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Caro Diario. Último cuaderno

cuaderno enri

Hace casi cuatro años se me ocurrió poner en el Blog, y como reclamo en Facebook, algunos fragmentos de mi Diario de adolescencia y juventud (de los 18 a los 25 años aproximadamente). El interés del asunto era el de observar desde la lejanía del tiempo lo que bullía en aquella mente, que sigue siendo esta que utilizo para pensar y escribir. Interés para mí. Para el lector, o más propiamente lectora, también hubo o creí percibir ciertos gestos de interés. O de curiosidad.

Ahora, se me ha ocurrido transcribir algunos fragmentos o pensamientos del Diario de ancianidad. El interés, para mí, consiste en comparar el joven con el viejo, los sueños de futuro con con lo realmente vivido, las emociones y reflexiones de los primeros pasos, con las emociones (si es que quedan) y reflexiones de los últimos. El interés para la lectora…está por ver.

Porque es evidente que se trata de los últimos pasos. Y es que teniendo en cuenta, el número de páginas del cuaderno en el que escribo, que lo inicié en febrero de 2013, que ya solo anoto de vez en cuando y el dato de mi edad, está claro que éste será el ÚLTIMO CUADERNO.

[Mejor leer antes: Caro Diario. Las citas]

 

8-II-13

Buena fecha para empezar un nuevo cuaderno. Hoy se cumplen 55 años de que inicié el primero.

¡55 años! ¡Y cuántos muertos por en medio! El último, MA. Pero, en fin, es lo normal. “Sabía que era mortal”, dijo Cicerón. Una perogrullada que necesitaba el refrendo de un clásico.

16-II-13

Como varias veces desde que he vuelto a vivir aquí, he pasado por delante de los Maristas. Me he detenido un momento para contemplar el edificio, y he vuelto a sentir ese golpe de nostalgia que me da en tales ocasiones.

¿Soy el mismo? Sí, pero tan lejano… Solo en esos breves instantes siento la extraña emoción de ser todavía y no ser aquel niño. Un “yo” que abarca desde entonces hasta ahora ¿quién es capaz de decir que no existe?

20-VII-13

El abismo que nos sostiene. Buen tema de reflexión para el blog. Buenísimo, si sé desarrollarlo felizmente.

La frase alude a lo siguiente. Por mucha racionalidad que haya en nuestra vida y en nuestros pensamientos, en última instancia todo se apoya en algo irracional e inexplicable. Y esto es aplicable tanto al individuo humano como a la sociedad en su conjunto. Este segundo aspecto está perfectamente ilustrado por el “sueño de nieve” de Hans Castorp de La montaña mágica.

Parece como si toda la luz y claridad del mundo se basase en la siniestra oscuridad del caos. Y a veces, con un paso equivocado, con una mirada de más ¡es tan fácil volver allá!

9-X-13

Memorias literarias, sí, pero de otra manera. Se llamará Los libros de mi vida, y será un repaso, algo melancólico, de mis lecturas – las que más me han influido -, con breves referencias al momento biográfico en que las leí.

Ya he escrito Edmondo De Amicis y Charles Dickens.

20-III-14

Siguiendo con Los libros de mi vida, empiezo el capítulo dedicado a H. Miller. Y, es inevitable, dejo un apunte de cómo lo conocí, a través de R, una de aquellas noches de ajedrez y divagaciones cuando tenía 25 años.

¡Qué perdido estaba entonces! Y sin embargo, tenía muy claro lo único que de verdad me importaba: escribir. Pero también tenía bastante claro que era incapaz de hacerlo como soñaba, y que siempre sería incapaz.

Ahora estoy en mi estudio-habitación de la recuperada vivienda de Roger de Flor. Mientras escribo esto tengo delante una librería-vitrina y, en ella, en un lugar destacado, varios ejemplares de los cinco libros ESCRITOS POR MÍ que se han publicado. Si aquel joven casi desesperado de 25 años pudiese verlo, no se lo creería.

¡Solo han pasado 49 años!

9-V-14

Acepto mi posición social y personal actual como consecuencia necesaria de mi debilidad. Hay cosas buenas. Y de las malas – que las hay – no hay otro responsable que yo mismo.

16-VI-16

No sé dónde buscar una lectura estimulante. Como las de antes. Lo malo de ser viejo es que tienes la sensación de haberlo ya visto y leído todo. Supongo que no es así. Pero cuesta encontrar algo “nuevo”.

