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PIRANDELLO. Ser o parecer I

pirandelloImagino que, como hombre de teatro, Luigi Pirandello habría presenciado, o incluso dirigido, muchas audiencias (castings) para la selección de actores. Pero solo a él entre la multitud de hombres de teatro o escritores en general se le había ocurrido realizar audiencias para la selección de los personajes de sus cuentos y novelas, que no habían de encarnarse en un escenario. O así lo afirma en su relato La tragedia de un personaje, escrito en 1911.

Si el genio existe, cosa que muchos niegan dejándolo todo al albur del esfuerzo, la perseverancia, la transpiración, etc., – virtudes de las que no carecía el bobo de Sísifo -, no puede consistir en otra cosa que en la capacidad de descubrir aspectos y relaciones que los adictos a la actividad reglada no pueden de ninguna manera descubrir.

Y con frecuencia esos descubrimientos geniales no son del todo solitarios. En el artículo Pirandello y yo, publicado en 1923 en La Nación, de Buenos Aires, Unamuno escribe:

Es un fenómeno curioso y que se ha dado muchas veces en la historia de la literatura, del arte, de la ciencia o de la filosofía, el que dos espíritus, sin conocerse ni conocer sus sendas obras, sin ponerse en relación el uno con el otro, hayan perseguido un mismo camino y hayan tramado análogas concepciones o llegado a los mismos resultados. Diríase que es algo que flota en el ambiente. O mejor, algo que late en las profundidades de la historia y que busca quien lo revele.

El descubrimiento que realizan simultáneamente Pirandello y Unamuno, desconociéndose entre sí, y que provoca la reflexión del último, consiste en la necesaria y radical autonomía del personaje literario de “ficción”. Cierto que esto ya se apunta en Cervantes, quien en la segunda parte del Quijote sitúa a sus dos protagonistas moviéndose libremente entre los lectores de la primera, pero había de llegar la época de la descomposición del yo, que sigue siendo la nuestra, para que la cosa surgiese de manera clara y brillante, desde “las profundidades de la historia”, de la mano de un italiano y un español (o de un siciliano y un vasco), gente poco dada en principio a las elucubraciones de la filosofía, aunque sí a las verdades del arte.

Hablar de “verdad” a propósito de Pirandello parece una incongruencia, porque nadie como él se ha aplicado tanto en profundizar y mostrar las múltiples facetas (¿identidades?) de los seres humanos, de manera que se le puede considerar uno de los adelantados de cierto relativismo hoy tan denostado.

Pero es el caso que sí existe para él una verdad, algo fijo, inalterable, eterno, frente a la inestable, mudable, incoherente, incomprensible, fugaz, inapresable vida humana. Es el arte.

La vida es un flujo continuo e indistinto y no tiene otra forma fuera de la que le vamos dando nosotros, infinitamente varia y constantemente mudable […] Cada uno crea la propia vida; pero esta creación, desgraciadamente, nunca es libre.

Y es que siempre está sujeta a las necesidades naturales, a los fines prácticos que obligan a renuncias y a los deberes que limitan la libertad.

Solo el arte, cuando es verdadero arte, crea libremente: crea una realidad que tiene sus necesidades, sus leyes, su finalidad en sí misma solamente.

Como en todo artista auténtico, el universo creativo de Pirandello gira en torno a unas pocas ideas, presentes siempre de manera casi obsesiva: la contraposición entre la fluidez e inaprehensibilidad de la vida y la fijeza de la forma artística, la imposibilidad de la comunicación con solo el medio abstracto de las palabras, la idea de que la fantasía humana es el instrumento de que se sirve la naturaleza para proseguir su obra creadora y, la que más a fondo trata en sus obras, la multiplicidad esencial del individuo según sus posibilidades de realización, por una parte, y según la mirada del observador, por otra.

Pirandello, mejor que nadie, ha puesto sobre el papel la terrible angustia del que descubre que su yo imaginado no existe como tal para los demás. En su novela Uno, ninguno y cien mil el protagonista empieza por descubrir que, para su mujer, ni siquiera físicamente es tal como se imagina ser, hasta que llega finalmente a la conclusión de que cada uno de los que le rodean lo ven de distinta manera, de que es tantas personas como miradas se posan en él, de que no es nadie en sí mismo, sino algo que continuamente se crea y se rehace desde fuera.

Pero este individuo casi inexistente, esta no identidad, tampoco puede autoeliminarse, cosa que parecería tan fácil dada su volatilidad esencial. Es lo que se pone de manifiesto en la historia que se narra en la novela El difunto Matías Pascal, en la que el protagonista aprovecha la confusión sobre la identidad de un muerto para iniciar otra vida con otra personalidad. Pero resulta que, sin existencia legal, tampoco puede gozar de existencia física. Y ahí se queda, colgado, entre el no-ser y el ser-imposible.

Pero la obra que más y mejor se adentra en las contradicciones entres ser y parecer, entre realidad y ficción es sin duda Seis personajes en busca de autor. Escritor de cuentos desde muy joven y de algunas novelas, Pirandello entró ya mayor en el mundo del teatro. Y después de escribir y estrenar algunas piezas memorables, en 1921 sorprendió primero a Italia y enseguida al mundo con una obra genial…

Al entrar en la sala el público ve que el telón está alzado y que el escenario no ofrece nada que se parezca a una escenografía; algunos piensan que el espectáculo se ha suspendido o retrasado; unos individuos empiezan a aparecer en escena y a hablar entre ellos, parecen gente de teatro. Entonces ocurre lo increíble, lo imposible, lo escandaloso, lo inaceptable. Seis personas van entrando por el mismo lugar por donde ha entrado el público. Ante la consternación de los espectadores, atraviesan el patio de butacas, hablando y gesticulando de forma grotesca, y se encaran con el que, en el escenario, se dice director de una obra que se está ensayando. ¿Quiénes son esos intrusos? Se pregunta el director y también el público. Son personajes, dice el mayor de ellos, y llevan un drama muy doloroso que desean representar; el autor los ha abandonado y buscan otro que se haga cargo de ellos. Y en la explicación de ese drama y en la interactuación entre los recién llegados, el director y los actores, con la continua confusión entre ficción y realidad, se desarrolla la función.

