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De senectute (sabiduría clásica VIII)


viejo romanoO sea, Sobre la vejez. He pensado que, para dar una idea de cómo las mentes más lúcidas de la antigua Roma encaraban el hecho de la vejez, nada mejor que ofrecer una breve selección de frases de la obra de Cicerón 
Cato MaiorDe senectute (Catón el Viejo. Sobre la Vejez).

De senectute se desarrolla en forma de un diálogo imaginado entre dos personajes famosos de la época (hacia el 150 a.C.), Escipión Emiliano y Cayo Lelio, por una parte, y Catón, llamado el Viejo, por otra, bisabuelo del Catón contemporáneo de Cicerón. Los dos primeros, más bien jóvenes, interrogan al anciano Catón sobre cómo soporta tan admirablemente la vejez. Catón contesta con una serie de reflexiones, ejemplos y consejos, de los cuales va a continuación una pequeña muestra.

La traducción corresponde a Eduardo Valentí Fiol.

…la vejez. Todos desean alcanzarla y, al tenerla, la vilipendian.

***

Muchas veces, en efecto, he presenciado las lamentaciones de gente de mi edad.[…] Mas la culpa de todas estas lamentaciones radica en el carácter, no en la edad. Pues los ancianos que son morigerados, que no son ni agrios ni impertinentes, llevan una vejez soportable; mientras que la acritud de carácter y la grosería son pesadas en cualquier edad.

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Pero la memoria se debilita. Lo creo, si no la ejercitas o si eres tardo de natural.

***

Hay que resistir a la vejez, Escipión y Lelio, poner cuidado en compensar sus defectos, luchar con ella como con una enfermedad, tener cuenta de la salud, usar de ejercicios módicos, tomar el alimento suficiente para rehacer las fuerzas sin agobiarlas. Y no hemos de limitarnos a cuidar del cuerpo, sino mucho más de la inteligencia y del espíritu; pues estos también, como la lámpara a la que no se echa aceite, se extinguen por efecto de la vejez. Además, un exceso de ejercicio fatiga y vuelve pesado el cuerpo; el espíritu, en cambio, ejercitándose se hace más ágil.

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… estos ancianos crédulos, desmemoriados, negligentes, defectos que no son peculiares de la vejez, sino de una vejez inactiva, indolente y soñolienta.

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Pues la vejez es honorable a condición de que se defienda a sí misma, mantenga sus derechos, no se haga sierva de nadie, conserve hasta el último aliento el dominio sobre los suyos.

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dedico también mucho tiempo a la literatura griega, y para ejercitar mi memoria, observo la costumbre pitagórica de recapitular por la noche todo lo que durante el día he dicho, hecho u oído.

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Pero el cosquilleo, por decirlo así, del deleite no es tan vivo en los ancianos. Lo creo, pero el deseo es también menos vivo, y no es molesta la privación de lo que no se echa de menos.

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La corona de la vejez es la autoridad.

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Tiene la vejez, especialmente la adornada con honores públicos, tan grande autoridad, que ella sola vale más que todos los placeres de la juventud.

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Ni canas ni arrugas pueden conferir repentinamente autoridad: antes bien, la vida anterior pasada honorablemente recoge la autoridad como un último fruto.

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Pero, dicen, los viejo son de mal humor, inquietos, irascibles y difíciles de carácter. Si bien lo miramos, hasta avaros; pero estos son defectos del carácter, no de la vejez. Y con todo, el malhumor y los defectos que he dicho tienen excusa en cierto modo, no justificada, por cierto, pero que parece poder aceptarse: se creen despreciados, desdeñados, burlados; además, en un cuerpo frágil todo tropiezo es molesto. Sin embargo, todos estos defectos los dulcifican las buenas costumbres y la educación. […] Así como no todos los vinos se agrían con los años, tampoco todos los caracteres.

***

Cuanto más me acerco a la muerte, mejor me parece divisar, por así decir, la tierra y el puerto al que tras larga travesía me toca por fin llegar.

***

Aquel breve resto de vida que les queda ni han de apetecerlo los ancianos ni han de renunciar a él sin motivo; y Pitágoras prohibe que sin permiso del general, o sea de dios, nadie abandone la guardia y el puesto de la vida.