20-I-18

Últimamente tengo a veces la impresión de que viejas partes de mí mismo van desprendiéndose de mí como costras que se caen por sí solas, sin dolor, sin apenas advertirlo. Costumbres, vicios antes muy activos van perdiendo fuerza y se me van cayendo a trozos. Es el aspecto bueno, supongo, de la inevitable pérdida de fuerza vital.

3-II-18

Esto de Los libros de mi vida me está convirtiendo en algo muy especial, en un íntimo de los genios literarios de todos los tiempos. Como en mis novelas, pero de manera diferente, siento como ellos, pienso como ellos, soy ellos. Es una gran suerte, la más grande que me ha deparado la fortuna: ir siempre acompañado, ilustrado, aleccionado por ciertos seres humanos de categoría superior. Estoy atesorando lo más selecto de la humanidad, haciéndolo mío de alguna manera. ¿Qué más se puede pedir?

18-III-18

Estoy muy satisfecho de cómo me ha salido la primera parte de Pavese. De lo mejor de esta serie. Y el motivo de mi satisfacción radica sobre todo en la sensación de haber superado, vencido, la dificultad del asunto.

Pavese es bastante inaprensible y considero un mérito haber conseguido dar una idea aproximadamente verdadera de él. Y el mérito es mayor si se tiene en cuenta que, para mí, sigue siendo muy difícil de explicármelo.

25-X-18

Ayer saqué la primera de la lista de Escritoras: Sor Juana Inés de la Cruz. No me ha quedado mal.

Una de las exigencias que me he impuesto en esta serie es prescindir de las palabras: feminismo, género, patriarcado, etc., aunque no siempre de los conceptos correspondientes. Quiero decir, aplicar mi videncia, mi sentido común de siempre evitando el actual enmarañamiento de la cuestión.

1-I-19

Primer día del año. Apenas me lo creo. El otro día imaginaba que, en cualquier momento, podía despertar con 19 años, y que todo lo que aparentemente ha seguido no ha sido más que un sueño.

Y en efecto, todo ha sido un sueño. Un sueño que no se repetirá; que, bueno o malo, está concluido, acabado.

¿Qué significa todo esto? Eterna pregunta. La cita de Mathilda, de Mary Shelley, es la respuesta más certera posible. No hay más.

[No sabemos lo que todo este vasto mundo significa; esa extraña mezcla del bien y del mal. Pero fuimos colocados aquí y se nos ordena vivir y esperar. No sé lo que tenemos que esperar; pero hay un bien que no alcanzamos a ver y debemos buscarlo; esa es nuestra tarea en la tierra.]

3-V-19

Siempre ha sido así; mi debilidad de carácter me ha impulsado a someterme a las fuerzas que escoltan y determinan mi vida. Solo en mi imaginación he sido independiente y libre…pero es ahí donde se edifica todo lo que realmente me interesa.

16-VI-19

Me pregunto cuál ha sido el sentido de mi vida. Y me respondo que no ha sido otro que realizar mis sueños. Pero estos sueños apenas se han realizado, es decir, se han cumplido solo en una parte pequeña y casi ridícula. Y además, solo en su aspecto formal: ser escritor. Pero no en su contenido: develar el misterio y la esencia del mundo, llegar a comprenderlo todo. Demasiado ambicioso, se dirá. Además, los que han llegado al cumplimiento de algo parecido pocas veces parecen razonablemente felices. ¿Entonces? ¿Es tan importante eso? ¿Para qué sirve?

3-IX-19

Ayer tarde, en la soledad de un sillón encarado al exterior de la Biblioteca SF, me sorprendí pensando esto: ¿qué pretende esa inquietud interior, subterránea, que nunca cesa? ¿A qué obedece? ¿Puede apaciguarse con algo? Difícil saberlo. Por lo general, ni siquiera soy consciente de que esa inquietud no cesa de agitarse en mi interior. Pienso que todo lo que necesito para alcanzar la paz perfecta es acallarla. O satisfacerla. ¿Pero con qué?

22-XI-19

Otra decepción. Creía que CJ aceptaría Ovidio y Wilde para la filial de H en Madrid. Y resulta que no. ¿Es mi destino?

