Te decía (me decía) que hubo un tiempo en que cobijaba ilusiones. Era el año 33. En España el Rey se moría, y cierto buitre de sangre real se cernía sobre el moribundo para hacerse con los despojos. Pero la Reina, a quien con bastante acierto habíamos saludado como madrina de la libertad, supo estar a la altura de nuestra esperanza: el buitre no se salió con la suya. Murió el Rey después de aprobar la ley que, derogando la injusta Sálica, cerraba el acceso al trono a su hermano el buitre, llamado Carlos, el cual, convertido de infante en faccioso, se echó al monte (o a su palacio portugués, que en verdad no es lo mismo) a levantar la partida de las cavernas, formada por hombres sanos y recios, mitad frailes mitad asesinos. Y aquí siguen, sin que ninguno de los gobiernos tan liberales que desde entonces han sido haya sabido o querido acabar con el monstruo que en el Norte nos devora.
Con todo lo cual verás que la situación política no estaba como para hacernos muchas ilusiones. Pero las teníamos. No había libertad, pero andaba ya a las puertas; no había literatura, pero una banda de escritores jóvenes se disponía a tomar al asalto teatros y librerías; no había comercio ni industria, pero un par de futuros ministros estaban alumbrando la política que nos había de sacar de nuestro secular atraso. Nada había en realidad, pero todo estaba a las puertas. ¡Teníamos ilusiones!
¿Y qué ha sido de todo aquello? ¿Dónde han ido a parar tantas cosas que nos prometían y nos prometíamos? Como la montaña que pare ratones, el ansia de libertad dio a luz un Estatuto Real, aborto de Constitución que ni siquiera supimos desarrollar para convertirlo en base firme de la convivencia futura, ¡mejor cargárnoslo de un plumazo (o bayonetazo) para restaurar una antigua Constitución inaplicable! ¿No queríais libertad?, nos dice el gobierno de hoy, pues aquí tenéis, la libertad del 12, nada menos, y mientras podamos aclararnos con ella aquí estoy yo para ordenar y mandar lo que me apetezca.
Tampoco la literatura dio lo que prometía: dos o tres nombres en teatro, Espronceda en poesía y para de contar, y a seguir a remolque de Francia y Europa. De comercio e industria, nada de nada. Todo se quedó en el colosal negocio del espabilado ministro gaditano y sus amigos, para quienes, desde luego, la Ley de Desamortización ha de parecerles la cosa más bonita y liberal del mundo.
Iba escribir “El extraño caso…”. Pero enseguida he pensado que no, que no tiene nada de extraño. Que lo más normal es que el traductor sea bastante invisible. Cuando no, del todo.
Cierto que en la mayoría de los libros traducidos aparece su nombre en algún rinconcito de las primeras páginas, pero no es menos ciertos que cuando se cita o se trabaja con un texto que originalmente estaba en otro idioma, se suele pasar por alto el hecho de que, si ese texto lo estamos leyendo en nuestra idioma, es porque alguien lo ha traducido.
Las razones de ese ninguneo sistemático de la labor del traductor pueden ser varias. Trataré de enunciar algunas.
La falta de imaginación. Esto se refiere sobre todo al lector, al público en general que, cuando lee un texto en su propio idioma, aun sabiendo que el autor es extranjero, no se le ocurre pensar que alguien tuvo que encargarse de la delicada tarea de pasarlo de un idioma a otro.
La inercia. La labor del traductor nunca ha sido valorada. Tengo varios ejemplares de obras clásicas (en rústica, es cierto) editadas a principios del siglo XX, donde el nombre del traductor no aparece ni en el rinconcito habitual. Y si esa labor nunca había sido valorada, ¿por qué había de serlo ahora?
La ignorancia. Es lo que claramente revela lo que una vez oí de cierta persona no totalmente inculta: “Hombre, si uno conoce el idioma en cuestión, traducir no tiene ningún mérito”.
La mala fe. Atribuible, como es obvio, al mundo editorial. Es sabido que el de traductor es uno de los oficios peor pagados. Si se destacase como debiera la labor traductora, resultaría raro que el nombre correspondiente quedase casi oculto en aquel rinconcito de las primeras páginas y, más raro aún, que se pagase con la miseria con que se paga. Así, que mejor mantener al traductor o traductora en el casi anonimato.
