Toda expresión humana – sépalo su autor o no – tiene varios niveles de interpretación. Si uno dice “he trabajado mucho”, se puede interpretar también como “estoy cansado” o como “merezco un premio”. Si esto es así en la vida corriente de las personas corrientes, qué no será en la obra del artista y sobre todo del artista nada corriente.
Dante Alighieri estableció que en su obra literaria existen cuatro niveles de interpretación, desde el inmediato o elemental hasta el más elevado u oculto, que él denomina anagógico. Pero no todo el mundo puede ser Dante, ni en la obra ni en el análisis de la obra.
Yo, por ejemplo, en La ciudad y el reino descubro claramente tres niveles de interpretación. No más. Voy a tratar de exponerlos, dando por descontado que el lector atento los habrá ya descubierto por sí mismo. Así que esta disertación va dirigida especialmente al no muy atento.
Primernivel. La novela consiste en la historia de la relación amistosa entre dos personas, con sus afinidades y sus diferencias, cuyos caminos van divergiendo. Contiene también un somero retrato de la época y la sociedad en cuyo marco se desarrolla la acción.
Segundonivel. La novela consiste en la contraposición de dos maneras distintas, opuestas, de ver el mundo y de actuar en él. Tanto en las sociedades como en los individuos predomina una de las dos maneras.
Una, representada por la Ciudad, aspira al orden y a la racionalidad, a la armonía y la belleza; conoce los límites del ser humano y los respeta. En lo político y social promueve el entendimiento y el pacto entre los intereses diversos.
La otra, representada por el Reino, siente que existe una verdad indiscutible que hay que predicar – o imponer – para lograr la salvación de la humanidad descarriada. Se guía por el impulso de la propia fe, sin reconocer más límites o barreras que los que ella misma pone. En lo político y social no suele practicar el diálogo, sino el adoctrinamiento con vistas al triunfo necesario e inevitable de la verdad única. Su convicción nace de un sentimiento íntimo, de naturaleza mística que, o bien puede mantener en una semiprivacidad, dando lugar a la figura del santo (porejemplo, San PaulinodeNola), o bien puede intentar imponerla por cualquier medio, opción ésta que suele generar desastres.
Tercernivel. La novela consiste en la exploración y exposición de la dualidad del alma humana, por una parte apegada a la tierra y edificando sobre base sólida el edificio de racionalidad, orden y belleza que constituye la firme estructura de toda civilización; por otra, aspirando a desentrañar directamente el misterio del universo por una especie de intuición mística, despreciando métodos y fases.
Esta dualidad se halla presente en mayor o menor medida en el alma de todo ser humano, y algunos escritores se han complacido en encarnarla, separadamente, en ciertos personajes opuestos entre sí (piénsese en el dúo Settembrini-Naphta de La montaña mágica de Thomas Mann, por ejemplo).
Dualidad del alma que forzosamente se da también en el autor de la novela, quien, parafraseando la ocurrencia de Flaubert, puede concluir y de hecho concluye afirmando con toda verdad que La ciudady el reino… soy yo.
Del mismo modo que no recuerdo cuándo empecé a andar, no puedo precisar el momento en que oí hablar por primera vez del Infierno. Supongo que fue en la infancia más lejana, y con seguridad a mi madre, no a mi padre.
Muy poco después, en el colegio – religioso – me confirmaron su existencia, aderezándola además con toda suerte de descripciones pintorescas. Pero enseguida quedó claro que lo peor del Infierno no eran los tormentos, más o menos ingeniosos, a los que se sometía al pobre condenado. Lo peor era la eternidad. Eternidad quiere decir que no se acaba nunca.
Por un instante de placer, una eternidad de tormentos, advertía el cura con toda la seriedad del mundo. Era como para pensárselo. El placer, por supuesto, era el de siempre: el único pecado que tenía obsesionada a aquella ensotanada gente. Un joven que permanece en la cama una hora despierto no puede ser bueno. Y todo el mundo lo entendía, eso que resulta tan difícil de entender a los que no fueron los adolescentes de entonces.
Dejando aparte su problemática existencia objetiva – ya cuestionada por los librepensadores desde hacía por lo menos dos siglos -, el Infierno tenía una función muy clara: ejercer de gendarme del orden social, contener a los díscolos (y aquí, más que lo sexual importaba lo social) con la amenaza del fuego eterno si se rebelaban contra el poder bendecido por el altar. La primera tarea de los revolucionarios fue liquidar el Infierno. Está por ver si lo consiguieron.
A lo largo de la historia el Infierno ha ido cambiando de formas, de contenido y de función. Es de suponer que los primeros creyentes, y por lo menos hasta el Renacimiento, lo tenían por muy real. Y sin embargo, es muy difícil de creer.
Es muy difícil creer que Dante Alighieri creyera en la existencia física del Infierno. Pensamos que un hombre tan racional y hasta racionalista como él – aunque fuera al mismo tiempo tan poético y tan místico como nadie – no podría aceptar tales mitos. Pero quizá pensamos mal. O no conocemos lo suficiente el ambiente social y mental de la Edad Media.O no conocemos lo suficiente a Dante, que es lo más seguro. Nadie lo conoce lo suficiente. Incluidos los expertos dantistas.
A veces, el poeta toscano permite que alguno de sus lectores no profesionales atisbe alguna clave de su mundo secreto y apenas entreabierto. Como se lo permitió al filósofo Santayana.
A los condenados en el Infierno, señala Santayana, apenas se les ve sufrir por la acción de los demonios. Sufren porque, violando el orden moral, se han convertido en aquello que deseaban. Idea que el mismo filósofo comenta con estas palabras:
El castigo, parece entonces decir [Dante], no es nada que se agrega al mal: es lo que la pasión misma persigue; es el cumplimiento de algo que horroriza al alma que lo deseó.
Así, Paolo y Francesca, los amantes adúlteros, vagan abrazados, eternamente empujados por un viento constante. ¿No es esto lo que deseaban?, cabe preguntarse. Sí, y en su cumplimiento eterno consiste el castigo. Porque
el amor ilícito –sigue Santayana– está condenado a la mera posesión, posesión en la oscuridad. Sin un ambiente. Sin un futuro.[…] Entrégate, nos diría Dante, entrégate completamente a un amor que no sea más que amor, y estarás ya en el Infierno. Solo un poeta inspirado podría ser tan penetrante moralista. Solo un profundo moralista podría ser tan trágico poeta.”