Es como funciona el mundo. Aquí no entra el destino. O sí. Cuando aquél dijo “el destino es el carácter” lo dijo todo. Si mi carácter fuese como el de los que saben venderse, las cosas serían muy distintas.

¿Y el valor objetivo de las obras? Sí, esto suele determinarse más o menos acertadamente tras el paso de décadas o siglos. Y mientras, los que por su carácter no supieron acceder al nivel de selección de los buenos ¿qué pasa con ellos? Nada, que no existen. Eso es todo.

Y ahora pienso en Enoch Soames, de Beerbohm. El ingenio más agudo aplicado a la literatura.

En la vida y en el arte – dijo – todo cuanto importa tiene un final inevitable.

29-II-20

Después de semanas investigando sobre Sylvia Plath parece que voy a llegar a la conclusión de que no, de que no es un personaje que me motive lo suficiente. Quizá no la entiendo bien; quizá sí entiendo que se trata de una persona supersensible y bastante desequilibrada, que tiene la habilidad de escribir versos para dar un atisbo de sus temblores inexplicables. Pero todo eso no constituye una escritora que me motive lo suficiente. La dificultad de entrar en sus poemas, por mi parte, no se debe solo al problema del idioma, pues esta dificultad debiera darse igualmente en Dickinson, y no se da. Total, que ya veremos. Pero estoy a punto de sacarla de la lista.

Observo además por mi parte una especie de cansancio. Alarmante. Pues es el tipo de cansancio que me sobrevino hace un tiempo a propósito de las novelas y que amenaza ahora con extenderse a toda la creación literaria. ¿Qué sería de mí entonces?

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EMILY DICKINSON. El premio de la vida I

                          ‘Tis Life’s award – to die –

A veces uno llega a dudar de que los seres humanos integren una sola especie zoológica. ¡Los hay tan diferentes! ¿Qué tienen en común un hombre solo de acción, como Napoleón, y otro solo de ensoñaciones intimistas, como Leopardi? Incluso entre los escritores las diferencias pueden ser abismales; entre Zola, por ejemplo, y ciertos poetas de la misma época y país. Pero también entre lo poetas abundan perfiles totalmente opuestos, como el de Walt Whitman y el de su casi contemporánea Emily Dickinson. En este caso, además, la diferencia resulta inquietante. Porque de Whitman, cualquiera con un poco de cultura literaria puede decir quién es o qué representa. De Dickinson, no.

Aproximarse a Dickinson es entrar en un territorio inexplorado. No hay referencias, no hay mapas que nos puedan orientar en la peligrosa travesía. El mismo lenguaje resulta a veces desconocido. La sintaxis parece inventada, incluso los signos ortográficos, con sus constantes guiones y sus mayúsculas aparentemente caprichosas, no obedecen a ningún código conocido. Todo, fondo y forma, surge simultáneamente de la misma alma escritora.

Un alma que parece estar siempre en el umbral de algo grande, tal vez oscuro, tal vez terrible. O luminoso. No podemos llamarlo abismo, aunque alguna vez ella lo hace. En realidad no podemos darle ningún nombre diferente del que ella dicta.

Lo curioso, lo insólito, lo increíble es que una autora como Emily, además de existir y crear, haya traspasado la barrera de las sombras – lo desconocido por la cultura universal – y haya llegado a brillar e imponerse en el firmamento de la poesía perenne.

Perteneciente a una familia tradicional norteamericana, descendiente de los arribados al continente con la Gran Migración de los puritanos ingleses de 1630, pasó toda la vida en la residencia familiar de Amherst, con solo breves salidas a la cercana Boston, a Filadelfia y Washington, además de unos meses de la adolescencia, interna en una institución de enseñanza. Pero, sobre todo desde los treinta años de edad, vivió encerrada en su retiro sin más trato directo que con los padres, el hermano mayor Austin y la hermana menor Lavinia, además de con alguna amistad íntima, como Susan, confidente desde la infancia, que se convirtió en su cuñada.

Pero no estaba cerrada al mundo mantuvo continua correspondencia epistolar con personas de diversos ámbitos -, era el mundo el que estaba encerrado en ella. Un mundo de extrañas y poderosas visiones y sensaciones que ella iba trascribiendo, en su particular idioma poético, en papeles que luego cosía a mano para formar volúmenes que guardaba sigilosamente en un cajón.