***

Hay unos deseos extremos de la vejez; por tanto, así como mueren los afanes de las anteriores edades, mueren igualmente los de la vejez; y cuando esto sucede, la saciedad de la vida trae consigo el tiempo maduro para la muerte.

***

Y el hecho de que cuanto más sabio es uno mayor es su serenidad al morir, cuanto más necio mayor su desesperación, ¿no os parece que es porque aquella alma de vista más clara y de mayor alcance ve que parte para un estado mejor, mientras aquella otra, de mirada menos penetrante, no lo ve?

***

No me gusta a mí quejarme de la vida, como a menudo hicieron muchos varones y doctos por cierto, ni me arrepiento de haber vivido, puesto que viví de modo que puedo pensar que no nací en vano, y salgo de esta vida como de un albergue, no de una casa. Pues la naturaleza nos dio una posada para parar, no para habitarla.

***

Que si yerro al creer que las almas humanas son inmortales, gustosamente yerro, y no quiero que me arranquen, mientras viva, este error en el que me complazco; ahora, si después de muerto no he de sentir nada, como piensan ciertos filósofos insignificantes, no temo que los filósofos difuntos se burlen de este error mío. Que si no hemos de ser inmortales, es con todo deseable que el hombre se extinga a su debido tiempo; pues la naturaleza ha puesto un límite a la vida, como a todas las demás cosas. Y la vejez es en la vida como la escena final de un drama, del cual hemos de evitar el cansancio, sobre todo cuando ya estamos saciados.

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Cultura y poder (sabiduría clásica VII)

A propósito de la reciente elección de cierto líder político mundial, que se manifiesta sin complejos como lo que podríamos llamar “un patán con dinero”, he pensado en la diferencia sustancial que existe entre la antigüedad clásica y nuestro tiempo en lo que se refiere a la valoración de la cultura por parte del poder.

Iba ya a empezar a divagar sobre el asunto cuando he recordado que en mi ensayo Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas, traté fugazmente del tema en unos párrafos que también trasladé a este blog. Me complazco en reproducirlos a continuación porque creo que se adecuan perfectamente a esta serie sobre la sabiduría clásica.

Pero ¿tenía sensibilidad literaria el amo de Roma [Augusto]?

Una respuesta afirmativa a esta pregunta resultaría rara desde la perspectiva contemporánea, acostumbrada a líderes políticos semianalfabetos. Pero entonces no lo era en absoluto. Desde muy antiguo el político romano (que durante siglos no fue un ente aparte del ciudadano o del militar) solía ser un hombre no sólo instruido sino además amante de las letras y de algún tipo de conocimiento (agricultura, astronomía, historia, lingüística…).

El viejo Catón, ejemplo máximo de romano duro, opuesto a las blanduras de la influencia helenística, cónsul en 195 a.C., censor inflexible, escribió un tratado sobre la agricultura y varios libros sobre historia, que no se han conservado; Cicerón, orador, escritor magnífico y divulgador de la filosofía griega, gobernó la república como cónsul y nunca estuvo apartado (mientras se lo permitieron) de los asuntos públicos; Marco Terencio Varrón, político que ocupó diversos cargos, militar en la guerra civil al lado de Pompeyo y luego perdonado y recuperado por César, fue un famoso lingüista (De lingua latina) y autor de tratados sobre agricultura (Rerum rusticarum).

Pero no hay duda de que el caso más vistoso es el del mismo Julio César. Mientras no daba respiro a su ambición política, mientras dirigía la guerra de las Galias o la civil que le enfrentó a Pompeyo, César no dejó de escribir. Y no sólo las famosas crónicas bélicas, que por sí solas lo sitúan entre los mejores prosistas latinos, sino tambíen un tratado de gramática (De analogia) y por lo menos una tragedia (Edipo), que lamentablemente se han perdido. Y esta compaginación, tan extraña para los modernos, entre actividad política y excelencia cultural se mantuvo, al menos como desideratum, a lo largo de toda la época imperial hasta llegar al emperador-filósofo Marco Aurelio.

El mismo caso de Nerón, poeta y cantante frustrado, puede entenderse como una triste caricatura de aquella tendencia natural romana, sin olvidar que su consejero político durante años, Séneca, fue uno de los grandes escritores y filósofos de la época.

Bien, todo esto para decir que – a diferencia de lo que ocurre en nuestros tiempos – entre los romanos era normal que el máximo dirigente del estado tuviese sensibilidad literaria o artística y que, por lo tanto, es seguro que Augusto estaba en condiciones de apreciar la obra de Ovidio.”