A lo largo de la historia el Infierno ha sido muy transitado, además de por los condenados, que lo conocen por dentro, por toda suerte de teólogos, inquisidores y predicadores, quienes afirman conocerlo muy bien desde fuera.
Hasta que, hace aproximadamente un par de siglos, empezaron a asomar unos nuevos frecuentadores del Infierno. Los escritores-poetas, gente extraña y bastante retorcida que se entretiene con unos juguetes muy especiales. Uno de esos juguetes se llama metáfora y consiste en referirse a una cosa con el nombre de otra con la que tiene un lejano parentesco. Y así, con la palabra infierno, pueden nombrar “el fondo de lo desconocido” (Baudelaire), la angustia creativa del poeta (Rimbaud), el transporte etílico insuperable (M. Lowry) o, en un alarde de egocentrismo existencialista, a todos los que no son uno mismo, “el infierno son los otros” (Sartre).
Sí, hay muchas clases de Infierno desde que la imaginación poética se impuso al dogma. Aunque, bien pensado, el dogma también es una imaginación, pero nada poética, sino blindada y hasta armada.
En todo caso, es seguro que los creyentes medievales se indignarían ante una utilización tan frívola, por parte de los modernos escritores, de palabra tan terrible. Indignación hoy imposible, porque aquel Infierno antiguo ya no interesa a nadie, incluso en el Vaticano no saben qué hacer con él: es curioso que un instrumento pensado para retener, por el miedo, a la clientela, se haya convertido en algo que, por increíble, la ahuyenta. Las cosas no son siempre lo que eran.
Y ahora ¿qué? ¿Qué hacemos, ahora que vivimos libres de la amenaza del Infierno? Pues ahora cada individuo se afana en construir su propio infierno. Y también cada colectividad.
Sí, además de los individuales y poéticos, existen los infiernos colectivos y prosaicos que parecen tristes imitaciones del de Dante, como demuestra la visión de ciertas ciudades bombardeadas por los demonios vecinos.
Cada edad de la vida tiene sus prejuicios y sus manías. Conviene, por ello, que desde muy joven vaya uno observando a los mayores a fin de no caer tontamente en unos y otras cuando le llegue la hora.
La hora me ha llegado, pero como siempre he practicado el consejo que acabo de dar, creo que he salido indemne de los más destacados prejuicios y manías propios de la edad.
El principal, considerar que, a lo largo del tiempo vivido, todo en la sociedad y en el mundo se ha ido deteriorando, que todo irá a peor y, en fin, que sin ningún género de dudas “cualquiera tiempo pasado fue mejor”.
No entro en si el contenido de esta idea es verdadero o no, cuestión que corresponde a la filosofía en su eterna lucha entre pensadores optimistas y pesimistas; me refiero al hecho psíquico, es decir, a lo que bulle en la mente del anciano, ajeno, por lo general, a toda disquisición filosófica sobre el tema.
¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué piensan así? Simplemente porque confunden el fin de su tiempo, que evidentemente está al caer, con el fin de los tiempos, que quién sabe cuándo y cómo.
Y sin embargo, esta proposición, a todas luces errónea, es defendible desde cierta perspectiva filosófica, y es que, para el individuo, todos los tiempos se contienen en su tiempo, y la extinción de éste supone la extinción de todos, es decir, del mundo. Además, es cierto que siempre hay algo que se acaba.
Fue hace unos años. Estaba leyendo algo de Thomas Mann, un ensayo, creo, cuando de repente me detuve, como sorprendido por una iluminación súbita, y me dije ¿Pero qué haces? ¿Sabes que todo esto ya no interesa nadie? ¿No te das cuenta de que estás solo? ¿que estás atrapado en un mundo que ya no existe? Homero, Cicerón, Dante, Cervantes, Goethe, Tolstoy, el mismo Mann y muchos más son dioses de una religión hoy desaparecida.
El mundo occidental, que fue su patria y el ámbito de su existencia, reniega de ellos; desterró de la enseñanza general el griego y el latíny ha relegado todo lo que huele a sabio humanismo al rincón de los objetos arqueológicos.
El mundo oriental – las potencias del Pacífico asiático – nunca se ha interesado en serio, creo yo, por ese tesoro de Occidente, quizá porque cuenta con su propia cultura tradicional. Y, según dicen, esas potencias están configurando el futuro inminente de la humanidad.
Y yo, adorando a unos dioses que ya casi no existen; que se están desvaneciendo con el mundo que los había engendrado.
Pero seguiré. Porque sé que no desaparecerán del todo hasta que yo mismo no desaparezca.
Dante Alighieri, por quien Wilde sentía gran admiración, fue quizá el único gran artista que supo tomarse la justicia poética por su mano. Él mismo se encargó de encerrar en el infierno a sus enemigos y a los enemigos de sus amigos. Y allá estarán mientras la literatura exista. Wilde podría haber hecho algo parecido. Colocar en un infierno creado al efecto a jueces, carceleros, marqueses y falsos amigos. Recursos no le faltaban…Pero no, no podía. No tenía la férrea personalidad de Dante, como él mismo reconoció; él era un griego pacífico y suave.
De todos modos, aunque incapaz de hacerla por sí mismo como su admirado florentino, con aquella clarividencia que siempre le había distinguido sabía muy bien que la justicia poética acabaría imponiéndose también en su caso.
En cierta ocasión, ya en su exilio francés, repasaba con Harris adónde habían llegado algunos de sus antiguos compañeros de estudios – uno de ellos, Curzon, nada menos que a virrey de la India – y añadió:
La espantosa injusticia de la vida me vuelve loco. Después de todo, ¿qué han hecho ellos en comparación con lo que yo he hecho? Supón que muriésemos todos ahora: dentro de cincuenta o de cien años nadie se acordará de Curzon o de Wyndham o de Blunt. Su vida, lo mismo que su muerte, no importará a nadie en absoluto. En cambio, mis comedias, mis cuentos y La balada de la cárcel de Reading serán conocidos y leídos por millones de personas, y hasta mi mismo infortunado destino despertará una simpatía universal.
Amén. Quiero decir que así ha sido.
El futuro es la patria del artista. El presente es el campo de acción de los Curzon, de los graves magistrados y de los grandes potentados, de los políticos avispados y de los ávidos financieros. Ellos forjan la realidad social sobre la base de sus intereses mezquinos y de la mediocridad de sus almas.
El artista es un pájaro que canta. A veces, intentan disparar sobre él, y en ocasiones lo hieren. Pero siempre, vivo o en apariencia muerto, consigue alzar el vuelo. Y su canto nos llega desde la altura. Y nos ayuda a soportar este mundo infeliz, obra siniestra de los que nacieron sordos para la música.
