Archivo mensual: diciembre 2013

Mainländer II

diosEn el principio era Dios, o sea, para decirlo con palabras de Spinoza, la sustancia divina originaria. Esa entidad absoluta, única, inmaterial, no estaba contenida ni en el tiempo ni en el espacio, si es que esto es pensable. Idéntica a sí misma, no siendo otra cosa que ser puro, eterno e indestructible, un buen día – y perdón por el uso, metafórico, del tiempo -, hastiada sin duda de su divina perfección, decidió echarlo todo a rodar y dejar de ser. ¿Pero cómo el Ser puede dejar de ser? ¿Cómo algo que no existe en el tiempo y el espacio, algo absolutamente inmaterial y trascendente puede morir? Y entonces inventó el mundo. Es decir, su sustancia divina segregó un mundo material con su tiempo, su espacio y su multiplicidad de seres inanimados y animados, que son – somos – partículas de aquella unidad originaria, llamadas todas a perecer. El fin del Universo es su muerte, su aniquilamiento, aunque sólo sea por cumplir con el segundo principio de la termodinámica (que Mainländer había aprendido de Clausius, quien la acababa de inventar) y su consiguiente entropía. Y es así cómo Dios cometió suicidio: convirtiéndose en un mundo destinado a morir.

Es decir, y a ver si queda claro, que el Universo no surgió de un deseo de creación sino de un deseo de autodestrucción. El Universo, la “creación” toda, es el largo proceso del suicidio de Dios, cuyo inicio fue una gran explosión que dio origen a la materia, al tiempo y el espacio.

Es curioso, pero parece como si se estuviese refiriendo al Big Bang de los científicos de hoy, hipótesis que Mainländer no pudo conocer. Pero no hay que dar gran importancia a esta coincidencia ni pensar que, sólo por este hecho, su teoría queda ciertamente corroborada, pues lo del Big Bang también lo utiliza la Iglesia católica para apoyar su dogma de la creación, y es que, como saben muy bien los juristas, un mismo hecho puede servir para demostrar una cosa y su contraria.

Aquella unidad simple ya no existe. Se ha fragmentado, transformando su esencia absoluta en el mundo de la multiplicidad. Dios ha muerto y su muerte es la vida del mundo”, escribe el joven filósofo. Y esas vidas, las vidas de todas las criaturas productos de la larga descomposición divina, no aspiran a otra cosa que a acabar, a morir. Y en su lucha enconada por dejar de ser, los individuos se obstaculizan mutuamente y no consiguen otra cosa que alargar la agonía.

Por eso, el filósofo propone acortar caminos: la virginidad, para detener el cáncer de la procreación y el suicidio como remedio individual inmediato. En esto, y en otras cosas, Mainländer difiere notablemente de Schopenhauer.,

Y no sólo de metafísica y ontología trata la obra de nuestro hombre del Main, sino también de política social. Parece raro, pero más raro es aún que, contra lo que cabe esperar de un filósofo pesimista, abogue en este terreno no por alguna forma de autoritarismo, sino por un socialismo democrático.

Tiene su lógica. De hecho el razonamiento es una muestra de la claridad mental del autor, que sólo se enturbia cuando alcanza alturas humanamente irrespirables. Los seres humanos, viene a decir Mainländer, están demasiado ocupados por los problemas de la subsistencia diaria como para poder reflexionar. Y además, en su ingenuidad, imaginan que, si sus problemas cotidianos desapareciesen, alcanzarían la felicidad. Pues bien, que desaparezcan, piensa el muy astuto, que por medio de un sistema político y social adecuado alcancen todos el bienestar material que tanto desean. Entonces se enfrentarán desnudos con el vacío de la vida y comprenderán que el desasosiego y la infelicidad no tienen más remedio que la propia extinción, porque la muerte es el único destino de la humanidad y del Universo entero.

Hay que reconocer que el pensamiento de Mainländer es un todo estructurado y coherente. Uno puede imaginarse la euforia que le produciría haber concebido y desarrollado semejante artefacto. Y sin embargo, esa supuesta ebriedad no le enturbió la mente. Por el contrario, coherente y rígido como un teutón de caricatura, la noche del 31 de marzo de 1876, habiendo recibido de la imprenta los primeros ejemplares de su obra magna, hizo con ellos un modesto pedestal al que se subió, pasó la cuerda por su obstinado cuello y, con un leve movimiento de los pies, quedó colgado como claro y desagradable ejemplo de hombre fiel a sus ideas.

Llegado a este punto, me pregunto si tiene mucho sentido sacar a relucir a Mainländer en un ensayo que tenía por objeto destacar la faceta artística del suicidio. Porque basta con fijarse en el instrumento utilizado para comprender que no hay nada bello en la última acción del filósofo. La horca tiene algo de vulgar y repugnante. Nada que ver con el fino estilete del antiguo romano, que abre la vía para que fluya lentamente el rojo líquido de la vida, o con la labrada pistola del romántico, cuyo plomo certero arranca en un instante la vida, ya por el cerebro, ya por el corazón, órganos que aquella noble gente nunca supo poner de acuerdo. La soga solía ser el castigo final de bandoleros y criminales, gente ruin que no merecía ningún respeto de la sociedad. La infamia de la soga sólo era superada en la antigüedad por la de la cruz, hasta que el divino crucificado convirtió este instrumento en símbolo de la redención de la humanidad. Por otra parte, cuesta imaginar cómo podría suicidarse uno mediante crucifixión.