Seguro que hay más razones. Si a alguien se le ocurre alguna, adelante.
[A continuación reproduzco un artículo que sobre el tema, y en relación con un hecho concreto, publiqué en el Diari de Sant Cugat, en catalán]
EL CAS DEL TRADUCTOR INVISIBLE
Estació de Sant Cugat dels FGC. Mentre executo, a la màquina expenedora de bitllets, les complicades operacions dissenyades per mantenir àgils les ments dels jubilats, veig que, molt a prop, hi ha exposada una sèrie de fullets. M’hi acosto. No dubto en l’elecció: Joseph Roth, per Déu, un dels meus escriptors preferits (no confondre amb el Philip). L’agafo.
És un fullet elegant i allargat. Al capdamunt de la portada, un imperatiu: “tasta’m”. Aleshores recordo que hi ha endegada una campanya pública per promoure la lectura. Molt bona idea. Abans de començar el viatge enceto el llibret. Fascinat, l’acabo abans d’arribar a destí, és tan curtet! I està tan ben escrit! I això no és només mèrit de Roth, penso, perquè ell escrivia en alemany i jo l’he llegit en català. Doncs vegem qui és la persona que ha fet el miracle.
Busco la informació al lloc habitual, i hi trobo: nom de l’autor, de l’editorial, del Departament de la Generalitat que promociona la cosa, de la Conselleria de les Illes que la co-promociona, de tres dissenyadors gràfics (jo ja m’ensumava que això del disseny és sagrat, però… una trinitat?). Després, posats en vertical, en un equilibri gairebé inestable, vuit jocs de sigles majúscules de vuit ens col.laboradors, entre els quals alguns de tan coneguts com RENFE o FGC i altres perfectament desconeguts (si més no, per a mi)…
Però, i el traductor? Si us plau, vull el nom del traductor! Doncs no, ara vénen tres llargs noms d’associacions que alguna cosa tindran a veure amb el producte. I ja està: dipòsit legal i una declaració (“edició no venal”) pensada per què el lector faci ús del diccionari. Molt bé, però, i el traductor o traductora? I el nom de la persona que ha fet possible que jo hagi llegit el Roth en perfecte català? Res. Invisible.
Com s’entén això? ¿Com gosen dir que promocionen la lectura unes persones que menyspreen una traducció ben feta fins a l’extrem de negar-ne l’existència? Quines mans (o potes) maneguen la cultura?
Tal como me había propuesto, acometí la lectura de las obras de Vila-Matas. Primero Dublinesca, luego Bartleby y compañía y ahora ando con Doctor Pasavento. Dos cosas me han llamado enseguida la atención. Primera, que se trata de una literatura sobremanera literaria. Metaliteratura, que dicen los que saben de estas cosas.
A mí ya me va bien. Pero pienso que muchos lectores pueden quedar desconcertados, y en cierto modo humillados, por la profusión de referencias a autores y obras que la mayoría de los mortales desconoce en absoluto o le suenan vagamente. De acuerdo, es su problema. El autor tiene todo el derecho. Y, desde el punto de vista comercial, tampoco creo que sea una opción ruinosa. Basta con ver el número de ediciones y, supongo, de ventas.
La segunda es la obsesión del autor por el tema de las desapariciones. Desde el ficticio editor retirado de Dublinesca, pasando por todos los personajes-escritores de Bartleby, hasta el mismo doctor Pasavento, todo el mundo aspira a desaparecer, en un mundo en que las desapariciones de personajes más o menos marginales se producen o se insinúan continuamente.
Francamente, la cosa parece una rareza. Una extravagancia de autor empeñado en buscar temas originales o novedosos. Y más tratándose de escritores, gente especialmente vanidosa, hasta el extremo de que, por uno que quiera pasar realmente desapercibido, como Salinger, hay mil cuyo erostratismo les predispone a incendiar estudios de televisión si no son llamados ahí para hablar de su libro. Desapariciones… ¡vaya invento!
Pero, hace unos días, a propósito de la situación económica de España y del número de suicidios que provoca, oí a un psicólogo eminente decir que en realidad esa gente no quiere matarse: aspira a desaparecer. Y ayer mismo, en una información más sesuda de lo habitual se decía que la renuncia del Papa obedecía en realidad a un deseo de desaparecer.