Doscientos años después de la conquista de tierras valencianas por catalanes y aragoneses, cuando las nuevas lenguas (catalán en la zona costera, más poblada; castellano en zonas del interior), están ya del todo asentadas, un caballero, descendiente de aquellos catalanes invasores, escribe:
Ffantasiant, Amor a mi descobrelos grans secrets c·als pus suptils amagae mon jorn clar als hòmens és nit fosca a visch de ço que persones no tasten.
El caballero se cree único. Único capaz de acceder a los grandes secretos que Amor oculta a las mentes más sutiles; único capaz de gozar del día claro, que para los demás es noche oscura; único capaz de alimentarse de manjares, que los demás ni siquiera prueban.
Se ha señalado esta actitud como la afirmación de una individualidad a ultranza frente a la incardinación absoluta del individuo en lo colectivo, propia de la Edad Media y de toda sociedad poco evolucionada. Pero yo creo que no solo se trata de eso. Voces personalísimas y subjetivas habían sido las de Petrarca y Dante, entre otras. Lo que distingue a nuestro caballero es, además de la fuerte conciencia de individualidad (Jo só aquest que em dic Ausiàs March), la convicción de que nadie está a su altura en el conocimiento – y goce y sufrimiento – de los secretos del espíritu y, sobre todo, del amor.
Orgullo, soberbia, sentido de la propia superioridad (social, intelectual y moral), espíritu analítico, profundidad, fantasía, melancolía, son rasgos que caracterizan al hombre llamado Ausiàs March.
Perteneciente a la baja nobleza, hijo de otro caballero también poeta, además de la formación propia de su estamento, tuvo una educación libresca, habitual en su ambiente familiar. Y así, al tiempo que vive plenamente la vida feudal en su fase de decadencia, da a luz una poesía difícilmente comparable con la que se escribe en su época.
La poesía de los trovadores, escrita en la lengua provenzal que había dominado (literariamente) extensas zonas geográficas, y que incluso había sido utilizada por poetas catalanes, aragoneses, italianos y hasta algún inglés, como el rey Ricardo Plantagenet, era ya cosa del pasado, si bien conservaba su prestigio. March parte de ella para adentrarse en otros mundos, allá donde se guardan los “grandes secretos”.
En realidad, la deuda con los poetas provenzales es escasa. En cuanto a la forma, prescinde de casi todos sus artificios formales, de su métrica elaboradísima, para conservar solo el decasílabo con cesura tras la cuarta sílaba, salvo en contadas composiciones.
Pero es en el fondo donde difiere claramente. El motivo central sigue siendo el mismo: la mujer, la dama amada por el poeta; el tratamiento y la intención son por completo diferentes. Para el provenzal, la dama es un ser adorable – en el sentido literal de la palabra – a la que canta su amor con independencia de cuál sea su realidad personal. Para March, la mujer amada es una persona real, que despierta en el poeta sentimientos encontrados – que él querría siempre espirituales – y que con frecuencia le decepciona.
Sentimientos encontrados, nunca mejor dicho. Porque todo el conocimiento literario adquirido, que le permite citar a Ovidio o Dante, y el filosófico, que ha aprendido en Aristóteles y los escolásticos, los aplica en exclusiva al análisis de los propios sentimientos, que están siempre en terrible contienda (Dintre meu sent terrible baralla, o bien, Ira i Amor dins mi van debatent).
La mayor parte de su obra, compuesta por 128 poemas, va dirigida a la amada – mejor dicho, a las amadas -, mujeres concretas a las que identifica con un senhal (recurso heredado de la lírica provenzal), como Plena de seny (llena de prudencia), Llir entre carts (lirio entre cardos), Mon darrer bé (mi último bien), Foll amor (loco amor), Amor, amor. Solo de la denominada Llir entre carts se ha podido establecer la identidad: una dama casada, de nombre Teresa Bou.
El poeta siente la necesidad de amar, y con un amor plenamente espiritual. Pero fracasa. Y es que el tipo de amor que pretende no se puede realizar. En esto quizá fueron más sabios los provenzales y los del dolce stil nuovo, piensa el comentarista de hoy, cuando se inventaban la dama para cultivar los propios sentimientos en el jardín particular del invento. March se las tiene que ver con personas de carne y hueso, a las que a veces reprocha el tener el cor deshonest o l’enteniment enferm.Además de por los amatorios, la obra de Ausiàs March está formada por otros grupos de poemas: los morales, en los que trata problemas teóricos relacionados con el bien, las limitaciones humanas, las teorías del amor; los de muerte, donde expresa el dolor provocado por la muerte de la amada (quizá una de las dos esposas), y finalmente el hondamente sentido Cant espiritual, en el que se dirige a Dios suplicando le de a conocer los caminos por los que un pecador como él puede acceder al perdón.
Y es que no hay duda de que Ausiàs March fue un perfecto pecador. La soberbia de un señor medieval, que a veces llega a la crueldad, la sensualidad, la lujuria de una masculinidad que no puede frenar (tuvo varios hijos, ninguno de los dos matrimonios) no se avienen con el mensaje de Cristo, algo desvirtuado por los usos sociales de la época, es cierto.
Solo el afán de escalar cimas espirituales le salva ante sí mismo, el ansia de buscar por el camino del amor los grandes secretos vedados al común de los mortales. Por doloroso que sea el ascenso. Porque sin ese dolor no puede vivir.
Y así, cuando el amor se ausenta, lo llama desesperado y hasta le ofrece su libertad de caballero indómito:
¿Qui·m tornarà lo temps de ma dolor
e·m furtarà la mia libertat?
La imaginación es la facultad del alma de representarse cosas reales o ideales. Así es como la define la RAE. Pero mejor no nos guiemos por definiciones canónicas. Sobre todo cuando todo el mundo sabe de lo que se está hablando, como es el caso.
Lo cierto es que la imaginación es una facultad humana de la máxima importancia. Sin imaginación no seríamos lo que somos, es decir, lo que imaginamos ser. Y somos lo que imaginamos ser, evidente. Otra cosa es lo que imaginan los otros que somos, que suele ser bastante distinto de aquello que imaginamos que somos. Y he aquí que, sin darme cuenta, me he deslizado hacia aquella cuestión que tenía obsesionada a una mente tan clara como la de Pirandello: ¿Somos realmente lo que creemos ser o hay tantos yoes como miradas se posan en nosotros?… Pero abandonemos la espinosa senda de la filosofía y permanezcamos en la más segura de la palabrería.
