-Hoy vas a acompañarme a visitar a un viejo amigo mío. Es un tipo muy divertido, te encantará. Está ampliando su casa y quiere que le aconseje -dijo Petronio en cuanto me recibió al día siguiente.
Y nos pusimos en camino, acompañados de Eutimio.
-No me extrañaría que también fueses experto en arquitectura.
-No soy experto en nada, te lo aseguro. Pero tengo fama de hombre de buen gusto, y es una fama que me agrada y me interesa cultivar. Para vivir con cierta comodidad es muy importante llegar a ser una autoridad en lo que sea. Yo he conseguido serlo en algo tan vago e indefinible como el buen gusto. Y tengo que explotarlo.
-Para un artista como tú no debe ser difícil. El buen criterio que utilizas en la literatura forzosamente ha de tener correspondencia en las demás actividades estéticas.
-No lo creas, no siempre es así. Cada campo artístico es un mundo. Hay escritores formidables que no saben distinguir entre una pintura buena y un adefesio, escultores que nada entienden de poesía e incluso, lo que es más curioso, poetas que nada saben del arte de la música. En cambio, se supone que yo entiendo de todo eso y de mucho más: de cómo organizar una fiesta, de cómo se ha de decorar un salón, de cuáles son los vestidos o tocados más adecuados para una dama, de qué músicas han de acompañar ciertas ceremonias, y un largo etcétera. Y no creas que soy experto en todo eso. Nadie lo es. El secreto está en tener sentido común, expresar las opiniones con seguridad y, sobre todo, olfatear los gustos e intereses del consultante. Te aseguro que con sólo eso, quedas siempre como un dios.
-¿Quieres decir que no hay unos valores estéticos objetivos? -pregunté, muy interesado por el tema.
-En absoluto. Nada cambia tanto como eso que llamas valores estéticos, sobre todo en los aspectos más cotidianos. Si hace cincuenta años alguien hubiese propuesto a
-Quizá un ejemplo demasiado vulgar y cotidiano -observé-, pero no creo que en las grandes artes, en la literatura, la pintura, la escultura, los criterios sean tan movedizos.
-También se mueven, pero con más lentitud, de manera que el cambio apenas es perceptible para una generación. Pero imagina qué hubiesen pensado los escultores etruscos o los antiguos griegos de nuestros actuales retratos escultóricos, con sus calvicies, sus arrugas e incluso sus horrendas verrugas. Los hubieran encontrado de una vulgaridad y una ordinariez espantosas. Y te voy a poner otro ejemplo. ¿Qué opinas del estilo de Séneca como escritor?
-Me encanta -dije sin vacilar-. Lo considero a la vez elegante, directo y efectivo.
-Pues puedes estar seguro, amigo mío, que un Lucio de hace cien años lo consideraría agresivo, insultante y rebuscado.
-Quizá tengas razón…Pensándolo bien, su estilo no tiene nada que ver con el de hace cien años…Pero, según eso, tu conclusión será que en arte todo es relativo.
-No todo, no todo. Las formas sí, pero está el espíritu, el genio, o como quieras llamarlo. El espíritu de Catulo sobrevivirá a todas las modas y todos los tiempos; el de Lucano, no, te lo aseguro.
-¿Y el de Petronio?
-Amigo, lo que te sobra de amable te falta de cortés. Parece que ignoras que es grave descortesía forzar a que tu interlocutor se pronuncie sobre sus propias cualidades. Porque, como nadie sabe definirse correctamente, le obligas a sobrevalorarse o a infravalorarse, con la consiguiente molestia y riesgo de tales operaciones.
-Lo siento. En realidad, era una pregunta dirigida a mí mismo.
-¿Y qué te has contestado?
-Ya lo imaginas, y no quiero volver a pecar de exceso de amabilidad.
-Mira -dijo entonces Petronio-, ésa es la casa de Escevino…y ése que sale ahora es un personaje al que no vale la pena que conozcas. Pero, si no hay más remedio, le saludaremos. Se llama Antonio Natal y es experto en intrigas de poca monta.
No hubo más remedio. Me lo presentó e intercambiaron unas palabras.
-¡Qué acontecimiento, Petronio! -dijo Natal-. Creo que es la primera vez que te veo a la luz del día.
-Y la última, te lo aseguro -dijo Petronio-. No sé cómo lo podéis soportar. Ahora mismo he sufrido alucinaciones. Me ha parecido verte salir de casa de Escevino.
-Y así es. ¿Qué tiene eso de raro?
-Pues que no me imagino qué puede hacer un hombre íntegro, digno y respetable como tú en casa de un libertino.
-No lo juzgues mal, Petronio. Escevino es un buen hombre.
-Nunca lo he dudado -afirmó Petronio.
