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El misterio de Ovidio I

Corría el año 8 de nuestra era. Publio Ovidio Nasón tenía cincuenta; era un hombre feliz. Muy feliz. La fama le señalaba como el gran poeta de moda. Todos los salones estaban abiertos para él. Amaba a su tercera esposa y era fielmente correspondido. Cultivaba encantado las notables capacidades intelectuales de la hija que le diera su anterior esposa. Acababa de coronar su gran Metamorfosis y ya iba a someterla al juicio de su selecto círculo habitual, antes de publicarla. Fue en ese momento cuando le alcanzó el rayo de Júpiter, la orden de relegatio (destierro sin pérdida de bienes ni de ciudadanía) dictada por Augusto, que le obligaba a salir de Roma y a residir en Tomis, a orillas del mar Negro. ¿Por qué?

El intento de responder a esta pregunta ha generado ríos de tinta, que diría un escritor metamorfosispoco imaginativo, como quizá es el caso. Numerosos estudiosos de todas las latitudes han empleado tiempo, esfuerzo y a veces fantasía en el empeño de descifrar el enigma. Todo inútil. Y es que parece que la respuesta exacta se quedará oculta en una de tantas nubes oscuras e impenetrables que adornan el cielo de la historia, hasta que quizá, algún día, venga un poeta para alzarnos el telón de la escena verdadera. Algo así intentó Vintila Horia con su novela Dios ha nacido en el exilio, pero se quedó en un bello intento, anacrónicamente edulcorado con propaganda cristiana, por cierto.

No hay ningún documento o testimonio de la época que arroje un poco de luz sobre el asunto. Sólo las palabras que el propio Ovidio va dejando aquí y allá en su obra posterior al destierro, y que no aclaran lo fundamental. Las causas de su desgracia, nos dice en repetidas ocasiones, fueron carmen et error. Carmen es el poema, es decir, la obra poética licenciosa que le atrajo las iras de Augusto. Es verdad que, con solo esto, ya tenía el poeta preparada su sentencia. Pero faltaba la rúbrica. Y la rúbrica fue aquel hecho misterioso, quiero decir, desconocido tal vez para siempre, que el propio afectado designa con el nombre de error. Las hipótesis son variadas y, algunas, hasta disparatadas. Y dado que también tengo yo derecho a decir la mía e incluso a disparatar, ahí va mi propuesta.

Es evidente que el error debió de consistir en algo muy grave para que mereciese un castigo tan severo. Pero ¿de qué naturaleza? Respuesta fácil: política. Y es que, para un autócrata, lo único que reviste auténtica gravedad es lo que se relaciona con sus prerrogativas y su permanencia en el poder. Y adelantándome a ciertas objeciones que se me podrían oponer, he de recordar que Augusto no era un Nerón o un Calígula, para quienes la maldad no iba sólo asociada al mantenimiento del poder sino que era además expresión de unas mentes débiles y desequilibradas. Por el contrario, Augusto era un dechado de fortaleza y de equilibrio, así que, repito, lo único realmente grave para él era lo que podía atentar contra su poder. Pero esto nos lleva a una conclusión sorprendente: que Ovidio, el suave y risueño vate de las penas y alegrías del amor, el artista delicado y visceralmente apolítico, conspiraba contra el César. Más que sorprendente, es increíble.

Por aquellos años tenía lugar una sorda lucha en los aledaños del poder – frase manida, pero que se ajusta perfectamente al caso. Augusto no contaba con un sucesor claro. No tenía hijos varones propios, y tampoco existía en Roma ley o tradición alguna que impusiese una sucesión familiar. Los candidatos naturales eran dos: Germánico, de la familia Julia, casado con una nieta de Augusto y que se había de revelar como uno de los mayores genios militares de la historia romana (y padre de Calígula) y Tiberio, de la familia Claudia, hijo del anterior matrimonio de la esposa de Augusto, Livia. Naturalmente, la influencia de la esposa pesaba mucho, así que Tiberio se hallaba en mejor posición que el oponente. Tanto que parece que Augusto ya lo tenía designado in mente. Pero los del círculo de Germánico no perdían la esperanza. (continuará)

(De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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