prueba está en que incluso quienes niegan lo que he dicho se comportan como si lo creyesen. Sí, Butz, todo el mundo, tú también, cada uno de los seres del universo se comporta como si lo único real, lo único cierto, importante e imprescindible fuese él mismo, y lo demás perfectamente secundario, prescindible, no propiamente real, como si todo lo que le rodea fuese algo fantasmagórico comparado con su propio ser sintiente y doliente. ¿De dónde viene esta íntima convicción, arraigada en todos los seres con tanta fuerza que, como luego veremos, sólo la verdadera filosofía o la mística práctica pueden desarraigar? Precisamente de lo que te decía: de que del mundo exterior sólo conocemos el fenómeno.

Y es que, por mucho que la ciencia investigue todos los objetos del universo, siempre se queda y se quedará en la superficie. Porque, después de todo, ¿qué es lo que nos da la ciencia? La ciencia sólo nos puede dar las leyes del comportamiento de las cosas, la identificación de las causas, que siempre remiten a otras causas, hasta que topa con unas fuerzas irreductibles a causas, punto en que se detiene sin que pueda determinar en qué consisten esas fuerzas.

Sabemos cómo se transmite la vida, pero no qué es la vida, qué hace que la vida se transmita en vez de no transmitirse. Sabemos cómo se forma la electricidad, pero no qué es la electricidad, qué hace que la electricidad se forme en vez de no formarse. Estas fuerzas originales están fuera de la representación y por lo tanto no les es de aplicación el principio de razón suficiente, que es como decir que están fuera de la ciencia. Y es que la ciencia sólo nos da la determinación necesaria de la aparición de un fenómeno en el tiempo y en el espacio, su necesaria subordinación a la ley física, pero de la esencia íntima de ese fenómeno no sabe qué decir, o lo despacha con palabras tales como “fuerza” o “principio vital” o “ley natural”.

Y aún te diré más: aunque la ciencia física más avanzada llegase a encerrar todo el universo en una fórmula única, ésta sólo podría referirse al cómo del universo, a su representación, es decir, a algo que está en nuestro cerebro, no al qué, no a su verdadera esencia. (C0ntinuará)

(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)

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La filosofía de Schopenhauer explicada a un perro II

Y ahora un inciso muy importante. Mira, Butz, todo en el mundo, planta animal o cosa, órgano, víscera o lo que sea tiene un carácter determinado y sólo puede obrar de acuerdo con ese carácter. Incluso las máquinas, sí, un barco no puede correr por la tierra como una locomotora de ferrocarril, ni la locomotora puede navegar sobre las aguas. Todo está hecho de manera que sólo puede operar de acuerdo con sus características propias, de acuerdo con su esencia, podríamos decir. Y el cerebro es una especie de máquina producida por la naturaleza para conocer. Pero sólo puede conocer de la manera y con los límites que le permite su propia constitución. ¿Y cuál es esa manera? Aplicando en todo momento tres principios necesarios: el tiempo, el espacio y la causalidad.

Estas son las formas a priori de conocer que el cerebro, el intelecto, aplica en todas y cada una de sus operaciones de una manera constante y necesaria. Quiero decir que no puede no aplicarlas, ni puede entender algo que no encaje en esas formas. No puede representarse lo que es un tiempo o un espacio infinito, ni tan siquiera puede representarse el límite de lo finito, y es que, como ya te he dicho, tiempo y espacio son instrumentos de conocimiento y en ningún caso pueden ser objeto de conocimiento en cuanto a sus límites.

Igual con la causalidad. El intelecto no puede concebir algo que no responda a una causa, cualquier cosa ha de haber sido causada por algo que le haya precedido en el tiempo. Esa estatuilla tiene que haberla hecho alguien y alguien tiene que haberla traído hasta aquí, no puede haber aparecido motu proprio. Alguien podría alegar “nada me impide concebir que la estatuilla haya aparecido aquí de repente por…” ¿Por qué? ¿Por un milagro? ¿Por obra de Dios? ¿De un mago? Lo ves, busca una causa. Siempre, conscientemente o no, suponemos la causa. Y es que es imposible conocer sin sujeción al principio de causalidad como es imposible conocer sin sujeción al tiempo y al espacio.