El interesante artículo de Elisa Rodríguez Court, publicado en Revista de Letras, ha tenido, entre otros, el efecto de retrotraerme varias décadas en el tiempo, a los años en que la cuestión “literatura y compromiso” estaba en el ambiente intelectual de una manera casi obsesiva. Me refiero a los cuarenta, cincuenta y sesenta del pasado siglo, cuando la figura del intelectual moderno (dicen que inaugurada por Zola a propósito del caso Dreyfus) alcanzó la máxima relevancia social – era la época de Sartre y Camus, entre otros muchos – para desvanecerse luego con la resaca del 68. Hoy no hay intelectuales, en el sentido de los que hubo entonces. Pero la cuestión sigue aflorando de vez en cuando.
¿Puede o debe la literatura estar al servicio de una causa, por noble que sea esta? Una vez enfriadas las pasiones polémicas, alimentadas, por cierto, por el ambiente de la “guerra fría”, creo que hoy la respuesta casi unánime es “no”. La literatura no puede estar al servicio de una causa, defender una ideología concreta o hacer propaganda de un modelo social. Porque entonces dejaría de ser literatura para convertirse en panfleto. Y no voy a traer ahora reflexiones tan antiguas – y tan acertadas – como las de Schopenhauer : el curioso puede verlas aquí en versión novelística.
La cuestión parece que está muy clara. Al menos para mí, y para otros muchos. El arte es arte, y no propaganda, catequesis o proselitismo… Pero la cosa ya no parece tan clara cuando se cae en la cuenta de unas posibles excepciones. Excepciones de tamaño considerable, por cierto.
Pienso en Virgilio, Dante, Calderón de la Barca, Bertold Brecht… Y seguro que hay más
Gran parte de la obra de Virgilio, el poeta más poeta de la literatura latina, está pensada para mayor gloria del imperio naciente y de su emperador, Augusto. El hecho de que La Eneida quedase inacabada nos ha privado de saber cómo hubiese coronado finalmente su obra con la apoteosis augustea. Cuestión de detalle.
Dante Alighieri, uno de los poetas más imaginativos y sutiles de todos los tiempos, dedica páginas enteras de su Commedia a convencernos de las bondades de la teología católica, y no pocos versos a convencernos de la maldades de sus enemigos políticos.
Calderón, el autor teatral español más profundo y consistente – al menos, según los románticos alemanes – enarbola el estandarte de la Contrarreforma para hacer la apología del catolicismo más ortodoxo, sobre todo en sus autos sacramentales.
Bertold Brecht propaga el ideario comunista a través de un teatro tan innovador y estéticamente tan impactante como no se había visto desde los años de Pirandello.
¿Entonces? ¿En qué quedamos? No sé. Seguiremos pensando.
Al inaugurar este Blog me propuse, y lo dejé escrito, que no tocaría temas de actualidad rabiosa. Así que, leído el título de esta entrada, no vaya nadie a pensar que voy a tratar del caso español, que además ya está muy tratado. Lo que me propongo – humildemente, no soy quién para dar lecciones a nadie – es reflexionar un poco sobre lo que me parece un malentendido por parte de la opinión pública mayoritaria. Y es la idea de que la corrupción es una especie de lacra letal de la política y que acarrea la decadencia y muerte de la sociedad.
Nada más lejos de la verdad. En las sociedades democráticas, la corrupción es un abuso de confianza, una traición, una burla, un delito. Y en virtud de todo ello es acreedora de la reprobación e indignación de los ciudadanos y del correctivo de la justicia. Eso es todo.
Pero hay numerosas voces éticas empeñadas en ligar indisolublemente la corrupción política con la decadencia y desintegración de los pueblos. Y yo creo que este empeño parte de una especie de voluntarismo idealista que no tiene en cuenta los datos de la realidad, o sea, de la historia.
A lo largo de los siglos se ha dado el caso frecuente de que las naciones dominantes, en su momento de máximo esplendor, estaban “podridas”, diría alguien, por la corrupción en todos los niveles. Solo hay que pensar en Roma, donde, en la época de mayor auge, entre otras cosas se sobornaba a los jueces con dádivas que incluían bellos jovencitos (cuenta Cicerón), o en los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX , país que puso Ortega como ejemplo de que la existencia de la corrupción pública y privada no guarda relación con el poderío de una nación y el bienestar de sus ciudadanos.