Pirandello tuvo que salir por la puerta de servicio para evitar los insultos y las agresiones de muchos espectadores. Y es que hoy parece que ya lo hemos visto todo, pero cien años atrás la transgresión inteligente era transgresora de verdad (no esa especie de comedia asumida por unos y otros, que suele darse ahora) y, por tanto, inaceptable para el público normal, es decir, para el consumidor de un arte normalizado. (continúa)

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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PIRANDELLO. Ser o parecer II

Luigi Pirandello nació el 28 de junio de 1867 en Girgenti, durante décadas llamada Agrigento (Italia), o más exactamente, en una pequeña localidad situada entre esta ciudad y Porto Empedocle, adonde se había trasladado la madre para evitar el cólera que invadía la zona. Se llamaba Cavasu, nombre que el mismo Pirandello imaginaba derivado del griego Caos, lo que le resultaba especialmente significativo.

Los padres, Stefano y Caterina, pertenecían a la clase media acomodada. Stefano había luchado con los garibaldinos por la unidad de Italia contra los últimos Borbones de Nápoles. Era además un hombre de negocios práctico y enérgico, a diferencia del hijo, concentrado y soñador, contraste de caracteres que Luigi sentiría como una especie de amenaza, si bien las relaciones entre ambos nunca fueron demasiado malas.

Después de cursar estudios primarios con profesores privados y en el instituto local y tras un breve intento de colaborar con el padre en el negocio del azufre, a los 18 años marcha a Palermo para iniciar estudios universitarios de filología y derecho (lo último, que pronto abandona, en atención al padre).

Tras una breve estancia en Girgenti con la familia, en 1886 se traslada a Roma para estudiar filología románica. Por poco tiempo, porque un encontronazo con un profesor le obliga a abandonar la universidad, y se traslada a Bonn (Alemania), donde prosigue sus estudios y se licencia con una tesis sobre el habla de Girgenti. En Bonn se encuentra cómodo, gracias, entre otras cosas, a la relación con la joven Jenny Schulz-Lander, más tarde reconocida escritora, a quien se negaría a ver cuando reapareció por carta muchos años después.

En 1892 (a los 25 años), se establece en Roma, decidido a seguir la carrera literaria. En los primeros años solo consigue dar a la luz, en publicaciones de corto alcance, algunos poemas y relatos, hasta que en 1901 publica su primera novela, La excluida, en la que ya plantea su relativismo cognitivo, la convicción de la imposibilidad de que la verdad de una persona sea cabalmente comprendida por otra.

Pirandello se va introduciendo en el ambiente literario de Roma, gracias, sobre todo, a Luigi Capuana. Vive bien, mediante la asignación mensual que le llega del padre, dependencia que, sin embargo, le es especialmente molesta. Hasta que, a finales de 1893, el padre le comunica que hay un buen partido para él, con una dote muy importante. Luigi vuelve rápido a Girgenti, donde es presentado a la familia de Calogero Portolano, colega comercial de Stefano y a la hija Antonietta. No se lo piensa mucho. En enero del año siguiente se casa en Girgenti, y poco después regresa a Roma, con la esposa, la dote (que de momento le administra el padre) y la esperanza de una vida holgada y tranquila que le permita desarrollar sin trabas su universo literario.

En los cinco primeros años de matrimonio nacen tres hijos: Stefano (con el que siempre estará muy unido), Lietta y Fausto. Y mientras, la madre vive ausente del mundo literario del padre y poco a poco parece que del mundo en general. Asoma la inestabilidad mental, que recibirá el golpe definitivo con la desgracia que cae de repente sobre la familia.

En 1903 una inundación destruye todas las existencias de azufre en las que se basa la economía de las dos familias, llevándose también gran parte de la dote, que el padre Stefano había comprometido en el negocio. Luigi se queda sin más ingresos que los escasos que le aporta su trabajo de profesor de “lingüística y estilística” en el Instituto Superior de Magisterio femenino. Intenta entonces cobrar por sus escritos, difíciles todavía de colocar.

Pero lo peor ocurre en la cabeza de Antonietta. Se instala la paranoia, en especial los celos, potenciados por la actividad del marido, profesor de adolescentes, en la que por cierto mostró una resistencia ejemplar ante el acoso femenino (“todas estaban – estábamos – enamoradas del profesor”, según afirman testigos y afectadas).

Pirandello cuidó personalmente de su mujer, – en cuya mente cabe imaginar que vería asomarse el mundo de algunos de sus personajes- , hasta que, en 1919, por consejo médico, fue recluida en un manicomio.

En 1904 se publica El difunto Matías Pascal, novela sobre la imposibilidad de huir, de ser otro, el primero de sus grandes éxitos. Continúa escribiendo y publicando relatos y algunos ensayos como Arte y Ciencia y El humorismo (1908), en el que expone su visión, ya plenamente formada, de la función de la literatura y de las características del humor moderno, tan importante en sus obras. Y sigue escribiendo y publicando novelas, como Los viejos y los jóvenes (1913) y Cuadernos de Salvatore Gubbio, operador (1915).

La guerra europea, que estalla en 1914, le arrebata al hijo Stefano, que permanece prisionero en Austria durante tres años y con el que mantiene una extensa correspondencia epistolar.

En 1918 reúne en Máscaras desnudas sus textos teatrales, pero no será hasta Seis personajes en busca de autor (1921) cuando se adentre definitivamente en el género que había de reportarle enorme reconocimiento internacional. El escándalo del estreno en Roma fue satisfactoriamente corregido por el éxito sin fisuras que obtuvo en Milán y, a continuación, en todo el mundo.

En 1922 estrenó Enrique IV, con el tema de la locura, real o fingida, en el centro del drama, como en cierto modo también estaba en el centro de su vida. Le siguieron, hasta poco antes de su muerte, una serie de obras que acabaron por consagrar a su autor – como si no fuesen suficientes las dos anteriores – como el genio indiscutible del teatro de su tiempo. Y de otros muchos. Entre ellas, La vida que te di, Cuando se es alguien, El hombre de la flor en la boca, Cada cual a su manera, Esta noche se improvisa, Los gigantes de la montaña (no acabada). A las que habría que añadir algunas anteriores a esta época, como, de 1917, Así es (si así os parece). Pero no por ello, abandona el género novelístico; en 1926 publica Uno, ninguno y cien mil, fábula sobre la incognoscibilidad y la vaporosa identidad del ser humano.

