Archivo mensual: julio 2012

La muerte de la novela II

Existen muchas definiciones de novela. Yo me quedo con la del escritor checo Milan Kundera, para quien una novela “es una meditación sobre la existencia vista a través de personajes imaginarios”. Creo, en cambio, que la definición que se atribuye a Stendhal, “un espejo en el camino”, es en extremo simplista. Un espejo apenas nos dice nada de nosotros mismos que no sepamos ya. Una novela, una auténtica novela, sí. Y no solo nos habla de lo que somos, sino también de lo que fuimos y de lo que podemos ser.

Una novela es una exploración de la existencia humana (palabras también de Kundera), y yo añadiría, de la presente, de la pasada o de la futura, pero sobre todo de la ideal. Y es que la idea del ser humano no se agota en todas las realidades existentes, sino que las transciende. Werther es la idea de una posibilidad humana, que Goethe captó con tanta intuición y plasmó con tanta maestría que llegó a contaminar la realidad, provocando toda una floración de jóvenes sentimentales proclives al suicido. El Castillo kafkiano es la idea de una posibilidad extrema de la existencia, cuyas pequeñas concreciones cotidianas todos conocemos y sufrimos.

Creo sinceramente que la novela es algo más que un espejo en el camino. Porque, si no fuese más que eso, habría que dar por buenas, es decir, por novelas, muchos de esos relatos en forma de libros en los que se pretende retratar la vida y los sentimientos de la gente normal, y no se consigue otra cosa que una monótona yuxtaposición de personajes y situaciones perfectamente prescindibles, todo ello aderezado con recursos oportunistas y mensajes políticamente correctos o supuestamente transgresores, que suelen ser las dos caras de lo mismo. 

Así que, por mí, ya puede morirse esa novela a la que aludía Machado y esta a la que he aludido yo en el párrafo anterior.  La otra, la obra de arte, no morirá nunca. Pueden extinguirse los autores y hasta los lectores. No importa: Hans Castorp, Raskolnikov, Ana Karenina… siempre estarán ahí, esperándonos.

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La muerte de la novela I

Andan inquietos muchos escritores de diferentes ramas (novelistas, críticos, periodistas, etc.) con el asunto de la posible muerte de la novela. Unos la certifican de todas todas, otros la ven venir con el comprensible terror que toda aproximación de la muerte impone, otros se pierden y nos pierden con matices y distingos que no siempre comprendemos.

El revuelo no resulta nada extraño, porque decretar la muerte de algo es cosa seria. Y a veces rayana en el ridículo. Como el que hizo Nietszche, anunciando a bombo y platillo la muerte de Dios, ¡pero cómo puede morir alguien que no ha nacido!… Bien, reconozco que las cosas no son tan simples, y que el anuncio del filósofo quizá contenía una carga de profundidad muy respetable.

Nunca he sido un gran lector de novelas. Pero algunas de las que he leído me han parecido auténticas maravillas de la imaginación y del arte. Citaré solo a los rusos Tolstoy, Dostoyevski y Goncharov, y al alemán Thomas Mann. Solo pensando en las obras de estos escritores uno puede echarse a llorar ante la posibilidad de que un arte semejante desparezca para siempre. 

Y sin embargo, como antes he apuntado, siempre he tenido cierta prevención ante la novela. No sabía por qué. Hasta que, casualmente, di con una frase de Antonio Machado que me iluminó sobre las posibles razones de mi rechazo. Frase que contiene su dosis de incorrección política, que espero que el lector – y sobre todo la lectora – sabrá disimular.

Lo que hace realmente angustiosa la lectura de algunas novelas, como en general la conversación de las mujeres, es la anécdota boba, el detalle insignificante, el documento crudo, horro de toda elaboración imaginativa, reflexiva, estética. Ese afán de querer contar cosas que ni siquiera son chismes de portería…(continuará)

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E pluribus…unum?

Sospecho que somos varios. Primero fue solo una idea, una de esas ideas extravagantes que a veces se nos ocurren. Si fuese escritor, supongo que sería un tema para desarrollar en un cuento o una novela. Como no lo soy, su fin natural, como el de todas las ideas extravagantes, será el de ser olvidada por completo, entre los miles o millones de cosas absurdas que se nos ocurren a lo largo de la vida. Eso pensaba. Pero a medida que pasa el tiempo la idea no me abandona. Por el contrario, diría que va creciendo y que, en el día de hoy, ya ha alcanzado las dimensiones de una sospecha bien fundada. Sí, sospecho que somos varios.