Pero, como le suele ocurrir a todo creador solitario, Emily no dejaba de plantearse con mayor o menor urgencia la cuestión de si lo que hacía valía la pena desde un punto de vista estético más o menos objetivo. El ojo no puede verse a sí mismo, y ella no tenía a nadie que le informase de si aquellos poemas que inevitablemente le surgían – y que amorosamente cultivaba – tenían algún valor para el mundo exterior. Y he aquí que en abril de 1862 aparece en la revista The Atlantic Monthly un artículo del entonces famoso crítico literario Higginson en el que alienta a los jóvenes escritores a que le envíen muestras de sus obras. Emily le escribe enseguida: “¿Está usted demasiado ocupado para decirme si mis versos están vivos?”, enviándole cuatro breves composiciones.

La reacción de Higginson es de asombro y desconcierto. Por supuesto, siente que allí hay algo vivo, pero no sabe descubrirlo cabalmente. Le molesta el envoltorio. El sacerdote de la Forma no puede aceptar aquella escritura espasmódica, dice, salpicada de guioncitos y de mayúsculas absurdas. Ni la anarquía de metro y rima. Y así se lo hace saber a Emily, aconsejándole las oportunas enmiendas y sobre todo que no intente publicar todavía (es consciente de que hay ahí un valor oculto que quizá con una cirugía…).

Emily agradece a Higginson los consejos, aunque, con la ironía y el sentido del humor que -también – la caracterizan, le da a entender que no piensa seguirlos rigurosamente, porque no podría prescindir del acompañamiento de las Campanillas – guiones y mayúsculas -. Y en cuanto a abstenerse de publicar de momento, escribe

Sonrío cuando sugiere que aplace “publicar “ – porque eso es tan extraño a mi pensamiento como el Firmamento al Fondo del Mar. Si la fama me perteneciera – no podría escapar de ella…

Pero termina rogándole que sea su “preceptor”, y en las muchas cartas que seguirán firmará siempre como “su alumna”.

A partir de ahí se desarrolla una larga correspondencia entre famoso crítico y poeta nueva – con largas interrupciones al principio, debidas a la guerra civil, en la que el crítico participa como coronel unionista – que evoluciona rápidamente hacia una buena amistad.

Algunos estudiosos de hoy reprochan a Higginson haber sido incapaz de captar toda la genialidad de Dickinson – reproche fácil, “a toro pasado” -, pero no se preguntan si en estos momentos ellos ignoran o niegan oportunidades a la genialidad – mañana evidente – de un autor nuevo. Reproche injusto, además, como evidencian estas palabras de Higginson dirigidas a Dickinson en carta de 11 de mayo de 1869

A veces saco sus cartas y sus versos, querida amiga, y cuando siento su extraño poder, no es extraño que se me haga difícil escribir y que así transcurran largos meses. […] No he cambiado en lo tocante a usted y nunca decae mi interés por lo que me envía [ …] siempre me intimida pensar que lo que escribo pudiera ser desatinado y temo no captar la sutileza de su afilado pensamiento. Sería tan fácil, me temo, malinterpretarla. Aun así, como ve, lo intento. (trad. Nicole d’Amonville Alegría.)

Y aún hay quien se atreve a hablar de “la escasa perspicacia” de Higginson por no proclamar al momento la genialidad de Dickinson, como tan fácilmente se proclamara un siglo después, cuando lo que se debería resaltar es la suma inteligencia y delicadeza que muestran esas palabras ante al enigma de la poeta nueva.

De todos modos, Emily Dickinson no pudo, como pretendía, evitar la fama. Pero no tuvo que escapar. Porque cuando la fama llegó ella ya no estaba.      (CONTINÚA

 

       (De ESCRITORAS)

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EMILY DICKINSON. El premio de la vida II

Emily Dickinson nació en Amherst, pequeña localidad de Massachusetts, Estados Unidos, en 1830, un año después que su hermano Austin y tres antes que su hermana Lavinia. El padre, Edward, abogado y político liberal (izquierda) que fue evolucionando hacia posturas cada vez más conservadoras, fue diputado en el Congreso – Emily le adoraba, “tenía el corazón puro y terrible”, dijo de él en una carta. La madre, Emily Norcross, distanciada y enfermiza, estuvo toda la vida más cuidada por los hijos que a la inversa.