Y ahora volvemos al cerebro que ha recibido las señales transmitidas por el nervio óptico. Inmediatamente las somete a tratamiento y, como aquí hemos utilizado el sentido de la vista, lo que sobre todo pondrá en juego es el principio del espacio (si hubiese utilizado el oído sería más importante el principio del tiempo… por la “sucesión ” de los sonidos, ¿entiendes?). Así que, recibidas las señales, les dará una forma y creará un espacio en torno a ellas, asignándoles un lugar en ese espacio, que, insisto, el cerebro crea, es decir, imagina. Porque te habrás fijado que todo este proceso tiene lugar exclusivamente en el propio organismo: una sensación en el aparato ocular, una transmisión por los nervios ópticos y una elaboración en el cerebro. En principio nada nos autoriza a pensar que hay algo fuera que haya desencadenado el proceso, en principio podríamos suponer que todo es pura y simple representación, como pensaba el ilustre Berkeley.

Lo único que nos permite conjeturar la existencia de un objeto exterior es la presunción de que el ojo no se ha autoexcitado, de que el estímulo que recibe procede de una realidad exterior. Pero, aún aceptando esto −y te anticipo que lo habremos de aceptar−, todo el proceso de formación de la imagen y de su ubicación en el espacio ha sido cosa exclusiva del propio sujeto.

¿Cuál es la conclusión de todo esto? Que lo que conocemos es sólo lo que se forma en el cerebro, que el mundo entero, que creíamos tan real y tangible (el sentido común, ¿recuerdas?) es nuestra representación, que nada sabemos de lo que sea ese mundo en sí mismo, que sólo conocemos el fenómeno pero que nada sabemos de la cosa en sí, excepto que no está sometida al tiempo ni al espacio ni a la causalidad, porque éstas son sólo funciones cerebrales de los animales superiores, y que por lo tanto es única, indivisible y eterna.

Hasta aquí, Kant, ¿me oyes, Butz? Digo que hasta aquí, Kant. O sea que, en su primer aspecto, mi filosofía coincide casi exactamente con la de Kant. Pero ahora viene lo nuevo, lo original, lo genial, si permites que me exprese así, y ya lo creo que me lo permites, mi querido Butz, no serás tú quien me acuse de inmodestia.   (Continuará)

(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)

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La filosofía de Schopenhauer explicada a un perro I

…Este repaso de mi vida me habrá ido muy bien, lo presiento. ¿Has visto, Butz? En poco más de tres horas he dado un vistazo general a mi existencia. Y aún me llevaría menos dar un repaso general a mi filosofía… No me mires así, Butz. Hoy no, esta noche no. Ya hemos tenido bastante… Aunque, después de todo, ¿por qué no? ¿Qué te parece si preparamos un librito divulgativo con este título: La filosofía de Schopenhauer explicada a un perro? Se vendería, puedes estar seguro. Qué me dices. Ya sé, ya sé que no puedes entenderme porque no tienes el don de la palabra ni, por consiguiente, la facultad de formar y manejar conceptos, lo sé muy bien, Butz, no me lo tienes que recordar, pero qué quieres que te diga, otros que supuestamente sí tienen esas facultades tampoco me han entendido. No veo la diferencia. Tú sólo tienes que mirarme y poner cara de entender. Como hacen algunos que conozco. Seguro que lo harás mejor. A ver, mírame… ¿Sabes qué te digo, Butz? No sé si eres muy inteligente o no, pero que la expresión de tu rostro es mucho más inteligente que la de muchos seres humanos, de eso puedes estar seguro… Bien, visto que no hay problema, adelante.

Mira, Butz, hay dos verdades básicas sobre las que se asienta toda mi filosofía, dos verdades que habría que contemplar, en lo posible, al mismo tiempo, porque ambas son los dos aspectos de la misma realidad del mundo y de la mente humana. Una es: el mundo es mi representación. Otra es: el mundo es voluntad. Y estate atento porque el asunto no es tan difícil como en principio pueda parecer. Se trata sólo de escuchar con atención, siguiendo el hilo del razonamiento…

El mundo es mi representación, ¿qué quiero decir con esto? ¡Butz, no te muevas! ¡Siéntate sobre las patas traseras, como cuando esperas una golosina! ¡Vamos! sit! eso es, muy bien. Mira, yo veo las cosas que me rodean, las toco, las huelo, puedo describir su forma, su color, su olor, su textura, su volumen, su situación en el espacio, las relaciones de unas con otras… y el sentido común me dice que esas cosas existen tal como yo las veo y con independencia de que las vea o no. Pero ¡cuidado!, el sentido común también dice (o decía) que la tierra es plana, que el sol gira entorno del planeta tierra y otras “certezas” que hoy sabemos erróneas porque la investigación científica ha deshecho la ilusión de aquel sentido común. Así que mucho cuidado con el sentido común, Butz. Está bien para la cocina, pero en filosofía es mejor dejarlo un poco aparte y seguir paso a paso las pruebas que aporta la ciencia y la correcta relación entre la intuición y los conceptos.