Nunca he creído en psicólogos o psiquiatras, doctor, y usted perdone. Con esto quiero decir que mi preocupación ha llegado a tal nivel que me he visto impulsado, casi obligado a venir aquí. He hablado de “una idea”. No es exacto. En realidad, se trata de una sensación. No sabría cómo describírsela. Le he dicho que nunca he creído en psicólogos o psiquiatras, y esto era verdad y lo sigue siendo. Y le he dicho que me he visto impulsado, casi obligado a venir aquí, y esto no es exactamente así. Nadie me ha obligado, nadie me ha impulsado, no señor, no lo crea. He venido libre y voluntariamente, porque creo en los avances de las ciencias de la mente y en la competencia y honradez de sus servidores. ¿Se da cuenta, doctor, de lo que me ocurre? Yo quisiera explicárselo de una manera clara y razonada, pero no sé si será posible. Usted, que es tan sabio como todos los de su profesión, y perdone esa sonrisita que se me ha caído de los labios, sabrá sin duda atar cabos, construir el historial y establecer el diagnóstico. ¿Sabe que en mi juventud quise ser médico? Sí, y no está tan lejana mi juventud, tengo sólo cincuenta años. El problema es el cuerpo, ¿me entiende?, la materia putrescible. Me repugna la carne, sí, las vísceras, los jugos más o menos viscosos que recorren nuestro interior de arriba abajo. Porque el cuerpo humano puede ser hermoso, no hay duda, imagínese una mujer espléndida en lo mejor de su edad, o un hombre, por qué no, no crea que en estas cosas soy muy estrecho. Pero rasgue ese cuerpo, esa piel fina o levemente curtida por el sol y verá lo que le aguarda dentro. ¿Quién puede soportar eso? Yo no, por supuesto. ¡En mi vida se me ocurriría dedicarme a la medicina! Al menos, a la que trata la materia corporal directamente. Otra cosa son los psiquiatras, por ejemplo, que nunca se ensucian las manos. Tiran del cajón de los fármacos y, ale, esta pastillita para levantarse, ésta para dormir, ésta para estar bien despierto, ésta para tranquilizarse, esta otra para estar en forma, qué fácil, ¿no le parece? Y siempre inventando patologías nuevas en beneficio de la industria farmacéutica. Los psiquiatras son gente sin conciencia, se lo digo yo. ¿Que los puede haber honrados? Sí, claro, siempre puede haber gente honrada en cualquier parte, es posible que entre los guardianes de Auschwitz hubiese gente honrada, seguro, vamos. Al fin y al cabo, ¿en qué consiste la honradez? En hacer bien el propio trabajo y en no engañar a los demás. Esa ha sido siempre la norma de mi vida. Yo soy muy tímido, ya lo habrá observado, soy incapaz de insultar, de atacar o simplemente de plantar cara a nadie. Y creo que fue esto lo que decidió mi destino profesional. Yo quería ser sacerdote, le parecerá extraño, ¿no? ¿quién quiere ser sacerdote ahora? Pero yo sentía la voz de Dios dentro de mí. Lo malo era que la voz de mi padre se oía fuera y de forma nítida y contundente: déjate de tonterías, hijo, y dedícate a algo positivo. Como le he dicho, yo era incapaz de oponerme a nada, y mucho menos al mandato de mi padre. Y estudié económicas. Y allá, en la facultad, me vi rodeado de hijos de papá que querían ser empresarios. Todos empresarios o financieros, qué gracia, ¿no? Ellos también obedecían a sus padres, es decir, obedecían al plan del capitalismo internacional que necesita ir formando a sus peones, inculcándoles sus falsos valores junto con la ilusión de que van a ser algo importante. Imagínese, la mayoría acaban miserablemente explotados por el mismo sistema que les adula. Pero qué más da. Todo el mundo quiere ser engañado, pues engañemos a todo el mundo. Al fin y al cabo, nadie es inocente. Cada cual es responsable de su vida. Cada cual elige oscuramente su destino y luego ese destino le arrastra quizá contra su expresa voluntad. Yo, por ejemplo, saco esta pistola, ¡no se mueva!… ¡por favor! ¡le he dicho que no se mueva!, no sea que se me dispare antes de tiempo. Y ahora apunto a su cabeza, y ahora a la mía, y ahora a la suya y ahora a la mía, y ahora a la suya… Cincuenta por ciento de probabilidades, dirá. Pues, no, se equivoca. Yo no me voy a matar, ¡por Dios!, sería una carnicería, un genocidio, ya le he dicho que somos muchos. Voy a agujerear su cabecita de loco psiquiatra, sí señor. ¿Y sabe qué es lo mejor, sabe qué es lo más gracioso de todo esto? Que nunca se podrá saber quién de nosotros ha sido.

