Hay varias maneras de vivir la vida. Pienso ahora en la del que la emplea en una causa que es para él más importante que la misma vida.
Y cuando digo “causa” no me refiero a la del científico o del artista que centran su existencia en el bien hacer, incluso en la abnegación, profesional. Me refiero a aquello que en mi juventud se llamaba “compromiso” (engagement).
Cierta añoranza, teñida de melancolía, pero en sentido inverso, es lo que expresa el párrafo leído. Es de Jorge Semprún, quien, en su ancianidad, se pregunta qué habría sido de su vida de no haberse entregado a la causa, no obstante las decepciones que la iban erosionado por el camino. Las personas incapaces de imaginarse entregadas a un compromiso serio, más serio e importante que la propia vida, no entenderán sus palabras. Para las otras, copio el texto:
Intenté imaginar mi vida sin el compromiso total, en cuerpo y alma, con la aventura del comunismo. Por aquel entonces, en 1960, se había apagado ya el fuego de mi primer fervor. No esperaba ya nada realmente creativo de la práctica del marxismo, ni aun depurado con mis desviaciones personales, todavía íntimas. Incluso la clandestinidad española, fraternal y pródiga en riquezas emocionales, dejaba traslucir sus defectos de ritual y de rutina. Así y todo, no alcanzaba a imaginar mi vida pasada sin ese compromiso total. Sin él, hubiese sido más cómoda, desde luego. Pero tal vez había sido necesaria toda esa locura, esa enajenación de uno mismo, esa exaltación, ese sabor amargo de un vínculo trascendente, esa ilusión por el futuro, ese sueño obstinado, esa racionalidad suntuosa pero contraria a todas las razones razonadoras y razonables, todo ese odio, ese amor, ese cariño a los compañeros desconocidos de la larga marcha interminable, esos retazos de cantos, de
Jorge Semprún, Adiós, luz de veranos. Trad. Javier Albiñana.