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El suicidio en Roma (sabiduría clásica VI)

No existía en latín clásico (ni siquiera en el medieval) una palabra determinada para significar lo que hoy entendemos por suicidio. Para ello se tenía que recurrir a paráfrasis como mortem sibi consciscere, sibi manu afferre o sui caedere, de la última de las cuales se formó, ya en época moderna, el término actual.

Pero la gente se suicidaba, naturalmente, tampoco existía una palabra para significar lo que hoy entendemos por “homosexual” (cinaedus era una especie de insulto dirigido al pasivo vicioso), pero la gente hacía lo que podía, naturalmente.

Y el ciudadano romano, ¿qué pensaba del hecho de darse muerte uno mismo, por decirlo a su manera? Aquí, como en el caso de la religión, hay que distinguir entre el ámbito popular y el culto.

La gente común no veía con buenos ojos el suicidio, especialmente el producido por ahogamiento. De hecho, en el antiguo derecho pontifical se negaba la sepultura a los ahorcados. Se conserva una inscripción en que un personaje hace una donación de tierras para cementerio de sus conciudadanos con la condición de que sean excluidos los gladiadores y los que se hubiesen ahorcado. En todo caso estaba claro que, para el pueblo llano, el suicidio no podía ser del agrado de los dioses.

Entre las élites culturales la cosa era distinta. Cicerón se pronuncia de una manera en apariencia ambigua, pero en el fondo, creo yo, muy lógica. La creencia en un mundo coherente regido por la divinidad le lleva a pensar – como más tarde a los teólogos cristianos – que el hombre no es dueño de quitarse la vida; y sin embargo, a diferencia del cristianismo, Cicerón admite excepciones; afirma que hay ocasiones en que el mismo dios que hay en nosotros y que nos prohíbe salir de la vida sin permiso otorga la autorización necesaria.

aquel breve resto de vida que les queda ni han de apetecerlo los ancianos, ni han de renunciar a él sin motivo; y Pitágoras prohibe que sin permiso del general, o sea, de dios, nadie abandone la guardia y el puesto de la vida. (Sobre la vejez, XX, 73-74; trad. Eduardo Valentí Fiol).

¿Y cuándo, en qué casos, se produce esa autorización? Para Cicerón está muy claro: cuando está en juego la libertad o la dignidad de la persona. El ejemplo supremo es el de Catón de Útica, que se quita la vida para no vivir bajo el poder del liberticida Julio César, quien, sin duda, se la habría perdonado.

Séneca es más expeditivo: no es preciso que ningún dios nos autorice la salida. Si te place, vive; si no, puedes regresar al lugar de donde viniste. Pero el hecho de que no se precise un permiso divino, es decir, una razón moralmente admisible, no significa que todo suicidio merezca la aprobación del filósofo. Y es que si, para el estoico, el hombre ha de ser el artífice, el gobernante de su vida, también el suicidio habrá de responder a un acto de gobierno, no a la presión de una pasión enfermiza.

Aquí, como en todo el pensamiento de Séneca, la idea siempre presente es la dignidad. El varón fuerte y sabio de la vida no debe huir, sino salir, dice. Y nadie más indigno que el que no sabe salir. Y ni siquiera huir. A éste dedica Séneca todo su desprecio.

Viejos decrépitos que mendigan en sus plegarias un suplemento de pocos años, que se fingen jóvenes y que tan placenteramente se engañan como si también engañasen al destino. Pero cuando alguna enfermedad les advierte de su mortalidad, mueren aterrorizados, no como si saliesen de la vida, sino como si fuesen arrancados. (Sobre la brevedad de la vida, XI).

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Séneca, psicólogo (sabiduría clásica V)

Dedicado a la simpática y entretenida tarea de preparar estas entradas sobre lo que llamo “sabiduría clásica”, he hecho un descubrimiento: releyendo lo ya varias veces leído, me he encontrado de pronto con algo en lo que no había reparado pese a que siempre había estado ahí. Y es que, además de político influyente, literato exquisito y moralista profundo, Séneca fue un psicólogo extraordinario. Tan extraordinario que incluso parece haber sugerido temas a cierto maestro de la modernidad psicológica.