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El humor bien entendido III

No por casualidad el humorismo en literatura surge y se desarrolla al mismo tiempo que la novela. Desde Cervantes, todos los escritores dignos de ser tenidos en cuenta, y desde luego todos los novelistas, han descrito el mundo o sus particulares fantasías con humor. ¿Que a veces no lo parece? Cierto. Pero es porque se tiene del humor una idea muy estrecha. Demasiado festiva. Y el humor puede ser amargo, y triste, y sobretodo melancólico. Pero nunca trata de culpar a nadie (en esto, entre otras cosas, se diferencia de la ironía o la sátira).

El humor es como una segunda alma del escritor. Una alma crítica. Así, mientras la primera alma va montando el relato a base de dar cierta realidad o consistencia a las cosas y personajes, la segunda lo pone todo en duda y de vez en cuando asoma a la página para dedicar una sonrisa compasiva a esa cándida primera alma que se toma tan en serio la idea de las cosas y las personas.

¿Qué resulta de eso? La ambigüedad, elemento básico e imprescindible de toda novela. La novela ha de ser tan ambigua como la vida. Esto, que empezó a funcionar hacia el 1600, es a estas alturas algo irrenunciable. Solo algunos fabricantes de bestsellers pueden ignorarlo. Pero se comprende: escriben para un público compuesto por seres idénticos a nuestros lejanos antepasados; viven (autor y lectores) en la época en que el humor no existía. Felices ellos, que no tienen que acarrear con el peso de una segunda alma, empeñada en criticar y desmontar los artilugios de la primera.

El escritor lúcido de hoy, es decir, el humorista, sabe que ninguna persona es exactamente lo que parece (¡cómo lo van a ser los personajes!), que los acontecimientos de la realidad no guardan la lógica y el sentido que se les tiende dar en la ficción, que todo es fluctuante y relativo. Y sabe también que él mismo es, o puede ser, tan ilógico, sinsentido, fluctuante y relativo como todo lo que a su alrededor se mueve. Y es que el humor bien entendido empieza por uno mismo.

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El humor bien entendido II

La supuesta evolución y progreso de la vida consistiría en un proceso de reflexión creciente, es decir,  de llegar a verse a uno mismo como reflejado en un espejo. El mundo inorgánico no tiene conciencia. Los animales superiores poseen ya el entendimiento necesario para organizar el cumplimiento de sus fines inmediatos: mantenerse vivos y reproducirse. Pero no se puede decir que tengan conciencia. Porque no la tienen de sí mismos: no se ven vivir.

Todos los indicios señalan que el ser humano es el único que se ve de repente aquí, sabiendo que está aquí y también sabiendo que un día ya no estará. Estas certezas básicas serán el fundamento de la especifidad humana, de aquello que les separa del resto de los animales. Y, como efecto colateral, el lenguaje… ah, y la risa.

¿Quién no ha oído decir que lo que nos diferencia de las bestias es la risa? Pues es cierto. Primero fue una risa tosca, primaria, la carcajada provocada por la súbita aparición de lo contrario del efecto esperado: uno, que está apunto de alcanzar el coco, de pronto se cae del cocotero; grandes risas entre los colegas. (Y aquí convendría advertir que muchos seres humanos no han pasado de este grado de lo risible).

Pero la cosa se va perfecccionando. Y, pasada la época de las terribles certezas (los textos de la épica primitiva y los fundacionales de las religiones), viene la gran eclosión de la risa antigua: las gracias, los chistes, la sátira, la mordacidad, la ironía, ésta ya como preludio de lo que será el verdadero humorismo. 

Pero aún no hemos llegado. Porque todo eso se aplica hacia afuera, sobre o contra el otro. El sujeto todavía no ha alcanzado el punto decisivo en el que empieza realmente la reflexión. Todavía no ha alcanzado a verse – él también – como objeto curioso. (continúa)

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El humor bien entendido I

El humor es un invento moderno. Del Barroco, pongamos. Aunque creo que en la Edad Media ya se daban algunos casos. Y me refiero al humor en literatura, por supuesto. Los antiguos no conocían el humor. Cierto que las obras de Aristófanes, Plauto y otros estaban llenas de chistes, sátiras, gracias y chascarrillos, y que los romanos, con su característica mordacidad (acetum) fueron maestros en el lanzamiento de pullas. Es famosa, por ejemplo, la que dedicó el senador Curión a Julio César, bisexual muy activo: el hombre de todas las mujeres y la mujer de todos los hombres (omnium mulierum vir et omnium virorum mulier) .  Pero todo eso no es el humor tal como ahora se entiende. Eso es ser gracioso, o agudo, cosa que está al alcance de cualquiera que tenga la gracia o agudeza imprescindible.