Y mejor que no demos un vistazo al extremo opuesto. Basta comparar la esplendorosa y corrupta Florencia renancentista con lo que habría hecho de ella Savonarola. O pensar en la de cabezas que habrían seguido manando de la guillotina si se hubiese mantenido en el poder el “incorruptible” Robespierre. O en la alegre vida en una supuestamente incorrupta Albania estalinista, etc., etc.
No, lo que enerva el vigor de pueblos o naciones no es la corrupción. Es la falta de vigor. Hay sociedades vivas, es decir, con mucha vida dentro, y sociedades enfermas, es decir, con apenas vida dentro. Y la existencia o no de corrupción pública tiene poco o nada que ver con esto. Y no se me entienda mal, que los hay siempre dispuestos a entender lo contrario de lo que claramente se dice. Por si acaso, repito:
En las sociedades democráticas, la corrupción es un abuso de confianza, una traición, una burla, un delito. Y en virtud de todo ello es acreedora de la reprobación e indignación de los ciudadanos y del correctivo de la justicia. Eso es todo.
Acabo de escribir “la falta de imaginación es la madre de todos los crímenes” y me quedo pensativo y dubitante. ¿Es verdad esto? Pienso entonces en toda la imaginación que se necesita para vislumbrar un paraíso – en este mundo o en el otro – y ser capaz de matar o morir por alcanzarlo. Y resulta que este tipo de imaginación es la que más crímenes contra la humanidad ha provocado. Así que mi frase no parece verdadera.
O quizá necesite una matización, es decir, quizá describe una verdad parcial que habría que colocar en su justo sitio, sin afanes totalizadores. Es lo malo de las máximas, sentencias o frases lapidarias: que por mucha verdad que contengan dejan siempre una buena porción fuera.
Porque, vamos a ver, para vislumbrar un paraíso – terrenal o celestial, tanto da – y creer en la necesidad de su imposicióncon tanta fuerza que empuje a morir o matar por ello, se necesita cierta imaginación, es cierto. Pero no es menos cierto que ésta sería un tipo de imaginación muy distinta de la que se alberga en la mente del que escribe novelas o del que es capaz de sufrir solo pensando en los que sufren.
Así que más bien parece que ni siquiera merece el nombre de imaginación. Porque, en todas sus variantes, lo imaginado no es nunca construcción del propio sujeto, sino que es algo que viene de fuera y que hay que creer y transmitir tal cual, sin pizca alguna de iniciativa propia, cosa que parece la negación misma de la imaginación.
Mejor entonces llamarlo creencia, o fe, que es una especie de idea fija que en los casos extremos lleva al creyente – convertido ya en fanático – a cometer auténticas barbaridades.
Y he aquí que matizando, matizando, he regresado al punto inicial. Y eso está muy bien. Porque ahora puedo afirmar, y no un poco a bulto como al principio, sino con pleno conocimiento de causa, que sí, que la falta de imaginación es la madre de todos los crímenes.
Voy a seguir con el tema de la imaginación. Pero bajo otro aspecto. Porque, si en aquella entrada traté de la imaginación como elemento básico e imprescindible de la personalidad, en esta divagaré sobre su aspecto más positivo, es decir, como la cualidad que permite al individuo humano ser algo más que individuo. Artista, por ejemplo.
Las personas normales, y esto no es ningún reproche, ven la realidad como una superficie plana. Las cosas son lo que son, y punto. Los artistas ven en esa superficie ondulaciones sorprendentes, cifras, signos, que remiten a algo que quizá está fuera quizá debajo de esa superficie. Esta capacidad de ver, adivinar o construir mundos vivos sobre una apariencia plana es lo que distingue no solo al artista sino a toda persona con un punto más de evolución respecto de las demás. Y esto tampoco es un reproche hacia “las demás”. Es la simple constatación de la existencia de una pluralidad de niveles. Pero me parece que ya salta alguien con aquello de ¡elitismo! No importa, no quiero desviarme. Lo de hoy es la imaginación.