Pero antes de perderme por nuevas divagaciones, vuelvo al tema y a la pregunta: ¿qué tiene de artístico el suicido de Philipp Batz, llamado Mainländer? ¿Por qué razón lo he incluido aquí, entre héroes orgullosos, príncipes amantes y poetas delicados? Ya sé, la promesa. Pero, ¿por qué tuve que hacer esa promesa? Sí, recuerdo: para proponer como primer suicidio en el tiempo el del Dios que quiere dejar de ser. Pero esto quizá es sólo una fantasía de Mainländer…

Fantasía, esta es la palabra clave. La proeza artística de Mainländer no está en su suicidio (desagradable y vulgar, como hemos visto), sino en la obra que nos ha legado. Toda su vida estuvo evitando ser poeta, pero no lo consiguió. Porque no hay ninguna duda de que estamos ante un genio poético de primer orden, comparable con Hesíodo, con los autores del Génesis o con los que dieron forma a los mitos creacionistas de todos los pueblos. Y es que resulta genial, y hasta humorística, la idea de un Ente Absoluto que no quiere ser y que segrega un Universo corruptible para morir con él. Cada vez estoy más convencido de que la imaginación poética es la más alta cualidad del ser humano.

Lo malo es cuando se toma la propia obra demasiado en serio. Y es que algunos creadores, especialmente los filósofos, llegan a pensar que sus ficciones son realidades empíricas, ignorando lo que cualquier artista de verdad sabe: que todo es simbólico. Esto lo expresó admirablemente Goethe al final de su Fausto

(De Del suicidio considerado como una de las bellas artes)

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Mainländer I

No se llamaba Mainländer, sino Philipp Batz. Nació en Offenbach, a orillas del Main (de ahí el seudónimo), de una familia de comerciantes acomodados y, como corresponde en estos casos, a los quince años ingresó en una escuela de comercio, en Dresde. A los diecisiete lo envió su padre a Nápoles para realizar prácticas mercantiles en una entidad bancaria. (Pienso ahora en Schopenhauer, también hijo de comerciante, y me pregunto si habrá alguna relación entre la burguesía mercantil alemana del siglo XIX y la filosofía del pesimismo. Seguro que esto ya lo explicó Marx en su momento, pero es que hace mucho tiempo que no voy a clase).

La estancia del Philipp Batz en Nápoles fue fructífera en varios aspectos. Aprendió a fondo el italiano, leyó con admiración y devoción a Leopardi y empezó a escribir versos tristes. Pero pronto esta vena poética sería desplazada por otra mucho más seria (según el joven Philipp). Cuenta él mismo que en febrero de 1860, examinando en una librería de Nápoles las últimas novedades, “encontré El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer. ¿Schopenhauer? ¿Quién era Schopenhauer? Nunca había oído ese nombre hasta entonces. Hojeo la obra, leo sobre la negación de la voluntad de vivir y me encuentro con numerosas citas conocidas en un texto que era como un sueño”. Y el libro le cambia la vida. Porque en él descubre, claramente formulado, lo que ya había intuido: que la vida es un mal negocio, que es mejor la no existencia que la existencia. Pero muy pronto cree dar con los fallos del sistema schopenhaueriano, al tiempo que una extraña y potente luz, venida de no se sabe dónde, le ilumina el camino de la verdad definitiva. Y así fue cómo se perdió un buen artista (porque el artista, si es artista, siempre es bueno) y se ganó un extraño filósofo (porque de filósofos, aún siendo tales, los puede haber de los más absurdos pelajes). Pero sigamos con la biografía.

Tras cinco años de estancia en Italia, los más felices de su vida según propia confesión, en 1863 regresa a Offenbach y se pone a trabajar en la empresa del padre. Por entonces, aún no libre de sus pulsiones poéticas, escribe un poema histórico en tres partes: Los últimos Hohenstauffen. El año 1865 le resulta especialmente doloroso, y decisivo. En octubre muere su madre. Sumido en la más profunda y negra tristeza, decide abandonar la vía del arte para adentrarse en cuerpo y alma en la senda de la filosofía hasta desentrañar de una vez por todas el enigma del Universo. Estudia a Spinoza y a Kant, además de a su admirado Schopenhauer, a quien, no obstante, habrá de darle la vuelta en más de un aspecto.

