Archivo mensual: marzo 2017

CALDERÓN DE LA BARCA. El teatro del mundo I

calderónA primera vista, don Pedro Calderón de la Barca no es una persona simpática. Autor teatral que mueve a los personajes con los hilos de sus propias ideas, a diferencia de Shakespeare, quien, después de engendrarlos, los deja en completa libertad; católico integral, quiero decir, nada impregnado del humanismo erasmista de un Cervantes; propagandista del pensamiento único de la época y país, contrarreformista, miembro de una orden nobiliario-militar, soldado en ejercicio durante un tiempo, sacerdote a los cincuenta años… Nuestro autor reúne aparentemente todas las condiciones para erigirse en la figura emblemática de lo que se daría en llamar la España negra.

Y es que estamos hablando de escritores, de creadores, de artistas, y es normal que uno se pregunte: ¿puede pasar el aliento del espíritu artístico por tan estrechos vericuetos?

A principios del siglo XIX, Goethe escribió: “si la poesía desapareciese completamente de este mundo, podría reconstruirse a través de esta pieza teatral”. La frase la cita E. Dorer en su obra Goethe und Calderón y se refiere al drama de Calderón El príncipe constante, traducido al alemán por A.W. Schlegel y estrenada en el teatro de Weimar el 30 de enero de 1811. Así que, a la pregunta antes formulada se puede responder: sí, parece que sí puede. O que no son tan estrechos esos vericuetos.

La literatura española de la época dorada debe mucho a los literatos y críticos alemanes de principios del siglo XIX. Tieck tradujo y divulgó el Quijote, novela en principio cómica que los estudiosos alemanes, como el mismo Tieck, convirtieron en obra profunda y trascendente. A.W. Schlegel tradujo varias obras de Calderón, y su hermano Friedrich contribuyó a ponerlo de moda en los escenarios alemanes. Otros habían ya descubierto a Lope de Vega y a algún que otro autor del siglo de oro.

Pero fue Calderón el que mejor conectó con las tendencias onírico-poéticas-religiosas del romanticismo germánico, como se evidencia en ciertos comentarios (algunos, entusiastas) de autores como Eichendorf, Schelling, Rosenkranz, además de los ya citados.

Yo creo que, para superar los prejuicios que surgen ante la simple apariencia de su figura, ornada con las especiales características que al principio he mencionado, lo primero que se ha de tener en cuenta es que Calderón era un poeta, un gran poeta. Lo segundo, que era un gran pensador de carácter racionalista, científico-matemático, se podría decir, aunque sin traspasar (conscientemente) las barreras impuestas por el dogma, que él acepta y defiende con plena convicción. Y es esa combinación de naturaleza poética y penetración filosófica lo que, para mí, le incluye en un selectísimo grupo de autores teatrales en compañía de Shakespeare, Pirandello y pocos más, no obstante las diferencias evidentes entre ellos.

Las obras de Calderón se pueden clasificar atendiendo a las características que predominan en ellas. A lo largo de su extensa vida de escritor muestran una evolución que va desde lo popular lopevedesco hacia una profundización o idealización de tono cada vez más abstracto, si bien las etapas no son nunca cerradas, ya que por ejemplo, en los últimos años de autor de la corte y creador de solemnes dramas sacros (autos sacramentales) no desdeña la composición de algún que otro entremés o mojiganga.

A primera vista, se distinguen tres grandes grupos: las comedias de capa y espada, como Casa con dos puertas mala es de guardar, Nadie fíe su secreto, o La dama duende, en las que predomina el enredo y la geometría de las situaciones, todo ello muy bien calculado y dispuesto como un mecanismo de relojería. En cuanto a los temas hay dos omnipresentes: el amor y el honor; honor u honra entendido de acuerdo con la moral de aquella época, difícil de explicar y entender en la nuestra.

En el segundo grupo colocaría los dramas y tragedias como El alcalde de Zalamea, La vida es sueño, El mágico prodigioso o El príncipe constante, obras en que se plantea la tensión entre individuo y sociedad o entre individuo y trascendencia.

En el tercer grupo se integrarían los autos sacramentales y comedias hagiográficas, de carácter directamente religioso y didáctico, como El gran teatro del mundo, donde vemos al Autor (Dios mismo) repartiendo los papeles que habrán de interpretar en vida los mortales, obra a la que Goethe rendirá tácito homenaje en el prólogo de su Fausto.

Si hubiese que elegir alguna obra que condensase y resumiese el arte poético y escénico de Calderón, yo me inclinaría por dos. Dos dramas que se sitúan en la zona central de los temas típicamente calderonianos, alejados por igual de los excesos de la temática de “capa y espada” (amor, honor, celos) y de los de la grandilocuencia de la didáctica religiosa. Una es El alcalde de Zalamea.