La imaginación es como la última mano de pintura que damos a la realidad. Gracias a la imaginación podemos decir que una puesta de sol es algo maravilloso, o que las nubes son figuras cambiantes de seres fabulosos, o que el obligado saludo de la vecina es una clara invitación a compartir delicias soñadas. Gracias a la imaginación saludamos al nuevo día convencidos de que será distinto del anterior. Tan fuerte es la imaginación que, cuando somos jóvenes y sanos, nos induce a pensar que la enfermedad y la vejez es cosa de los otros.
La imaginación es una facultad absolutamente necesaria para la vida humana. Sin ella, nos derrumbaríamos. ¿Que exagero? Basta pensar qué sería de los grandes personajes, de los líderes mundiales, si no pudiesen imaginarse que son lo que imaginan que son. Se disolverían en el espacio como pompas de jabón. Y también para el artista es importante la imaginación. No solo para crear la obra, sino, sobre todo, para pensar que esa obra tiene algún sentido o sirve para algo.
Y es que, seamos claros, ¿por qué escribo yo estas cosas aquí? Porque imagino que alguien las lee, que le gustan y que hasta musita ¡qué bien escribe Priante!
Y así funciona el mundo.
Pero consideremos ahora la imaginación bajo otro aspecto. Porque, si hasta ahora la he tratado como elemento básico e imprescindible de la personalidad, en adelante divagaré sobre su aspecto más positivo, es decir, como la cualidad que permite al individuo humano ser algo más que individuo. Artista, por ejemplo.
Las personas normales, y esto no es ningún reproche, ven la realidad como una superficie plana. Las cosas son lo que son, y punto. Los artistas ven en esa superficie ondulaciones sorprendentes, cifras, signos, que remiten a algo que quizá está fuera quizá debajo de esa superficie. Esta capacidad de ver, adivinar o construir mundos vivos sobre una apariencia plana es lo que distingue no solo al artista sino a toda persona con un punto más de evolución respecto de las demás. Y esto tampoco es un reproche hacia “las demás”. Es la simple constatación de la existencia de una pluralidad de niveles. Pero me parece que ya salta alguien con aquello de ¡elitismo! No importa, no quiero desviarme. Lo de hoy es la imaginación.
Hay artistas, escritores, que nos han regalado con un derroche de imaginación desbordante. Los ha habido en todas las épocas (incluso ahora, nadie lo diría). Pero solo mencionaré tres, y de los considerados clásicos.
Cervantes, quien no solo imagina al loco-cuerdo más notable de la historia de la ficción, sino que nos lo cuenta con un humor y una ironía que le han valido el título de padre de la novela moderna, es decir, de la novela a secas. Como ejemplo, la peculiar situación de la segunda parte del Quijote, donde los dos protagonistas son reconocidos por otros personajes… porque éstos ya han leído la primera parte.
Dante, quien no solo cree en el dogma católico, sino que además le pone decorado, ambientación, attrezzo y efectos especiales, dando salida en su Commedia a la imaginación más excelsa, perversa y poética que podemos hallar en la historia de la literatura.
Shakespeare, creador de unos seres humanos tan consistentes, que muchos de los reales palidecen a su lado. Y es que, para Shakespeare, lo de menos es imaginar historias, que suele tomar de aquí y de allá; lo de más es imaginar esos caracteres que permanecerán para siempre como paradigmas de las diferentes formas de manifestarse la condición humana. Aparte de la gran riqueza poética, imaginativa, de su escritura.
Pero, además de la función artística, la imaginación positiva tiene otras virtudes más modestas, pero también más eficaces y hasta necesarias. La principal es la imaginación del otro. Si uno es capaz de imaginarse, es decir, de ponerse en el lugar del otro (en especial si este otro es el enemigo o el contrario) toda la fuerza del antagonismo se desvanece. Y si todos fuésemos capaces de este ejercicio, los conflictos y las guerras desaparecerían de la faz de la tierra. Que no es poco.
Decía Oscar Wilde que el peor de los vicios es la falta de imaginación. En efecto, porque la falta de imaginación es la madre de todos los crímenes.
Acabo de escribir “la falta de imaginación es la madre de todos los crímenes” y me quedo pensativo y dubitante. ¿Es verdad esto? Pienso entonces en toda la imaginación que se necesita para vislumbrar un paraíso – en este mundo o en el otro – y ser capaz de matar o morir por alcanzarlo. Y resulta que este tipo de imaginación es la que más crímenes contra la humanidad ha provocado. Así que mi frase no parece verdadera.
O quizá necesite una matización, es decir, quizá describe una verdad parcial que habría que colocar en su justo sitio, sin afanes totalizadores. Es lo malo de las máximas, sentencias o frases lapidarias: que por mucha verdad que contengan dejan siempre una buena porción fuera.
Porque, vamos a ver, para vislumbrar un paraíso – terrenal o celestial, tanto da – y creer en la necesidad de su imposición con tanta fuerza que empuje a morir o matar por ello, se necesita cierta imaginación, es cierto. Pero no es menos cierto que ésta sería un tipo de imaginación muy distinta de la que se alberga en la mente del que escribe novelas o del que es capaz de sufrir solo pensando en los que sufren.
Así que más bien parece que ni siquiera merece el nombre de imaginación. Porque, en todas sus variantes, lo imaginado no es nunca construcción del propio sujeto, sino que es algo que viene de fuera y que hay que creer y transmitir tal cual, sin pizca alguna de iniciativa propia, cosa que parece la negación misma de la imaginación.
Mejor entonces llamarlo creencia, o fe, que es una especie de idea fija que en los casos extremos lleva al creyente – convertido en fanático – a cometer auténticas barbaridades.
Y he aquí que matizando, matizando, he regresado al punto inicial. Y eso está muy bien. Porque ahora puedo afirmar, y no un poco a bulto como al principio, sino con pleno conocimiento de causa, que sí, que la falta de imaginación es la madre de todos los crímenes.
Dante tuvo otros amores, más reales, por decirlo de alguna manera, que el que nunca dejó de sentir por Beatriz; amores que darían origen a otro tipo de poesía en el que la transfiguración alegórica propia del dolce stil nuovo cede el paso a la terrenal e incontenible fuerza del deseo, y ello tanto en la época de juventud, con las aventuras galantes que son tema de correspondencia poética con los amigos también poetas, como en el posterior período de destierro, pues en las cortes señoriales que sucesivamente le acogieron no solía faltar alguna dama consoladora. O esquiva, como la que inspiró los poemas a “la mujer de piedra”:
Così nel mio parlar voglio esser aspro
com’è ne li atti questa bella petra…
(Quisiera ser tan duro en mis palabras
como esta hermosa piedra es en los actos…).
