Archivo mensual: julio 2022

A.P. GUÍA ILUSTRADA I. La ciudad y el reino. La novela histórica. Un reino que no es de este mundo. Una realidad nueva

El lector que haya consultado la Guía Práctica, por poco ducho que sea en los recursos de la escritura internáutica, habrá comprobado que, solo clicando los títulos subrayados, aparece cierta información sobre las obras aludidas. Es la información que se contiene en el mismo blog, con la cual tendrá lo mínimo suficiente para saber de qué va la obra.

Ahora me gustaría seguir por un camino diferente. Lo he llamado “guía ilustrada” y creo que lo he llamado mal. Porque no se trata de “ilustrar”, es decir, de ampliar de una u otra manera la información aparecida tras los mágicos clics mencionados; se trata de abordar cada obra como punto de partida, como pretexto, como acorde inicial de una serie de variaciones que puede ser infinita. Sobre la obra, sobre mí y sobre el mundo.

La idea es ambiciosa, lo reconozco. Muy ambiciosa. Y dudo que la pueda realizar con la maestría y consistencia con que vagamente la he imaginado. Pero siempre hay que intentar convertir los sueños en realidad, sobre todo cuando, a cierta edad, son ya tan escasos.

 

LA CIUDAD Y EL REINOes básicamente la historia de una amistad. De una amistad verdadera, de esas que pasan por encima de las diferencias de edad, de ideas y de caracteres. Y no es que yo anduviese buscando un motivo como ése para construir sobre él una novela. No, como todo lo que es auténtico no es fruto de una búsqueda, sino de un  hallazgo. El encuentro de algo no buscado.

La cosa fue así. Estaba leyendo un libro titulado Historia de la literatura romana cuando di con este párrafo:

Fue a sus ojos un enigma  que su discípulo y amigo Paulinus, poeta y orador de buenas dotes (m. el 431 como obispo de Nola), renunciase al mundo; la correspondencia epistolar que mantuvieron (en gran parte poética) deja vislumbrar una callada tragedia.

Y al instante se me reveló toda la historia. La diferencia de edad entre los dos, la comunidad de intereses, el temperamento básicamente bondadoso de uno y otro, la similitud de ideas que, de pronto, van divergiendo, el brusco cambio de modo de vida anunciado por el joven, la incomprensión de esa actitud por parte del anciano, los intentos comunes de salvar la amistad a toda costa, la “callada tragedia” que, al final podría no ser tan callada.

Todo eso se me reveló al momento, gratuitamente. Todo lo esencial para ponerme a escribir ya. Pero no para escribir una novela. O, al menos, no para escribir lo que yo entiendo que debe ser una novela, con un conocimiento suficiente del mundo en el que se desarrolla la acción. Y se daba la circunstancia de que, del mundo en que se desarrolla la acción (sociedad romana de las últimas décadas del siglo IV), yo apenas sabía nada.

De la antigua Roma conocía (un poco) lo relativo a la historia, la sociedad y las costumbres de los dos siglos en torno al punto cero de la cronología cristiana. El resto de la inmensa historia romana se hundía, para mí, en una ignorancia casi total.   

La llamada Novela Histórica

Pero el impacto era demasiado fuerte. Así que no pude evitar ponerme a escribir enseguida, al mismo tiempo que intentaba deshacer la oscuridad en que para mí iba envuelta la época y sociedad que debían enmarcar la acción.

Primero, di con las pocas cartas auténticas que se conservan de la correspondencia mutua de los dos protagonistas. Ninguna sorpresa:  el carácter, los sentimientos, el tono vital de los corresponsales no se contradecían en absoluto con lo que yo ya iba escribiendo.

Pero había que resolver también lo otro, lo realmente difícil. Y urgente, si quería lograr algo con coherencia y sentido. Y es que, si bien para vislumbrar y construir el carácter y sentimientos de los personajes bastaba con aquella especie de intuición misteriosa que se había abierto con solo la lectura del párrafo mencionado, para situarlos debidamente en su mundo hacía falta nada menos que conocer ese mundo, es decir, sumergirse en él tal como nosotros estamos sumergidos en el nuestro.