En 1869 decide emplearse en un banco de Berlín, del que se hace también accionista, con el fin de reunir un capital que le permita dedicarse sin problemas a la ardua tarea que se ha impuesto. Pero, en 1873, un repentino hundimiento de la bolsa le deja sin dinero y sin empleo. Poco después, a sus treinta y dos años, pide el ingreso en el ejército, que le es concedido. Durante los cuatro meses de instrucción militar escribe la primera parte de su gran obra. A finales del 75 tiene que abandonar el ejército (había firmado un compromiso por tres años) por problemas de salud, y regresa a Offenbach. Y ahí no le ocupa otra tarea que escribir: redacta sus memorias, escribe una novela, ¡todavía! (Rupertine del Fino), y sobre todo culmina el sistema filosófico que finalmente ha de dar razón total del misterio de la existencia. La obra se titula La filosofía de la redención (Die Philosophie der Erlösung) y apareció en las librerías el 1 de abril de 1876. (continuará)

(De Del suicidio considerado como una de las bellas artes)

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Melancolía de Navidad, 2013

No, no es por la repentina conciencia del tiempo que pasa inmisericorde, ni por la nostalgia de la infancia y la juventud perdidas, ni por el obligado recuerdo de los que ya no están con nosotros, ni por las poco alegres condiciones de estas navidades. La melancolía de la Navidad es para mí algo consustancial de las mismas fiestas. Antes, ahora y tal vez siempre.

La mañana soleada, el paseo matutino de los niños con el padre, mientras las mujeres ultiman en casa todo lo necesario. El gran aperitivo, la profusión de vasos, copas, copitas , tacitas y toda suerte de cubiertos sobre la mesa, con impolutos manteles blancos bordados. Y la larga y ancha procesión de manjares, el vino, el champagne (aún no llamado “cava”), los barquillos, el café, los turrones, el jerez, los licores (todo está permitido ese día incluso para los pequeños).

Y mientras los mayores cuentan viejas historias familiares, mil veces oídas, y la tarde es ya noche oscura en el exterior, uno de los hijos, ya adolescente, se derrumba sobre un sillón, ofuscado por la bebida y la calidez del ambiente, quizá soñando con huidas imposibles. Toma una revista que está a su alcance, la hojea con desgana y, de pronto, se detiene en una página. Trata de poesía, de la Navidad y de un gran poeta catalán muerto hace unas décadas. Lee:

Sento el fred de la nit i la simbomba fosca…

El adolescente siente que hay algo mágico en ese lúgubre inicio. Sigue leyendo… y acaba:

Demà posats a taula oblidarem els pobres 
-i tan pobres com som- 
Jesús ja serà nat
Ens mirarà un moment a l’hora de les postres 
i després de mirar-nos arrencarà a plorar. 

Y es entonces cuando se le muestra al mismo tiempo el misterio de la poesía y la insoportable melancolía de la Navidad. Porque también él, como Jesús, llora ante la irremediable pobreza de los hijos de este mundo.

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César Augusto, moralista

Pero volvamos al punto en que habíamos dejado el currículum del gran gobernante. La alianza con Antonio no duró mucho. Una nueva contienda civil dejó a César Octavio como dueño absoluto, de hecho, del mundo romano. No se proclamó rey, dignidad a la que eran profundamente alérgicos los romanos, sino que, siguiendo el sabio ejemplo de su tío abuelo, fue acumulando los cargos públicos supremos de la república (cónsul, tribuno de la plebe, pontífice), hizo suyo el de imperator, que los soldados otorgaban por aclamación a sus jefes triunfantes (y que sirvió luego para designar los conceptos de “emperador” e “imperio”), y además recibió el nuevo título de Augusto (algo así como “consagrado” o “carismático”), que fue con el que finalmente pasó a la historia y, de aquí en adelante, a estas páginas.

No se puede negar que la política de Augusto fue sobre todo de pacificación y consolidación. No otra cosa deseaba el pueblo romano, harto ya de más de un siglo de guerras civiles y conflictos interiores. Así que, en este punto, los deseos del pueblo convergían con los intereses del gobernante: los hay que nacen con buena estrella. El mismo principio le guió en política exterior. No se trataba ya de seguir con las conquistas, sino de consolidar y asegurar lo conquistado, de manera que toda acción bélica (como la que dirigió personalmente contra los cántabros) tenía por objeto exclusivo la defensa de las fronteras.

En política interior, como ya he apuntado, respetó el juego aparente de las instituciones republicanas, considerándose tan sólo el primero de los senadores (princeps senatus) e incluso, en un momento dado, cuando acababa de consolidar su poder real, manifestó públicamente su intención de retirarse a la vida privada. Una comedia que obtuvo el éxito que se esperaba: el Senado le rogó que no lo hiciese, y el buen gobernante se resignó a seguir dirigiendo en solitario los destinos del pueblo romano.

Pero una grave preocupación le embargaba. Ese pueblo romano ¿dónde estaba? ¿cómo estaba? ¿Se parecía en algo a aquellas nobles gentes que pudieron contemplarse en el espejo de líderes como Escipión el Africano o Catón el Viejo? ¿Quedaba algo de sus virtudes? ¿Dónde estaba la gravitas, la dignitas, la pietas? Miraba a su alrededor y ¿qué veía? Una lucha sin cuartel por obtener riquezas y placeres a cualquier precio, con olvido total de las viejas virtudes. Degradación, promiscuidad sexual, divorcio, adulterio. Y en consecuencia, la raza romana en peligro de extinción. Esclavos, extranjeros, libertos e hijos de extranjeros sumaban un número muy superior al de romanos de pura sangre. Había que hacer algo. Y se puso a legislar.