¿Cómo conozco yo esas cosas que se me aparecen en el exterior? Con el fin de que mi exposición resulte más sencilla me limitaré al sentido de la vista, pero piensa que esto que te voy a explicar ocurre de similar manera en cada uno de los otros sentidos. Yo veo esa estatuilla. Mira, ponte aquí, desde aquí la verás mejor, Butz, come! sit! Muy bien… ¿adónde miras, Butz? Me refiero al Buda, no al busto de Kant. Sí, al Buda, ¿lo ves? Bien, yo veo esa estatuilla de Buda y el sentido común me dice que esa estatuilla está realmente ahí, a unos pies de distancia, y que en sí misma, fíjate bien, que en sí misma es tal como yo la veo, eso pretende decirme el sentido común… pero ¿en qué consiste ese “yo veo”? Consiste en lo siguiente. En mi ojo se produce una sensación, es decir, un conjunto de alteraciones al que algunos llaman percepción porque se supone que su origen está en una realidad externa que el ojo percibe, y digo se supone porque lo único que el sujeto puede tener por cierto es lo que se produce en el propio sujeto, y lo que en este caso se produce es una sensación en el aparato ocular. Esta sensación, que es en sí misma caótica y carente de significado −puntos luminosos, y nada más− es transmitida inmediatamente al cerebro por los nervios ópticos, y en el cerebro es sometida a un tratamiento específico.   (Continuará)

(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)

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Postales filosóficas

El pasado 25 de 0ctubre, con la entrada Qué es el tiempocreé una nueva categoría para este blog, que bauticé con el nombre de Postales filosóficas. Solo dando un vistazo a la citada entrada y a las dos que han seguido (MaterialismoQué es un genio) se comprende enseguida de qué va: son breves reflexiones, un poco tangenciales, aproximadas, sobre los temas que se anuncian. De ahí su nombre. Porque vienen a ser como un remedo de aquellas postales de cartulina que se enviaban por correo (el antiguo), cuando uno quería saludar a otro desde un país al que se había desplazado, sin pretender – sería imposible – dar una descripción del país o del lugar.

Ahora bien, el lector asiduo de este blog -si es que eso existe – quizá haya detectado cierta constante en las entradas citadas y también en otras varias: la presencia dominante del modo de ver y pensar del filósofo Arthur Schopenhauer. Si esto requiriese una justificación, diría lo siguiente.

Creo que la filosofía de Schopenhauer es el intento más certero que ha existido de dar una explicación del ser humano y del mundo…hasta donde esto es posible. Si algún fallo tiene dicha filosofía  es, a mi entender, el tratamiento (o más bien, la falta de tratamiento) de los mecanismos del funcionamiento de la sociedad humana. Pero esta especie de vacío o laguna puede rellenarse de alguna manera: con Karl Marx, por ejemplo… ¿Schopenhauer y Marx? ¡Pareja imposible! dirán muchos. No sé… Bueno, en cualquier caso que conste que yo no he sido el primero.

En cambio, quizá sí he sido el primero en imaginar un encuentro personal entre los dos filósofos, con resultado poco satisfactorio, es cierto. Entre otras cosas, porque a la escena le falta la música adecuada.

Lo que quería decir es que, si tan importante es la filosofía de Schopenhauer para este blog, sería conveniente proporcionar a los lectores no familiarizados con ella un resumen que les facilitase una comprensión rápida y clara de los rasgos principales del sistema mencionado. Y ya lo tengo.

Un cursillo en seis lecciones en el que el mismo Schopenhauer explica su filosofía de forma clara y perfectamente comprensible, cosa necesaria dada la naturaleza del oyente a quien en principio va dirigido.

Empieza el próximo lunes, día 21, y tendrá lugar los lunes, miércoles y viernes de dos semanas consecutivas.

El título del cursillo es La filosofía de Schopenhauer explicada a un

Gratuito.