La familia era muy importante para Emily Dickinson, siempre estuvo muy unida a hermano, hermana y cuñada, que constiuían el núcleo esencial de su vida social, así como de la material lo era la gran casa familiar (Homestead), al lado de la cual construyó el hermano su propia vivienda (Evergreens) cuando se casó con Susan.

Y dentro de la Homestead, la habitación propia en la planta superior, donde Emily se encerraba parte del día para recibir y poner por escrito los mensajes poéticos que le llegaban – ¿de dónde? -, y que luego iba coleccionando y guardando. Solo unos cuantos se publicaron en vida  – anónimos -, de cinco a ocho, según el biógrafo de turno. Y seguro que pudo publicar más, porque sus relaciones no eran pocas. Y es que, aunque retirada y casi encerrada, no era ajena al mundo cultural, principalmente a través de los diarios y revistas que llegaban a la casa y por las amistades de la familia o las pocas del período escolar, que conservó toda la vida. Pero publicar siempre le pareció una degradación del acto creativo.

Su vida escolar fue breve y nada metódica. Cursó estudios primarios en la misma Amherst y en otoño de 1847 ingresó en el centro femenino de estudios Mt. Holyoke, a pocos kilómetros de la ciudad. El ambiente – la moda de aquella sociedad y momento – era de una religiosidad de origen calvinista que exigía en la práctica conversiones espectaculares y grandes actos de propaganda. Emily no se sentía nada a gusto, y al acabar el curso lo dejó. Y sin embargo aquella fue la época en que estuvo más abierta a la sociedad, incluso escribía una columna en el boletín del centro, en el que desplegaba su ironía y sentido del humor: llegó a declararse pagana. Su religiosidad iba por otros derroteros y empezaba ya a manifestarse en el misterio de unos versos.

El regreso a casa en 1848 significa el inicio del encierro que había de durar toda la vida, excepto breves salidas a ciudades próximas. En una de éstas, en 1855, oyó predicar y conoció al Reverendo Charles Wadsworth, con el que inició una apasionada correspondencia, en la que expresa directamente el amor – siempre a distancia – que despertó en ella aquel varón severo y hermoso. El traslado de Wadsworth en mayo de 1860 al otro extremo del país supuso para ella un golpe muy duro, al sentir que se le anulaba toda esperanza de seguir soñando.

Las relaciones con el exterior – fuera del ámbito doméstico – fueron casi siempre epistolares. Escribió unas mil cartas. Entre todos sus corresponsales destacan tres que, por motivos diversos, tuvieron especial importancia en su vida. O cuatro, si se admite que el “Dueño” (Master), a quien escribió cartas de amor y sometimiento total, era persona distinta de Wadsworth.

Uno era Samuel Bowles, director del Springfield Daily Republican, amigo de la familia y de ella misma de toda la vida, que mantuvo con Emily una relación basada en la confianza y estima. En el diario le publicó algún poema, como siempre en forma anónima.

Otro, Th. W. Higginson, el crítico desconcertado, siempre admirando la rara profundidad de la poeta, aunque reconociendo su incapacidad para comprenderla. Tras la muerte de Emily, colaboró en la primera edición de muchos de sus poemas, que salió a la luz entre 1890 y 1892.

Y finalmente, el juez Otis Lord, dieciocho años mayor que Emily y amigo del padre. Pero, más que epistolar, esta relación fue personal – aunque también se cruzaron cartas – y dio lugar a un amor mutuo, sosegado y terreno, incluida petición de mano por parte de Lord en 1882. No se sabe si fue la negativa de Emily – en defensa por encima de todo de su independencia – o la inesperada muerte del juez dos años más tarde lo que frustró el intento.

Pero desde hacía años, desde que prácticamente se encerrara en su cuarto propio, la auténtica vida de Emily se iba condensando en aquellos papeles escritos que guardaba no se sabe – ni ella misma – para qué. Y siempre con ese estilo tan propio, tan inimitable – de hecho imposible de imitar – que hacía de su obra algo potente, directo, y sobre todo, indescifrable, como bien comprobó el bueno de Higginson.