La Lex Iulia de Maritandis Ordinibus, la Lex de Adulteris Coercendis y la Lex Papia Poppaea contenían una serie de disposiciones destinadas a promover el matrimonio y la procreación mediante estímulos sociales y el castigo de las actitudes contrarias, como el adulterio y el celibato (en este caso, aumentando los impuestos a los solteros). Esto, por lo que respecta al día a día de la vida social; en cuanto a la alta propaganda política, a la encarnación cultural de los nobles valores que preconizaba, Augusto tuvo la inmensa suerte de contar con una corte de poetas de gran valía dispuestos a cantar las glorias pasadas, presentes y futuras de Roma (o al menos a no cuestionarlas), el primero de los cuales, Virgilio, nos dejó una Eneida, que es al mismo tiempo una de las maravillas de la literatura universal y un eficaz instrumento de propaganda política. A veces, estas cosas ocurren.

Pero así como el empeño político-propagandístico alcanzó con creces sus objetivos, el moral-regeneracionista bien puede calificarse de fracaso, pues no sólo no consiguió restablecer las buenas costumbres en Roma, sino que la propia y única hija, Julia, fue el ejemplo más destacado de aquella inmoralidad (se decía que el número de sus amantes era infinito) que el padre se empeñaba en combatir. Hasta el extremo que tuvo que desterrarla de Roma.

Se comprende que un gobernante tan estricto, que no dudaba en castigar con dureza a su propia hija, mirase con muy malos ojos a un poeta que se permitía pasar de las consignas oficiales, cantando aquella vida “depravada” que tantos males podía infligir a la gloria de Roma. Además, es casi seguro que Augusto no veía (o no le hacían ver) en la poesía de Ovidio más que ese aspecto subversivo. Pero ¿tenía sensibilidad literaria el amo de Roma? (continúa en Cuando los políticos no eran analfabetos)

(De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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Ovidio y el amor en Roma

Si Amores es un conjunto de escenas y “experiencias” de la vida erótica de la sociedad romana, El arte de amar (Ars amatoria) tiene un contenido explícitamente didáctico, ya anunciado en la declaración programática con que se inicia la obra. “Si alguien en este país no conoce el arte de amar, lea esto y, leído el poema, ame instruido”. Compuesto también por tres libros, en los dos primeros da consejos para conquistar y retener a las mujeres, y en el último se dirige a las mujeres que quieran hacer lo mismo con los hombres. Acabada la lectura, puede dar la impresión de que se ha olvidado de un aspecto muy importante. ¿Qué ocurre cuando el amor se ha convertido en una obsesión insoportable, cuando no sabemos librarnos de una pasión que, contra nuestra voluntad, nos convierte en esclavos?

No, no lo olvida. Simplemente, aplaza el tratamiento. Y es que la respuesta a esas preguntas se halla en el librito que escribe a continuación: Remedia amoris (Remedios del amor), donde, para acabar con el amor que se ha convertido en un tormento de la mente, da una serie de consejos que, sin duda, aprobará cualquier psicólogo sensato de nuestros días. Unos ejemplos: huye de la ociosidad, porque el amor retrocede ante la actividad; viaja, marcha muy lejos y no tengas prisa en volver hasta que no estés curado; evita los lugares cómplices (“aquí estuvimos”); recuerda las malas pasadas de tu amada; ten presente sus defectos físicos e incluso exagéralos: si es llenita, recuérdala gorda, si bajita, enana, etc.; procura verla por la mañana cuando aún no se ha arreglado, o haciendo sus necesidades; busca otras amigas, porque todo amor es vencido por un nuevo amor; no hables del asunto ni te vanaglories de tus progresos, porque quien dice muchas veces “no amo” es que ama. Y sobre todo, es decir, el que me parece más sutil y efectivo, actúa como si no la amases, pues quien puede fingirse sano, sanará (qui poterit sanum fingere, sanus erit).

Si bien reflejan con fidelidad los usos y costumbres de la sociedad real de la época, estas obras de Ovidio resultaban radicalmente subversivas, tanto en la forma como en el fondo (ya alguien dijo que la verdad es revolucionaria). En la forma, porque constituyen una parodia burlesca de la literatura didáctica: los métodos que se usaban para enseñar cosas tan serias como la retórica, la astronomía o la agricultura, sirven aquí para conquistar, retener u olvidar amores más o menos frívolos. Y hay que apuntar, de paso, que todo amor se tenía por frívolo entre los romanos, excepto el que se debían marido y mujer. Y en el fondo, porque… (continúa en Se prepara el derribo de Ovidio)

 (De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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Unamuno o la agonía de existir II

 

El primer libro que compré y leí de Unamuno fue una colección de artículos periodísticos titulada Visiones y comentarios. Aunque no consta la fecha en que fueron escritos, se ve bien por el contenido que lo fueron durante la República, es decir, en la última década de su vida. Y aunque los temas son muy del momento social y político, no faltan en ellos las profundas divagaciones del filósofo, o del místico. He ido a buscar uno que me impresionó, porque alude a un momento capital en toda vida humana. Lleva por título El día de la infancia y empieza comentando unos versos del poeta catalán Verdaguer:

Ai soledat aimada,

ma companyona un dia,

lo jorn de la infantessa

que no tingué demà…

Porque el niño, apunta Unamuno, en su soledad creadora, vive en infinitud y en eternidad un solo día, y la infancia se acaba cuando llega el otro y el otro día, y se descubre que hay un final. Es cuando el niño descubre la muerte, que uno se muere. Luego, el artículo deriva hacia algún tema de la actualidad política.