(Aprovecho para insistir en una recomendación )

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Qué es un genio

Hace tiempo que los entendidos decidieron que el genio no existe. Y llamo “entendidos” a aquellas personas que, habilísimas en el olfateo de las tendencias imperantes en las modernidades sucesivas, se expresan siempre de acuerdo con lo que estas dictan. Lo que ingenuamente se llama “genio”, dicen, es solo el producto de las condiciones materiales y del esfuerzo y laboriosidad del individuo, y afirmar otra cosa es retrotraerse a un romanticismo trasnochado, carente de bases científicas.

Pues que digan. Que yo de todos modos pienso divagar un poco sobre lo que, hasta hace no sé cuanto tiempo, se entendía por genio… Y se sigue entendiendo, por supuesto, con total desprecio por parte de la ciudadanía hablante hacia los dictados de la modernidad de turno.

Mozart era un genio, como Victor Hugo, como Einstein. Como bastantes más. Pero no muchos. Las cualidades de esos individuos les permitieron crear su obra de una manera radicalmente original y brillante. ¿Cuáles son esas cualidades? Cedo la palabra al doctor Schopenhauer (traducido por R.R. Aramayo):

Todo conocimiento profundo y hasta la genuina sabiduría radica en la captación objetiva de las cosas… Siempre hay una captación intuitiva en el proceso creativo, donde toda obra de arte genuina y cualquier pensamiento inmortal recibe la chispa de la vida

…Lo que se denomina el despertar del genio, la hora de la inspiración, el momento del éxtasis, no es otra cosa que la liberación del intelecto, cuando éste queda eximido transitoriamente de su servicio a la voluntad. […] Por contra, en toda reflexión deliberada el intelecto no es libre, dado que la voluntad le guía y le prescribe su tema…

 …Esos hombres sumamente raros, cuya verdadera importancia no se cifra en lo personal y lo práctico, sino en lo objetivo y teórico, están en situación de captar lo esencial de las cosas y del mundo, o sea, las verdades más elevadas, así como de reproducirlas en cierto modo y manera…

 …La esencia del genio es contraria a la naturaleza, al consistir en que el intelecto, cuyo destino es estar al servicio de la naturaleza, se emancipe de este servicio, para actuar por cuenta propia…

Pero estas citas tienen un problema. Y es que el no conocedor de la filosofía de Schopenhauer puede fácilmente confundirse sobre el significado de algunos de los términos que contienen. Por ejemplo, la intuición, el conocimiento intuitivo que ahí se menciona no tiene nada que ver con lo que coloquialmente se entiende por intuición, que es algo así como adivinación. Para el filósofo la intuición es el conocimiento directo de las cosas, independiente de todo procesamiento racional. Tampoco la “voluntad” es aquí lo que normalmente se entiende por tal, sino la fuerza ciega inconsciente que está en todo y lo mueve todo, manifestación directa de la desconocida “cosa en sí”.

Así, que lo que básicamente distingue al genio es la contemplación distanciada, no interesada, de la realidad, o de la “idea” (otro concepto a aclarar, pero no tengo ahora ni tiempo ni ganas). Esta particularidad es lo que le permite alumbrar obras o ideas geniales, es decir, que los otros no pueden ni imaginar, atrapados como están por sus propios intereses inmediatos, por la “voluntad”.  Y es también lo que le hace relativamente incapaz para moverse en la vida práctica, fenómeno que el vulgo señala con el tópico de “sabio distraído” y que el filósofo ejemplifica perfectamente diciendo que el genio es tan apropiado para la vida práctica como un telescopio astronómico para el teatro.

Se ha dicho que hay rasgos que el genio comparte con el loco y con el niño. Paso por alto lo del loco, porque su tratamiento resultaría demasiado complicado para un espacio tan breve y superficial como éste. Pero me detengo un instante en lo del niño.

El genio comparte con el niño la visión desprejuiciada de las cosas, la curiosidad desinteresada, la mirada siempre virgen, naturalmente creativa, tan distinta de la mirada apagada del adulto, que apenas se digna posarse sobre un mundo que considera ya visto y archivado de una vez por todas.

En las Confidencias sobre Goethe de Riemer se menciona que Herder y otros censuraban a Goethe el ser eternamente un niño grande, llevando razón en lo que decían, mas no en utilizarlo como crítica. También de Mozart se dice que siguió siendo un niño toda su vida. 