Escevino nos recibió en una amplia sala repleta de muebles, estatuas, estatuillas y chachivaches de todo tipo. Rondaba la cuarentena; era delgado, nervioso y de modales francamente afeminados. Nos acomodamos en unos mullidos lechos. Desde el primer momento Escevino me miró de una manera descarada, como si estuviese evaluando la belleza de un caballo o de un esclavo. Dirigió a Petronio una mirada de picardía y dijo:
-Petronio ¿cuánto tiempo hace que me ocultas a tu amiguito?
-No soy ningún amiguito -protesté- y ya no tengo edad de que me miren como a un efebo.
-Huy, perdona -exclamó Escevino, con una mueca cómica.
-Eres incorregible -dijo Petronio-. Lucio es sobrino de Silio Itálico y…podríamos decir que es mi discípulo, ¿no es eso? -añadió, mirándome.
-Eso es -dije.
-¿Discípulo? Qué interesante -dijo Escevino-. ¿Y qué te enseña el maestro? Si te enseña todo lo que hemos aprendido y practicado juntos, pronto serás más sabio que Solón… De acuerdo, de acuerdo, un poco de seriedad. ¿A qué debo el honor de vuestra visita?
-¿Y tú lo preguntas? -exclamó Petronio-. ¿No habíamos quedado que me enseñarías los planos de tu nueva casa?
-¿Mi nueva casa? ¡Huy, es verdad! ¿Dónde tengo la cabeza? ¿Los planos? Ay, ay,
Escevino se levantó y empezó a caminar nerviosamente por la estancia, corrigiendo la posición de los objeto que caían al alcance de sus manos. Finalmente llegó hasta un busto situado en lo alto de una columna truncada, que parecía ocupar el lugar principal de la sala. Corrigió también la posición del busto, pero con especial atención, de manera que recibiese la luz directa en el rostro. Una inscripción identificaba el personaje: BRUTO.
-Pero no importa, ¿sabes?, no importa -prosiguió-. No estoy para planos ni para casas.
Y se desplomó en el lecho como agobiado por una gran pesadumbre.
-Te veo muy raro -dijo Petronio.
-Los tiempos son raros, extraños, terribles -dijo Escevino, con una solemnidad que sus gestos y su tono de voz desmentían.
-Desde que tenemos memoria los tiempos siempre han sido raros, extraños, terribles. No son los tiempos, Escevino, eres tú el que has cambiado.
-Quizá. Quizá es que antes estaba ciego, pero ahora veo.
-¡Por Hércules! -exclamó Petronio- ¿No te habrás metido en una de esas sectas asiáticas que proliferan como la peste? Esas mismas palabras las oí a cierta persona que se unió a los cristianos.
-¿Por quién me has tomado, Petronio? -exclamó Escevino, realmente indignado-. Yo soy romano, romano por encima de todo y nada más que romano.
-Pues yo no soy parto. Aunque también es cierto que tengo algo de sangre gala.
-Por eso será -dijo Escevino.
-Por eso será, ¿qué? -preguntó Petronio.
-Amigo -respondió Escevino-, tengo que decírtelo, sí tengo que decírtelo. Me han hablado mal de ti, muy mal.
-Ya era hora -exlamó Petronio, como aliviado- Hacía mucho tiempo que nadie me informaba de algo así. Estaba realmente preocupado. Sabes muy bien que si no hablan mal de ti es que no eres nadie.
-Me han dicho algo muy feo de ti -instistió Escevino.
-Vamos, suéltalo, me muero de curiosidad. ¿Qué te han dicho?
-Que eres un…cobardica -dijo Escevino, bajando el tono de voz hasta convertirla en un susurro.
Escevino se levantó como movido por un resorte. Extendió el brazo derecho y señaló con el dedo índice el busto al tiempo que dirigía hacia el techo los ojos puestos en blanco.
-¿Te atreves a decir que ése, ese héroe sin mácula es zafio y maloliente?
-Imposible responder. Su aroma se perdió hace mucho tiempo.
-¡Cómo eres, Tito, cómo eres! -exclamó Escevino, y se recostó de nuevo en el lecho.
-Soy como siempre he sido, pero un poquito más sabio. Mira, ahora mismo te voy a adivinar quién te ha dicho eso de mí: Natal.
-Sí, y alguien más.
-Lucano.
-Sí, y alguien más.
-Pisón. Y no me hace falta nadie más para comprobar que estás loco, completamente loco. ¿Qué haces tú con esa gente? ¿Sabes dónde te has metido?
-Sé muy bien lo que hago. Mira, Petronio, siempre hemos sido buenos amigos, nuestras vidas han coincido por un largo trecho, juntos hemos gustado de todos los placeres, en esto nadie nos puede dar lecciones. Somos auténticos maestros, los dos…Pero tú siempre parece que estás por encima de mí, la verdad es que siempre parece que estás por encima de todos. ¿Y por qué? ¿Quieres explicármelo? ¿Por qué diablos llevando los dos el mismo género de vida tienes tú fama de hombre respetable mientras que yo no soy más que un vulgar vicioso?