A continuación van unos ejemplos. He encabezado las introducciones con los titulares que me han parecido más adecuados. Todas las citas pertenecen a la obra Cartas morales a Lucilio; traducción, Eduardo Sierra Valentí.

Lo peor (como lo mejor) está en la imaginación

Ante la amenaza de un mal no te precipites en sufrirlo. Quizá no sea tan terrible como parece, o nada en absoluto. Procura encararlo tal como es en realidad.

Antes que nada, acuérdate de eliminar en cada cosa cualquier exageración que pudiese rodearla y pronto verás que no hay nada terrible, si no es el propio temor. (III, XXIV).


¿Quién es desgraciado?

Es desgraciado quien se cree desgraciado, como es feliz quien se cree feliz. El mundo es un paisaje de la mente, que se muestra con los colores con que lo pintamos.

Cada hombre es tan desgraciado como cree serlo.(IX, LXXVIII).

                   ¡Cuidado a quién favoreces!

Apenas había pensado en ello y solo lo había leído en Séneca. Existe un extraño mecanismo por el que la persona que recibe un favor puede convertirse en enemigo mortal del benefactor. Y es que cuando alguien no quiere, no puede o no sabe agradecer el favor recibido transforma en odio lo que debería ser agradecimiento.

Es peligrosísimo hacer favores a ciertos hombres, los cuales, porque creen vergonzoso no pagar beneficio, no querrían que existiera aquel a quien tendrían que pagarlo. […] Ningún odio es tan pernicioso como la vergüenza de un beneficio mal correspondido. (X, LXXXI).

El mal que se hace no se desprende del todo del hacedor.

El mal que se inflige no solo afecta al objeto sobre el que se lanza, cosa obvia, sino también al mismo sujeto lanzador. El ser humano no es como una máquina que, después de funcionar, queda tal como estaba. Todo lo que hace le transforma de alguna manera.

Lo que va a parar a los demás es la parte más pequeña de la maldad; lo que contiene de peor y, por así decirlo, de más fangoso, permanece en su propia casa y oprime a su propio dueño. (X, LXXXI)

Libido moriendi, un anticipo freudiano

No siempre se desea la vida. Frente a la voluntad de vivir existe también una pulsión de muerte, como “descubrió” Freud, y el hombre…

ha de saber evitar aquella pasión que ha dominado a tantos: el afán de morir [libido moriendi]. Porque, querido Lucilio, existe también, como para otras cosas, una inclinación desordenada hacia la muerte. (III, XXIV)

Tedium vitae, el spleen del siglo I

Freud catalogó la melancolía, esa tristeza oscura sin razón aparente, como una forma grave de depresión. En la literatura romántica y posromántica suele recibir el nombre de spleen, término de origen inglés que difundieron ciertos poetas franceses. La sola palabra nos evoca el nombre de Baudelaire. Pero muchos siglos antes…

con harta frecuencia ha dominado, ya a varones generosos e incorruptibles, ya a hombres cobardes y muelles; aquellos menosprecian la vida, estos la encuentran poco llevadera. A algunos entra la desgana por tener que ver y hacer siempre las mismas cosas; no es un odio, antes un aburrimiento de la vida [tedium vitae](III, XXIV)

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Religión, dioses, mente divina II (sabiduría clásica IV)

Que los romanos cultos no participasen de la fe infantil del pueblo llano en los dioses no significa que fuesen inmunes a las tentaciones metafísicas. En los escritos de muchos pensadores hay pruebas evidentes de ello. Pero no se espere encontrar nada comparable a un Platón o un Aristóteles. Y es que, a diferencia de la griega, la cosecha latina de escritores apenas produjo filósofos.

Un pueblo tan práctico como el de Roma podía dar – y dio en abundancia – juristas, arquitectos, ingenieros, administradores, soldados, pero no filósofos. Y en mi opinión, no hay excepciones. Porque, si consideramos los nombres que enseguida vienen a la mente, tendremos que reconocer que Cicerón fue solo un divulgador de la filosofía griega y que tanto Séneca como Marco Aurelio cultivaron casi exclusivamente el aspecto más utilitario de la filosofía, la ética, es decir, cómo comportarse en la vida.

