Archivo mensual: enero 2024

Breve tratado de teología práctica. IV La Gracia

LA GRACIA DIVINA – Comunidad Católica San Pablo California

Uno de los conceptos más misteriosos, quiero decir, más difíciles de entender desde la perspectiva racional de nuestra época, y de otras varias, es sin duda el de la Gracia justificante, también llamada Gracia santificante y Gracia de Dios.

Pensando en los lectores que puedan estar interesados en el conocimiento y comprensión del asunto, he decidido lo siguiente: a continuación trascribiré unas pocas citas de algunos de los primeros autores del cristianismo sobre el tema. De hecho, el inventor del concepto fue Pablo, quien, en su furia de perseguidor de los cristianos, atribuyó una casual caída, con el consiguiente acompañamiento de luces y voces, a la intervención directa del Dios de los perseguidos. (Hay que hacer constar que en ningún relato contemporáneo de los hechos aparece ningún caballo). 

Sí, Pablo lo tuvo muy claro desde el primer momento: aquella era la primera manifestación de la Gracia, gratuita, justificante y santificante, sobre la que tanto había de escribir y predicar. 

Así que recomiendo al lector de las siguientes citas que se aproxime a ellas con el ánimo más desprejuiciado posible, o sea, que haga tabla rasa de ciertos conceptos impuestos por la modernidad (o por el sentido común del momento) y que se deje llevar hasta las conclusiones que esos mismos textos imponen. Es lo que yo he intentado y que a continuación expongo. Primero las citas.

Nuestra justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios.

Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como las de toda creatura. 

La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o divinizadora, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación.

 La preparación del hombre para acoger la gracia es ya una obra de la gracia. Esta es necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación mediante la fe y a la santificación mediante la caridad. Dios completa en nosotros lo que Él mismo comenzó, “porque él, por su acción, comienza haciendo que nosotros queramos; y termina cooperando con nuestra voluntad ya convertida” .

Veamos. Hay un ente todopoderoso que ha creado cielos y tierra y todas las criaturas que en ellos habitan, distinguiendo al ser humano con unas chispas de Él mismo: cierto conocimiento y cierta libertad.

Pero resulta que esa criatura, tan distinguida dentro del conjunto de la Creación, es infiel a su creador haciendo mal uso de su libertad. Y el Creador la castiga despojándola de las cualidades que hacían de ella un ser destinado a una vida eternamente feliz.

Y en esas estamos, arrastrando el tipo de existencia que todos conocemos.

Pero parece que ese ser omnipotente no puede desentenderse de su obra. Y así, aparentemente apenado, envía a Jesús, su único hijo (menudo tema también el de la Trinidad), para que, mediante su pasión y muerte, redima a la humanidad y ésta recupere la Gracia perdida por el primer pecado (procedimiento bastante retorcido, por cierto).

Sin embargo, en su libertad, el ser humano puede ser reacio a beneficiarse de esa Gracia. No importa. La busque o no la busque, la acepte o no la acepte, quien unilateralmente decide es Él.  Porque resulta que nuestra justificación es obra de la gracia de Dios, y la concesión de ésta depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo.

Es decir, que Dios puede desentenderse de las tribulaciones de un pecador cualquiera y, al mismo tiempo, derramar su Gracia sobre su peor enemigo, y salvarle, como parece que hizo con Pablo.

Y aquí entramos en el tema de la Predestinación. El mismo Pablo escribió:

Pues a los que antes conoció, también los predestinó a ser conformes con las imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, esos también los llamó; y a los que llamó, a esos también los justificó, y a los que justificó a esos también los glorificó.

O sea, que Dios elige a los que se han de salvar, y deja, tan injustamente, que los demás se pierdan. Extraño ¿no?

Bueno, eso es la letra, sobre la que han insistido desde el mismo Pablo, pasando por san Agustín, hasta más decididamente el protestantismo calvinista. Mientras que la Iglesia católica… más bien disimula. Complicado ¿no?

Claro está que el teólogo o filósofo de turno dirá que lo que ocurre es que yo no entiendo nada.

Y en esto le daré la razón. 

 

(CONTINÚA: LA VIDA ETERNA)

 

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Breve tratado de teología práctica: III El Infierno

No hay que pasarse.

Esta expresión, tan popular como de desconocido origen, advierte de los peligros de una aplicación maximalista de cualquier método o remedio en los asuntos de la vida; recuerda que la utilidad o propiedades de un invento no se conservan intactas eternamente, que pueden convertirse en lo contrario, que algunas armas o instrumentos tienen dos filos, y que uno de ellos puede herir a quien la empuña.

Parece mentira, pero esto se me ha ocurrido pensando en la vicisitudes vividas por uno de los viejos temas del catolicismo: el Infierno. Pero ¿qué es el Infierno?