El humor es algo misterioso. Y siento ponerme acientífico, no es mi estilo, pero es que no encuentro otra manera de decirlo. Casi siempre va acompañado por algunos de esos elementos con los que se le suele confundir. Quiero decir que un escritor dotado de auténtico sentido del humor puede destacar, además, en la ironía, la comicidad, la sátira, la mordacidad, el sarcasmo incluso. Pero nada de eso hace el humor, ni siquiera la suma de todo ello.Entonces, ¿qué es?

El mismo hecho de su modernidad podría ofrecernos una pista. ¿Por qué los antiguos no conocieron el humor? ¿Y por qué sí la comicidad o la ironía, por ejemplo? Pero, primero hay que aclarar que, si nos vamos más atrás en el tiempo, ni siquiera la comicidad se conocía. Pensemos en los textos de la antigua épica y en los fundacionales de las grandes religiones. Cosa seria. Nada de bromas. Las cosas son como digo que son, y punto. Pues bien, ya tenemos una pista. (continúa)

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Cuando los políticos no eran analfabetos

Pero, ¿tenía sensibilidad literaria el amo de Roma [Augusto]?

Una respuesta afirmativa a esta pregunta resultaría rara desde la perspectiva contemporánea, acostumbrada a líderes políticos semianalfabetos. Pero entonces no lo era en absoluto. Desde muy antiguo el político romano (que durante siglos no fue un ente aparte del ciudadano o del militar) solía ser un hombre no sólo instruido sino además amante de las letras y de algún tipo de conocimiento (agricultura, astronomía, historia, lingüística…).

El viejo Catón, ejemplo máximo de romano duro, opuesto a las blanduras de la influencia helenística, cónsul en 195 a.C., censor inflexible, escribió un tratado sobre la agricultura y varios libros sobre historia, que no se han conservado; Cicerón, orador, escritor magnífico y divulgador de la filosofía griega, gobernó la república como cónsul y nunca estuvo apartado (mientras se lo permitieron) de los asuntos públicos; Marco Terencio Varrón, político que ocupó diversos cargos, militar en la guerra civil al lado de Pompeyo y luego perdonado y recuperado por César, fue un famoso lingüista (De lingua latina) y autor de tratados sobre agricultura (Rerum rusticarum). 

Pero no hay duda de que el caso más vistoso es el del mismo Julio César. Mientras no daba respiro a su ambición política, mientras dirigía la guerra de las Galias o la civil que le enfrentó a Pompeyo, César no dejó de escribir. Y no sólo las famosas crónicas bélicas, que por sí solas lo sitúan entre los mejores prosistas latinos, sino también un tratado de gramática (De analogia) y por lo menos una tragedia (Edipo), que lamentablemente se han perdido.

Y esta compaginación, tan extraña para los modernos, entre actividad política y excelencia cultural se mantuvo, al menos como desideratum, a lo largo de toda la época imperial hasta llegar al emperador-filósofo Marco Aurelio. El mismo caso de Nerón, poeta y cantante frustrado, puede entenderse como una triste caricatura de aquella tendencia natural romana, sin olvidar que su consejero político durante años, Séneca, fue uno de los grandes escritores y filósofos de la época.

Bien, todo esto para decir que – a diferencia de lo que ocurre en nuestros tiempos – entre los romanos era normal que el máximo dirigente del estado tuviese sensibilidad literaria o artística y que, por lo tanto, es seguro que Augusto estaba en condiciones de apreciar la obra de Ovidio.

(De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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La inspiración o el amor

La entrada anterior, la de la página en blanco, me ha sugerido un nuevo tema. Y es que en esto de los temas o ideas para escribir ocurre como con las cerezas: coges una y te salen entrelazadas un montón, todas rojas y apetitosas. La inspiración… La inspiración, Dios mío, cuántas batallas se libran en tu nombre.

¿Qué es la inspiración? ¿Existe realmente? Y si existe, ¿en qué consiste? ¿Es un proceso material susceptible de seguimiento científico? ¿O algo puramente espiritual, una especie de versión para el arte de lo que en religión se llama gracia divina?

Las opiniones más corrientes son muy conocidas. Los que la niegan afirman que lo que así se llama no es más que fruto necesario del trabajo (90 por ciento de transpiración, etc.), que solo plantearse tal cosa revela un mentalidad romántica, ajena a los datos concretos de la realidad, donde nunca ha habido lugar para las Musas ni para otros entes fantasmagóricos. Los que la defienden… en realidad los que la defienden no aportan razones, solo su experiencia particular, cosa absolutamente desdeñable, como todo el mundo sabe, desde el punto de vista racional o científico.

