Todo lo que había oído de él era positivo, o sea, bueno. Y sin embargo, no había leído ninguna de sus obras, salvo algunos artículos periodísticos. Ni pensaba hacerlo, por cierto; intención que no respondía a nada premeditado contra el escritor, sino a un doble prejuicio que hace tiempo que arrastro: sobre las novelas y sobre los autores contemporáneos. Pero la recomendación de un lector de confianza y ciertas coincidencias o sincronicidades que se dieron entre el escritor y yo (y que el lector curioso podría rastrear en este mismo blog) me llevaron a acometer la lectura sin más tardanza. Un ensayo y cuatro
Del ensayo no voy a decir nada. A un escritor rebosante de erudición literaria, como es el caso, esas páginas le salen casi solas, solo hay que meterlo todo en la coctelera, agitarlo un poco y decantarlo con no demasiado cuidado.
Diferente las novelas. Y conste que acepto la precisión del escritor de que no son novelas al estilo clásico, de que ya no valen los viejos parámetros de narrador omnisciente, tiempo lineal, separación de planos y tantas cosas hoy en día impresentables. Pero el escritor también habrá de aceptar – en el caso improbable de que lea esto – que no me dedique yo a tales florituras teóricas, sino que vaya al grano, o sea, a los efectos de la lectura.
Lo primero que se advierte es una insistencia o repetición de temas que, se supone, deben de obedecer a las obsesiones que el escritor, como todo artista que se precie, ha de tener siempre a punto para dar consistencia a su obra. Personas que desean desaparecer o que de hecho desaparecen, individuos que ansían no ser nada, escritores que preferirían no haber escrito ninguna de sus obras (tómese nota), criaturas vagas que aspiran al fracaso, y otras perversiones impostadas, ajenas por completo a las que suelen padecer los seres vivos, además de unas relaciones especialmente secas entre esposa y narrador principal, que siempre parece el mismo, y unas oscuras o extravagantes relaciones entre el mismo y su hijo.
Pero hay una cosa imperdonable en un escritor, y más si es un escritor tan famoso como el escritor. Que no escriba bien. No quiero decir que nuestro escritor no tenga su voz propia, su estilo característico, su gracia a veces, e incluso que en algún momento llegue a enganchar, como a mí mismo me ha ocurrido, más que nada por la esperanza, finalmente frustrada, de que detrás de todo eso haya una revelación genial… Lo que quiero decir es que no escribe bien.
…arrastrado tal vez por mi temprana decisión de escribir y por el no menos temprano descubrimiento de que a mí no parecía que fuera a ocurrirme nunca nada lo suficientemente interesante para que valiera la pena poder contarlo.
Lo menos que se puede decir de frases como ésta, que se arrastran, renqueando, de manera tan lamentable, es que son antipáticas de leer. Y sin embargo se leen. Y no solo se leen, sino que su autor se convierte en uno de los escritores serios más aplaudidos de su generación, cumbre de la modernidad literaria (posmodernidad incluida), ensalzado por críticos de distintos colores.
Esto del ensalzamiento de los críticos no tiene nada de raro, pues es sabido que, si un autor ha alcanzado cierto nivel de fama, la crítica responde siempre de modo unánime, como a toque de corneta. Lo he comprobado dando un repaso – rápido y ligero, lo reconozco – a lo que la crítica ha dicho del escritor. Solo he encontrado una voz
En fin, ya me perdonaréis, yo cierro el libro y me apeo definitivamente. Por cansancio.
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Ah, ya sé. Haré mi apuesta: Un tal Quique Mirélamatas.
Tu dixisti.
Para que veas: a) qué buena es tu descripción; b) qué desgracia de críticos y c) lo predecible y esquemático que es “nuestro” autor. Se le rinden tanto a los pies, que debe haber terminado por creérselo. De allí a repetir la fórmula no hay mucho trecho. Inicialmente me gustó por su humor (lo vi en una entrevista). Luego picoteé artículos y párrafos de sus libros. Interesante. Finalmente adquirí “El mal de montaña” (para seguir en la onda) y me quedé asombrado. ¿En qué mundo estaba? Pero, bueno, de algo tienen que vivir los críticos, los libreros y la industria. Veámoslo así.
Pero, ojo, respetable Antonio, que un pistoletazo en medio de un concierto, aunque poco musical como sonido, puede dar para toda una gran historia. No obstante, estoy de acuerdo: si existe alguna obligación moral del escritor, esa es la de no aburrir ni cansar al lector. Hay incluso una mayor: secuestrarlo mentalmente de tal manera que no quiera separarse del libro o texto hasta terminarlo. (Cuando un libro es verdaderamente bueno, me sucede que empiezo a ralentizar la lectura, para que no se acabe tan rápido. Los grandes autores lo deben saber intuitivamente, porque en esa extraña levedad de la lectura, a veces se puede llegar a descubrir otra música, otro texto más valioso que el que va respetando las reglas normales de tránsito y acomodando su velocidad a la de los demás.) Saludos desde Colonia.
Precisamente acabo de dar con un “libro verdaderamente bueno”: “Divorcio en Buda”, de Sandor Marai. Una delicia absoluta.
Me ha encantado leer esto Antonio. Saludos de una seguidora.
Gracias, Ana. Y espero que todos mis seguidores sean tan encantadores, mejor, encantadoras como tú. Y es que, después de esto, temo que algunos me sigan con un palo.
No creo, a un escritor se le permiten muchas cosas.
No por parte de otros escritores y sus fans.