Es lógico imaginar que este tipo de extravíos pasionales fueron los que le llevaron a perderse en la “selva oscura” y le merecieron los duros reproches que Beatriz le había de dirigir en el umbral del Paraíso.
En 1293, de acuerdo con lo pactado entre las familias en su infancia, se casó con Gemma Donati, con la que tuvo varios hijos, dos de los cuales, Pietro y Iacopo, fueron los primeros comentadores de la Divina Comedia. La hija Antonia entró en religión con el nombre de Beatriz.
A partir de cierto momento, Dante se siente especialmente inclinado a la acción política, siempre del lado de los por entonces llamados güelfos blancos, partidarios del poder ciudadano, enfrentados a los guelfos negros, aristócratas y feudales, apoyados por el papado. En 1295, a los treinta años, inicia la carrera política entrando a formar parte del Consejo del Capitán del Pueblo, para lo cual, dado que estaba vedado a la nobleza participar en los órganos ciudadanos, tiene que inscribirse previamente en un gremio profesional.
En los diversos cargos que ostentó siempre mostró la máxima firmeza frente a los intentos de los negros de subvertir el orden legal. El punto culminante de estas tensiones políticas tiene lugar a finales de 1301 cuando, ante la proximidad de las tropas francesas, aliadas del papa y de los negros, es enviado a Roma a negociar con el pontífice Bonifacio VIII. Mientras permanece en esta ciudad retenido por el papa, los enemigos toman Florencia e instauran un régimen de terror en el que los blancos son duramente castigados. Dante es sancionado con una fuerte multa y, poco después, condenado a muerte en rebeldía. Nunca más pisará las calles de Florencia ni volverá a ver a su esposa Gemma.
En los primeros tiempos del exilio Dante colabora con los blancos exiliados para derrocar el régimen impuesto en la ciudad. Pero pronto se convence de la inutilidad de los esfuerzos y, sobre todo, se siente vencido por la amargura de comprobar la maldad y necedad de muchos de sus compañeros de partido.
Se inicia entonces el triste periodo de peregrinaje por los pequeños principados y señoríos de Italia, en los que suele ser acogido a cambio de algunos servicios, sobre todo de carácter cancilleresco. Es la época en que da principio a obras que pretenden ser más serias que las de juventud: El convite (Il Convivio), donde comenta algunas de sus propias composiciones poéticas, en italiano, y Sobre la lengua vulgar (De vulgare eloquentia), tratado lingüistico en latín que, aun con las limitaciones propias de los conocimientos de la época, contiene observaciones e intuiciones asombrosamente “modernas”. Ambas obras quedaron inacabadas, quizá por las dificultades de la incómoda vida itinerante, quizás porque, por aquellos años, hacia 1307, empezaba a redactar la gran obra que sin duda llevaba años gestando.
Y de nuevo la política. La decisión del emperador romano-germánico, Enrique VII, de hacer valer sus derechos imperiales sobre Italia renueva en Dante la esperanza y el fervor político y, exaltado, se dirige por carta a los príncipes y municipios de Italia para que secunden la iniciativa imperial, y al mismo emperador para urgirle a que lleve a cabo el proyecto. Pero la iniciativa fracasa, el emperador muere y Dante se aparta para siempre de la política activa, dejándonos no obstante su ideario en la obra La Monarquía (Monarchia), en la que expone la fórmula que habría de garantizar la paz perpetua.
La fórmula es sencilla: un poder supremo, el del emperador romano-germánico (el del papado se limitaría a lo espiritual), que imponga su autoridad sobre reinos y ciudades, atendiendo al orden y la paz universales, y dejando que las diferentes comunidades políticas se rijan por sus propias leyes. Pero los tiempos no estaban para fórmulas sencillas.
En su vagar por las tierras de Italia no gozó de residencia más estable que unos pocos años en Verona, en la corte de Cangrande, y los tres últimos de su vida en Ravenna, en la corte del príncipe y también poeta Guido Novello da Polenta. Fue ahí donde puso punto final al Paraíso, última parte de su gran obra, si bien las anteriores hacía años que circulaban por toda Italia y ya le habían granjeado la fama de gran poeta, que no haría sino crecer en el tiempo y el espacio. Al regreso de Venecia, adonde se había desplazado en una misión oficial, murió en Ravenna un día de setiembre de 1321.
Dante Alighieri es con seguridad el escritor que más literatura secundaria ha generado; me refiero a estudios, tratados, comentarios. También ha dado pie a cierto tipo de especulaciones extra literarias, sobre todo a las de los esoteristas, como Luigi Valli, con su curioso estudio sobre los Fedeli d’amore (1929), o René Guénon (El esoterimo de Dante, 1925), exquisito ultratradicionalista siempre mirando a un ayer que nunca existió.
Pero yo creo que ni los eruditos de universidad ni, mucho menos, los de los saberes ocultos están en condiciones de apreciar y gustar la inmensa riqueza de la obra de Dante. Solo el lector desprejuiciado y medianamente culto lo está. También ha de ser un poco poeta, cierto.
Los eruditos seguirán discutiendo eternamente el fundamento y el significado exactos de estas confesiones de Dante. Los eruditos no son acaso los hombres más aptos para resolver el problema. Es cuestión de tacto literario y de imaginación afín. Debe confiarse a la delicada penetración del lector, en el caso de que la posea. Si no es así, Dante no desea abrirle su corazón. Sus enigmáticos ademanes son justamente su coraza protectora contra la intrusión de los espíritus incapaces de comprenderle. (George Santayana: Tres poetas filósofos. Lucrecio, Dante, Goethe)
Tacto literario, imaginación afín… Cualidades quizá imprescindibles también para gustar de la lectura de estas páginas que ahora concluyen, tanto como yo he gozado de su escritura.
Es tan grande la fuerza del arte verdadero que no hay barrera, muro o medio hostil que no pueda traspasar. Solo eso explica que una obra, una larga historia originariamente en verso y en un idioma en formación, por fuerza mal traducida, que cuenta hechos históricos oscuros de personajes en su mayoría desconocidos, con una prosa de difícil comprensión, llegue a cautivar a un adolescente de quince años, de manera que éste no pueda dejar el libro hasta leer la frase final : “el amor que mueve el sol y las demás estrellas”.
