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Gerontofobia

… senectus; quam ut adipiscantur omnes optant, eandem accusant adeptam. Tanta est stultitiae inconstantia atque perversitas. (Cicero: De senectute)

Me he enterado de que el código penal de este país – y los de otros varios, supongo – cuenta desde hace unos años con una nueva figura delictiva: el delito de odio. La ocurrencia me ha hecho sonreír: ¿para cuándo el delito de envidia? ¿o el de menosprecio? ¿o el de tedio? Y es que las pasiones no pueden constituir un delito, a no ser que se plasmen en acciones u omisiones criminales, pero cada una de éstas ya está tipificada por sí misma.

Por otra parte, he de reconocer que el odio es quizá la pasión que más conductas delictivas genera. Sobre todo, el odio a ciertos colectivos.

Los colectivos que más odio concitan son por todos conocidos: extranjeros, pobres, ciertas razas o religiones, etc. Odios que, por cierto, suelen ser agitados y manipulados desde determinados centros políticos. Pero hay uno que, por no habérsele encontrado de momento rendimiento político claro, permanece en un discreto segundo plano, no obstante la insistencia de sus manifestaciones. Me refiero a la gerontofobia, el odio a los viejos.

Un amigo mexicano, de visita en nuestro país, quedó asombrado por la ingente cantidad de ancianos que veía por las calles. Y es que España, como toda Europa, se está convirtiendo en la reserva mundial de viejos. Pero esto es buena señal: indica que aquí se vive bien y por largo tiempo. Claro que también significa una pesada carga para los jóvenes, es decir, para los que desean alcanzar la condición de viejos. Y esto, añadido al nada agradable efecto estético de su sola presencia y a las molestias que suelen ocasionar, creo yo que va propiciando la salida de la gerontofobia del armario social.

En México no hay gerontofobia. Bueno, lo que al parecer no hay son viejos. Es como ocurría aquí por los años 60 del pasado siglo: ante las noticias sobre los conflictos raciales en Estados Unidos, un personaje del régimen político de entonces sentenciaba orgulloso: en España no hay racismo. No, corregía el sentido común (normalmente vetado por el gobierno), lo que en España no hay son negros.

anibalNo se puede legislar sobre las pasiones. El odio es irreprimible. Como el amor. El odio ha llenado las páginas de la historia, desde aquel Aníbal que, a los nueve años, juró “odio eterno a los romanos” hasta los modernos fundamentalistas. El amor ha llenado las páginas de la literatura, desde el vivamus atque amemus, de Catulo, hasta el amor, terror de soledad humana, de Cernuda. Respetómoslos.

Y al gerontófobo deseémosle larga vida. Muy larga. Para que, mucho antes del final,  le sorprenda en el espejo el rostro odiado y, a partir de ahí, pase el resto de su boba existencia en compañía de las repugnantes arrugas y los molestos achaques ya no ajenos.

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Todos desean alcanzar la vejez y, al tenerla, se quejan de ella. Tanta es la inconstancia y la perversidad  de la insensatez. (Cicerón: De la vejez)

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Nunca discutas de política en la red

 

Que también se podría titular:

De la inutilidad del debate político entre particulares.

Y con esta frase está dicho todo. Y es que no hay ejercicio más vacío, estúpido e inútil que defender las propias convicciones políticas o ideológicas frente a otros que defienden convicciones opuestas. Nadie cede ni está dispuesto a ceder nunca en sus posiciones, nadie atiende a los razonamientos del otro. Cada cual tiene su verdad y lo que alega el otro es falsedad o locura.

Si uno considera que una cosa es verde y otro la ve azul, es imposible que se llegue a cierta mezcla de colores. Lo posible y hasta parece que inevitable es que de las descalificaciones de la opinión contraria se pase a las descalificaciones del opinante contrario y de ahí al insulto directo.

Aunque lo normal es que se salte la fase de considerar la opinión contraria para entrar directamente en la del insulto.

Entonces, si las cosas son así, si siempre funcionan de este modo, ¿por qué se discute en las redes? ¿Qué sentido tiene enfrentarse dos particulares dispuestos a priori a no ceder ni un milímetro en sus posiciones respectivas?

Insisto en lo de “particulares” porque entre los políticos profesionales las cosas no son exactamente así. El profesional tiene unas responsabilidades, unas perspectivas, que en un momento dado le pueden aconsejar ceder en un punto para quizá avanzar en otro, y esto hace que las posiciones puedan no ser tan enquistadas.

Pero el particular ¿qué consigue? ¿Qué obtiene de ese continuo batirse a palos con los ojos vendados?

Ignoro si la energía que muchos gastan en esas peleas internáuticas se ven compensadas por algún beneficio personal o íntimo. Lo dudo mucho. Tanto lo dudo que no puedo menos que repetir mi consejo:

Nunca discutas de política en la red.

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La gimnasia con la magnesia

Para mí la democracia es un abuso de la estadística. Y además no creo que tenga ningún valor. ¿Usted cree que para resolver un problema matemático o estético hay que consultar a la mayoría de la gente? Yo diría que no; entonces ¿por qué suponer que la mayoría de la gente entiende de política? La verdad es que no entienden, y se dejan embaucar por una secta de sinvergüenzas…

Este párrafo tan directo y rotundo tiene por autor a uno de los escritores en lengua española más oblicuos y refinados. Borges, como muchos saben. Se nota que quería dejar bien claro lo que pensaba sobre el tema, que el asunto no quedase enredado en las brumas de la literatura. Y esto es algo que muchos le han agradecido – antidemócratas y demócratas dubitativos -,  que ven ahí la confirmación de sus convicciones o la respuesta a sus dudas. Pero ocurre que un escritor, por el hecho de ser escritor, no es un profeta, ni un oráculo, ni siquiera un experto en cada uno de los temas que aborda. Entonces, es lícito preguntarse ¿tiene razón? Y no digo ya si su proposición es verdadera, es decir, si se corresponde con la realidad, cosa siempre opinable, sino si el razonamiento es correcto. Pues bien, yo creo que no, que no lo es.