En 1924 se produce un hecho decisivo en su vida: conoce a la joven actriz Marta Abba, con la que permanecerá ligado hasta el fin de sus días en lo profesional y en lo afectivo. El mismo año se afilia al Partido Fascista (Pirandello ¿fascista?), con cuyo universo mental no tenía – y siguió sin tener – el menor punto de contacto. La decisión puede deberse al interés de captarse a las altas jerarquías para la creación de un teatro estatal, sueño que no llegó a cumplirse, y puede explicarse por su apoliticismo radical, rara condición que suele producir monstruos. De todos modos hay que tener en cuenta que el fascismo italiano de los años veinte, con importante respaldo popular (sobre todo de los “apolíticos”),  no sonaba lo mismo que el llamado fascismo en nuestros días.

En diciembre de 1934 Pirandello recibe el Premio Nobel de literatura “por su audaz e ingeniosa renovación del arte del drama y de la escena”.

A principios de 1936, desilusionado por el fracaso de sus tentativas ante el poder (solo obtuvo una pequeña subvención para su compañía), emprende una gira por Europa y América para a promocionar a Marta Abba.

El 10 de diciembre del mismo año se acaba la representación: muere Luigi Pirandello, nacido en Caos y llamado por los dioses a convertir el Caos viviente en Forma inmortal.

(De Los libros de mi vida. Lista B)

 

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La letra o la vida (refundido)

Sin necesidad de consultar un tratado de gramática, creo estar en condiciones de afirmar que la partícula “o” puede tener, por lo menos, dos funciones distintas. Una, claramente disyuntiva, como cuando los antiguos bandoleros conminaban al viandante para que se decidiese por ¡la bolsa o la vida! sin más historias. Otra, explicativa de una equivalencia, como cuando, refiriéndose al idioma, se dice “castellano o español”.

Si he de ser sincero – y, sinceramente, creo que lo he de ser – confesaré que, después de pensarlo un rato, todavía no sé cuál de las mencionadas funciones ejerce la partícula “o” en el rótulo de este artículo.

Decantarse por la función disyuntiva del “o” supone aludir a aquel trágico dilema que algunas personas han sufrido y que muchas han magnificado: escribir o vivir; el arte o la vida. O, como lo decía Pirandello, la vita o si vive o si scrive. Y enseguida acuden a la mente los nombres de tantos creadores de los que se dice que crearon porque no sabían o no querían vivir; individuos encerrados en sus cubículos, que levantaban mundos fantasmagóricos o simplemente imaginarios mientras el mundo real no andaba lejos de sus zapatillas.

Pío Baroja, por ejemplo. Y el nombre se me ha aparecido a propósito de las zapatillas. Porque aquel genial constructor de relatos novelescos alardeaba de no saber escribir correctamente, y para corroborarlo afirmaba sin ningún pudor que él nunca sabía si estaba con zapatillas, de zapatillas o en zapatillas. Pero, a la vista de su obra, parece que esto del desaliño literario de Baroja es pura leyenda. Leyenda patrocinada por el mismo autor. Ya es raro. Como si un arquitecto propalase que no sabe bien su oficio. Y es que – como imagino que se irá viendo por aquí – los escritores suelen ser gente muy rara.

Nadie más raro que Kafka, al menos en la imaginación literaria-popular. Y aun en la popular a secas, que utiliza el adjetivo kafkiano con la alegría del que no sabe lo que tiene entre manos. También Kafka suele considerarse un ejemplo de creador que opta por la escritura frente a la vida. Consideración que tiene su base en la actitud huidiza que en más de una ocasión adopta en el momento en que va a formalizarse una relación amorosa. Aunque aquí el dilema no se da propiamente entre arte y vida, sino entre arte y matrimonio, que no es exactamente lo mismo.

La idea de la incompatibilidad entre la dedicación al arte y el estado matrimonial viene de muy antiguo. Pero, como es natural, se refuerza con el romanticismo, cuando el artista es considerado como una especie de sacerdote consagrado exclusivamente a la diosa Arte. En esta consideración late la misma idea que impulsó a la Iglesia católica a requerir el celibato de sus sacerdotes: que no se puede servir a dos señores. Y es que ni la entrega total al Arte ni la entrega total a Dios parecen compatibles con las mil y una preocupaciones que impone la vida de familia. Y esto es así, pese a todas las proclamas de los propagandistas de “la familia cristiana”, que ignoran (o pretenden contradecir) lo que el mismo Cristo dice al efecto en Mateo 12, 46-50 y en Lucas 2, 41-50 y 9, 59-62.

Bien, aunque sea de manera aproximada, como lo es todo en esta vida, se puede decir que Baroja y Kafka ilustran el significado que se desprende de la función disyuntiva del “o” situado a la mitad del título de este artículo.

La otra función, la explicativa de una equivalencia, vendría a aludir a todos aquellos escritores para los que el ejercicio de escribir no es algo aparte o separado de la vida, sino la expresión natural de las propias capacidades vitales. Y pienso en Goethe, naturalmente. Y en tantos otros, en general de raigambre clásica, que no sienten contradicción alguna entre la labor creadora y el normal desarrollo de la vida en sociedad. Desde Cicerón hasta Thomas Mann, pasando por Voltaire. Escritores en los que la letra, la escritura, forma parte de la vida (cuando menos, de su vida) de una manera natural y no conflictiva.

Pero la función explicativa del “o” podría también apuntar a algo muy distinto de lo que acabo de exponer. No se trataría ya de denotar una relación antagónica o armónica entre escribir y vivir, entre poesía y realidad, sino que contendría una proposición más bien metafísica, o fantasiosa (que viene a ser lo mismo), consistente en que la existencia humana no sería más que una ficción que tendría lugar a lo largo de la literatura universal. No es mala idea.