El libro estaba en la modesta librería familiar – sería exagerado llamarla biblioteca – junto a los de autores tan heterogéneos como O. S. Marden, Henry Ford, Palacio Valdés, Jacinto Benavente, Conan Doyle… Era de tapas duras, formato casi cuadrado, superficie algo granulada, de color anaranjado; de letras bastante claras con alguna ilustración al final de cada Canto. Eso es todo lo que puedo recordar – con algún error, supongo – sobre la forma. Porque el libro ni lo poseo ni sé qué fue de él. Con el tiempo, he leído otras versiones – también el italiano original – y cantidad de artículos y comentarios sobre el autor y la obra. Pero en aquella primera lectura alentaba todo lo que después supe.
Supe enseguida que el autor, a los nueve años, se había enamorado de una niña de la misma edad, experiencia similar a la que yo había sufrido, si bien las respectivas historias siguieron caminos muy diferentes. El autor, Dante Alighieri, no solo conservó aquel amor a lo largo de toda la vida, sino que elevó a aquella mujer – muerta a los veinticinco años – a las alturas del cielo de la teología. Y de la poesía, donde permanecerá eternamente.
La Divina Comedia narra en primera persona el viaje que el mismo Dante realiza por el mundo de ultratumba de la teología católica. A través del Infierno y del Purgatorio le acompaña Virgilio, admirado poeta de la antigüedad; a la entrada del Cielo le aguarda Beatriz, la mujer que amó, que le acompañará e ilustrará en su ascensión por el Paraíso. No se trata ahora de describir la topografía y otras características de cada uno de esos mundos. Solo quiero destacar algunos rasgos de la obra, como claras muestras de la fantasía, la profundidad y el ingenio poético del autor.
A los condenados en el Infierno apenas se les ve sufrir por la acción de los demonios. Sufren porque, violando el orden moral, se han convertido en aquello que deseaban. El filósofo George Santayana comenta este aspecto de un modo tan agudo que no me resisto a reproducir sus palabras:
El castigo, parece entonces decir (Dante), no es nada que se agrega al mal: es lo que la pasión misma persigue; es el cumplimiento de algo que horroriza al alma que lo deseó.
Así, Paolo y Francesca, los amantes adúlteros, vagan abrazados, eternamente empujados por un viento constante. ¿No es esto lo que deseaban?, cabe preguntarse. Sí, y en su cumplimiento eterno consiste el castigo. Porque
el amor ilícito – sigue Santayana – está condenado a la mera posesión, posesión en la oscuridad. Sin un ambiente. Sin un futuro. […] Entrégate, nos diría Dante, entrégate completamente a un amor que no sea más que amor, y estarás ya en el Infierno. Solo un poeta inspirado podría ser tan penetrante moralista. Solo un profundo moralista podría ser tan trágico poeta.”
Borges, por su parte, se fija en un aspecto, en un momento, que tiene más que ver con el misterio de la creación literaria que con cualquier dilema moral o filosófico. Cuando en el Canto XXX del Purgatorio, a las puertas del Paraíso, Dante ve aparecer a Beatriz junto a una extraña procesión de figuras alegóricas, una profunda emoción le embarga. Por una parte, llora porque se ha de separar de su amado guía Virgilio; por otra, ve ante sí al antiguo y constante amor que le ha de mostrar el Paraíso. Pero Beatriz, severa, le advierte que no ha de llorar porque Virgilio se vaya, porque habrá de hacerlo por otra herida
(Dante, perché Virgilio se ne vada,
non pianger anco, non pianger ancora,
ché pianger ti conven per altra spada).
Y a continuación la mujer
con ironía le pregunta cómo ha condescendido a pisar un sitio donde el hombre es feliz. El aire se ha poblado de ángeles: Beatriz les enumera, implacable, los extravíos de Dante. Dice que en vano ella lo buscaba en los sueños pues él tan bajo cayó que no hubo otra manera de salvación que mostrarle los réprobos. Dante baja los ojos, abochornado, y balbucea y llora…” (Borges: Nueve ensayos dantescos).
Borges opina que nada hacía presagiar en la obra que el anhelado encuentro se hubiese de desarrollar de tal manera, sufriendo Dante la mayor humillación de su vida. Y es que, al encontrarnos con el pasaje citado, tenemos la impresión de que el autor-personaje ha tenido que aceptar algo no previamente imaginado. Y así es. Porque ese algo, esa terrible escena estaba ahí, esperándole, con independencia de la voluntad consciente del propio “creador”.
Dante Alighieri nació en Florencia en 1265. La familia pertenecía a la pequeña nobleza, políticamente próxima a los güelfos, enfrentados a los gibelinos. Se cree que estudió con los franciscanos y los dominicos y que, hacia los veintidós años, frecuentó la universidad de Bolonia, aunque no consta que realizase estudios regulares. Muy joven, destaca como poeta, pero no es hasta la publicación de la Vita Nuova, colección de poemas escritos hasta sus veinticinco años, que, con la aprobación del ya famoso Guido Cavalcanti, se considera digno de pertenecer a los Fedeli d’Amore, grupo de poetas cultivadores del dolce stil nuovo, corriente poética que se caracterizaba, entre otras cosas, por cantar a la mujer no como a la señora distante de los provenzales sino como al ser angélico que preside y alienta el mundo espiritual del propio poeta. En la Vita Nuova, obra en que se alternan la prosa y el verso, Dante relata su amor por Beatriz y, al llorar la muerte de la joven, concluye con la promesa de crear una gran obra con la sola intención de ensalzarla. Él quizá aún no lo sabía, pero nosotros sabemos que esa obra se conocería con el nombre de la Divina Comedia y que su redacción le ocuparía los últimos quince años de su vida. (continúa)
ALTER.- Por lo que llevas diciendo deduzco que tienes a Thomas Mann por uno de los grandes de la literatura.
EGO.- Sin duda, es uno de los escritores más completos del siglo XX.
ALTER.- ¿Por qué no hablamos de él, aunque ello suponga apartarnos del capítulo de las lecturas infantiles?
EGO.- No nos apartamos de nada, puesto que aquí no hay capítulos ni siguen estos diálogos ningún plan, creo. Pero, de todos modos, no está tan apartado Mann de mis lecturas infantiles. Leí La montaña mágica a los dieciséis años.
ALTER.- Pero es una novela muy compleja, ¿no?