También Contra esto y aquello consiste en una recopilación de artículos publicados en la prensa, tres décadas antes, en los que combina comentarios del presente con la visión poética y las reflexiones filosóficas. El problema es que ni conservo el libro ni he de dedicarme ahora a buscarlo. Así que, aunque creo que lo leí casi al mismo tiempo que Visiones y comentarios, no estoy en condiciones de ofrecer ni un solo detalle concreto.

De sus novelas leí cuatro o cinco, pero solo de una de ellas guardo un recuerdo claro. Se titula Niebla y se había publicado en 1914. Es – como todas las de Unamuno – lo que antes se llamaba “una novela de tesis”, es decir, una fábula pensada como ilustración o demostración de una ideología determinada o simplemente de la idea que del mundo tiene el autor. Casi todas las novelas son “de tesis”, pero las mejores son aquellas en que el autor no lo sabe o no se lo ha propuesto. No es este el caso de Unamuno, obviamente, que siempre es muy consciente de lo que quiere demostrar en sus obras de ficción (lo que, a mis ojos, no le hace un gran novelista, que digamos). Pero vayamos a la fábula y a la tesis.

Augusto Pérez es un señorito, rico, abúlico y soñador. O, más que soñador, “encantado”, que decían mis mayores. Un día se enamora (o cree que se enamora) de una joven muy guapa. Muy guapa y muy despierta. A la joven no le hace gracia el muchacho y, primero, se lo dice; luego, picada por los celos, lo acepta. Y después de conseguir un beneficio práctico de él, lo rechaza y se va con otro y con el beneficio. Augusto, más que traicionado o engañado, se siente burlado. Y no lo soporta. Piensa en suicidarse, pero antes decide ir a ver a Don Miguel de Unamuno, del que había leído alguna cosa sobre el suicidio.

Unamuno lo recibe, y el pobre Augusto apenas tiene que contarle nada. Lo sabe todo. Y lo sabe, le dice el escritor, porque él, Augusto, no es un ser vivo sino un personaje de la novela que está escribiendo, un ente de ficción, y ni siquiera puede suicidarse, porque el requisito indispensable para poder suicidarse es…estar vivo. Y cuando le dice que no se preocupe, que ya le matará él, como suelen hacer los autores con los personajes que ya no les sirven, cambia de idea y se revuelve contra el dictado de su creador. ¡Quiere vivir!

-¡Quiero ser yo, ser yo! ¡Quiero vivir! – y le lloraba la voz.

[…] No puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata.

[…] ¿Conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir […] Pues bien…también usted se morirá. ¡Dios dejará de soñarle! […] ¡Se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo!

Y en efecto, el pobre Augusto se muere. Y el pobre Unamuno, unos años después. Y el pobre que escribe esto, quién sabe cuándo. Y el pobre que lo lee también. Y no se sabe si al final quedará alguien para contarlo.

Miguel de Unamuno y Jugo nace en Bilbao en 1864. Cursa la carrera de filosofía y letras en Madrid. En 1891 obtiene la cátedra de griego en la universidad de Salamanca y en 1900, a los 36 años de edad, es nombrado rector de la misma universidad, cargo que ostenta – con algunas interrupciones debidas a imperativos políticos – hasta su jubilación en 1934. Miembro del partido socialista antes del cambio de siglo, pronto se desvincula de toda opción política concreta en aras de una libertad e independencia intelectual insobornables.

Destituido y desterrado a Fuerteventura (Canarias) por la dictadura de Primo de Rivera en 1924, con el advenimiento de la República fue repuesto en su cargo de rector y se convirtió en una de las personalidades más destacadas de la opción republicana, siendo elegido diputado a Cortes por la coalición republicano-socialista (1931). Pero el desencanto llegó muy pronto. En las elecciones siguientes (1933) no volvió a presentarse, sus artículos eran cada vez más críticos con la política republicana y llegó hasta el extremo de ilusionarse con la idea de que el “alzamiento” de 1936 daría a España lo que necesitaba: una de mano de hierro ilustrada para regenerar el país. La prueba de la realidad deshizo enseguida aquella ilusión y, después de acreditar una vez más la honradez y la valentía que en todo momento había mostrado, Dios dejó de soñarle, quiero decir que se murió.

Además de las obras que he citado o aludido también leí Vida de Don Quijote y Sancho, en la que el autor va desgranando sus ideas y obsesiones sobre el hilo de la novela de Cervantes, con aportaciones siempre muy personales o pintorescas. Fue un placer.