Cuando se escribe una novela cuya acción se sitúa en la actualidad (relativa, pues el solo acto de narrar sitúa lo narrado en el pasado), el problema no existe: escritor y lector viven en el mismo mundo y, por consiguiente, a ningún escritor se le ocurre explicar en qué consiste el acto de fumar, por ejemplo. Pero, cuando la acción de la novela que se escribe se sitúa en un tiempo, una época histórica, diferente de la nuestra, existe la tentación de insistir en las diferencias, en los detalles curiosos, para que quede bien claro que se está hablando de cierta época antigua, no de la nuestra.

Este es el pecado capital de la llamada novela histórica. Convertir lo que habría de ser una novela, es decir, una obra de arte, en un reportaje más o menos animado de una sociedad y una época distintas de las nuestras.

Esto es algo que yo nunca haría. Que no sabría hacer. Y creo que ninguna de mis cinco novelas publicadas – tres situadas en la antigua Roma y dos en la Europa del siglo XIX -, puede ser calificada de histórica, puesto que ninguna de ellas incurre en las características principales, en los “pecados” definitorios de las que con ese adjetivo se venden.

Mis novelas tratan de las acciones y pasiones de unas personas. Y esas personas viven en una época determinada, como nosotros vivimos en la nuestra. Y eso es precisamente lo que se ha de conseguir para los personajes de una novela ambientada en otra época: que vivan y respiren el ambiente de su tiempo, sin necesidad de  abrumar al lector con áridas o pintorescas enseñanzas históricas. 

Entonces, la tarea primordial que debía realizar antes de ponerme a escribir “en serio” consistía en apropiarme de los conocimientos, la mentalidad y el modo de vida de la época y la sociedad en que había de ir encuadrado el relato. O sea, trasladarme allá en cuerpo y alma (es un decir) sin olvidar que el receptor de la obra había de ser un lector de hoy.

Hice lo que pude. Leí mucho, me documenté en lo que creí necesario, quizá más de lo estrictamente necesario. Pero es que, en esta tarea ¿cuál es el límite de lo necesario? En este sentido recuerdo una anécdota atribuida al director de cine Luchino Visconti: afirma un testigo que, para rodar las escenas de ambientes históricos, Visconti exigía que no solo los elementos visibles se correspondiesen fielmente con los originales de la época de referencia, sino también los no visibles, por ejemplo, la ropa o los cubiertos guardados en una cómoda que no se había de abrir en toda la filmación. ¿Exageración? No, maneras de artista.

Bien, una vez conocido – hasta cierto punto, por supuesto – el mundo en que vivían y se movían mis personajes, ya podían estos expresarse con toda propiedad y naturalidad.  Pero ¿sobre qué?

La ciudad del Hombre y el reino de Dios

Entre los distintos temas que se tratan en la novela hay dos que destacan sobre los demás. El de la amistad, ya aludido, y el del contraste o enfrentamiento entre dos maneras opuestas de ver el mundo.

Hubo un tiempo en que el mundo tenía lugar en un escenario único. Fue con la aparición del cristianismo cuando el universo humano se escindió. En la antigüedad, hombres y dioses compartían el mismo espacio (aclaro que me refiero solo al mundo occidental, en el que incluyo el semítico, no al más oriental, del que desconozco todo), por más que unos fuesen inmortales y otros no.

El Dios de la Biblia “se paseaba por el jardín al fresco del día”;  el judaísmo más ortodoxo no contempla la inmortalidad del alma; los dioses griegos y romanos comparten su existencia – desde un lugar privilegiado, por supuesto -, con los simples humanos. No hay más vida que ésta que vivimos.  No hay más que un ámbito, que lo engloba todo.

Y llega Jesús y dice: Mi reino no es de este mundo.

¿Qué significa esto? ¿Cómo puede existir algo que no sea de este mundo, único marco de toda existencia posible?