EGO.- Sí, supongo que se me escaparon muchas cosas. Lo que mejor recuerdo es el enfrentamiento ideológico entre Naphta, el jesuita retrógrado, y Settembrini, el librepensador progresista. Enfrentamiento que el autor trata con sana ironía vital, apuntando a veces en uno rasgos que se supone deberían corresponder al otro.
ALTER.- O sea, nada de esquematismos.
EGO.- Nada en absoluto.
ALTER.- Y nadie tiene toda la razón.
EGO.- Por supuesto, en el arte de la novela eso es elemental. Cada cual tiene “su” razón, como en la vida misma.
ALTER.- Pues yo diría que en la vida real, entre las personas de carne y hueso, siempre hay alguien que tiene toda la razón: uno mismo.
EGO.- Claro, porque “uno mismo” se siente por dentro, mientras que a los demás los ve desde fuera. De ahí la asombrosa facilidad con que se suele hablar de la gente -la gente es tonta, es mala, es incompetente, etc.- sin incluirse en ella el hablante. Y es que, en la vida real, uno mismo es el protagonista mientras que los demás, la gente, son meros comparsas. Pero ocurre que cada uno de esos comparsas es a su vez el protagonista de su propia vida, mientras que los demás, incluido el “uno mismo” de que hablábamos, sólo son comparsas. En la vida es así de sencillo; en la novela es mucho más complicado.
ALTER.- ¿Por qué?
EGO.- Porque en la novela, excepto en las que recurren a la forma autobiográfica, no hay un “uno mismo” definido, sino que, por lo general, el autor va desplazando o simultaneando el centro focal de la vivencia, el “uno mismo”, de uno a otro personaje, arrastrando en este movimiento al lector. Esta es la razón de que, en ocasiones, el lector simpatice con personajes que en la vida real le repugnarían, un criminal, por ejemplo, porque la magia del autor consigue que el “uno mismo” del personaje sea hondamente asumido por el lector.
ALTER.- La magia del autor…Realmente la creación literaria es lo más parecido a la magia que existe.
EGO.- Yo diría más. Diría que el arte es la única magia que existe. Magia y arte tienen un origen común, pero sólo el arte ha seguido el camino fructífero, sólo él puede provocar visiones y conducir a profundas transformaciones, mientras que la magia, atada a un literalismo estéril, ya no conduce a ninguna parte. Hoy la magia es sólo una rama del comercio.
ALTER.- ¿Y la literatura no?
EGO.- Sí, pero no “sólo”…Y te advierto que no me apetece en absoluto adentrarme por ese terreno.
ALTER.- Pues volvamos a tus lecturas infantiles.
EGO.- Infantiles, porque las leí en la infancia. Pero, excepto Corazón, no son lecturas propiamente infantiles las que he mencionado.
ALTER.- ¿Y no las hubo, propiamente infantiles?
EGO.- Por supuesto, y hasta los diecisiete años puede decirse que no las abandoné. Julio Verne el primero, quiero decir el que más leí, y toda la constelación de escritores imaginativos y aventureros: Alejandro Dumas con sus Tres Mosqueteros y, sobre todo, con El Conde de Montecristo , Paul Feval (El juramento de Lagardère), Stevenson (La isla del tesoro), Rafael Sabatini (Scaramouche), Walter Scott (Ivanhoe) Fenimore Cooper (El último mohicano) y tantos otros, y eso sin olvidar los tebeos, fuente inagotable de placer desde que aprendí a leer hasta aproximadamente los quince años.
ALTER.- ¿Qué clase de tebeos?
EGO.- Entre los de historietas cómicas mi preferido era Pulgarcito, publicación semanal que contenía historias de personajes tan emblemáticos como Carpanta, Doña Urraca, Las Hermanas Gilda, Zipi y Zape, el Reporter Tribulete, etc., algunos de los cuales, al pasar a publicaciones posteriores, pudieron gozar de larga vida. Y entre los tebeos de aventuras recuerdo con especial cariño El pequeño Sheriff, Suchai, El Guerrero del Antifaz y, sobre todo, Hazañas Bélicas.
ALTER.- Era pro nazi, ¿no?
EGO.- De pro nazi, nada. Lo que ocurre es que en sus páginas salían alemanes buenos, o sea, normales, cosa absurdamente inexistente en las películas americanas de la época. En realidad, el tema central de las historias no era la guerra. La guerra venía a ser el escenario de los acontecimientos, un escenario cruel y dantesco, magníficamente dibujado por el genial Boixcar, en el que los conflictos personales se ponían en el disparadero. Sí, el tema central eran los sentimientos, los buenos sentimientos. Una historia que recuerdo repetida es la de dos antiguos amigos, uno alemán y otro americano, que se encuentran frente a frente en el campo de batalla, con el consiguiente conflicto que se suscita entre los sentimientos de amistad y de deber.
ALTER.- ¿Y cuál se impone?
EGO.- No lo recuerdo, pero seguro que los buenos sentimientos quedaban a salvo.
ALTER.- Así que te gustaban los tebeos y seguramente las películas de guerra. ¡Quién lo diría!
EGO.- Lo que de verdad me gustaba era jugar a las guerras.
ALTER.- No parece un juego muy educativo.
EGO.- Entonces no se tenían en cuenta esas cosas… muy sabiamente, creo.
ALTER.- Quieres decir que la pedagogía de la época admitía esos juegos…
EGO.- No tengo ni idea de lo que admitía o no admitía la pedagogía de aquella época ni la de ésta. Lo que quiero decir es que esas preocupaciones no estaban en el ambiente. El juego era el juego, y a nadie se le ocurría confundirlo con la realidad. Y menos que nadie, a los propios niños.
ALTER.- Pero pueden favorecer actitudes violentas, o que se desarrolle una mentalidad belicista…pregunto.
EGO.- Eso es una estupidez, respondo. Y lo digo con pleno conocimiento de causa. Tanto yo, como mis hermanos, como el nutrido grupo de amigos que nos reuníamos durante las vacaciones escolares disfrutábamos como locos jugando a guerras. Era aquél un mundo emocionante, fascinante, mágico: las batallas en campo abierto, los asedios a las fortalezas, las persecuciones, los encarcelamientos, las fugas, los tratados de paz, las traiciones, los espías, las ejecuciones, nada faltaba en aquel simulacro perfectamente organizado…Pues bien, no sé de ninguno de aquellos niños, hoy sesentones, que haya desarrollado tendencias violentas o belicistas. Todos somos perfectamente pacifistas o, por lo menos, pacíficos. Y lo mismo puedo decir de la siguiente generación, la de mi hijo y sobrinos, también amantes en su infancia de los juegos de guerra, y hoy …que no les menten a Bush.