Ya en las culturas más antiguas hay relatos sobre algún lugar adonde van a parar las almas de los muertos. Pero en la mayoría de los casos se trata de lugares opacos, grises, donde los residentes simplemente vegetan o esperan una reencarnación mejor.

Fue hacia siglo V de nuestra era cuando, bajo el impulso de ciertos apologetas cristianos – San Agustín entre ellos -, el Infierno empezó a adquirir las características que todos – excepto los menores de sesenta años, quizá – hemos conocido.

Durante siglos, acreditados teólogos y jerarcas de la Iglesia, encabezados por el Papa, establecieron y sostuvieron  que el Infierno es un lugar de la existencia después de la muerte donde las almas de los condenados, es decir, de los muertos en pecado mortal, pagan sus culpas durante toda la eternidad. Y entre horribles tormentos, el principal el fuego.

Vista desde aquí y ahora, la finalidad y utilidad del hallazgo están perfectamente claras: mantener sumisa la grey cristiana mediante la amenaza de un mal cierto e insoportable.

Y durante siglos, la grey cristiana se mantuvo sumisa. Con sus más y sus menos, por supuesto.

Es de suponer que los primeros creyentes, y por lo menos hasta el Renacimiento, tenían el Infierno por algo muy real. Y sin embargo, es difícil de creer.

Es muy difícil pensar que Dante Alighieri, por ejemplo, creyera en la existencia física del Infierno, aún siendo él el principal diseñador y decorador del invento (o precisamente por eso). Pensamos que un hombre tan racional y hasta racionalista como él – aunque fuera al mismo tiempo tan poético y tan místico como nadie – no podría aceptar tales mitos. Pero quizá pensamos mal. O no conocemos bien el ambiente social y mental de la Edad Media. O no conocemos lo suficiente a Dante, que es lo más seguro. Nadie lo conoce lo suficiente. Incluidos los expertos dantistas.

A lo largo de la historia el Infierno ha sido muy transitado, además de por los condenados, que lo conocen por dentro, por toda suerte de teólogos, inquisidores y predicadores, quienes afirmaban conocerlo muy bien desde fuera.

Pero con el tiempo, ha sufrido un fenómeno no previsto por sus fundadores y defensores: el rostro de pavor de tantos cristianos aterrorizados por la gran amenaza de ultratumba se ha ido transformando en una sonrisa escéptica, y finalmente en una risa incontenible visto lo burdo y exagerado del invento. 

Ante el avance del escepticismo y del negacionismo infernal, los herederos y encargados de salvar en lo posible los muebles han ido afinando sus alegaciones hasta convertir el antes horrible castigo físico en una pena meramente moral: la de estar para siempre separado del divino creador (Barth, Rahner, etc., y el mismo Papa Francisco). Pero no cuela. Aquel Infierno ya no existe. En el Vaticano ya no saben qué hacer con sus restos.

Un instrumento pensado para retener, por el miedo, a la clientela, se ha convertido en algo que, por increíble, la ahuyenta. Las cosas no son siempre lo que eran.

Y ahora ¿qué? ¿Qué hacemos, ahora que vivimos libres de la amenaza del Infierno? Pues ahora cada individuo se afana en construir su propio infierno. Y también cada colectividad.

Sí, además de los individuales y poéticos, existen los infiernos colectivos y prosaicos que parecen tristes imitaciones del de Dante, como muestra la visión de ciertas ciudades bombardeadas por los demonios vecinos. 

(CONTINÚA: LA GRACIA)

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Breve tratado de teología práctica: II El pecado

La anécdota creo que la leí en una novela de Pío Baroja, hace muchos, muchos años, cuando yo aún era un empedernido lector de novelas.

Una princesa italiana, quizá en la época del barroco, rodeada en su jardín de personas tan refinadas como ella misma, disfruta de la conversación al tiempo que gusta de un exquisito refresco. De pronto, lanza una mirada enamorada a aquella exquisitez y exclama melancólica “¡lástima que no sea pecado!”

Hay que reconocer que el pecado es uno de los temas estrellas de la teología católica. Según cómo, puede considerarse como condimento indispensable para que el alma se muestre realmente viva.

En efecto, para un creyente de los siglos clásicos del catolicismo no había lazo más seguro con la divinidad que su condición de pecador. Esta idea se ilustra perfectamente con la frase atribuida a Oscar Wilde: El catolicismo es religión de santos y pecadores; a la gente formal ya le está bien el anglicanismo.

Pero ¿qué es el pecado? De acuerdo con una definición canónica el pecado es una transgresión libre y deliberada de la Ley de Dios. O sea, una conducta humana contraria y opuesta a la voluntad divina. Nada menos.