Los interesados en la metafísica o, simplemente, en hacerse con una visión del mundo (una Weltanschauung, se diría siglos después) se adscribían de hecho a una de las dos grandes corrientes: la epicúrea, materialista, negadora de toda trascendencia humana, y la estoica, que había acogido algunos aspectos del platonismo y del aristotelismo, y que creía en una divinidad reguladora del cosmos al mismo tiempo que en una necesidad o fatalidad del devenir humano y universal, pues, como dice Séneca:

Una cadena irrompible, que esfuerzo alguno lograría alterar, ata y arrastra todas las cosas. (Cartas a Lucilio, IX, 77; trad., Eduardo Sierra Valentí)

Cicerón, que no se consideraba estoico ni epicúreo, pero que estaba mucho más próximo de lo primero que de lo segundo, escribe:

todos obedecen al orden que reina en los cielos, al principio divino que anima el mundo, y al Dios todopoderoso, de suerte que el universo entero debe ser considerado como la patria común de los dioses y de los hombres. (Sobre las leyes, I, 23; trad., José Guillén).

En Séneca ese Dios regulador se nos presenta, además, como algo más próximo, más intimo:

Dios se halla cerca de ti, está contigo, está dentro de ti. Sí, Lucilio, un espíritu sagrado reside dentro de nosotros, observador de nuestros males y guardián de nuestros bienes, el cual nos trata como es tratado por nosotros.(Cartas morales a Lucilio, IV, 41; trad. Eduardo Sierra Valentí).

Esta creencia en un orden divino, generalmente admitida excepto por los epicúreos, no supone necesariamente, como en otras religiones, la fe en la pervivencia o inmortalidad del alma individual. Sobre esto las posiciones son diversas.

El poeta Catulo, que al parecer hasta cree en los dioses tradicionales, afirma:

los soles pueden ponerse y volver a salir; pero nosotros, una vez se apague nuestro breve día, tendremos que dormir una noche eterna.(V ; trad. Juan Petit)

Séneca resulta un poco contradictorio en este tema, o quizá es que no lo entendemos muy bien, porque en unas ocasiones defiende la inmortalidad personal, y en otras parece que no.

Cicerón, con su típica mentalidad jurídica, plantea la cuestión de manera que no quede ningún cabo suelto:

Que si yerro al creer que las almas humanas son inmortales, gustosamente yerro, y no quiero que me arranquen, mientras viva, este error en el que me complazco; ahora, si después de muerto no he de sentir nada, como piensan ciertos filósofos insignificantes, no temo que los filósofos difuntos se burlen de este error mío. Que si no hemos de ser inmortales, es con todo deseable que el hombre se extinga a su debido tiempo; pues la naturaleza ha puesto un límite a la vida como a todas las demás cosas. (Sobre la vejez, XXIII, 85; trad. Eduardo Valentí Fiol)

En conclusión, con inmortalidad del alma o sin ella, para los mejores pensadores romanos todo está movido, animado y regulado por la mente divina,

            omnia iam cernes divina mente notata

dice Cicerón en uno de los pocos versos suyos que se conservan, y que apenas precisa traducción.                                     

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Religión, dioses, mente divina I (sabiduría clásica IV)

Es sabido que los romanos eran gente más seria que los griegos. En la religión tenemos un ejemplo. En la antigua Grecia, los dioses formaban un alegre batiburrillo que poco o nada tenía que ver con el destino del individuo o del pueblo, aunque a veces se utilizaba como espantajo desde una posición conservadora, como en el caso de Sócrates.

Pero ya desde muy antiguo, para los griegos los dioses fueron sobre todo figuras poéticas que embellecían la vida y, de paso, aportaban explicaciones variopintas de los fenómenos de la naturaleza. Y, por supuesto, nada tenían que ver con un credo ordenancista ni con la moral, y poco con la trascendencia. 

Entre los romanos la cosa fue muy distinta desde el principio. Los dioses eran personajes imponentes que aseguraban el bienestar del pueblo y la persistencia y expansión del Estado, siempre que se les tratase debidamente. Los ritos religiosos estaban a cargo del poder público. Pero no existía propiamente una casta sacerdotal, sino que su dirección y custodia constituían una faceta más de la actividad política, de manera que las mismas personas que podían ejercer de cónsules o pretores podían ser, al mismo tiempo o en otro momento, pontífices, augures, etc

Los rituales eran muy rigurosos. El más pequeño error invalidaba la ceremonia o podía desencadenar grandes desgracias. Y siempre se consideró, oficialmente, que el destino de Roma dependía de la buena relación con los viejos dioses.