Ninguna idea es mala, si es fecunda. Y ésta lo es, al menos desde el punto de vista del escritor. La literatura, como realidad; la vida, como ficción literaria. Quién sabe. Al fin y al cabo, cuando dentro de miles de años se estudie nuestra civilización, al investigador de turno le costará Dios y ayuda establecer quién tuvo una vida real y quién ficticia, si Cervantes o Don Quijote, si Shakespeare o Hamlet. Del mismo modo que en nuestros días no sabemos si otorgar más realidad a Aquiles o a Homero. Aceptemos que la ficción es un producto de la vida, pero también que la vida es obra de la ficción, de la mente. “El mundo es mi representación”, dice el filósofo. Pero no me he asomado a esta ventana para filosofar, sino para contemplar la vida, la vivida y la imaginada. La vida del escritor.

Escritores, los hay de muchas clases. De tantas como de seres humanos en general. Unos escriben por la mañana temprano (Goethe); otros, por la noche tarde (Kafka). Unos se implican en la vida de su sociedad (Zola); otros cultivan un mundo aparte (Huysmans). Unos están instalados en la razón (Voltaire); otros, en el sentimiento (Rousseau). Unos creen en el más allá (Chesterton); otros, apenas en el más acá (Sartre). Unos se mueven entre la alta cultura (Mann); otros, entre oscuros pueblerinos (Faulkner). Unos son todo espíritu (Tagore); otros, todo sexo (H. Miller). Unos son conservadores (T.S. Eliot); otros, revolucionarios (Alberti). Unas son aristócratas (Pardo Bazán); otras, obreras (Alfonsina Storni). Unos son piadosos (Verdaguer); otros, impíos (Sade). Unas son vitales (De Staël); otras, enfermizas (Woolf)…
Cuánta variedad, cuánta riqueza. Y algunos dicen que leer es aburrido… Bueno, si solo leen a ciertos escritores de aquí y ahora, no seré yo quien les contradiga.

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Enseñar a escribir. El artista como crítico. Oscar Wilde. (A.E.P. s.e. 2)

ALTER.- Estoy pensando en apuntarme en una escuela de escritura…

EGO.- ¿Y piensas pensarlo mucho?

ALTER. – Es que no lo tengo claro. ¿Tú crees que se puede enseñar a escribir?

EGO.- Todo se puede enseñar… menos lo que realmente importa.

ALTER.- Vaya, otra brillante paradoja, que espero que desarrolles de forma comprensible.

EGO.- Paradoja aparente que, como todas las del amigo Oscar, encierra una verdad irrefutable. Él la formula así: la educación es una cosa admirable, pero es bueno recordar de vez en cuando que nada que valga la pena saber se puede enseñar. Y yo te pongo estos ejemplos: no se enseña a ser padre, ni a ser amigo, ni amante, ni honrado, ni valiente. Estas cosas no se aprenden por trasmisión de conocimientos o técnicas sino, en todo caso, por contagio. Aunque la verdad es que yo creo que no se aprenden de ninguna manera: se es o no se es.

ALTER.- Bien, ya solo falta que coloques la escritura creativa, la literatura, en alguna de las dos categorías para que podamos concluir si es o no “enseñable”.

EGO.- Alter, procuremos no simplificar las cosas. Para eso ya están los medios de comunicación. Tú pretendes que me pronuncie de buenas a primeras sobre si la literatura es algo que vale la pena o no según el criterio oscariano, y por lo tanto si es “enseñable” o no. Pero yo pienso ir por otro camino. Veamos. Todas las artes requieren un aprendizaje. El dominio de la pintura, la escultura, la danza, la música no se conciben sin un largo proceso de apropiación de las técnicas existentes y desarrollo de las propias, siempre bajo la guía de unos maestros o expertos.

ALTER.- ¿Todas las artes, has dicho?

EGO.- Sí, hay una excepción.

ALTER.- La literatura… ¿Y se puede saber por qué? ¿Por qué esa excepción?

EGO.- Es lo que yo me pregunto. ¿Por qué cualquiera que sabe escribir, en el sentido material y mínimo, se cree capaz de escribir en el sentido artístico simplemente juntando palabras oídas y leídas y aplicando las normas de ortografía y sintaxis más o menos aprendidas en la escuela elemental?

ALTER.- Y por mucho que haya leído… Porque yo no creo que nadie, por el hecho solo de haber oído mucha música, esté capacitado para componer.

EGO.- Por supuesto que no. Pero, bueno…no es exactamente lo mismo.

ALTER.- Ah, ¿no es lo mismo? Entonces, ¿te parece normal que no se requiera ninguna formación técnica para ser escritor y que en cambio sea imprescindible para las otras artes?

EGO.- No sé que quieres decir con eso de “normal”. No se trata de normalizar o igualar todas las artes. Cada una tiene sus características propias. Y la literatura se caracteriza por poder desarrollarse sin necesidad de una formación técnica más o menos estandardizada. Es un hecho que se da… Bueno, en realidad, es un hecho que se ha dado siempre. Y es inútil negarlo o desautorizarlo.

ALTER.- Así que tú crees que las escuelas de escritura no sirven para nada, que no se puede enseñar a escribir,

EGO.- Yo no he dicho semejante cosa. Y no pongas en mi boca palabras que no he pronunciado, esto no es una entrevista periodística… A ver, yo no tengo ninguna experiencia en escuelas de escrituras, ni como enseñante ni como enseñado. Por lo tanto no te puedo decir, no puedo saber de primera mano si sirven o no para algo. Lo que te puedo decir es que casi todos, por no decir todos, los grandes escritores no las han conocido ni las han necesitado para crear sus obras.

ALTER.- Eso no es un argumento en contra. Quizá esos escritores que no las han conocido han tenido que esforzarse y sufrir lo suyo para dominar unas técnicas que, mediante un aprendizaje adecuado en una escuela de esas, hubiesen aprendido más fácil y cómodamente.

EGO. – Tienes razón. Pero, de todos modos, yo creo que la clave de la cuestión está en esa palabra que acabas de pronunciar: técnicas.

ALTER.- Soy todo oídos.

EGO.- Estoy convencido que en una buena escuela de escritura se enseñan técnicas incluso trucos, si quieres, que posibilitan que el alumno domine la expresión escrita con corrección y hasta con elegancia, pero…

ALTER.- Pero hay algo que no se puede enseñar, ¿no? ¿Y se puede saber qué es eso que en literatura no se puede enseñar?