A lo largo de su obra, los temas fundamentales pasean sus mayúsculas, que se destacan claramente de las de los demás: Inmortalidad, Eternidad, Amor, Dios, Silencio, Muerte, Alma… Palabras que no aluden a conceptos exactos, sino a impresiones del espíritu ante la proximidad, la presencia, de algo desconocido y tal vez terrible, 

Pero, en ocasiones, esa presencia enigmática e inquietante no se percibe como terrible, sino como algo cotidiano pero incomprensible, lo que refuerza su extrañeza, como se aprecia en el poema que describe los prosaicos movimientos que se observan en una casa vecina tras la muerte de su morador (There’s been a Death, in the Opposite House)

En los últimos años la muerte – no la poética, de inicial mayúscula –  va cercando con su negra sombra a Emily. En 1874 muere el padre de repente; un año después la madre queda semiparalítica a consecuencia de un ictus; en 1878 muere el director de periódico y amigo Samuel Bowles;  en abril de 1882 muere Wadsworth, que había reaparecido y visitado en dos ocasiones a Emily, y en noviembre del mismo año la madre; en 1884 muere el juez Lord, frustrado prometido de la poeta. Pero la desaparición que más seriamente le afectó fue la de su sobrino Gilbert, de 7 años, por quien sentía un inmenso cariño, ocurrida un año antes. A partir de ese momento, Emily se fue consumiendo lentamente. Hasta que el 15 de mayo de 1886 dejó la vida, alcanzando así el premio obligado e irrenunciable.

Días después, mientras la hermana Lavinia se aplicaba a cumplir las instrucciones de Emily, entre ellas quemar toda la correspondencia recibida, se produjo un hallazgo inesperado: unos fascículos escritos a mano con esmerada caligrafía que contenían cerca de 1800 poemas, además de otros en hojas sueltas. Fue el principio del largo proceso de publicación, propagación y ascensión a la Fama, nunca deseada por la poeta.

Si Lavinia no hubiese descubierto esos papeles o los hubiese añadido a los destinados al fuego, hoy Emily Dickinson no existiría. La Fama es prima hermana del Azar.

(De ESCRITORAS)

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Justicia poética (refundido)

Hacia 1678, el historiador y crítico literario inglés Thomas Rymer acuñó la expresión poetic justice para definir lo que, según él, debería contener toda obra dramática o de ficción: que, al final, el mal recibe siempre su castigo y el bien su recompensa. En una versión menos radical u utópica, podría entenderse la justicia poética como una especie de coherencia moral, exigible en toda historia. Es decir, por ejemplo, que no podría ser que un individuo malvado, perverso y depravado viviese felizmente sus últimos días, o que una persona bondadosa, noble y laboriosa muriese en la desesperación más absoluta.

Rymer era un neoclásico, defensor de las normas estéticas que el teatro francés había impuesto en Europa y beligerante frente a Shakespeare, en cuya obra solo veía un mar de incoherencias e inmoralidades. A Shakespeare esto le daba igual, más que nada porque llevaba seis décadas muerto; pero también a la vida real le traían sin cuidado las ideas de Rymer, y seguía ofreciendo su propio espectáculo, ajena a las normas de los críticos moralizantes. Uno de éstos llegó a decir que solo la ejemplaridad moral justifica la existencia del arte. Pero nunca llegó a preguntarse qué es lo que justifica la existencia de un crítico moralizante.

Por extraño que parezca, una idea tan mecánica y simplista del relato artístico ha llegado hasta nuestros días, principalmente en versión cinematográfica, donde, conocida como happy end, ha ahorrado toneladas de lágrimas a millones de espectadores: el chico o la chica pueden pasarlo francamente mal, y el “malo” puede estar alcanzando sus perversos propósitos, pero al final todo se arregla…y Rymer y los suyos pueden respirar tranquilos. La justicia poética ha funcionado.

Otro asunto es si alguna especie de justicia, similar a la poética en el arte, funciona en la vida real. Si el bien tiene su premio y el mal su castigo. Cierto que en este caso sería más correcto prescindir del adjetivo “poética” y quedarnos con el sustantivo “justicia”, sin más.

¿Hay justicia en el mundo? Y no me refiero a aquella que presuntamente imparten jueces y tribunales, sino a aquella otra que Thomas Rymer deseaba para los dramas o relatos artísticos. El bien, ¿acaba siempre por triunfar? El mal, ¿recibe siempre su castigo?