Extremadura, agosto de 1580. El rey de España Felipe II se dirige a Portugal para tomar posesión del reino, que ha pasado a la corona española. Una compañía del ejército que le precede se detiene en Zalamea, donde, de acuerdo con los usos, los soldados se alojan en las casas del lugar. A don Pedro Crespo, rico labrador, corresponde hospedar al general de la tropa, don Lope de Figueroa, a lo que se presta gustosamente. Dos mundos extraños entre sí entran en contacto, y en conflicto. Un capitán, don Álvaro, se encapricha de Isabel, hija de don Pedro, hasta el extremo de que la rapta y la viola. Don Pedro ofrece al capitán parte de sus bienes si se casa con ella. El capitán rechaza la oferta con desprecio: su alcurnia no le permite emparentarse con unos plebeyos. Indignado, don Crespo, que acaba de ser designado alcalde, lo encarcela. La reacción de don Lope no se hace esperar: exige la liberación del capitán bajo amenaza de incendiar la cárcel y el pueblo entero, alegando que el caso corresponde a la jurisdicción militar. La correcta relación inicial entre anfitrión y huésped se tensa al máximo en una de las escenas más célebres del teatro español. Pero don Pedro no cede. Su fuerza radica en la idea que había expuesto, como premonición, antes de que los hechos se produjesen:

Al rey la hacienda y la vida

se ha de dar; pero el honor

es patrimonio del alma

y el alma sólo es de Dios.

Don Lope va a cumplir su amenaza cuando llega el rey. Enterado del asunto, ordena a don Pedro que entregue al capitán encarcelado. Imposible: la sentencia ha sido ya ejecutada. El rey entiende que, aunque el procedimiento no ha sido el correcto, la condena es justa y “no importa errar lo menos quien acertó lo demás”; da por cerrado el caso y nombra a don Pedro Crespo alcalde perpetuo de Zalamea. (continúa)

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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CALDERÓN DE LA BARCA. El teatro del mundo II

La vida es sueño es la otra de las obras aludidas. El joven Segismundo ha pasado toda su vida encerrado en una torre, sin contacto con el mundo, al cuidado solo de un criado. Se pregunta cuál es la causa de su situación y se dice que ya entiende la razón principal, pues el delito mayor / del hombre es haber nacido (reflexión de hondo calado que había de utilizar el filósofo alemán Schopenhauer), pero que ha de haber alguna más, ya que se le niega la libertad de que gozan los simples animales… Resulta que su padre, el rey y astrólogo Basilio, asustado por lo que creyó leer en las estrellas sobre la maldad de su recién nacido hijo, había determinado que éste permaneciese encerrado de por vida. Pasados los años, Basilio decide experimentar y hace que, dormido con un somnífero, Segismundo sea trasladado a la corte, donde despierta rodeado de todas las riquezas y comodidades principescas. La reacción no puede ser peor, Segismundo actúa con una violencia y crueldad reveladoras de sus peores instintos. Convencido de que los astros tenían razón, Basilio devuelve a Segismundo a la torre, por el mismo procedimiento del somnífero.

Cuando Segismundo despierta se pregunta, desconcertado, si lo que ha vivido como príncipe ha sido un sueño o si el sueño es lo que ahora vive despierto,

porque si ha sido soñado

lo que vi palpable y cierto,

lo que veo será incierto;

y no es mucho que, rendido,

pues veo estando dormido,

que sueñe estando despierto.

Una revuelta popular provoca la abdicación del rey Basilio y la liberación de Segismundo, quien es de nuevo llevado a palacio para ser coronado. Contra todo pronóstico, el nuevo rey actúa ahora con moderación y humanidad: perdona al padre, cuya mala interpretación de los astros le había conducido al cruel encierro y da satisfacción a todos. Y es que comprende que en este oscuro paréntesis llamado vida conviene actuar bien, no sea que se vuelva a despertar en un sueño peor.

Pedro Calderón de la Barca nació en Madrid en 1600 en el seno de una familia de funcionarios reales. Su padre, que murió cuando Pedro tenía quince años, era Secretario de Hacienda, puesto que pasó al tío, quien además se hizo cargo de Pedro y sus hermanos.

De los ocho a los trece años estudia en el Colegio Imperial de los Jesuitas de Madrid. Al cumplir los catorce se matricula en lógica y retórica en la universidad de Alcalá, y luego en la de Salamanca, donde se licencia en derecho canónico en 1618. Dos años después se traslada a Madrid, donde inicia la carrera literaria participando en algunas justas poéticas (premios literarios, diríamos hoy), como los convocados con ocasión de las canonizaciones de san Isidro y de santa Teresa.

