Uno de los conceptos más misteriosos, quiero decir, más difíciles de entender desde la perspectiva racional de nuestra época, y de otras varias, es sin duda el de la Gracia justificante, también llamada Gracia santificante y Gracia de Dios.
Pensando en los lectores que puedan estar interesados en el conocimiento y comprensión del asunto, he decidido lo siguiente: a continuación trascribiré unas pocas citas de algunos de los primeros autores del cristianismo sobre el tema. De hecho, el inventor del concepto fue Pablo, quien, en su furia de perseguidor de los cristianos, atribuyó una casual caída, con el consiguiente acompañamiento de luces y voces, a la intervención directa del Dios de los perseguidos. (Hay que hacer constar que en ningún relato contemporáneo de los hechos aparece ningún caballo).
Sí, Pablo lo tuvo muy claro desde el primer momento: aquella era la primera manifestación de la Gracia, gratuita, justificante y santificante, sobre la que tanto había de escribir y predicar.
Así que recomiendo al lector de las siguientes citas que se aproxime a ellas con el ánimo más desprejuiciado posible, o sea, que haga tabla rasa de ciertos conceptos impuestos por la modernidad (o por el sentido común del momento) y que se deje llevar hasta las conclusiones que esos mismos textos imponen. Es lo que yo he intentado y que a continuación expongo. Primero las citas.
Nuestra justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios.
Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como las de toda creatura.
La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o divinizadora, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación.
La preparación del hombre para acoger la gracia es ya una obra de la gracia. Esta es necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación mediante la fe y a la santificación mediante la caridad. Dios completa en nosotros lo que Él mismo comenzó, “porque él, por su acción, comienza haciendo que nosotros queramos; y termina cooperando con nuestra voluntad ya convertida” .
Veamos. Hay un ente todopoderoso que ha creado cielos y tierra y todas las criaturas que en ellos habitan, distinguiendo al ser humano con unas chispas de Él mismo: cierto conocimiento y cierta libertad.
Pero resulta que esa criatura, tan distinguida dentro del conjunto de la Creación, es infiel a su creador haciendo mal uso de su libertad. Y el Creador la castiga despojándola de las cualidades que hacían de ella un ser destinado a una vida eternamente feliz.
Y en esas estamos, arrastrando el tipo de existencia que todos conocemos.
Pero parece que ese ser omnipotente no puede desentenderse de su obra. Y así, aparentemente apenado, envía a Jesús, su único hijo (menudo tema también el de la Trinidad), para que, mediante su pasión y muerte, redima a la humanidad y ésta recupere la Gracia perdida por el primer pecado (procedimiento bastante retorcido, por cierto).
Sin embargo, en su libertad, el ser humano puede ser reacio a beneficiarse de esa Gracia. No importa. La busque o no la busque, la acepte o no la acepte, quien unilateralmente decide es Él. Porque resulta que nuestra justificación es obra de la gracia de Dios, y la concesión de ésta depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo.
Es decir, que Dios puede desentenderse de las tribulaciones de un pecador cualquiera y, al mismo tiempo, derramar su Gracia sobre su peor enemigo, y salvarle, como parece que hizo con Pablo.
Y aquí entramos en el tema de la Predestinación. El mismo Pablo escribió:
Pues a los que antes conoció, también los predestinó a ser conformes con las imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, esos también los llamó; y a los que llamó, a esos también los justificó, y a los que justificó a esos también los glorificó.
O sea, que Dios elige a los que se han de salvar, y deja, tan injustamente, que los demás se pierdan. Extraño ¿no?
Bueno, eso es la letra, sobre la que han insistido desde el mismo Pablo, pasando por san Agustín, hasta más decididamente el protestantismo calvinista. Mientras que la Iglesia católica… más bien disimula. Complicado ¿no?
Claro está que el teólogo o filósofo de turno dirá que lo que ocurre es que yo no entiendo nada.
Y en esto le daré la razón.
(CONTINÚA: LA VIDA ETERNA)