El ánimo recto jamás se altera.
Sabré que todo el mundo es mi patria.
Niego que las riquezas son un bien, porque si lo fueran, harían buenos.
Cada cual precipita su vida, trabajando con el deseo de lo futuro y el hastío de lo presente.
Sepamos que todas las cosas son igualmente caducas y que aunque en lo exterior tienen diferentes visos, son en lo interior igualmente vanas.
Toda la literatura de Séneca desprende un aroma de excelsitud, de superioridad moral, de dignidad. Creo que ésta es la palabra clave, dignidad. Una dignidad que exige que el hombre se mantenga por encima de los acontecimientos y no a rastras de ellos. La clave de esa actitud es la aceptación del orden de la naturaleza como algo divino a lo que no nos podemos resistir, pero que debemos entender rectamente, colaborando con sus dictados. Esto está claro en su posición ante el suicidio.
El hombre ha de ser el artífice de su vida, afirma, no el esclavo. Y si su vida no le gusta, es muy libre de prescindir de ella, porque la naturaleza, que nos dio una sola puerta de entrada a la vida, nos ha dado muchas de salida.
Por otra parte, su amplitud de miras en lo intelectual es tan notable como poco frecuente en los pensadores de cualquier tiempo y lugar. Y es que el de Séneca no es un estoicismo sectario o de manual, pues incluso llega a defender el epicureismo frente ciertas interpretaciones erróneas, y en ningún caso se adscribe a una línea o a un maestro determinado, porque el que se arrima siempre a la doctrina de uno mira más a los bandos que a la vida.
Lucio Anneo Séneca nació el año 4 a.C., quizá en la Corduba hispano-romana, de donde su familia era sin duda originaria. Hijo de otro literato y tío del poeta Lucano, destacó por su altura intelectual en la Roma del siglo I. No se sabe si fue por alguno de los riesgos que siempre comporta la altura intelectual o por otra debilidad más humana por cierta dama del entorno imperial, el caso es que, a instancias de Mesalina, esposa del emperador Claudio, fue condenado a un largo destierro en la isla de Córcega, donde vivió forzosamente retirado hasta que la sustitución de Mesalina por Agripina en el lecho imperial cambió la situación.
Y es que uno de los primeros favores que obtuvo Agripina de su esposo Claudio fue el perdón de Séneca y su regreso del destierro. En cuanto llegó a Roma, el prestigio del desterrado no hizo sino aumentar. Para seguir apuntándose este prestigio a su cuenta particular, Agripina lo nombró preceptor de su hijo Nerón. Y así, entre el maestro-filósofo y el discípulo-príncipe se inició una relación que auguraba lo mejor para Roma.
Pero el joven Nerón empezó a manifestar tendencias que no encajaban en los supuestos valores morales del maestro, y digo “supuestos” porque se dice que, al tiempo que escribía tratados ejemplares sobre la pobreza y la bondad, se dedicaba a la usura en gran escala, amasando grandes fortunas.
El caso es que Séneca al principio intentó eliminar aquellas tendencias desviadas del discípulo Nerón, pero no pudo; luego trató de controlarlas, pero tampoco pudo; finalmente se limitó a procurar encauzarlas para no salir él mismo mal parado. Y en este proceso acelerado de dejación el severo filósofo llegó a verse tan
Pero un tirano nunca olvida. Y así, tres años después, en plena limpieza desencadenada por el descubrimiento de la conjuración de Pisón, Nerón se acordó de su severo y díscolo maestro y, metiéndole en el mismo saco de los supuestos conjurados (al parecer, sin ningún fundamento), le mandó recado para que se quitase de en medio.
Y el filósofo acató la orden. Un mandato que, para él, no venía en último término del odio o del capricho del déspota, sino de la ley inapelable del destino, porque un irrevocable curso lleva por igual las cosas humanas y las divinas.
Y no hay escapatoria. Así lo afirma la antigua sentencia, que Séneca había hecho suya: el destino conduce al que quiere, y arrastra al que no quiere,
DUCUNT VOLENTEM FATA NOLENTEM TRAHUNT