Pero, ¿creían los romanos en sus dioses? Depende. Porque había a estos efectos dos clases de romanos. Los incultos, analfabetos, campesinos, soldados…o sea, la mayoría, por un lado, y la clase acomodada, plebeyos o patricios, leídos y más o menos cultos, por otro.

Los primeros creían por lo general en los dioses con la misma fe supersticiosa que creían en miles de otras cosas. En cuanto al segundo grupo, el de los cultos, es difícil encontrar pronunciamientos claros y decididos.

Por lo general predomina un respetuoso consenso sobre la cuestión, con algunas excepciones, como la de Julio César, ateo declarado. Lo que no impedía que en ocasiones, en el pequeño mundo del pensamiento filosófico, se considerase la cuestión con una actitud no sé si llamarla cínica o hipócrita. En su obra Sobre la naturaleza de los dioses, Cicerón pone en boca de uno de los dialogantes estas palabras:

¿Existen los dioses o no existen? Es difícil negar su existencia. Pienso que sería así si la pregunta tuviese que plantearse en una asamblea pública, pero en una conversación privada y en una compañía como ésta es sumamente fácil. Así, pues, yo, que soy pontífice, que considero un deber sagrado defender los ritos y las doctrinas de la religión establecida desearía muy de veras estar convencido de este dogma fundamental de la existencia divina, no como un artículo meramente de fe sino como un hecho comprobado o verificado. Pues pasan por mi mente muchas ocurrencias perturbadoras, que a veces me hacen pensar que no existen dioses en absoluto. (Sobre la naturaleza de los dioses, I, 61; trad. Francisco de P. Samaranch).

En su obra Sobre la adivinación el mismo Cicerón habla por su cuenta así:

Nosotros los augures no somos tales que predigamos el futuro por medio de la observación de las aves o de los demás signos […] Pero tanto por la consideración a la opinión del vulgo, como por las grandes utilidades de la república, se conservan las prácticas, los ritos, las reglas, el derecho de los augures, la autoridad de su colegio. (Sobre la adivinación, II, XXXIII, 70; trad. Julio Pimentel Álvarez).

La misma idea, con mayor concisión y claridad, la expresa el poeta Ovidio:

Es útil la existencia de los dioses y, como que es útil, hemos de creer que existen (Arte de amar, 635; trad. José-Ignacio Ciruelo).

Es bien sabido que los romanos eran gente muy práctica. (continúa)

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La política: gloria y miserias (sabiduría clásica III)

La actividad más noble a la que podía dedicarse un ciudadano romano de la época republicana era la política. En varios escritos insiste Cicerón en la superioridad moral de la dedicación a lo público sobre las demás actividades humanas. Él, que vivió los últimos años de aquella época, sabía muy bien que en un régimen despótico, por ilustrado que fuera – como sin duda lo hubiera sido el de César -, no cabía la política, y es que la política es el ejercicio de la negociación, el pacto y la seducción, actividades que no tienen sentido en un régimen de ordeno y mando. Y eso, teniendo en cuenta que la romana era una república aristocrática – con ciertos contrapesos – en la que solo participaban los ciudadanos con plenos derechos, que no eran la mayoría de la población.

Así que, además de moralmente superior a cualquiera otra actividad humana, la política es para Cicerón un deber, que un ciudadano solo puede rechazar por razones extremas, entre la que curiosamente incluye lo que podríamos llamar un exceso de talento.

No deben censurarse quizá porque no pongan empeño en conseguir el gobierno y la administración del Estado aquellos que, dotados de un gran talento, se consagraron al estudio, o quienes, impedidos por una salud precaria o por otras causas más lamentables, se apartan de los negocios públicos y dejan a otros el poder y la gloria de administrarlos. (Sobre los deberes, I, LXXI; trad. José Guillén Cabañero).

Por supuesto que el ejercicio de funciones públicas tiene sus riesgos tanto para la moral del que las ejerce como para el bien de los administrados. El principal, la avaricia:

No hay, pues, vicio más repugnante que la avaricia, sobre todo en la gente principal y en los que gobiernan la República. Desempeñar un cargo público para enriquecerse no es solamente vergonzoso, sino también impío contra la patria y sacrílego contra los dioses. (Sobre los deberes, II, LXXVII; trad José Guillén Cabañero).