-No lo sé. Yo no decido la fama que los demás atribuyen. Y tampoco es del todo cierto lo que dices. Natal me acaba de confiar que eres un buen hombre. Claro que no es éste un calificativo como para levantar los ánimos. Si alguien dice eso de mí, me hunde, te lo aseguro.
-Lo siento, pero ahora no puedo seguir tu juego…Lo que quiero decir es que, a pesar de que se nos suela aplicar distintas medidas, tu existencia ha sido y es tan ridícula, vacía y triste como la mía y que, por tanto, estarás en condiciones de entender lo que te voy a explicar. Amigo Petronio, no es verdad que todo sea igual, no es verdad que todo dé lo mismo y que sólo el placer justifique la vida. A ti aún no te habrá llegado el momento, pero en la vida de todo hombre, en la vida de cada hombre como nosotros, el día menos pensado ocurre algo decisivo que te enfrenta de improviso contigo mismo. Y entonces una fuerza incontenible surge del fondo de ti y te hace decir “ése no puedo ser yo, yo soy un hombre, un hombre”. Y un hombre de verdad no puede tolerar ciertas cosas, un hombre de verdad no puede someterse a la mentira, a la hipocresía, al miedo, a la miseria moral y a tantas calamidades que hoy en día se resumen en una: amigo Petronio, un hombre de verdad no puede tolerar la tiranía.
-¿Y qué ha de hacer entonces ese hombre de verdad? -preguntó Petronio.
-Ahí tenemos el ejemplo -dijo Escevino, señalando con el dedo el busto de Bruto.
-¿Dónde? -preguntó Petronio-, ¿en ese pedrusco?
-Tito, por favor -dijo Escevino en tono casi suplicante-, ¿para ti no hay nada sagrado?
-¿Para ti sí? -preguntó Petronio por toda respuesta.
-La patria es sagrada, el pueblo romano es sagrado, la libertad es sagrada, la dignidad es sagrada…
-Deténte, por favor -interrumpió Petronio-. Me dan miedo esas palabras, sí, me dan miedo, siempre a medio camino entre la idea y la divinidad. Nuestros viejos dioses se portan con nosotros de maravilla. No imponen nada, no exigen nada; se contentan con que cumplamos los ritos sagrados y nos dejan en paz. Pero esos dioses que invocas son terribles, sanguinarios, de hecho se alimentan de sangre humana. La patria exige sangre, el pueblo exige sangre, la libertad exige sangre…
-¿Y la tiranía no? -interrumpió Escevino-. ¿No es la tiranía la más sangrienta de las divinidades?
-No me entiendas mal, Escevino, yo no defiendo la tiranía, sólo te advierto del peligro de situar nuevos dioses sobre los hombres. La tiranía es un mal, de acuerdo. Pero no desaparecerá porque cuatro niñatos y cuatro resentidos jueguen a héroes. Caerá por su propio peso…o cuando la derribe un plan inteligente, muy inteligente.
-¿Qué tiene de malo nuestro plan? Porque participen en él algunos resentidos, como tú dices, ¿es acaso inmoral?
-Mucho peor que eso: está mal escrito.
Recorrimos en silencio el camino de vuelta. Cuando llegamos frente a la casa de Petronio yo ya no podía más. Antes de despedirnos dije:
-Ahora lo entiendo todo.
-Peor para tí -murmuró Petronio con gesto de malhumor.
Así que existía una conspiración. Un plan estaba en marcha para derrocar a Nerón, probablemente para matarle. La indiscreción temeraria de Escevino me había revelado la existencia de una maquinaria en la que ciertas piezas aisladas y antes sin sentido, al ocupar su lugar, cobraban significado: la extraña visita de Lucano, la detención de Epícaris, la conmoción de Mela, la aparición de Tigelino, las advertencias de Petronio para que protegiese mi ignorancia y, también su preocupación por las relaciones entre Lucano y mi compañero Valerio. ¡Qué claro lo veía ahora!
De pronto, sentí miedo. Yo estaba en medio de todo aquello. Tigelino me había visto en casa de Petronio y seguro que sabía quién era. ¿Y Petronio? ¿Cómo podía conocer el plan sin estar implicado? ¿Cómo se lo permitían los otros? Y si no estaba de acuerdo con la conspiración, ¿por qué no la denunciaba? Quien conoce esta clase de hechos y no los denuncia se convierte automáticamente en cómplice…Como yo. Y de pronto, esta idea me golpeó en medio del cerebro con la fuerza de un mazazo:
¡Yo era cómplice de una conjuración contra el César!
(CONTINÚA)