Formulada así, la cosa es de una gravedad casi inimaginable. ¿Cómo una insignificante criatura puede actuar en contra de la voluntad del que todo lo puede, todo lo es y todo lo sabe?

Pues sí, puede. Según la Biblia, todo comenzó con el primer desacato consistente en la decisión del ser humano de comer el fruto prohibido por el Creador. Y a éste siguieron otros muchos que han ido configurando la historia de la humanidad.

Y es que el pecado, esa especie de rebeldía frente a la divinidad, siempre ha estado presente tanto en los actos como en el corazón y en la mente del ser humano.

Y en especial en las agendas de los teólogos.

En efecto, no creo que haya ningún concepto de la imaginería religiosa que haya sido adornado con tal profusión de precisiones y distinciones.

Para empezar, se distinguió entre pecado venial y pecado mortal, adjetivos ambos que ya dan una idea de la diferente gravedad o importancia de cada uno de los dos grupos.

Se estableció también que el pecado puede ser por acción o por omisión, consistente este en la no ejecución de un acto al que se está moralmente obligado.

Se confeccionó una lista de los principales pecados, llamados capitales, formada por siete, número por lo visto muy importante en estas cuestiones transhumanas, por llamarlas de alguna manera.

Pero la cosa no queda ahí, sino que va avanzando por senderos de sutileza sorprendentes. Resulta que hay un tipo de pecado muy especial, que nos afecta a todos, hagamos lo que hagamos.

Es el llamado pecado original y fue cometido en principio por Adán y Eva. Aunque en realidad no es un pecado sino un estado, precisa la doctrina católica. Pero ya que el asunto parece complicado, mejor que lo explique una fuente autorizada, como el Catecismo oficial de la Iglesia: 

Por esta «unidad del género humano», todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están implicados en la justicia de Cristo. Sin embargo, la transmisión del pecado original es un misterio que no podemos comprender plenamente. Pero sabemos por la Revelación que Adán había recibido la santidad y la justicia originales no para él solo sino para toda la naturaleza humana: cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído (cf. Concilio de Trento: DS 1511-1512). Es un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado «pecado» de manera análoga: es un pecado «contraído», «no cometido», un estado y no un acto.

Sí, la sutileza de los teólogos nos ha proporcionado relatos tan imaginativos como maravillosos. Pero no le han ido a la zaga los que nos han trasmitido otros dignos profesionales de lo fantástico: los poetas y los filósofos.

Calderón de la Barca fue un dramaturgo español, católico a machamartillo, como decían nuestros abuelos. Y sin embargo, al protagonista de uno se sus dramas se le escapa esta reflexión:

 Aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor,
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.

Aquí se advierte, quizá por primera vez, un desvío de la interpretación de la culpa original que encadenó a la humanidad a la mísera existencia que todos conocemos. Aquí ya no se habla de la desobediencia del mandato del Dios. Aquí se revela que todo el mal procede de haberse metido algo inexistente donde no debía: en la vida.  Relato mucho más pesimista que el elaborado por la teología, el cual incluso propició que alguien tildase aquella desobediencia original de felix culpa por haber dado ocasión a la intervención del mismo Dios, en la figura de Cristo, en la historia de la salvación humana.

También algunos filósofos han aportado sus brillantes o novedosas interpretaciones de las causas de esta absurda (dicen) vida humana. La segunda mitad del siglo XIX fue especialmente abundante en la producción del llamado pesimismo filosófico. Nombres como Schopenhauer, Bahnsen, Hartmann, Mainländer son referencias destacadas en ese campo.

Por cierto que, encuadrado o no en el grupo mencionado, hay un historiador y pensador, hoy prácticamente olvidado, perteneciente a la tendencia positivista de de la época, Hippolythe Taine, que con una frase nos ofrece la síntesis entre absurdo humano y relato religioso (con ecos de Calderón): 

La gran desgracia del hombre, y su verdadero pecado original, es nacer.

(CONTINÚA: EL INFIERNO)

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Breve tratado de teología práctica. I La Creación

Ponerles un principio y un final a las cosas es una de las manías de los seres humanos. En la naturaleza no es así: todo fluye continuamente. 

Cierto que a veces hay saltos imprevistos y transformaciones tan insólitas que parecen dignas de un poeta como Ovidio. Pero eso es un problema del observador, la naturaleza va a lo suyo y poco le importa que nosotros dividamos su acción en capítulos, con sus principios y finales.

La división más tajante, que una parte de la humanidad pensante inventó para facilitarse el trabajo, fue la de distinguir entre el Ser y una supuesta Nada.

No es posible que todo esto que vemos haya existido siempre, se dijo: tuvo un principio y ha de tener un final.

Pero esto es una afirmación claramente abusiva, quiero decir, que excede de la lógica propiamente humana.