En 1623 consigue estrenar en el Palacio Real su primera comedia, Amor, honor y poder. Es el inicio de una brillante carrera teatral que alcanzará su apogeo en la década de 1630. De hecho, a los cuarenta años ya había escrito y representado lo principal de su obra.

Precisamente en 1640 se inicia el periodo más amargo de su vida. En el día de Corpus estalla una revuelta en Cataluña, que tiene su origen en los abusos del ejército real sobre la población campesina, y que se convierte en una larga guerra de separación en la que las autoridades de Cataluña piden amparo al rey francés (levantamientos similares aunque de menor fuerza tienen lugar en Andalucía y Aragón; en cambio, el de Portugal concluye con la separación definitiva del país, tras sesenta años de pertenencia a la corona española).

Calderón participa en la guerra, en la que pierde a su querido hermano José. En 1642 abandona la carrera militar por problemas de salud. Y la década no puede terminar peor para el autor teatral: en 1644, debido a la muerte de la reina, cierran los corrales (teatros) en Madrid, cierre que se prolonga durante cuatro años.

(Entre paréntesis, en 1652 se firmó la paz con Cataluña, que retornó a la monarquía hispánica; en 1659 se firmó con Francia la Paz de los Pirineos, que supuso el reconocimiento de la derrota española, con la cesión obligada del territorio catalán situado al norte de los Pirineos)

En 1651 Calderón se ordena sacerdote y un año después ocupa la capellanía de los Reyes Nuevos de Toledo. En 1663 es nombrado capellán de honor del Rey. En 1677 se publica el quinto y último volumen de sus obras.

Pese al éxito de sus producciones teatrales y al favor real, que siempre supo mantener, Calderón no disfrutó nunca de una posición económica holgada, hasta el extremo que, a sus setenta y siete años, se le tuvo que conceder el privilegio de “porción de cámara”, es decir, el derecho a comer de la cocina real. Hay que reconocer que, por lo general, una gran carrera literaria, incluso si se contaba con el favor del poder, no daba para mucho.

Pero los sinsabores acabarían pronto. El 25 de mayo de 1681, el escritor, militar y sacerdote don Pedro Calderón de la Barca despertó por fin del sueño de la vida, quiero decir que se murió.

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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Toda época pasada está en ésta

Hace un tiempo dediqué en este blog unas entradas a dar una visión de la antigua sociedad romana, diferente de la que suelen ofrecer distintos medios: novela, cine, series de tv, etc. Pretendía corregir, o por lo menos complementar, esa visión popular (basada sobre todo en la preeminencia del sexo y la violencia) con otra más seria y más fiel a la supuesta realidad, desvirtuada por esas interpretaciones tan propias de nuestro siglo.

Un lector agudo me hizo notar que esa mala interpretación de la antigüedad romana, se da también, con otras características, acerca de la sociedad de la Edad Media. Tuve que darle la razón.

Pero no me quedé ahí, sino que me dediqué a aplicar la lente a distintas épocas y sociedades antiguas y a la forma en que han sido vistas por sociedades posteriores. Y me encontré con una gran sorpresa, es decir, sorpresa si no hubiese recordado al momento que el fenómeno – la imposibilidad de contemplar desde el presente una etapa histórica de forma objetiva -, ya había sido insinuado por algunos historiadores y señalado sin ambages por algunos pensadores.

Goethe escribe: “En el interior de una época no hay ningún punto de vista desde el cual contemplar otra”.

Quizá debió precisar que no hay ningún punto de vista para contemplar objetivamente esa otra época. Porque lo que se dice “puntos de vista” los hay en abundancia, y tan variados como puedan ser los intereses o deseos del “contemplador”.

Los líderes políticos de la Revolución Francesa veían en ésta el modo de restablecer las libertades de los antiguos ciudadanos romanos, que poco o nada tenían que ver con lo que en realidad estaban estableciendo. Los artistas románticos de diversas disciplinas decían inspirarse en una Edad Media, en realidad reinventada por ellos mismos para usos estéticos.

Los mismos héroes nacionales se nos muestran como ejemplos del uso imaginativo de los datos históricos. Ahí está el caso de Juana de Arco, campesina, analfabeta y visionaria, elevada a las alturas de la representación del alma francesa, o el Cid Campeador, guerrero mercenario, convertido en icono de la España inmortal.

Está visto que con el pasado se puede hacer lo que se quiera, sobre todo se le puede utilizar para fines colectivos (políticos o artísticos). Y es que el pasado no existe. Y nada más susceptible de manejar, manipular y utilizar como lo que no existe, y no pongo ejemplos para no herir sensibilidades.