Los creyentes cristianos tienen la respuesta fácil (en esta y en otras muchas cuestiones). Todo se soluciona en el más allá, donde los malos son castigados y los buenos alcanzan la recompensa eterna. Los no creyentes lo tienen más difícil. De hecho, cuentan con dos opciones: reconocer amargamente que el mundo suele ser injusto o recurrir a la idea de una especie de justicia inmanente, algo que la sabiduría popular siempre ha intuido, y ha proclamado con la frase “en el pecado va la penitencia”.

¿Pero qué significa exactamente esta idea? ¿Que los malvados sufren espontáneamente por haber cometido sus maldades? ¿Que Hitler, Franco, Stalin y compañía, por ejemplo, lo pasaban muy mal cometiendo sus fechorías? No sé…

En cualquier caso, el asunto es vidrioso. A primera vista, es evidente que no hay justicia en el mundo; se ha de recurrir a una segunda vista para formular un juicio más consolador, pero no todo el mundo está dotado de esta particular visión añadida.

Así que lo mejor es dejarlo. Además, ¿por qué habría de haber justicia en el mundo? Quizá es que la cosa es muy sencilla, tan sencilla como para espantarse considerándola fríamente: el mundo es como es, y punto. O como dice el filósofo: “el juicio sobre este mundo es este mundo”.

Así que, a primera vista, la virtud no siempre tiene su recompensa. O muy pocas veces. O casi nunca. Pero…¿Y el esfuerzo? ¿Y el mérito?

Estudia, esfuérzate para ser mañana un hombre de provecho”; “siempre adelante, no te dejes amilanar por los pequeños fracasos, que al final el mérito y la valía salen siempre triunfantes”… Ahora no sé, pero a mediados del siglo pasado los padres responsables prodigaban a sus hijos consejos de esta clase. Era una época optimista. A pesar de las dos guerras y, en especial, de los horrores de la última, la gente confiaba, no sé por qué, en la bondad fundamental de la especie humana y en la receta milagrosa del trabajo y el esfuerzo. Los Dale Carnegie y O.S. Marden seguían irradiando esa especie de optimismo primario hasta los más apartados rincones del mundo, como mi hogar familiar, donde los autores citados compartían anaquel con Dante y Stefan Zweig.

Dudo que hoy se impartan y se reciban con la misma inocencia ese tipo de consejos. Ha habido demasiados premios literarios por en medio como para que se pueda mantener la idea de que lo excelente se alza siempre por encima de lo mediocre. Y sin embargo, la idea persiste. Leo en el comentario de un lector de una revista digital: “no hay genios ocultos”, “el artista que vale de verdad llega siempre”.

¿Seguro que no hay genios ocultos? ¿Cómo lo sabe? Es el tipo de enunciado que cierto filósofo no admitiría como científico por el hecho de no ser “falsable”. Es decir, que no hay manera de imaginar su contrario. Porque lo definitorio de algo oculto es que se desconoce, y entonces ¿cómo se sabe si existe o no?

Por el contrario, hay indicios para suponer que no es cierto lo que afirma el comentarista en cuestión. Si no llega a ser por la determinación de su amigo Max Brod, Kafka habría muerto como genio oculto. Si llega a morir a los 52 años en vez de a los 72, Schopenhauer no existiría para nosotros (su obra capital fue publicada cuando tenía 34 y pasó totalmente desapercibida). Si la hermana de la difunta Emily Dickinson hubiese destruido sin mirarlos los papeles dejados por la poeta, no conoceríamos una de las muestras más exquisitas de la poesía universal. Y seguro que hay más “indicios”. En estos casos, la moneda cayó del lado de la luz, pero no podemos dudar de que en otros muchos haya caído del lado de la oscuridad. Nunca sabremos quiénes fueron ni cuánto hemos perdido.

¿Cómo se puede afirmar que no hay genios ocultos, o que el artista siempre llega? Quizá solo desde la comodidad mental, desde el deseo de imaginarse un mundo en el que todo encaja, en el que reina una justicia poética de acartonado corte neoclásico.

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Por extraño que parezca

Por extraño que parezca hay escritores que no buscan la fama. Por extraño que parezca hay escritores a los que solo les interesa escribir, crear. Si me preguntan dónde están esos escritores, me pondrán en un aprieto. Yo no conozco a ninguno – cierto que conozco muy pocos de la actualidad -, pero estoy seguro de que los hay. Y más seguro aún de que los ha habido.