Para erradicar el vicio de los gobernadores de los países sometidos de enriquecerse a toda costa se dictaron leyes contra la concusión, delito consistente en imponer tributos ilegales, en beneficio del gobernador de turno, por supuesto. Pero los efectos de esa normativa tan bien intencionada habían de ser contraproducentes. Al menos, eso es lo que expone Cicerón con su ironía característica:

... sucedería, pensaba yo, que las naciones extranjeras enviarían legados al pueblo romano para que se eliminasen las leyes y los procesos por concusión; pues consideran que, si no hay proceso alguno, cada cual se llevará cuanto piense que es suficiente para él y sus hijos; que ahora, puesto que las acciones judiciales son así, cada uno se lleva cuanto les será suficiente a él, a sus patronos, a sus abogados, al pretor y a los jueces; que ellos pueden satisfacer las ansias del hombre más codicioso, pero no la victoria (en juicio por concusión) de uno muy culpable.(Contra Verres, I, XIV; trad., José María Requejo Prieto)

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El tiempo que pasa (sabiduría clásica II)

La necesidad de aprovechar el tiempo es una de las principales preocupaciones de Séneca. Ya la primera carta a Lucilio la dedica a este tema:

El tiempo que hasta hoy te han estado tomando, te han estado robando o que te ha huido, recógelo y aprovéchalo. Persuádete de que es tal como te lo estoy escribiendo; unas horas nos han sido tomadas, otras nos han sido robadas, otras nos han huido. La pérdida más vergonzosa es, sin duda, la que acontece por negligencia. Y si te fijas bien, la mayor parte de la vida la pasamos entregados al mal; otra parte, y no menguada, sin hacer nada, y toda la vida haciendo lo que no deberíamos hacer. […] Asegura bien el contenido del día de hoy, y así será como dependerás menos del mañana. Aunque aplacemos las cosas, la vida nos huye. Todas las cosas, Lucilio, en realidad nos son extrañas, solo el tiempo es bien nuestro. (Cartas morales a Lucilio, I, trad. Jaume Bofill i Ferro)

En varias ocasiones sostiene Séneca que la vida no es breve, que somos nosotros los que no la sabemos aprovechar. ¿Y cómo la desaprovechamos? Dedicando nuestro tiempo a actividades absurdas que nos van alejando de la posibilidad del verdadero goce de la vida.

Larga es la vida si la sabemos aprovechar. A uno detiene la insaciable avaricia, a otro la cuidadosa diligencia de inútiles trabajos; uno se entrega al vino, otro con la ociosidad se entorpece; a otro fatiga la ambición pendiente siempre de ajenos pareceres, […] Hay otros que en veneración no agradecida de superiores consumen su edad en voluntaria servidumbre, […] Pequeña parte de la vida es lo que vivimos: porque lo demás es espacio, y no vida, sino tiempo. (De la brevedad de la vida, I ; trad. Pedro Fernández Navarrete).

En cierto momento, Cicerón, hablando por boca de su personaje Catón el Viejo, opina que la longitud del tiempo es indiferente; que, una vez transcurrido, no importa si fue largo o corto, porque, al pasar, da muerte por igual a todo lo que en su escenario ocurre:

No me parece duradero nada que tenga un término; en efecto, en el mismo momento de llegar éste, se desvanece todo lo que ha pasado. (Sobre la vejez, XIX, LXIX; trad. Eduardo Valentí Fiol).

Quizá quien con más acierto y contundencia expone el rasgo fundamental del tiempo que pasa sea un poeta, Publio Ovidio Nasón, y lo hace con solo tres palabras, que vale la pena recordar en su versión original: tempus edax rerum:

El tiempo, devorador de las cosas. (Metamorfosis, XV, 234)

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El cuidado del cuerpo (sabiduría clásica I)

A medida que la influencia de la cultura griega se afianza en Roma, se va despertando entre los varones un interés antes desconocido: el cuidado del cuerpo, no ya como necesario entrenamiento para la guerra, sino con fines exclusivamente narcisistas, se podría decir.