EGO.- En literatura y en cualquier arte, lo que no se puede enseñar es el alma.

ALTER.- Metafísico estás.

EGO.- Una obra de arte, lo mismo que un ser humano, tiene un componente material y un componente espiritual. Y esto no tiene necesariamente que ver con ninguna concepción metafísica ni religiosa: es una manera de nombrar la realidad. Mediante una enseñanza adecuada puede uno aprender las técnicas que le permitan componer una obra, pero si esa obra no posee un alma no será después de todo más que un artefacto peor o mejor ajustado en todas sus partes, nada que merezca el nombre de obra de arte.

ALTER.- Y esa alma ¿dónde se adquiere?

EGO.- No se sabe dónde se adquiere. Pero sí dónde está…

ALTER.- ¿Dónde?

EGO.- Está, cuando está, en la totalidad de la obra. Una obra artística no es el resultado de la suma mecánica de los elementos que la componen. Tiene un alma, que solo se revela cuando se capta esa obra en su totalidad, de una manera, diría, intuitiva. Por eso, la labor de un profesor de escritura, como la de la mayoría de los críticos, es por completo irrelevante a los efectos de enseñar o analizar el verdadero arte. Y es que el alma no se revela en la mesa de operaciones.

ALTER.- Está bien pensado todo eso. Y creo recordar que en nuestra anterior época dijiste lo mismo con parecidas palabras, si no idénticas.

EGO.- ¿Qué quieres decir con eso? ¿Que me repito? Pues has de saber que repetirse es un privilegio de los viejos como yo. Y hacerlo notar, una grosería de los jóvenes como tú.

ALTER.- Bueno, bueno, no te pongas así… Y también recuerdo que dijiste algo de la crítica o de los eruditos profesionales de la literatura.

EGO.- Que esperas que repita literalmente…

ALTER.- No, no… y no seas tan susceptible. No le va bien a un maestro como tú.

EGO.- En eso tienes razón. Pero seguro que recuerdas también qué dije sobre los profesores y los críticos.

ALTER.- Pues no, es decir, solo creo recordar que no estuviste muy amable con ellos.

EGO.- ¿Sí? Es raro, porque suelo ser una persona muy educada…Pero ¿quieres que te diga una cosa? Después de leerlos bastante, te confieso que, salvo alguna rara excepción que ahora mismo no recuerdo, los profesores y críticos profesionales de la literatura no me interesan en absoluto, o sea, que me cargan absolutamente. Y eso que una de mis lecturas preferidas es el ensayo cultural, sobre todo el que trata de literatura.

ALTER.- Y eso, ¿cómo se compagina?

EGO.- Muy fácil. Leyendo solo a los literatos de verdad cuando tratan de sus cosas y de las de sus colegas de cualquier época.

ALTER.- A ver. Si lo entiendo bien, quieres decir que el mejor crítico o experto en literatura es el escritor, el creador.

EGO.- Eso mismo quiero decir.

ALTER.- Entonces la crítica y todos los teóricos de la literatura que no son también creadores no sirven para nada.

EGO.- Tú, como siempre, tergiversando mis palabras. Yo no he dicho que no sirvan para nada. Estoy hablando de mis gustos, de mis preferencias. Mira, prefiero una página de Thomas Mann tratando de Dostoyeski, o una de Pirandello tratando del humor que el mejor de los libros de George Steiner tratando de lo que sea.

ALTER.- Pues es raro…

EGO.- ¿Qué es lo raro?

ALTER.- Es que creo recordar que en cierta ocasión trazaste una distinción muy clara entre el creador, de espíritu sintético, y el crítico, de espíritu analítico. Y dijiste que el creador no sirve para crítico, igual que el crítico no sirve para creador. Incluso recuerdo que, con bastante mala uva, pusiste el ejemplo de Milan Kundera, teórico excelente y, por lo tanto, novelista…

EGO.- Vale, vale. De acuerdo. Te felicito por tu buena memoria. Pues te digo una cosa: que siempre he sido de esa opinión y que la mantengo. Lo que ocurre es que esos creadores que hablan de literatura, de la suya, de la ajena o del arte en general, no suelen hacerlo analíticamente, sino más bien descriptivamente. Te he puesto el ejemplo de Mann y Pirandello y puedo añadir otros, como Gombrowicz en sus diarios, Musil en sus ensayos, Stefan Zweig también en sus ensayos sobre algunos escritores y en cierta conferencia, muy interesante, sobre el misterio de la creación, y poetas como Octavio Paz, Luis Cernuda, T.S. Eliot… Sin olvidar al gran Oscar Wilde.

ALTER.- ¡El gran Oscar Wilde!…Ego, ¿quieres decir que no lo tienes sobrevalorado?

EGO.- No lo creo. Más bien creo que está subvalorado y, entre los admiradores, mal comprendido. Se le ensalza como maestro del ingenio y del humor y apenas se tiene en cuenta el hecho, que Borges destacó suficientemente, de que casi siempre tiene razón. Y conste que yo eliminaría el “casi”.

ALTER.- Pero reconocerás que algunas de sus paradojas no se sostienen.

EGO.- Me gustaría que pusieses un ejemplo… Y aún en el caso de que fuera cierto eso hay que tener en cuenta dos cosas: que a veces se toman como opiniones personales suyas las de algún personaje de sus obras y que el disparate ingenioso siempre es mejor que lo evidente vulgar y adocenado.

ALTER.- Así que Wilde también escribió sobre literatura…Pues yo creía que sólo era autor de obras de teatro y alguna novela.

EGO. – Sí, sobre literatura y el arte en general recuerdo dos obras: La decadencia de la mentira, certera, brillante, deliciosa, y El crítico como artista, no tan inspirada como la anterior, pero que le da cien vueltas a la mayoría de los sesudos ensayos literarios. Por cierto, las dos obras se desarrollan en forma de diálogos entre dos personajes.

ALTER.- ¡Genial! Como nosotros, ¿no?