Quedaba pendiente la obra más estrictamente filosófica, como La agonía del cristianismo o Del sentimiento trágico de la vida. Y pensaba que algún día me dedicaría a ella. Pero ocurrió que, de pronto, se alzó por el norte un astro luminoso que empezó a disipar las nieblas ibéricas con una luz nunca vista por aquí. Y ya no me acordé más del señor don Miguel de Unamuno. Hasta ahora, para escribir esto.

(De Los libros de mi vida)

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Unamuno o la agonía de existir I

A diferencia de los antiguos, los modernos nunca le han tenido gran respeto al destino. Esta falta de respeto empieza en el Renacimiento con la convicción creciente de que el ser humano es el centro del Universo, continúa con el pensamiento romántico y burgués con la idea de un progreso infinito dirigido por la misma humanidad y culmina con el existencialismo, el de Sartre, por ejemplo, quien se expresa así: no hay naturaleza porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere y como se concibe desde la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del existencialismo.

El existencialismo fue aquel movimiento filosófico-literario que hizo furor en Europa en los años 40 y 50 del pasado siglo. Tuvo sus predecesores, entre los cuales se suele incluir al danés Kierkegaard y al español Unamuno.

Al contrario que Papini y Séneca, Unamuno no fue por mi parte una elección o descubrimiento solitario. Ya estaba en el ambiente. Era el curso 57-58. A punto de irrumpir en el mundo no oficial universitario el marxismo y el existencialismo (como se ve, hasta en la heterodoxia íbamos atrasados), lo más anti que entonces corría por ahí era Unamuno y algún otro de la Generación del 98. Ahora me pregunto qué sentido tenían esos autores en aquella época, y me respondo que ninguno, al menos desde el punto de vista social. Pero cierto falangismo no oficial los había puesto de moda. Y ese era el límite de lo tolerado.

Quizá convenga aquí alguna aclaración para los no familiarizados con nuestra historia reciente. Fundada en 1933, Falange Española fue, en su origen, un partido que seguía el modelo del fascismo italiano. Formó parte de las fuerzas que se alzaron contra la República tres años después. Tras la victoria de los insurrectos, quedó encuadrado en el partido único finalmente denominado Movimiento Nacional, y convertido en mera pieza de la maquinaria del poder del dictador. Y es que, técnicamente hablando, el régimen de Franco no fue un totalitarismo fascista, sino una simple dictadura militar al servicio de la derecha de siempre. Y así, a finales de los cincuenta, cierto falangismo “auténtico” residual sacó a pasear el nombre de Unamuno por los ámbitos universitarios o más o menos intelectuales.

Yo creo que lo único que Unamuno vio en el falangismo fue el reflejo de sus propias preocupaciones “nacionales” esencialistas. Por su parte, el falangismo sí que bebió bastante en la fuente unamuniana. Hasta el extremo de que, en la actualidad suelen confundirse algunas citas, como aquello de “me duele España”, que más de una vez he visto atribuido a José Antonio, cuando en realidad fue Unamuno el padre del invento.

De todos modos, Unamuno nunca fue proclive al fascismo (fajismo, escribía él en su afán filológico), si bien al principio, y por muy breve tiempo, creyó que el “Alzamiento Nacional” era lo que España necesitaba. Pero lo cierto es que, cuando vio de cerca el verdadero rostro de la bestia, el viejo filósofo ya no dudó, sino que le plantó cara con una valentía suicida. Murió casi a continuación.

Detalles estos que apenas se conocían entonces. Así que de ningún modo pudieron influir en mi admiración por Unamuno. Ni falta que hacían. Me bastó captar la profundidad de su pensamiento y la sinceridad de su actitud para quedar totalmente fascinado. Una sinceridad que consiste en ponerse él mismo como tema, y, a través de todas sus dudas e inquietudes, tratar de llegar al fondo de la cuestión, fondo que, precisamente por su sinceridad y honradez, no llegará nunca a alcanzar.

Lo único que a cada cual importa y, por lo tanto, lo único que debe importar a la filosofía, viene a decir, es el hombre concreto, el individuo de carne y hueso que vive, goza, sufre y sabe que ha de morir. Lo único que de verdad conocemos es la experiencia de la vida, nuestra existencia concreta, que se manifiesta como un esfuerzo sostenido por seguir viviendo, por no dejar de ser.

Pero, además, Unamuno no es tan astuto como para echar por la borda la razón y subirse al carro del irracionalismo gratuito, y ahí el problema, ahí el conflicto que se desarrolla a lo largo de toda su obra. Por una parte, su experiencia interior, acorde con un hondo sentimiento religioso, le mantiene en el anhelo ferviente de una vida eterna. Por otra, los datos de la ciencia y el ejercicio de la razón reducen ese anhelo a la categoría de ilusión. Si hubiese sabido prescindir de la razón, como un auténtico irracionalista, no habría habido agonía (lucha) unamuniana; si hubiese sabido prescindir de su anhelo de eternidad, de su sed de fe, como un auténtico racionalista, tampoco. Pero su hambre de eternidad le impedía aceptar un racionalismo reduccionista, y su sano raciocinio le impedía abandonarse ilusamente a la «fe del carbonero». Esta era su tragedia.