Hay artistas, escritores, que nos han regalado con un derroche de imaginación desbordante. Los ha habido en todas las épocas (incluso ahora, nadie lo diría). Pero solo mencionaré tres, y de los considerados clásicos.
Cervantes, quien no solo imagina al loco-cuerdo más notable de la historia de la ficción, sino que nos lo cuenta con un humor y una ironía que le han valido el título de padre de la novela moderna, es decir, de la novela a secas. Como ejemplo, la peculiar situación de la segunda parte del Quijote, donde los dos protagonistas son reconocidos por otros personajes… porque éstos ya han leído la primera parte.
Dante, quien no solo cree en el dogma católico, sino que además le pone decorado, ambientación, attrezzo y efectos especiales, dando salida en su Commedia a la imaginación más excelsa, perversa y poética que podemos hallar en la historia de la literatura.
Shakespeare, creador de unos seres humanos tan consistentes, que muchos de los reales palidecen ante su resplandor. Y es que, para Shakespeare, lo de menos es imaginar historias, que suele tomar de aquí y de allá; lo de más es imaginar esos caracteres que permanecerán para siempre como paradigmas de las diferentes formas de manifestarse la condición humana. Aparte de la gran riqueza poética, imaginativa, de su escritura.
Pero, además de la función artística, la imaginación positiva tiene otras virtudes más modestas, pero también más eficaces y hasta necesarias. La principal es la imaginación del otro. Si uno es capaz de imaginarse, es decir, de ponerse en el lugar del otro (en especial si este otro es el enemigo o el contrario) toda la fuerza del antagonismo se desvanece. Y si todos fuésemos capaces de este ejercicio, los conflictos y las guerras desaparecerían de la faz de la tierra. Que no es poco.
Decía Oscar Wilde que el peor de los vicios es la falta de imaginación. En efecto, porque la falta de imaginación es la madre de todos los crímenes.
¿Y no hay manera de escapar de esta condena?… Veo que estás bien despierto ahora. Me alegro. Porque ahora viene la parte positiva −es una manera de hablar− del asunto, mucho más cierta y más real, eso sí, que todos los cielos y progresos que sólo existen en las mentes de los optimistas profesionales. Sí, hay manera de escapar de esa condena. Y no una, sino dos. La primera, aunque efectiva, es transitoria, temporal. La segunda, aunque rara y muy difícil, es total, definitiva.
La primera es el arte. He dicho antes que la inteligencia humana es una creación de la voluntad para seguir existiendo. Y en la inmensa mayoría de los casos, a eso se reduce su papel. Los hombres utilizan el cerebro para dominar las fuerzas de la naturaleza como no lo podría hacer un simple animal, y para afirmar su yo frente a los otros hombres, con astucia, con engaño, es decir, para desenvolverse en la selva natural y social, en una palabra, para sobrevivir, porque ésta y no otra es la función del intelecto creado por la voluntad. Pero una vez creado, el intelecto −como toda creación viva− actúa con propia autonomía, y a veces se fija en cosas que no tienen relación con el interés de la voluntad. Cuando por primera vez el hombre levantó la vista de la tierra de sus afanes y, ajeno a todo interés vital, contempló el cielo estrellado, nació el sentimiento estético. Cuando por primera vez el hombre construyó un objeto, pintó una figura, tramó un relato, inventó una canción, sin ningún interés vital o práctico, nació el arte.
Pero ¿qué es el arte? El arte consiste en el conocimiento objetivo de una Idea que abarca toda una serie de casos particulares y concretos. Hay infinidad de personas ambiciosas o empujadas a la ambición: Shakespeare capta la Idea y la llama Macbeth. Hay algunas personas idealistas y puras en un mundo mezquino y perverso: Cervantes capta la Idea y la llama Quijote. Hay muchos jóvenes sensibles y desesperanzados en un mundo frío y hostil: Goethe capta la idea y la llama Werther. Si estos genios de la literatura, en vez de abandonarse a la contemplación intuitiva de la Idea, se hubieran guiado por las pulsiones de la voluntad, ni serían tales genios ni hubiesen producido otra cosa que vulgares panfletos.