Y no me refiero a ese extraño tipo de persona que anda buscando el fracaso, ente ficticio creado por la mente hipercalórica de un escritor de nuestros días. Me refiero a aquel buen hombre, o a aquella buena mujer, que tiene el vicio de escribir cuanto mejor, mejor, y que no anda pendiente del viento de la moda, sino de llegar con sus palabras al descubrimiento y exposición del mundo exterior y del que lleva adentro, que son en suma lo mismo.

Ernesto Sabato no manifestó nunca ninguna necesidad ni ansia de ser famoso. Se puede pensar que fue así porque lo consiguió al primer intento, pero este pensamiento queda anulado ante la realidad de su ímpetu pirómano, que entregó a la hoguera cantidades de originales de los que se negó a obtener ningún provecho.

Franz Kafka sentía un inmenso pudor cada vez que su amigo Max Brod le arrancaba un original para que se publicase. Y expresó su deseo de que todos sus escritos no publicados fuesen destruidos. Por suerte para nosotros su amigo fiel le fue en esto infiel, dando con ello una maravillosa muestra de lealtad al escritor y a la humanidad lectora.

Se sabe de otros varios, todos escritores de primera línea, que estaban tan entregados a su obra que ni se les ocurría pensar en las posibles consecuencias prácticas, en dinero o en prestigio. Pienso ahora en Emily Dickinson, pero seguro que hay más, bastantes más. Tantos que se podrían contar con los dedos de las dos manos…O de una.

Sí, por extraño que parezca hay escritores que no buscan la fama; escritores a los que solo les interesa escribir, crear.

A veces imagino que soy uno de ellos.

Pero entonces no me habría subido a esta ridícula tribuna.

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¿Justicia poética? III

Quedamos en que, a primera vista, la virtud no siempre tiene su recompensa. O muy pocas veces. O casi nunca. Pero…¿Y el esfuerzo? ¿Y el mérito?

“Estudia, esfuérzate para ser mañana un hombre de provecho”; “siempre adelante, no te dejes amilanar por los pequeños fracasos, que al final el mérito y la valía salen siempre triunfantes”… Ahora no sé, pero a mediados del siglo pasado los padres responsables prodigaban a sus hijos consejos de esta clase. Era una época optimista. A pesar de las dos guerras y, en especial, de los horrores de la última, la gente confiaba, no sé por qué, en la bondad fundamental de la especie humana y en la receta milagrosa del trabajo y el esfuerzo. Los Dale Carnegie y O.S. Marden irradiaban esa especie de optimismo primario hasta los más apartados rincones del mundo, como mi hogar familiar, donde los autores citados compartían anaquel con Dante y Stefan Zweig.

Dudo que hoy se impartan y se reciban con la misma inocencia ese tipo de consejos. Ha habido demasiados premios literarios por en medio como para que se pueda mantener la idea de que lo excelente se alza siempre por encima de lo mediocre. Y sin embargo, la idea persiste. Leo en el comentario de un lector de una revista digital: “no hay genios ocultos”, “el artista que vale de verdad llega siempre”.

¿Seguro que no hay genios ocultos? ¿Cómo lo sabe? Es el tipo de enunciado que cierto filósofo no admitiría como científico por el hecho de no ser “falsable”. Es decir, que no hay manera de imaginar su contrario. Porque lo definitorio de algo oculto es que se desconoce, y entonces ¿cómo se sabe si existe o no?

Por el contrario, hay indicios para suponer que no es cierto lo que afirma el comentarista en cuestión. Si no llega a ser por la determinación de su amigo Max Brod, Kafka habría muerto como genio oculto. Si llega a morir a los 52 años en vez de a los 72, Schopenhauer no existiría para nosotros (su obra capital fue publicada cuando tenía 34 y pasó totalmente desapercibida). Si la hermana de la difunta Emily Dickinson hubiese destruido sin mirarlos los papeles dejados por la poeta, no conoceríamos una de las muestras más exquisitas de la poesía universal. Y seguro que hay más “indicios”. En estos casos, la moneda cayó del lado de la luz, pero no podemos dudar de que en otros muchos haya caído del lado de la oscuridad. Nunca sabremos quiénes fueron ni cuánto hemos perdido.

¿Cómo se puede afirmar que no hay genios ocultos, o que el artista siempre llega? Quizá solo desde la comodidad mental, desde el deseo de imaginarse un mundo en el que todo encaja, en el que reina una justicia poética de acartonado corte neoclásico.

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