EGO. – Eso quisiéramos…

(De Alter, Ego y el plan)

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Creer en Dios. Estos diálogos. Pirandello y la disolución del yo. (A.E.P. 9)

ALTER.- Ahora voy a hacerte una pregunta directa, y espero una respuesta directa. ¿Crees en Dios?

EGO.- Amigo Alter, ésa es la menos directa, la más ambigua de las preguntas posibles…imagínate cómo podrá ser la respuesta. Si me preguntas “crees en esa silla”, los dos sabremos muy bien a qué te refieres, y la respuesta será perfectamente ajustada a la pregunta. Pero si me preguntas “crees en Dios”, para empezar no sabemos de lo que hablamos, pues yo ignoro lo que tú entiendes por Dios y tú ignoras lo que yo pueda entender por Dios. Así que primero nos tendríamos que poner de acuerdo sobre el objeto de la pregunta.

ALTER.- Ningún problema. ¿Crees en el Dios de la Iglesia Católica?

EGO.- Creí en él hasta los veinte años. A partir de entonces se me empezó a difuminar.

ALTER.- ¿Hasta desaparecer por completo?

EGO.- No, nunca desapareció por completo. Pero perdió toda su eficacia moral.

ALTER- ¿Eficacia moral? ¿Qué quieres decir?

EGO.- Que dejó de ser el padre providente y bueno, para convertirse en un poder oscuro que no se sabe en qué consiste ni qué pretende.

ALTER.- Pero que existe…

EGO.- Amigo Alter, el problema no es si Dios existe o no existe, el problema es si se ocupa o no de nosotros.

ALTER.- Y tú qué crees.

EGO.- Que no. Yo diría que el individuo le tiene por completo sin cuidado.

ALTER.- Y, naturalmente, según tu especial deísmo, no hay comunicación posible entre el ser humano y ese Dios.

EGO.- Eso es otro asunto. Que Dios se desinterese por el individuo no supone que el individuo no pueda interesarse por Dios. Está la mística…

ALTER.- La mística…pero eso ¿es serio? Te creía enemigo de los irracionalismos.

EGO.- Y lo soy, cuando pretenden suplantar a la razón en su propio terreno. Pero la experiencia mística es territorio aparte.

ALTER.- Desisto, abandono. ¿Cómo hemos venido a parar aquí?

EGO.- Huysmans nos ha traído, y su catolicismo malo. Pero podemos cambiar el derrotero.

ALTER.- Estupendo.

EGO.- Pero esta vez voy a ser yo quien marque el rumbo.

ALTER.- Como siempre.

EGO.- ¿Tú crees que todo esto de que estamos hablando puede interesar a alguien?

ALTER.- Seguro.

EGO.- ¿Incluso a los jóvenes como tú o a los más jóvenes que tú?

ALTER.- Bueno, si la pregunta es si creo que hoy interesa la literatura, la respuesta es…no sé. Por una parte, es seguro que hoy se lee mucho más que hace cien años, cuando, hasta en los países civilizados había un importante porcentaje de analfabetos y la cultura era un bien muy mal repartido. En cuanto a los jóvenes…no sé…creo que el tiempo y las energías que dedican, a veces por necesidad, a los medios cibernéticos por fuerza los habrán de restar a la lectura.

EGO.- De manera que, en muchos de esos jóvenes, sería cierta la falsa excusa que siempre hemos tenido que oir.

ALTER.- ¿A qué te refieres?

EGO.- “Qué suerte tienes. A mí también me gusta mucho leer, pero no tengo tiempo”. ¿Te suena?

ALTER. Sí, claro.

EGO.- Y si observamos someramente los hábitos diarios del sujeto en cuestión, descubrimos sin ninguna sorpresa que tiempo tiene, para bastantes cosas superfluas o dañinas…como ver televisión, por ejemplo.

ALTER.- Claro, pero no para leer. De hecho, no miente.

EGO.- Pero finge. Finge que aprecia la lectura mucho más de lo que en realidad la aprecia.

ALTER.- ¿Se te ocurre por qué lo hace?

EGO.- El prestigio de la cultura, ahí está el secreto. Dígase lo que se diga, lo único que conserva auténtico prestigio es la cultura. La fama, la popularidad, el dinero, todo eso arrastra mucho más, por supuesto, pero incluso los mismos arrastrados saben, en su fuero interno, que los dioses que adoran son falsos. Durante siglos, la inteligencia tuvo que competir con la aristocracia, pero al final salió triunfante. Y desde entonces, el único prestigio sólido lo da la cultura. Y hablo de prestigio, no de otras cualidades más concretas y quizás más útiles. Y, por supuesto, me refiero a lo que antes se entendía por cultura…y que hoy tal vez habría que llamar alta cultura.

ALTER.- Para distinguirla de la llamada cultura popular o de masas…

EGO.- Sí, en general sí. 

ALTER.- Bueno, aún no te has pronunciado sobre si estos Diálogos interesarán o no a la gente.

EGO.- La pregunta era para ti.

ALTER.- Sabes muy bien que tú eres el señor de las respuestas.

EGO.- De acuerdo. Pues yo creo que el interés que pueda tener esto para el lector en general depende de nosotros.

ALTER.- ¿De nosotros?

EGO.- Sí, de lo interesante que sepamos hacerlo.

ALTER. ¿Tú crees? ¿No crees más bien que, al que no le interese la literatura, nada que trate de literatura le ha de parecer interesante?

EGO.- Depende. La cualidad de “interesante” no está en la naturaleza, no está en las cosas, no está en las materias o asignaturas; está en el arte de quien presenta todo eso.

ALTER.- ¿Quieres decir que tendríamos que ser artistas para hacer de esto algo interesante?

EGO.- Eso quiero decir.

ALTER.- ¿Y lo somos?

EGO.- Está por ver.

ALTER.- No lo veo claro. Aquí hay algo que falla. ¿Cómo se puede hacer arte improvisando de esta manera, al buen tuntún? Tendría que haber un autor, un coordinador, un responsable, alguien que escribiese el guión, que elaborase el plan…

EGO.- Sí, has dicho plan…sigue, por favor.

