II Los personajes
Todo intento de novela histórica centrada en personajes que existieron como personas reales tiene un problema principal: decidir qué cantidad de rigor histórico y qué cantidad de fabulación novelesca ha de contener.
En ocasiones hay poco que decidir: cuando los datos históricos son prácticamente inexistentes, la fabulación novelesca se impone de manera necesaria. Pensemos en el posible personaje novelesco de Homero. Dado que del poeta en cuestión no se sabe nada – ni siquiera es seguro que haya existido –, todo lo habrá de poner la imaginación, la pura fabulación.
En el extremo opuesto, tenemos a Cicerón, por ejemplo, autor de tantas cartas sobre el mundo en que se hallaba inmerso y sobre sí mismo, objeto de tantos testimonios de sus contemporáneos, que la fabulación habrá de verse por fuerza condicionada por los datos históricos incontestables.
Los dos coprotagonistas de La ciudad y el reino, donde todos los personajes se corresponden con personas que existieron en la realidad (con la excepción de Emiliano Dexter, nieto inventado del obispo Paciano), constituyen un buen ejemplo de cómo se debe (o se puede) conjugar el rigor histórico con la fabulación novelesca dentro del plan ideal de la obra que, lo reconozca o no, alberga siempre el autor.
Del Paulino histórico se sabe poco. Y todo lo que se sabe – de primera mano, quiero decir – está en las referencias de algunos de los contemporáneos con quienes se carteaba – Agustín, Ambrosio, Jerónimo, Sulpicio Severo, Ausonio y pocos más -, en sus obras literarias – poemas a San Félix, sobre todo-, y en el contenido de sus propias cartas, sobre todo de las dirigidas a Ausonio. De todo ello se deduce una personalidad reflexiva, tranquila, agitada a veces por transportes místicos, que no llegan a alterar su natural sosiego; amable, bondadosa y, aunque cristiano auténtico, en lo cultural pertrechado con toda la ciencia y la sabiduría de la Antigüedad.
Sobre esta base, no muy extensa, edifiqué el Paulino de mi novela, para lo cual me bastó reforzar un poco el talante místico y añadir esa especie de angustia existencialista que le adjudico para antes de la conversión, y que creo que no le va nada mal.
Del Ausonio histórico se sabe quizá más que de Paulino, pero en el fondo mucho menos. Fue profesor de gramática y retórica (de literatura, diríamos hoy) durante muchos años, luego preceptor del heredero de Valentiniano I y, elevado su alumno a la dignidad imperial, ocupó cargos de suma importancia en la maquinaria político-administrativa del Imperio. Escribió mucho, pero al decir de los críticos, siempre tocando los temas por la superficie y con una calidad muy desigual. En todo caso, su ingenio y habilidad con la pluma son indiscutibles. Un ejemplo es el Centón Nupcial, composición poética construida a base de hemistiquios tomados de La Eneida en la que se describe una noche de bodas sin ahorro de ningún detalle erótico. Su obra más conseguida es sin duda el Mosela, largo poema descriptivo dedicado al río del mismo nombre.
Personalmente parece que fue, además de hábil escritor, honrado, un poco vanidoso, amigo del poder y del orden justos y algo sentimental. Y sobre todo reacio a plantear cuestiones más o menos profundas, hasta el extremo de que no se sabe con certeza hasta qué punto había asumido el cristianismo que oficialmente profesaba. Lo único claro en este aspecto es que, en sus obras y en sus cartas, destaca siempre una evidente nostalgia por el viejo mundo tutelado por los dioses que habían hecho grande a Roma.
Para llenar cierto vacío de esa personalidad, evidente si la comparamos con la más definida de Paulino, se me ocurrió corregirla o completarla con la de otro gran poeta de varios siglos después. Desde mi particular punto de visita, éste no podía ser otro que Goethe. Comparten los dos una visión del mundo esencialmente poética, una afición no disimulada por el orden, la aristocracia y el poder, una biografía siempre ascendente hasta alcanzar la vasta meseta de los últimos años. Solo faltaba añadir a Ausonio esa especie de filosofía panteísta manifiesta en el de Frankfurt, es decir, algo de la sustancia intelectual de la que aparentemente carecía el de Burdeos.
Hecho. Si el resultado es satisfactorio o no, habrá de decirlo el lector.