La historia nos da unas fechas, unos nombres, unos hechos. Todo lo demás lo pone la facultad fabuladora del ser humano. Ahí es donde está el pasado.

Por eso digo que toda época pasada está en ésta.

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Palabras para un funeral

Estáis aquí reunidos para despedir a vuestro hermano Augusto. Estas que ahora oís son sus palabras. Quiero decir, mis palabras. Sí, amigos y amigas, el milagro de la técnica me permite dirigirme a vosotros horas después de estar muerto y bien muerto. Vosotros, en cambio, estáis ahí sentados, vivos y bien vivos. Pero no por mucho tiempo, no os hagáis ilusiones. La vida es un abrir y cerrar de ojos, y a medida que se acerca el momento del cierre más evidente se muestra esta verdad.

Yo también, como vosotros ahora, he estado sentado muchas veces en esos bancos. Por lo general, aburrido – como muchos de vosotros ahora mismo – mientras el oficiante de turno iba desgranando las supuestas virtudes del difunto. Agradecedme que os haya librado de ese penoso trámite y que sea yo, el difunto en persona, digo, en voz viva, quien os dirija unas palabras.

Primero pensé que debía hacerlo en un vídeo, pero luego decidí que un simple audio era mejor, mucho mejor. La imagen animada de un difunto tiene algo de irreal, de fantasmagórico, algo así como la sombra del padre de Hamlet interpelando al hijo en las almenas de Elsinor.

No, el audio es mejor, más humano, más sencillo. Todos oímos voces sin saber a veces de donde vienen, y no les damos la menor importancia y, por cierto, creedme, la mía tampoco la tiene.

Algunos de vosotros os considerábais mis amigos. Yo también os tenía y os tengo por amigos, y lamento tener que decíroslo en estas circunstancias tan poco festivas. Otros estáis aquí no sé por qué, quizá la esposa, la pareja, la amistad del hijo o del hermano, algo os ha forzado a venir sin que vuestra plena voluntad haya sido la única responsable. Bien. Tened un poco de paciencia. A mi tampoco me gustan los funerales, y mucho menos éste, que me obliga a estar pendiente de lo que digo en vez de poder pasar el rato pensando en las musarañas, que aún no sé exactamente lo que son.

La vida no es una gran cosa, ya lo sabéis. Lo malo es que la muerte parece que es aún menos, o sea, nada. Sí, ya sé lo que estáis pensando ahora. “Oye, tú que estás muerto, ¿tampoco sabes de qué va eso? ¿No podrías informarnos?”

Bien. Primero de todo os he de decir, por si aún no lo habéis captado, que no estoy técnicamente muerto, aunque sí físicamente; que las palabras que oís son las de un vivo, un ser vivo tan ignorante, despistado y perplejo como vosotros mismos.

Ahora sí. Quiero decir que en este momento en que oís mis palabras estoy realmente muerto, pero no en el momento en que las pronuncié. Parece complicado pero en realidad es muy sencillo, hace un siglo que se viene haciendo.

Lo original de este acto – o quizá ya no, corren tanto los tiempos – consiste en que el oficiante del funeral es el mismo difunto. Lo malo es que, como tal, debería ahora ensalzar las virtudes del muerto, o sea de mí mismo: amigo de sus amigos (y de sus amigas, que en este caso sí es importante precisar), noble, bondadoso, humilde, inteligente, agudo, sabio, en fin, qué os voy a contar si lo sabéis tan bien como yo. Y los que no lo sabéis no sé qué hacéis aquí. Pero lo que no voy a hacer ahora es enumerar el catálogo de mis cualidades y virtudes, pues ya he dicho que este funeral no se parece ni se ha de parecer a ningún otro.

En realidad, solo quería despedirme de vosotros. Y recomendaros paciencia. Nada de prisas. Y es que todas maneras me habréis de seguir, porque en verdad en verdad os digo que allá donde yo estoy habréis de venir vosotros. Pero no os preocupéis, ni os precipitéis. Hay sitio para todos.

Después de todo y pensándolo bien, la vida no ha estado mal, la mía, me refiero, por supuesto. Y a propósito de todos esos misterios y contradicciones que encierra y que tanto preocupan a los que piensan un poco, he encontrado la solución. Sí, he descubierto que no nos toca a nosotros descifrarlos.

Así que, paciencia, confianza y buen humor.

Confianza en que esta extraña maquinaria que es la existencia universal nos lleve finalmente a buen puerto o encuentre una manera creíble de justificar el invento. Adiós.

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