Y es que el núcleo fundamental de una obra de arte es una intuición objetiva, y ésta exige el aquietamiento absoluto de la voluntad. Es entonces cuando el artista se convierte en sujeto puro de conocimiento, ajeno a las tormentas de la voluntad. Ya no hay lucha en su interior, porque la voluntad ha cesado y él y el objeto artístico son una y la misma cosa. Momentáneamente. El arte nos permite escapar de la horrible rueda de la voluntad pero sólo por unos momentos, mientras lo creamos, mientras lo disfrutamos. ¿Cuál será entonces la solución definitiva?…
¿La muerte? Me ha parecido oírte decir la muerte. No, no puede ser, alucinaciones mías… porque tú, Butz, no puedes tener el concepto de la muerte, como quedó muy claro, y a decir verdad, ni siquiera puedes hablar… Bien, en todo caso, la respuesta es no. La muerte no soluciona nada. Si la muerte cambiase algo fundamental, el universo ya no existiría. Porque, vamos a ver, ¿cuando morimos qué es lo que muere? El intelecto, la conciencia individual, esa lucecita que la voluntad produjo para iluminar la andadura del cuerpo (su propia andadura): al desintegrarse el cuerpo en sus materiales básicos se viene abajo todo el andamiaje sobre el que el intelecto se alzaba. Lo que desaparece con la muerte es el intelecto, la conciencia individual, pero no la voluntad una y eterna, que buscará nueva envoltura para seguir manifestándose. Y sin embargo, qué curioso, lo que en nosotros se siente horrorizado por la muerte no es el intelecto − nos hemos pasado millones de años sin él, se eclipsa con el sueño y con el síncope, sin que nada de esto nos importe−. No, lo que en nosotros siente horror a la muerte es precisamente lo que no puede morir, la voluntad, que, engañada por el intelecto, teme que ella pueda morir también, y siendo pura voluntad de vivir, se siente aterrorizada.
Así que la muerte no resuelve nada −y el suicidio es un error estúpido−, porque la voluntad seguirá existiendo para tormento de todo lo viviente. ¿Entonces? Acabar con la voluntad, conseguir que se extinga la voluntad de vivir, esta es la clave. ¿Y cómo se consigue esto? Como lo han conseguido los ascetas hindúes y budistas y los místicos musulmanes y cristianos de todos los tiempos, comprendiendo que todo es uno bajo el velo ilusorio de Maya, bajo el tejido cerebral de la representación, que forja individuos y diferencias donde sólo hay un ser inmutable, indestructible y eterno, comprendiendo que no hay tú y yo −base de la auténtica moral−, que no hay hombre y mundo, como el artista Byron lo comprende cuando exclama
Are not the mountains, waves and skies, a part
of me and of my soul as I of them?
El hombre que, tras amargas luchas con su naturaleza, comprenda todo esto habrá vencido, y se convertirá en espíritu puro, en límpido espejo del universo. Ya nada le podrá agitar, pues habrá cortado los mil lazos con que la voluntad le ataba a la tierra y que bajo la forma de concupiscencia, de codicia o de cólera, le atormentaban sin cesar. Ese hombre, contento y tranquilo, mirará ya los espejismos terrenales que antes tanto le conmovían como uno mira los trajes de máscara desechados después de haber palpitado bajo ellos la noche de carnaval. A ese hombre la muerte ya no le espanta. Suprimida la voluntad de vivir, se ha liberado de todo tormento, y puede volver, plácidamente, al ser ignoto de donde nunca debió salir…
Bien, ¿qué te parece, Butz? Veo que has aguantado. Pero te advierto una cosa: esto que has oído −porque es innegable que lo has oído− es un resumen precipitado que da sólo un pálido reflejo de la brillante profundidad de mi filosofía. Pues has de saber que he pasado por alto temas tan fundamentales como el de la Idea (objetivación adecuada de la voluntad no sujeta a la representación), o como el fundamento de la moral, o como el problema de la libertad, o como mis reflexiones originales sobre el genio, la música, la justicia, el amor sexual, la locura y un abundante etcétera. Pero comprendo que no podía abusar más de ti −lo mismo le diría al supuesto lector del hipotético libro, ¡me contentaría con que respondiese como tú has respondido! Te has portado bien, Butz, muy bien, te felicito. Dame la patita. Ha sido un placer hablar contigo. (FIN)