ALTER.- Imagina que esto es una obra dramática, hay unos personajes, hay un diálogo…claro que falta la acción, la trama…

EGO.- Pero piensa que en una novela como À rebours no hay prácticamente acción ni trama. ¿Por qué no podría ocurrir eso un una obra de teatro?

ALTER.- Más a mi favor. Porque en A contrapelo hay un autor, que se llama Huysmans.

EGO.- Y aquí hay dos, que se llaman Alter y Ego. Tú eres el autor de tu parte y yo soy el autor de la mía.

ALTER.- Pero eso no es serio…

EGO.- Hay muchos libros de entrevistas o conversaciones en que los personajes dialogan, sin necesidad de ningún autor.

ALTER.- Hay una diferencia: son personas reales.

EGO.- Y nosotros ¿qué somos?

ALTER.- Tengo mis dudas. ¿Conoces a alguien que se llame Ego? ¿O alguien que atienda por Alter?

EGO.- Bien, aun en el caso de que seamos personajes, entes de ficción, gozamos de completa libertad para hablar y para opinar. ¿Has leído a Pirandello?

https://antoniopriante.com/2017/11/21/pirandello-ser-o-parecer-i/

ALTER.- Sí, claro, Seis personajes en busca de autor.

EGO.- ¿Y qué te parece?

ALTER.- Un despliegue apabullante de ingenio…y de ingeniería teatral, una metáfora sobre la imposibilidad de representar la realidad, sobre la confusión entre ficción y realidad, entre apariencia y verdad, una constatación más de la angustiosa fragmentación del individuo, de la imparable disolución del yo…

EGO.- Bravo, veo que tampoco tú te ahorras la edificante lectura de la crítica literaria.

ALTER.- Hago lo que puedo.

EGO.- Eso de la disolución del yo se lleva mucho últimamente.

ALTER.- Ironías aparte, no me negarás que es un hecho cierto. Piensa que Pirandello es contemporáneo de Picasso y de Kandinsky.

EGO.- Lo que pienso es que el yo siempre ha sido bastante disoluto, desde San Agustín hasta Rousseau, pasando por el Shakespeare de Hamlet. Lo que ahora se da es una insistencia enfermiza sobre el tema. Parece que interesa más la deconstrucción que la construcción…y el arte es siempre construcción.

ALTER.- Quieres decir que todo el arte, toda la literatura moderna no es más que una manifestación patológica…

EGO.- Quiero decir que buena parte del arte y de la literatura moderna es una larga epigonía del romanticismo. Y ya conoces la sentencia de Goethe: lo clásico es lo sano, lo romántico es lo enfermo.

ALTER.- O sea, que Pirandello no es más que un pobre enfermo que no hay que tener en cuenta.

EGO.- No seré yo quien diga esa barbaridad. Para mí, Pirandello es uno de los mayores genios teatrales de todos los tiempos. Y todo eso que has apuntado está en su obra, naturalmente, como reflejo de su tiempo, que es el nuestro. Pero hay algunas cosas más.

ALTER.- Por ejemplo…

EGO.- Por ejemplo, la contraposición entre la fluidez e inaprehensiblidad de la vida y la fijeza de la forma artística, la imposibilidad de comunicación con sólo el medio abstracto de las palabras, la idea de que la fantasía humana es el instrumento de que se sirve la naturaleza para proseguir su obra creadora, la esencial multiplicidad del individuo según sus posibilidades de realización, por una parte, y según los puntos de vista de los observantes, por otra.

ALTER.- O sea, la fragmentación, la disolución.

EGO.- Sí, pero asumida de una forma creadora. Él, mejor que nadie, ha puesto sobre el papel la terrible angustia del que descubre que su yo imaginado no existe como tal para los demás. En su novela Uno, nessuno, centomila el protagonista empieza por descubrir que para su mujer ni siquiera físicamente es tal como se imagina ser, hasta llegar finalmente a la conclusión de que cada uno de los que le rodean lo ven de distinta manera, de que es tantas personas como miradas se posan en él, de que no es nadie en sí mismo, sino algo que continuamente se crea y se rehace desde fuera.

ALTER.- O sea, la fragmentación, la disolución.

EGO.- Sí, en esta novela se queda en ese punto, que no deja de ser parcial, ya que a lo que se alude es al individuo social, pero en el conjunto de la obra lo supera genialmente. La vida es así de imprecisa, vaga e inasible, viene a decir, sólo el arte, mediante la fijeza, la eternidad de la forma, puede transformarla en una realidad indestructible.

ALTER.- ¿Quieres decir que el arte es más real que la vida?

EGO.- Es lo que decía Oscar Wilde, y no me extrañaría que en este mismo sentido. Ya Borges descubrió que lo asombroso de Wilde es que siempre tiene razón.

ALTER.- Lo siento, pero discrepo. El arte puede ser más consistente que la vida, puede ser inalterable, indestructible, eterno, si quieres, pero no deja de ser un producto de la fantasía. Real, lo que se dice real, es la vida. Sólo en la vida se sufre y se goza en carne propia…

EGO.- Por un instante, por una sucesión de instantes que se consumen en el mismo acto de producirse… y de todo eso ¿qué queda? Un pálido recuerdo, a menudo mixtificado, que no se puede comparar con la sólida realidad de la obra de arte. Dime, visto desde aquí y ahora ¿te parece más real Cervantes que don Quijote, Shakespeare que Hamlet?

ALTER.- Ahora puede parecernos lo que quieras, pero en su momento Cervantes era un ser de carne y hueso, mientras que don Quijote era un mero producto de su fantasía, un personaje de ficción.

EGO.- Hay personajes de ficción con más fuerza y realidad que la inmensa mayoría de las personas de carne y hueso.

ALTER.- Pero son de ficción.

EGO.- Personajes que hasta llegan a rebelarse, a hablarle de tú a tú al autor, como los del drama de Pirandello que has citado, o el de Niebla, de Unamuno, o el que no paraba de escribirle cartas a su autor, Eça De Queirós, o los que se ponían a escribir libros por su cuenta, como los de Pessôa.

ALTER.- Pero son de ficción, de ficción…

EGO.- Ma chè finzione!…Realtà, realtà, signori! realtà!

