[En la ancianidad, Ausonio (coprotagonista de La ciudad y el reino), resignado y melancólico, hace balance de su vida. Pero una feliz sorpresa le aguarda.]
De la ignorancia que sobre mi persona habían demostrado Máximo y los suyos deduje algo que, después de todo, era bastante natural: que mi caso estaba cerrado, sin pena ni gloria; que quince años en los más altos niveles del poder, sustentados por toda una vida de actividad docente y literaria nada usual, se habían extinguido como una llama que se apaga, sin dejar rastro. No me lamentaba por ello. Estaba en el orden habitual de las cosas. Había hecho lo que debía hacer y de la mejor manera posible. Nadie – ni yo mismo – tenía nada que reprocharme. Había cumplido con mi deber y, en cada momento, la vida me había recompensado con su premio justo e inapelable. ¿Qué otra cosa podía esperar?
Pero Fortuna me guardaba una sorpresa. Un acontecimiento que, por lo inesperado, me llenó de un gozo inmenso y que, desde entonces, he considerado como la áurea diadema que corona mi vida.
Poco después de la derrota de Máximo, cuando ya Teodosio había afianzado su dominio sobre todo el Imperio, llegó a mi casa de Augusta una carta con el sello imperial. Mientras la abría, antes de leer una sola palabra, me dio un vuelco el corazón. Era como si, de repente, regresase a un instante pasado de mi vida, cuando en casa de mi amigo Poncio, padre del recién conocido Paulino, abría otra carta imperial cuyo contenido iba a significar la inauguración de una nueva etapa de mi existencia. Y no me engañaba el corazón. Distantes en el tiempo, en la mentalidad y en el carácter, Teodosio reproducía los sentimientos de Valentiniano al dirigirse al “Virgilio de nuestro tiempo” para pedirle que entrase en su casa. En esta ocasión no se mencionaba al profesor. En cierto modo era una invitación más cordial y más desinteresada que la de Valentiniano.
“Hace años que vengo leyendo tu obra, y su lectura me ha producido siempre tanto gozo que sentía como un deber pendiente manifestarte mi admiración y agradecimiento. Pero deseo algo más: que vengas a unirte a los míos; que formes parte de la gente de mi casa, donde tendrás la tranquilidad necesaria y la consideración que por derecho propio mereces. No pido nada a cambio. Nada más que se mantenga vivo y a mi sombra el prodigioso manantial de los versos ausonios. Pero has de saber, querido padre, que esto es solo un deseo; de ninguna manera lo tomes como una orden. Aunque me parece que, desde la envidiable altura de tu serena ancianidad, la aclaración resulta ociosa”.
No te puedo describir la profunda satisfacción que me produjeron estas líneas. Cuando ya estaba convencido de que mi nombre como hombre público se había hundido en el olvido y que la fama de mi obra literaria empezaba a apagarse lentamente, reaparece el divino Augusto y, como en la reiteración de un sueño antiguo y casi olvidado, me toma de las manos nuevamente y me repite: “Al lado de todo Augusto ha de haber siempre un Virgilio”.
Rechacé la invitación.
“Un dios desea que acudas a su lado. ¿Qué esperas para obedecer, feliz Ausonio? El espíritu está presto y requiere a los pies a que se pongan en marcha. Pero los pies no responden y todo el cuerpo está inmóvil, pues solo recuerdan un camino: el de la pequeña patria. Divino Augusto, te agradezco tanto el homenaje que haces a mi obra como esta invitación generosa e inmerecida. Guardaré tus palabras y las colocaré al final de mi obra, como broche de oro que cierra mi vida. Ya no espero nada más. Solo hubiese deseado – pero ni los mismos dioses pueden concederlo – recobrar mi juventud para cumplir tu deseo y mostrarme digno de tu confianza. Ya que no es posible, pues este cansado cuerpo solo es capaz de regresar con los suyos, ruego perdones su debilidad, causa culpable de mi infinita descortesía”.
Con la carta, le mandé ejemplares de todas mis obras. Y mientras el envío tomaba el camino de Mediolanum, yo hacía los preparativos para regresar a la patria. Y a los pocos días estaba en Burdigala.
(De LA CIUDAD Y EL REINO)