Es verdad que la ciencia no puede ser sometida a la decisión de la mayoría – aunque al principio lo es, de la mayoría de sus cultivadores -, ni la filosofía, ni el arte, ni ninguna actividad que requiera formación, sensibilidad y un esfuerzo constante por ensanchar los límites del ser humano. Cada una de ellas tiene sus propios instrumentos de valoración: comprobación empírica en el caso de la ciencia, efecto estético en el del arte y… no sé bien qué en el de la filosofía.

Pero que ni la ciencia, ni la filosofía ni el arte puedan ser sometidas a la decisión de la mayoría no significa que tampoco pueda serlo la política. Porque resulta que la política no es ciencia, ni filosofía, ni arte (en sentido estricto). Y al meterlo todo en el mismo saco, nuestro admirado escritor hace trampa. O quizá, inocentemente, confunde la gimnasia con la magnesia. La política es el arte (en sentido amplio) de gestionar los intereses de todos, tratando de armonizarlos en sus aspectos contradictorios.

Otra trampa consiste en descalificar el voto democrático alegando que “la mayoría de la gente no entiende de política”. Por supuesto, y me gustaría saber en qué consiste entender de política. Pero toda la gente entiende de sus intereses, y sabe o puede saber el modo de encontrar a las personas que mejor los defiendan. Y de eso trata la política. Es decir, de una cosa tan simple – aunque a veces no lo parezca – como gestionar una comunidad de vecinos.

Todos esos que comparten la opinión de Borges se olvidan de añadir qué es lo que habría de sustituir al sistema democrático. Porque, si se prescinde del voto, ¿qué procedimiento se habrá de seguir para designar a las personas mejor calificadas para gobernar? ¿La autodesignación de los que se creen más capacitados? ¿Una Escuela de Altos Estudios Políticos de la que irían manando nuestros gobernantes? ¿O quizá el genio infalible del pueblo, la nación o la raza? No sé. No lo veo claro.

O sea, que me quedo con lo que hay. Cierto que lo que hay está plagado de defectos, que muchas decisiones capitales no se toman por los cauces democráticos, que los que gobiernan no tienen el poder efectivo que dicen tener, que a veces la democracia oficial está tan desvirtuada que reclamar democracia real se convierte en un acto revolucionario. Pero esto no tiene nada que ver con lo otro. No confundamos también la gimnasia con la magnesia. O, lo que es peor, el culo con las témporas.

 

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Corrupción pública

Al inaugurar este Blog me propuse, y lo dejé escrito, que no tocaría temas de actualidad rabiosa. Así que, leído el título de esta entrada, no vaya nadie a pensar que voy a tratar del caso español, que además ya está  muy tratado. Lo que me propongo – humildemente, no soy quién para dar lecciones a nadie – es reflexionar un poco sobre lo que me parece un malentendido por parte de la opinión pública mayoritaria.  Y es la idea de que la corrupción es una especie de lacra letal de la política y que acarrea la decadencia y muerte de la sociedad.

Nada más lejos de la verdad. En las sociedades democráticas, la corrupción es un abuso de confianza, una traición, una burla, un delito. Y en virtud de todo ello es acreedora de la reprobación e indignación de los ciudadanos y del correctivo de la justicia. Eso es todo.

Pero hay numerosas voces éticas empeñadas en ligar indisolublemente la corrupción política con la decadencia y desintegración de los pueblos.  Y yo creo que este empeño parte de una especie de voluntarismo idealista que no tiene en cuenta los datos de la realidad, o sea, de la historia.

A lo largo de los siglos se ha dado el caso frecuente de que las naciones dominantes, en su momento de máximo esplendor, estaban “podridas”, diría alguien, por la corrupción en todos los niveles.  Solo hay que pensar en Roma, donde, en la época de mayor auge, entre otras cosas  se sobornaba a los jueces con dádivas que incluían bellos jovencitos (cuenta Cicerón), o en los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX , país que puso Ortega como ejemplo de que la existencia de la corrupción pública y privada no guarda relación con el poderío de una nación y el bienestar de sus ciudadanos.

Y mejor que no demos un vistazo al extremo opuesto. Basta comparar la esplendorosa y corrupta Florencia renancentista con lo que habría hecho de ella Savonarola. O pensar  en la de cabezas que habrían seguido manando de la guillotina si se hubiese mantenido en el poder el “incorruptible” Robespierre. O en la alegre vida en una supuestamente incorrupta Albania estalinista, etc., etc.

No, lo que enerva el vigor de pueblos o naciones no es la corrupción. Es la falta de vigor. Hay sociedades vivas, es decir, con mucha vida dentro, y sociedades enfermas, es decir, con apenas vida dentro. Y la existencia o no de corrupción pública tiene poco o nada que ver con esto. Y no se me entienda mal, que los hay siempre dispuestos a entender lo contrario de lo que claramente se dice. Por si acaso, repito:

En las sociedades democráticas, la corrupción es un abuso de confianza, una traición, una burla, un delito. Y en virtud de todo ello es acreedora de la reprobación e indignación de los ciudadanos y del correctivo de la justicia. Eso es todo.

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