Séneca, en carta a su supuesto amigo Lucilio, advierte y aconseja:

Nosotros, es menester confesarlo, tenemos un amor innato a nuestro cuerpo, del cual nos ha sido confiada la tutela. No niego que debamos tratarlo bien, pero sí que debamos servirle, pues servirá a muchos dueños quien sirva a él, quien se ocupe demasiado en él, quien todo lo refiera a él. Es menester que nos comportemos no como aquel que tiene que vivir para el cuerpo, sino como aquel que no puede vivir sin el cuerpo. Un amor excesivo a éste nos inquieta con temores, nos carga de afanes, nos expone a afrentas. (Cartas morales a Lucilio, XIV)

………….

hombres que reparten su tiempo entre el óleo y el vino y tienen el día por bien
aplicado cuando han sudado suficientemente, y para reparar el líquido que de esta manera perdieron han ingerido ya en ayunas mucha bebida para que penetre más adentro. Beber y sudar constituye la vida..
.(CML, XV)

Y  le recuerda que, no solo estas costumbres, sino otras que se consideran más normales, como el baño diario, eran desconocidas entre los antepasados:

Y aun, para que lo sepas, no se lavaban cada día, pues, según dicen aquellos que nos han trasmitido la relación de las costumbres antiguas, se lavaban cada día los brazos y las piernas, que se ensuciaban con el trabajo; lo demás del cuerpo solo lo hacían los días de mercado. (CML, LXXXVI). 

(traducciones, Jaume Bofill i Ferro)  

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Sabiduría clásica

La antigüedad clásica – y me refiero a la romana, que es la que conozco un poco – contiene un cúmulo de tesoros hoy en día ignorados. Incluso aquellas personas que sienten cierta inclinación por ella, si no la han abordado mediante estudios mínimamente serios, pueden convertirse sin darse cuenta en víctimas de una de las muchas mixtificaciones o falsificaciones que hoy nos asedian.

Todo lo que el ciudadano medio – incluidos individuos supuestamente cultos – conoce de esa civilización y cultura es lo que se expone en películas, series televisivas y novelas “históricas”. No quiero decir que algunos de esos productos no sean dignos y hasta acertados, pero en general poseen unos rasgos o características que, a mi juicio, los inhabilita como honestos transmisores de las realidades y valores de aquella civilización.

Por ejemplo, el exotismo y su contrario el actualismo. Entiendo por exotismo la pretensión de presentar la antigua sociedad romana como algo muy alejado de la normalidad humana actual, como algo curioso, fantástico, increíble. Lamento que el único ejemplo que ahora recuerdo sea precisamente una película por otra parte admirable: Satiricón, de Fellini.

Por actualismo entiendo el intento de presentar aquella sociedad como un espejo malintencionado de la nuestra, es decir, de llevar al espectador a la idea de que nada ha cambiado en los seres humanos, de que todo es siempre lo mismo. Parte de verdad hay en ello. Lo malo es que se fuercen los parecidos y se trasluzca la intención, como tantas veces ocurre.

Pero el verdadero elemento distorsionador de una posible comprensión de la antigüedad romana a través de esos productos “artísticos” consiste en lo que podríamos llamar el morbo de la violencia y el sexo, la obsesión por estos aspectos, y no desinteresada por cierto, sino alentada por la conocida capacidad de convocatoria comercial de tales ingredientes. Tanto es así que en la imaginación de los consumidores de esos productos, la antigua Roma no es más que un conglomerado de violencia física y de actividad sexual de toda clase: incestos, violaciones, excesos sexuales. No puede haber Roma sin luchas sangrientas de gladiadores, espadas que traspasan cuerpos o seccionan cuellos, envenenamientos, cuerpos de todos los sexos que se amontonan en orgías sin fin, etcétera.

No pretendo acabar con esa visión “mediática”. Tampoco podría. Solo aspiro a dejar constancia – como contrapartida – de las cimas intelectuales y espirituales que aquella sociedad alcanzó por medio de sus mentes más preclaras. Unos cuantos escritores me acompañarán en el intento: Cicerón, Séneca, y alguno más.

  1. El cuidado del cuerpo
  2. El tiempo que pasa
  3. La política: gloria y miserias
  4. Religión, dioses, mente divina I y II
  5. Séneca, psicólogo
  6. El suicidio en Roma
  7. Cultura y poder  
  8. La vejez    

NOTA: Me había pasado por la cabeza incluir la versión original latina de cada cita. Pero luego he pensado que la exhibición interesaría a pocos y espantaría a muchos. Así que los muy interesados podrán encontrarla en el lugar correspondiente de este estupendo compendio de la literatura latina:  http://www.thelatinlibrary.com

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