Concluyendo, creo yo que entre una cosa y otra ya podríamos aventurar una definición del genio, que nada tendría que ver con romanticismos trasnochados, aunque sí, lo reconozco, con un sistema filosófico determinado. Pues bien, ahí lo dejo, que cada cual piense lo que quiera, que en esto no puede haber pecado. Diferente si hablásemos de política.

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La felicidad no es tema del arte

… Desde la tarde de su indisposición fingida en casa de Cambronero sólo habíamos tenido ocasión de vernos a solas en dos breves y emocionantes encuentros. Aquélla había de ser la cita decisiva.                                                                                   

¿Cómo se puede narrar la felicidad? ¿Con qué palabras podemos definir la dicha intensa o el éxtasis? El carácter inaprensible, etéreo de la felicidad se pone de manifiesto en esta incapacidad del escritor de darle una forma consistente, sólida y sobre todo transmisible. ¡Qué diferencia con el dolor, con la angustia, con la desesperación! Aquí miles de palabras, de imágenes, de conceptos acuden rápidas a la pluma del autor y, desde la página escrita, golpean la conciencia del lector con toda la contundencia de la realidad. ¿Por qué? Lo dejé escrito: “Lo malo es lo cierto. Sólo los bienes son ilusión”.

Cuando alguien me preguntó, a modo de reproche, cómo era posible que tanto en el Doncel como en el Macías, que tienen el amor por tema principal, no haya ni una escena de verdadera dicha de los amantes, apenas supe qué responder. La verdad es que no me lo había planteado; la verdad es que, cuando escribí esas obras, no me había planteado nada más que novelar una pasión desde la sinceridad y la autenticidad del que sabe de lo que habla, sin plegarme a ninguna regla del arte, ni antigua ni moderna.

Pero hay una regla no escrita que todo artista verdadero, quiéralo o no, sépalo o no, no puede menos que respetar, y esa regla establece que la descripción de la felicidad no es tema del arte. La felicidad es una meta que no existe en ningún lugar y los momentos de verdadera dicha son huidizos e inasibles como las nubes. Cuando la pasión amorosa obtiene la máxima satisfacción posible, cuando el deseo alcanza aquella cumbre tantas veces soñada y anhelada, en ese mismo momento se inicia el camino de descenso, un camino empedrado de palabras.

-He de irme, amor mío, ¿qué hora es? …

(De El corzo herido de muerte)

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La imaginación

La imaginación es la facultad del alma de representarse cosas reales o ideales. Así es cómo la define la RAE. Pero mejor no nos guiemos por definiciones canónicas. Sobre todo cuando todo el mundo sabe de lo que se está hablando, como es el caso.

Lo cierto es que la imaginación es una facultad humana de la máxima importancia. Sin imaginación no seríamos lo que somos, es decir, lo que imaginamos ser. Y somos lo que imaginamos ser, evidente. Otra cosa es lo que imaginan los otros que somos, que suele ser bastante distinto de aquello que imaginamos que somos. Y he aquí que, sin darme cuenta, me he deslizado hacia aquella cuestión que tenía obsesionada a una mente tan clara como la de Pirandello: ¿Somos realmente lo que creemos ser o hay tantos yoes como miradas se posan en nosotros?… Pero abandonemos la espinosa senda de la filosofía y permanezcamos en la más segura de la palabrería.

La imaginación es como la última mano de pintura que damos a la realidad. Gracias a la imaginación podemos decir que una puesta de sol es algo maravilloso, o que las nubes son figuras cambiantes de seres fabulosos, o que el obligado saludo de la vecina es una clara invitación a compartir delicias soñadas. Gracias a la imaginación saludamos al nuevo día convencidos de que será distinto del anterior. Tan fuerte es la imaginación que, cuando somos jóvenes y sanos, nos induce a pensar que la enfermedad y la vejez es cosa de los otros.

La imaginación es una facultad absolutamente necesaria para la vida humana. Sin ella, nos derrumbaríamos. ¿Que exagero? Basta pensar qué sería de los grandes personajes, de los líderes mundiales, si no pudiesen imaginarse que son lo que imaginan que son. Se disolverían en el espacio como pompas de jabón. Y también para el artista es importante la imaginación. No solo para crear la obra, sino, sobre todo, para pensar que esa obra tiene algún sentido o sirve para algo.

Y es que, seamos claros, ¿por qué escribo yo estas cosas aquí? Porque imagino que alguien las lee, que le gustan y que hasta musita ¡qué bien escribe Priante!

Y así funciona el mundo.

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