Que haya de tener un final es algo indemostrable, puesto que no hay registro histórico de que algo así haya ocurrido nunca.

Que tuvo un principio es afirmación tan gratuita como la otra. Y es que nadie conoció ni conoce ese supuesto principio. Se habla de un estallido inicial (big bang). Pero sería un estallido de algo, digo yo, es decir, de algo que ya estaba ahí antes del supuesto  principio, el cual, por consiguiente, ya no sería tal, no sé si me explico.

Hay un problema de fondo en esta cuestión. Consiste en que la mente humana, con todo su prodigioso poder, carece de condiciones o instrumentos para tratar el problema de los límites.

En principio, tan incomprensible le es un tiempo o un espacio infinito como un espacio o un tiempo finito.

Y digo en principio, porque esa incomprensión radical e invencible es el hecho real; otra cosa es el entramado de palabras que se puede montar para tratar de defender lo uno o lo otro.

Desde la más remota antigüedad, surgieron y se desarrollaron dos grandes tendencias contrapuestas de ver el asunto: la que defiende la eternidad del mundo, – si bien, por lo general, alternándose estados de latencia y estados de manifestación – y la que afirma que el mundo es obra de un dios creador, aunque nunca queda claro de quién es obra el dios en cuestión. En la primera de las tendencias citadas se encuadra gran parte del antiguo pensamiento hindú. En la segunda, destaca la cosmovisión judeo-cristiana.

Los antiguos filósofos griegos, ajenos en principio a las dos tendencias citadas, muestran una inclinación natural por la primera de ellas, presente tanto en las palabras de Heráclito de Éfeso,

este orden del mundo, el mismo para todos, no lo hizo dios ni hombre alguno, sino que fue siempre, es y será, fuego siempre vivo, prendido y apagado según medida,

como en la tranquila creencia de Aristóteles y otros filósofos en la eternidad de la materia y del mundo.

Ahora bien, si el Ser ha existido siempre, a diferencia de la Nada, que no ha existido nunca, la conclusión lógica será que ni hay Creador ni hubo Creación.

Cierto, pero hay una realidad, un Universo, tan vivo que parece dotado de consciencia, y eternamente sustentado por una fuerza o energía inmanente. 

Sobre la cual nada sabemos y parece que difícilmente algo sabremos.

(CONTINÚA: El Pecado)

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Breve tratado de teología práctica. Introducción

Aunque en el fondo – muy en el fondo – soy creyente, siempre he pensado que los relatos de la religión tienen un sentido alegórico, no literal.

Quiero decir – circunscribiéndome al catolicismo – que todo eso de Dios, la Creación, el Cielo, el Infierno, el Pecado, el Espíritu Santo, la Gracia, la Redención, el alma inmortal y otras palabrejas hoy incomprensibles para los menores de setenta años, ha de tener su trasunto real o racional porque, si se pretende entenderlas al pie de la letra, puede quedar muy mal parado el aparato razonador.

Todo lo perecedero es símbolo, dijo el poeta, y con hallazgo tan maravilloso cerró el libro de la vida.

Pero símbolo ¿de qué?, digo yo. Porque todo símbolo remite a algo que no es él mismo; remite a la cosa simbolizada. Y la consecuencia necesaria de aquella proposición es que todo es simbólico.

La cosa tiene su importancia. Tanta que creo yo que los que hablan de mundo virtual para contraponerlo a mundo real deberían revisar sus papeles.

Señores, no hay un mundo real, o por lo menos, no podemos conocerlo directamente como tal. Todo es virtual. Todo tiene lugar en la cámara del cerebro humano, donde un mismo hecho u objeto puede tener diferente forma y color según pertenezca el cerebro operante a Shakespeare o al dirigente de una entidad deportiva.

Durante siglos los cerebros de la parte occidental (así llamada) de la humanidad se han visto ocupados por el imaginario religioso antes mencionado, y con una fuerza tal que ni los talentos más preclaros pudieron sustraerse del todo a su imperio – inquisiciones mediante, eso es cierto.

Y la pregunta pertinente es ¿tienen ahora algún sentido los conceptos a que aluden aquellas palabras? Despojadas de su literalidad ¿nos aportan algo a los que vivimos en este mundo, no en el de hace mil o quinientos años?

Tomemos algunos de ellos, sin ningún orden premeditado, y expongámoslos brevemente a la luz del sentido común. Por cierto – no sé si hay que decirlo -, a la luz del sentido común actual. Porque resulta que ese sentido no es tan común, resulta que ese sentido, que creemos tan democrático y extendido, no traspasa las fronteras de los tiempos, resulta que ese «sentido común» no es de siempre y para siempre, sino que evoluciona junto con la misma sociedad que lo sostiene.

Como la moda en el vestir, por ejemplo.

(CONTINÚA: La Creación)

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