No es extraño que Pilatos no lo entienda. Nadie podía entenderlo. Y menos que nadie, el representante máximo, en la región, del poder político. Poder que, como tal, tiene la misión de controlar, ordenar, abarcar toda la realidad.

Pero, parece que hay otra realidad – o quizá en aquel momento nace – que no es controlable, ni abarcable. Realidad invisible, y sin embargo tan poderosa que lleva a los que la habitan a preferir la tortura y la muerte antes que doblegarse ante la antigua y cotidiana realidad, por entonces administrada por el César romano.

De esa realidad nueva habla Paulino en sus cartas. Pero Ausonio no le entiende, porque él solo conoce la antigua realidad terrena, el espacio amplio, único y finito donde el ser humano debe alcanzar la máxima perfección posible. Y en ese camino hacia lo perfecto, va acompañado por otros seres humanos, sus iguales, con los que dialoga, llega a acuerdos, disputa, y siempre con el propósito de la preservación de una una sociedad racional y plenamente humana.

En la realidad nueva hay poco que dialogar y nada que acordar. La verdad viene dada desde arriba, y con ella no se discute. La realidad nueva no se construye, pues  ha estado ahí, oculta, desde siempre; se propaga y se impone.

Esta dicotomía ha tenido diversos tratamientos en la historia del pensamiento. Por ejemplo, en la primera mitad del siglo pasado fue tratada y detallada (plúmbeamente, en mi opinión) por el filósofo Lev Shestov, claramente decantado por la postura mística o fideísta frente a la racional en su obra Atenas y Jerusalén, donde cada una de estas ciudades representa respectivamente el pensamiento racional y el que va más allá, o más acá, no sé muy bien, de la razón.

Y además, existe en la historia una fuerza potente y misteriosa, decisiva – que de manera no muy explícita se muestra en la novela -, cuya acción, sinuosa a veces, persistente y siempre segura, modela y en cierto modo dirige el devenir humano, una fuerza que conduce de hecho la historia, deformando hasta lo irreconocible las más nobles intenciones o aspiraciones humanas.

Pero creo que merece capítulo aparte. 

(CONTINÚA)

 

 

      

2 comentarios

Archivado bajo Opus meum

ANTONIO PRIANTE: GUÍA PRÁCTICA DE LA OBRA

PROPÓSITO

Por desordenado y anárquico que uno sea, llega un momento en la vida en que se pregunta si no estaría bien poner un poco de orden en sus cosas en vez de dejar que ellas mismas se vayan acomodando a su antojo.

Creo que para mí ese momento ha llegado.

Y me refiero a mi obra escrita, por supuesto, que respecto a lo demás nunca he entendido gran cosa, y presumo que es mejor respetar su caos natural que intentar cuadrarlo de alguna manera.

Y lo mejor para poner orden es empezar por clasificar, que siempre es el primer paso para clarificar. Por ejemplo, así:

 

GUÍA

A. Obra publicada por editoriales.

a. Novelas: La ciudad y el reino; Lesbia mía ; La encina de Mario; El silencio de Goethe; El corzo herido de muerte.

b. Ensayos: Del suicidio considerado como una de las bellas artes.

B. Obra publicada solo en el Blog

a. Novelas: Conversaciones con Petronio; Fantasías a la manera de Hoffmann.

b. Ensayo o similar: Alter, Ego y el plan; Los libros de mi vida; Los libros de mi vida. Lista B; Escritoras; Viejo Mundo Nuestro.

c. Categorías (del Blog) destacadas : La letra o la vida; Postales filosóficas; Sabiduría clásica; A veces estoy loco.

C. Obra no publicada, aunque con referencias, comentarios o fragmentos en el Blog.

a. Novela:  La alta fantasía (Dante Alighieri).

b. Ensayo: Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas.

c. Teatro o similar: Los dioses; Mundo, Demonio y Fausto; Mundo, Demonio y Fausto: nuevas aventuras

Así queda todo un poco más claro.


 

(Continúa en  A.P. GUÍA ILUSTRADA I)

Deja un comentario

Archivado bajo Opus meum