Se le ha considerado un precursor del existencialismo. Y con toda justicia, pues él fue, después de Kierkegaard, quien puso en el centro de la filosofía el individuo en su existir concreto, en su angustia de saberse un ser para la muerte. Angustia que, para él, sólo la fe podría apaciguar… pero hacía ya tiempo que la Fe había sido inmolada en el altar de la Razón. (continúa)

(De Los libros de mi vida)

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Séneca o la dignidad II

El libro en cuestión reúne los pequeños tratados que tradicionalmente han recibido el nombre de Diálogos, aunque en realidad son monólogos en los que el autor reflexiona sobre asuntos como la providencia, la brevedad de la vida, la tranquilidad del ánimo, la consolación… y donde yo encontraba gran parte de lo que necesitaba en aquellos momentos.

El ánimo recto jamás se altera.

Sabré que todo el mundo es mi patria.

Niego que las riquezas son un bien, porque si lo fueran, harían buenos.

Cada cual precipita su vida, trabajando con el deseo de lo futuro y el hastío de lo presente.

Sepamos que todas las cosas son igualmente caducas y que aunque en lo exterior tienen diferentes visos, son en lo interior igualmente vanas.

Toda la literatura de Séneca desprende un aroma de excelsitud, de superioridad moral, de dignidad. Creo que ésta es la palabra clave, dignidad. Una dignidad que exige que el hombre se mantenga por encima de los acontecimientos y no a rastras de ellos. La clave de esa actitud es la aceptación del orden de la naturaleza como algo divino a lo que no nos podemos resistir, pero que debemos entender rectamente, colaborando con sus dictados. Esto está claro en su posición ante el suicidio.

El hombre ha de ser el artífice de su vida, afirma, no el esclavo. Y si su vida no le gusta, es muy libre de prescindir de ella, porque la naturaleza, que nos dio una sola puerta de entrada a la vida, nos ha dado muchas de salida.

Por otra parte, su amplitud de miras en lo intelectual es tan notable como poco frecuente en los pensadores de cualquier tiempo y lugar. Y es que el de Séneca no es un estoicismo sectario o de manual, pues incluso llega a defender el epicureismo frente ciertas interpretaciones erróneas, y en ningún caso se adscribe a una línea o a un maestro determinado, porque el que se arrima siempre a la doctrina de uno mira más a los bandos que a la vida.

Lucio Anneo Séneca nació el año 4 a.C., quizá en la Corduba hispano-romana, de donde su familia era sin duda originaria. Hijo de otro literato y tío del poeta Lucano, destacó por su altura intelectual en la Roma del siglo I. No se sabe si fue por alguno de los riesgos que siempre comporta la altura intelectual o por otra debilidad más humana por cierta dama del entorno imperial, el caso es que, a instancias de Mesalina, esposa del emperador Claudio, fue condenado a un largo destierro en la isla de Córcega, donde vivió forzosamente retirado hasta que la sustitución de Mesalina por Agripina en el lecho imperial cambió la situación.

Y es que uno de los primeros favores que obtuvo Agripina de su esposo Claudio fue el perdón de Séneca y su regreso del destierro. En cuanto llegó a Roma, el prestigio del desterrado no hizo sino aumentar. Para seguir apuntándose este prestigio a su cuenta particular, Agripina lo nombró preceptor de su hijo Nerón. Y así, entre el maestro-filósofo y el discípulo-príncipe se inició una relación que auguraba lo mejor para Roma.

A la muerte de Claudio, Nerón subió al poder y dio sus primeros pasos a la sombra del severo maestro (severidad, por cierto, que no le impedía permitirse alguna broma de mal gusto, como el envenenado opúsculo que dedicó al difunto Claudio, titulado Transformación en calabaza del divino Claudio). En adelante, la influencia que Séneca ejercería sobre el nuevo César no se limitaría a su formación intelectual y humana, sino que se ampliaría con las competencias propias de un ministro con plenos poderes, contando para ello con la colaboración de otro consejero de gran autoridad y respeto, Afranio Burro.

Pero el joven Nerón empezó a manifestar tendencias que no encajaban en los supuestos valores morales del maestro, y digo “supuestos” porque se dice que, al tiempo que escribía tratados ejemplares sobre la pobreza y la bondad, se dedicaba a la usura en gran escala, amasando grandes fortunas.

El caso es que Séneca al principio intentó eliminar aquellas tendencias desviadas del discípulo Nerón, pero no pudo; luego trató de controlarlas, pero tampoco pudo; finalmente se limitó a procurar encauzarlas para no salir él mismo mal parado. Y en este proceso acelerado de dejación el severo filósofo llegó a verse tan implicado en las maldades del César que algunas ya no se sabe si tuvieron su origen en el discípulo o en el mismo maestro. Finalmente, decidió abandonar. Nerón se lo prohibió, pero él abandonó igualmente y se retiró a su finca de la Campania para dedicarse en la soledad a sus estudios, y quizá a sus negocios.

Pero un tirano nunca olvida. Y así, tres años después, en plena limpieza desencadenada por el descubrimiento de la conjuración de Pisón, Nerón se acordó de su severo y díscolo maestro y, metiéndole en el mismo saco de los supuestos conjurados (al parecer, sin ningún fundamento), le mandó recado para que se quitase de en medio.