Desde mi punto de vista… no sé. Pero mi experiencia personal (poco válida, por supuesto) y el cambio de impresiones que he tenido con partidarios y contrarios me ha llevado a una conclusión bastante curiosa. Y es que con esto de la inspiración ocurre como con lo del amor. Los que no la conocen la niegan.

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La tragedia de la página en blanco

O del papel en blanco, que también se la llama así. Consiste esta tragedia en que un señor o señora, que es o se cree escritor o escritora (parece que me vuelvo terriblemente correcto), se halla situado o situada ante un papel o pantalla en blanco. Y el señor o señora (en adelante, “escritor” para abreviar) intenta llenar ese papel o pantalla con palabras, frases, historias significativas, si no portentosas. Pero nadie acude a la convocatoria; no hay palabras, ni frases, ni historia significativa alguna. Y el escritor sufre y se lamenta porque nadie acude a su llamada y no puede seguir creando literatura como es su obligación.

De distintas maneras, esta tragedia ha sido representada y comentada infinidad de veces. Y sin embargo, todavía no sé si acaba bien o mal. Aunque el tenerla calificada de tragedia ya es todo un indicio.

Para mí, que debe de ser algo parecido a lo que les pasaba a los místicos cristianos (Teresa y compañía): que atravesaban oscuros períodos de sequedad del alma. Pero como eran místicos y cristianos, se resignaban y se dedicaban como nunca a las labores serviles, como arar el huerto o pelar patatas. Hasta que el Señor regresaba para inundar de nuevo sus almas.

Pero el escritor de ahora mismo, como no suele ser ni místico ni cristiano, no se resigna. Pelea, patalea, berrea, como el niño mal educado que exige que se le devuelva, ya, su juguete preferido.

Escritor, no insista, por favor. Deje el papel o la pantalla tranquilamente en blanco. Y, sobre todo, no se le ocurra colocarnos cualquier cosa solo para llenarlos. Piense que a los lectores se les debe algún respeto. Nadie le obliga a escribir (lo terrible, comprendo, es si solo se vive de eso).  Y siempre habrá por ahí alguna patata que pelar mientras se aguarda con fe y resignación el regreso del Señor.

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Se prepara el derribo de Ovidio

Porque el poeta no tiene empacho en poner alegremente sobre el papel todo ese mundo real de maridos celosos o tolerantes igualmente engañados, mujeres y hombres que juran en falso ante los dioses (unos dioses que, si existiesen, no lo permitirían), abortos decididos y cometidos por la mujer por su propia cuenta y todas esas cosas que ocurrían, pero que alguien, muy poderoso, se obstinaba en negar. Y es que, mientras los versos ovidianos triunfaban en los salones, y aseguraban al autor una existencia de fama y placeres, alguien, situado arriba de todo, fruncía el ceño. ¿Quién era ese alguien? Retrocedamos.

Cayo Julio César Octaviano era un muchacho de diecinueve años cuando su tío-abuelo Julio César fue asesinado. Un año antes el joven había sido adoptado y nombrado heredero por el interfecto. Así que cuando se produjo la tragedia (la muerte de César, muy representada) se aprestó a hacer valer sus derechos y pretensiones, legales o no. Pero la cosa no era sencilla. Por un lado estaba Antonio, lugarteniente del asesinado, por otro los anticesarianos homicidas (Bruto, Casio) y por otro la mayoría del Senado, que no sabía muy bien por dónde tirar. Como era de esperar, Octaviano chocó enseguida con Antonio y, con el apoyo de un senado convencido por Cicerón, le plantó batalla. Pero la sangre no tuvo tiempo de llegar al río, porque, de pronto, Octaviano y Antonio se hicieron amigos, quiero decir, aliados y junto con Lépido formaron lo que se dio en llamar “segundo triunvirato”. El precio de esta alianza fue la cabeza de Cicerón y de algunos centenares de opositores.

O sea, que nuestro César Octavio Augusto, autoridad suprema de Roma en tiempos de Ovidio, aquel que fruncía el ceño ante los versos disolutos del poeta, había empezado su carrera política consintiendo el asesinato de su amigo y protector Cicerón y de otros más. Nada de particular. Cualquiera con dos dedos de frente y una pizca de experiencia sabe que el poder se fundamenta en cosas así, siempre adaptadas a los tiempos y a las circunstancias, por supuesto. (continúa en César Augusto, moralista)

(De  Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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