(De Alter, Ego y el plan)

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La imaginación

La imaginación es la facultad del alma de representarse cosas reales o ideales. Así es cómo la define la RAE. Pero mejor no nos guiemos por definiciones canónicas. Sobre todo cuando todo el mundo sabe de lo que se está hablando, como es el caso.

Lo cierto es que la imaginación es una facultad humana de la máxima importancia. Sin imaginación no seríamos lo que somos, es decir, lo que imaginamos ser. Y somos lo que imaginamos ser, evidente. Otra cosa es lo que imaginan los otros que somos, que suele ser bastante distinto de aquello que imaginamos que somos. Y he aquí que, sin darme cuenta, me he deslizado hacia aquella cuestión que tenía obsesionada a una mente tan clara como la de Pirandello: ¿Somos realmente lo que creemos ser o hay tantos yoes como miradas se posan en nosotros?… Pero abandonemos la espinosa senda de la filosofía y permanezcamos en la más segura de la palabrería.

La imaginación es como la última mano de pintura que damos a la realidad. Gracias a la imaginación podemos decir que una puesta de sol es algo maravilloso, o que las nubes son figuras cambiantes de seres fabulosos, o que el obligado saludo de la vecina es una clara invitación a compartir delicias soñadas. Gracias a la imaginación saludamos al nuevo día convencidos de que será distinto del anterior. Tan fuerte es la imaginación que, cuando somos jóvenes y sanos, nos induce a pensar que la enfermedad y la vejez es cosa de los otros.

La imaginación es una facultad absolutamente necesaria para la vida humana. Sin ella, nos derrumbaríamos. ¿Que exagero? Basta pensar qué sería de los grandes personajes, de los líderes mundiales, si no pudiesen imaginarse que son lo que imaginan que son. Se disolverían en el espacio como pompas de jabón. Y también para el artista es importante la imaginación. No solo para crear la obra, sino, sobre todo, para pensar que esa obra tiene algún sentido o sirve para algo.

Y es que, seamos claros, ¿por qué escribo yo estas cosas aquí? Porque imagino que alguien las lee, que le gustan y que hasta musita ¡qué bien escribe Priante!

Y así funciona el mundo.

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Pirandello ¿fascista? II

En 1904 Pirandello publica El difunto Matías Pascal, que obtiene un rápido éxito en Italia y en el extranjero, una fábula sobre la necesidad de huir, de ser otro. Pero es en la producción teatral donde su arte se va depurando hasta alcanzar cimas insospechadas. En 1917 estrena su primera obra revolucionaria, Así es (si así os parece), drama sobre la incognoscibilidad, cuya manifestación externa es la locura; en 1921 seis personajes en busca de autor asaltan el escenario e imponen a los actores la representación de sus vivencias atormentadas entre la indignación y el entusiasmo de los espectadores.

Y mientras los éxitos se suceden, su vida íntima no halla reposo. Finalmente su esposa es ingresada en una casa de salud. El infierno ha cesado, pero el paraíso permanece inalcanzable: los hijos, la diferencia de edad, los pudores secularmente arraigados, impiden que su amor otoñal por la joven actriz Marta Abba llegue a realizarse.   Quizá pensando en ella, en la necesidad de crear un teatro nacional que asegure a ambos un futuro, un año después del famoso encuentro, escribe a Mussolini solicitando ser admitido en el partido como simple militante (il posto del più umile e obbediente gregario). Meses después, obtiene una subvención de 50.000 liras para la reestructuración del Teatro Odescalchi. 

En su novela Uno, ninguno, cien mil el protagonista empieza por descubrir que, para su mujer, ni siquiera físicamente es tal como él se imagina, hasta que llega finalmente a la conclusión de que cada uno de los que le rodean lo ve de distinta manera, de que es tantas personas como miradas se posan en él, de que no es nadie en sí mismo, sino algo que continuamente se crea y se rehace desde fuera. Uno de esos Pirandellos fue miembro del Partido Fascista – aunque nunca “intelectual del régimen” -, pero no el artista, no el que escribió: “He estudiado el dualismo del ser y del parecer, la descomposición de la realidad y de la personalidad…”.

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Pirandello ¿fascista? I

El 22 de octubre de 1923, en el palacio Chigi de Roma, Benito Mussolini, líder del joven fascismo, amo casi absoluto de Italia desde que, un año antes, el rey le confiara la formación del gobierno ante la presión imparable de los camisas negras, recibe a un escritor de fama creciente. No es precisamente un D’Annunzio, decadente y aventurero, rostro glamouroso del fascismo. Su aspecto es el de un respetable burgués. Pero sus obras contienen más dinamita de la que un anarquista podría transportar.

Y ahí están, frente a frente, el constructor de un orden férreo y el destructor del orden mental del buen burgués. El político dice que ante el desorden de la vieja política se ha de implantar un orden nuevo. El escritor sabe que la vida es algo inaprensible, que continuamente se escapa, y que sólo puede fijarla, contenerla, una forma, que es el arte. ¿Es esta similitud lejana, casi imposible, la que lleva al escritor, Luigi Pirandello, a pensar que se halla delante de un gran hombre, de un verdadero salvador de la patria?

Pirandello había nacido en Girgenti, hoy Agrigento (Sicilia). Su padre era propietario de un negocio al mayor de azufre. El bienestar económico familiar permite al joven Luigi dedicarse a sus aficiones, la escritura y el estudio, sin plantearse proyectos a largo plazo. Estudia en Palermo y luego en Roma. A los veintiún años prosigue sus estudios en Bonn (Alemania), donde se licencia con una tesis sobre el habla de Girgenti.

De regreso a Italia, se casa con la mujer que se le tenía destinada, Maria Antonietta Portolano, hija del socio del padre. Y escribe, escribe continuamente, sobre todo relatos cortos, que publica en revistas y periódicos sin cobrar una lira. Hasta que se produce el desastre. Una inundación destruye las existencias de azufre del negocio familiar. La ruina. Maria Antonietta cae en una depresión profunda y su mente se adentra cada vez más en los laberintos de la paranoia. Pirandello empieza a cobrar por sus escritos y entra de profesor en un instituto femenino, situación que dispara hasta lo insoportable los celos enfermizos de la esposa. ¿Cómo escapar?… (continúa)                              

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