Y el filósofo acató la orden. Un mandato que, para él, no venía en último término del odio o del capricho del déspota, sino de la ley inapelable del destino, porque un irrevocable curso lleva por igual las cosas humanas y las divinas.

Y no hay escapatoria. Así lo afirma la antigua sentencia, que Séneca había hecho suya: el destino conduce al que quiere, y arrastra al que no quiere,

          DUCUNT  VOLENTEM FATA NOLENTEM TRAHUNT

                            

(De Los libros de mi vida)

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Séneca o la dignidad I

El 8 de febrero de 1958 me encontraba estudiando primero de derecho en la Universidad de Barcelona. Si menciono esa fecha precisa es porque la tengo ante mí, escrita en minúscula letra adolescente, en la primera página de un libro viejo. El título del libro es Tratados Morales y el nombre del autor, Séneca.

¿Y por qué estaba yo estudiando leyes en el ecuador de mis dieciocho años? Buena pregunta. Y fácil respuesta. Por delicadeza, por no contrariar, es decir, por debilidad. Me explico.

Aunque en aquella edad yo no tenía idea de a qué me iba a dedicar en la vida, una cosa sí tenía clara: que lo mío eran las letras. Me gustaba leer y pensar y escribir, y lo demás me importaba un rábano, o casi. Y en la pobre oferta universitaria que se abría ante mí, solo había una carrera levemente emparentada con esas aficiones. Se llamaba “Filosofía y letras”, y por lo que yo recuerdo – o quizá por lo que se decía – la estudiaban mayormente curas, monjas, chicas y algunos muchachitos de virilidad dudosa. Pese a todo, si yo había de elegir una carrera, era evidente que no podía ser otra que ésa. Así que cuando mi padre me preguntó qué había pensado al respecto, le contesté sin vacilar… estudiar derecho.

Y es que él era una persona tan práctica y tan realista como todas las que han tenido que salir adelante por sus propios medios, y yo sabía que si le hablaba de “filosofía y letras” me compadecería o quizá se disgustaría, y no quería provocarle ninguno de estos sentimientos. Pero mi esfuerzo no sé si sirvió de mucho, porque creo que tampoco le entusiasmó la elección. Quizá adivinaba que yo no había nacido para abogado – cosa que seguramente estaba a la vista -, pero aceptó sin rechistar, quiero decir, pagando la matrícula, los libros y demás gastos. De haber resultado esta elección desastrosa para mi futuro, que no lo fue, podría aplicarme el dicho del poeta par délicatesse j’ai perdu ma vie.

Y no fue ésa la única ocasión en que, por no molestar, no seguí la vía que yo mismo consideraba correcta. Pero en ningún caso ha habido consecuencias graves, sino que en todos el destino me ha seguido llevando por donde sin duda tenía que ir.

El cambio fue brusco, pero necesario. Fue como pasar del parque infantil, no al mundo exterior, por supuesto, sino a la antesala de la vida, que eso era la Facultad de Derecho, entonces reducto de estudiantes que solo estudiaban (quiero decir, de familias con posibles) y de catedráticos inflados y hasta amoratados de tanta erudición y pedantería. Un aspecto del cambio es que, de pronto, había dejado de ser el alumno estudioso y muy bien considerado del colegio para convertirme en uno más de la multitud que poblaba la facultad, estrenando eso que se dio en llamar la libertad responsable.

Pero la libertad asociada a la juventud extrema, puede tener efectos explosivos. No fue el caso. Porque mi exterior se mantuvo siempre muy modosito. Muy diferente lo interior, donde, concluida la paz infantil, la guerra que se había iniciado en los albores de la adolescencia se iba extendiendo por diversos frentes: las doctrinas políticas impuestas, nunca interiorizadas, acabaron de disolverse rápidamente; el catolicismo, mucho más arraigado, empezó a tambalearse; el furor adolescente – necesidad de sexo y de puro amor infinito – se sublimaba en parte en tiernos y tristes versos justamente olvidados. Y un frente nuevo surgió de repente: el deseo de gloria eterna, el afán de inmortalidad, de una inmortalidad como aquella que habían alcanzado los genios del pensamiento y de las letras. Extraño afán en un joven de timidez casi patológica que, preso de terror escénico, procuraba pasar inadvertido en sociedad.

Contradicciones, erupciones (sin faltar el antipático acné juvenil), luchas internas, desorientación, necesidad de guía, anhelos inexpresables, sentimiento de vacío…

Abro el libro viejo y leo unas líneas subrayadas hace cincuenta y cinco años: todo el bien lo encerré dentro y tu felicidad consiste en no tener necesidad de la felicidad.

Ante las tormentas de la vida nada mejor que un estoicismo bien entendido, ése que te aconseja revestirte de palo y proclamar “ahí me las den todas”. Es lo que yo encontré en Séneca: un consuelo, una fuerza, una coraza, además de una nueva senda en la selva todavía inexplorada del pensamiento universal. (continuará)

(De Los libros de mi vida)

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