Archivo mensual: diciembre 2016

Cui prodest?

Nunca me detengo a escuchar a un loco. Quiero decir a esa clase de personas que te interpelan por la calle para soltarteloco un discurso más o menos incoherente. Los hay de varios tipos, desde el tranquilo y educado, que parece que habla para sí mismo, hasta el impetuoso que no deja de presionarte para obtener tu aprobación.

Pero en aquella ocasión no pude escapar. Fue a la salida de la biblioteca, se me plantó delante, casi cortándome el paso:

– Usted me entenderá, estoy seguro. He visto los libros que consultaba y sé que un hombre que lee todo eso no puede quedar indiferente a mis descubrimientos. Bueno, reconozco que es precipitado hablar de descubrimientos, más bien debería decir de mis pesquisas… Porque de eso se trata. ¿Qué opina de la novela negra? Yo creo que, aunque en sí no tiene gran valor, es una magnífica herramienta para aplicar a ciertos aspectos o problemas de la vida y del pensamiento, ¿no cree? Todo consiste en hallar al culpable. Al culpable del crimen, por supuesto. Pues bien, yo creo que el método que utiliza ese tipo de novela – o el detective de la realidad, si es que existe eso tal como se cuenta – puede servir también para hallar al Gran Culpable.

– ¿Gran Culpable? – aventuré.

– Sí, sí. Como lector de Cicerón usted conocerá aquella expresión que el orador utiliza para identificar al responsable de una ilegalidad. Cui prodest?

– Sí. ¿A quién beneficia?

– Exacto. Y dígame ahora, ¿a quién beneficia la existencia universal?

– ¿Cómo dice?

– Oiga, no se haga el loco. Sabe perfectamente a qué me refiero. No estamos aquí por casualidad, yo no elegí venir al mundo, ni yo ni nadie, ni usted tampoco. Y una vez lanzados a la existencia, ¿con qué nos encontramos? Con un espectáculo absurdo, delirante, incomprensible. Y lo peor es que no somos espectadores, sino actores, es decir, víctimas. Al nacer, lloramos como si fuésemos conscientes de lo que nos espera. Con grandes dificultades, en medio de renuncias obligadas y de cuentos fabulosos para domesticarnos, vamos creciendo buscando la felicidad, o el placer, allá donde al final resulta que no se encuentran. Todo es un engaño, un engaño colosal para que vayamos viviendo y propagando la vida. Una vida en la que lo único cierto es el dolor (la dicha solo es un brevísimo paréntesis de ausencia de dolor), la enfermedad, la vejez y la muerte. Hasta que volvemos al punto de partida: la nada. ¿Para qué todo ese viaje? ¿Para qué tantos seres vivos torturados por la miseria y la enfermedad, o por la maldad de otros seres vivos también torturados? Para qué sirve todo eso, este inmenso crimen que sufrimos día a día, minuto a minuto, ¿a quién beneficia?

Cui prodest?

– Bien, veo que ya va entendiendo.

– No crea… La verdad es que no veo por qué ha de haber un beneficiado de todo eso. Las cosas son como son, y punto. Por cierto, ¿se refiere usted a Dios?

– Por favor, no me tome por idiota. Dios es una palabra sin sentido, un puro comodín, que la gente utiliza para nombrar sus particulares fantasías. Yo me refiero a algo que no tiene nombre, yo me refiero a eso que hay que descubrir y desenmascarar como autor y responsable de este hecho criminal que es el mundo, de este espantoso genocidio total.

– Usted quiere decir que ese ente o cosa que ha puesto en marcha todo esto se beneficia de alguna manera de ello.

– A la fuerza. ¿Por qué lo habría hecho, si no?

No supe qué decir. La lógica del hombre era imbatible. Excepto si se consideraba el asunto desde otro ángulo.

– ¿Y no ha pensado que la existencia universal, como usted dice, pueda haberse generado a sí misma, que sea solo fruto del azar?

Aquí el hombre estalló con una risa feroz, incontenible.

– ¡Ja, ja, ja, ja!… ¡El azar, sí, el azar!…¡ ja, ja, ja, ja, ja! El azar…

Estaba furioso, con los ojos inyectados en sangre. Pensé que me iba a agredir. Pero de pronto, se volvió y echó a correr hasta perderse en la oscuridad de la tarde invernal.

Decía que nunca me detengo a escuchar a un loco. He de ser más estricto en esto.

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La impaciencia de Stefan Zweig

Pero es el caso que Stefan Zweig era una persona impaciente, en el arte como en la vida. En un pasaje de sus memorias, reflexionando sobre la inmensa fama que llegó a alcanzar, se pregunta por el secreto de aquella escritura suya, que cautivó a millones de lectores. Y se responde:

creo que proviene de un defecto mío, a saber: que soy un lector impaciente y temperamental […] me irrita lo prolijo, lo ampuloso y todo lo vago y exaltado, poco claro e indefinido, todo lo que es superficial y retarda la lectura.

Y añade que la fase más importante de su proceso creativo es aquella en que elimina todo lo que considera innecesario,

pues no lamento que, de mil páginas escritas, ochocientas vayan a parar a la papelera y sólo doscientas se conserven como quintaesencia.

Una opción de naturaleza estética que le dio muy buenos resultados.

No de otra naturaleza fue la decisión de quitarse la vida ante la fea presencia de unos tiempos que, sin duda, había que tirar a la papelera. 

(De Del suicidio considerado como una de las bellas artes)

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Oscar Wilde: justicia poética post mortem

Dante Alighieri, por quien Wilde sentía gran admiración, fue quizá el único gran artista que supo tomarse la justicia poética por su mano. Él mismo se encargó de encerrar en el infierno a sus enemigos y a los enemigos de sus amigos. Y allá estarán mientras la literatura exista. Wilde podría haber hecho algo parecido. Colocar en un infierno creado al efecto a jueces, carceleros, marqueses y falsos amigos. Recursos no le faltaban…Pero no, no podía. No tenía la férrea personalidad de Dante, como él mismo reconoció; él era un griego pacífico y suave.

De todos modos, aunque incapaz de hacerla por sí mismo como su admirado florentino, con aquella clarividencia que siempre le había distinguido sabía muy bien que la justicia poética acabaría imponiéndose también en su caso.

En cierta ocasión, ya en su exilio francés, repasaba con Harris adónde habían llegado algunos de sus antiguos compañeros de estudios – uno de ellos, Curzon, nada menos que a virrey de la India – y añadió:

La espantosa injusticia de la vida me vuelve loco. Después de todo, ¿qué han hecho ellos en comparación con lo que yo he hecho? Supón que muriésemos todos ahora: dentro de cincuenta o de cien años nadie se acordará de Curzon o de Wyndham o de Blunt. Su vida, lo mismo que su muerte, no importará a nadie en absoluto. En cambio, mis comedias, mis cuentos y La balada de la cárcel de Reading serán conocidos y leídos por millones de personas, y hasta mi mismo infortunado destino despertará una simpatía universal.

Amén. Quiero decir que así ha sido.

El futuro es la patria del artista. El presente es el campo de acción de los Curzon, de los graves magistrados y de los grandes potentados, de los políticos avispados y de los ávidos financieros. Ellos forjan la realidad social sobre la base de sus intereses mezquinos y de la mediocridad de sus almas.

El artista es un pájaro que canta. A veces, intentan disparar sobre él, y en ocasiones lo hieren. Pero siempre, vivo o en apariencia muerto, consigue alzar el vuelo. Y su canto nos llega desde la altura. Y nos ayuda a soportar este mundo infeliz, obra siniestra de los que nacieron sordos para la música.  

(De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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