ALTER.- De acuerdo, ése es un caso, el de una familia o un grupo, pero no me negarás que es fácil que ciertos niños…
EGO.- Ya, ya sé por donde vas. Pero entonces yo te remito a lo que decía en la primera jornada sobre la capacidad de disfrutar del arte y sobre la incapacidad de que adolecen en este aspecto aquellos que no saben distinguir ficción y realidad. El juego es un arte, y los niños, los niños “normales”, son los más grandes artistas que existen. Saben crear la ficción, saben desempeñar en ella su papel como perfectos actores y saben quitarse la máscara y dejarla a un lado cuando hay que interrumpir la batalla porque es la hora de la merienda. De toda mi vida, no recuerdo momentos más felices que los de aquellos juegos infantiles. El arte, con todo su poderoso efecto catártico, lo creábamos y lo consumíamos nosotros mismos.
ALTER.- Sé lo que quieres decir y, pensándolo bien, es una lástima que todo eso haya de desaparecer con la infancia.
EGO.- A veces, cuando miro a los hombres de hoy, los veo como burdas caricaturas de los niños de ayer. Aquellos niños dominaban el arte; estos hombres son tristes juguetes de no se sabe qué.
ALTER.- Te veo muy melancólico, y no creo que sea para tanto. Piensa que, después de todo, por muchas virtudes que contenga, la infancia no es más que una fase del desarrollo del ser humano, que sólo alcanza su plenitud con la madurez, ¿no es así?
EGO.- Yo diría que es una plenitud mutilada, si es que la expresión tiene alguna lógica. Porque de todas las virtudes de la infancia hay una, primordial, que no se debería perder nunca.
ALTER.- La fantasía, la imaginación…
EGO.- Sí, es eso, pero yo lo definiría como la capacidad de imaginar el mundo. El adulto ve el mundo que le rodea como algo hecho, acabado. En cuanto sale de las brumas de la subjetiva adolescencia se topa con lo objetivo y se dice “ah, ése es el mundo, veamos cómo me muevo en él”. Ni por un momento se le ocurre, como al niño, decir “quiero que el mundo sea de esta o de aquella manera, vamos a jugar a esto”.
ALTER.- Eso es imposible, es utópico. ¿Quién podría hacerlo?
EGO.- El artista lo hace, pero lamentablemente sólo en cuanto artista. En los demás aspectos de la vida suele comportarse como cualquier otra persona, es decir, sometiéndose a la realidad objetiva del mundo.
ALTER.- No se puede romper la realidad.
EGO.- No, sobre todo si se cree que no se puede.
ALTER.- Bien, ya veo que para ti la infancia es el paraíso. Y la adolescencia ¿qué es?
EGO.- El infierno. El infierno y el paraíso al mismo tiempo. La repentina erupción de nuevos sentimientos y sensaciones es tan brutal que el adolescente se ve forzado a navegar por un mar de confusiones donde todo, a veces la misma cosa, se le presenta como sublime o como abyecto. Los límites se rompen, el orden propio del mundo infantil se desmorona y el individuo queda abandonado en medio del espacio infinito. No es extraño que, en cuanto atisba el nuevo orden de la madurez, corra a rendirse, aliviado, a sus mandatos, buscando el amparo de unos nuevos límites.
ALTER.- ¿Y es así en todos los casos?
EGO.- No lo sé. Hablo por mí, que es lo que mejor conozco. Pero imagino que, como no soy un bicho raro, mi caso será también el de muchos otros.
ALTER.- ¿Y qué papel jugaron las lecturas en tu adolescencia?
EGO.- En parte ya hemos hablado de eso. Las novelas de aventuras seguían alimentando el fuego de la imaginación infantil, pero además se incorporaron otras lecturas más “canónicas”: Don Quijote (versión abreviada, la completa la leía a los dieciocho), y otros clásicos castellanos, la Divina Comedia, algo de Shakespeare…pero la verdadera ruptura se produjo a los 17-18 años con la lectura de tres pensadores que me despertaron del “sueño dogmático”, mantenido hasta entonces por la presión del ambiente y de la enseñanza oficial.
ALTER.- ¿Quiénes eran?
EGO.- ¡Un momento!
ALTER.- ¿Pasa algo?
EGO.- Sí, algo que no debería pasar.
ALTER.- ¿Nos hemos desviado…?
EGO.- No, al contrario. Nos hemos encarrilado de una manera intolerable. ¿Te das cuenta de que estamos hilvanando los comentarios sobre la base de mi biografía personal?
ALTER.- ¿Y qué tiene eso de malo?
EGO.- Que incumple el primer mandamiento de estos diálogos: no seguir ningún plan.
ALTER.- Pero eso es imposible de cumplir: siempre hay un plan.
EGO.- Al final, Alter, en todo caso, al final. Sólo cuando la idea se haya desarrollado podremos hablar de la existencia o no de un plan.
ALTER.- Pero, ¿de verdad hay individuos excepcionales? ¿No estamos hechos todos de la misma materia?
EGO.- Sí, la materia es la misma, pero los resultados pueden ser muy diferentes, tan diferentes como lo son entre sí un enano de jardín y el David de Miguel Angel.
ALTER.- Antes has hablado de jerarquías, ahora de individuos excepcionales. No sé… creo advertir en tus posturas cierto tufillo antidemocrático.
EGO.- ¿No pensarás acusarme de semejante herejía? La democracia es el dogma de nuestra época, y no me entiendas mal. Lo que quiero decir es que ninguna persona civilizada puede manifestarse en contra, del mismo modo que en la Edad Media nadie podía manifestarse contra el dogma de la religión revelada. No, sinceramente, no estoy en contra de la democracia política.
ALTER.- En el adjetivo “política” creo advertir un pero.
EGO.- Por supuesto. Y es que hay una enorme confusión en todo esto, que convendría aclarar. Para empezar, hay que dejar claro que la igualdad no significa que todos seamos iguales, cosa que contradice la evidencia, sino que todos hemos de tener iguales oportunidades. Y la democracia no significa que todas las opiniones valgan lo mismo, cosa que también contradice la evidencia, sino que en los asuntos públicos, en la administración de las cosas comunes, ha de prevalecer el criterio de la mayoría, siempre controlada por las minorías. Ir más allá supondría, de hecho supone, un empobrecimiento espantoso del espíritu humano.
ALTER.- Quieres decir que la democracia no cabe en el arte, por ejemplo.
EGO.- Ni en el arte, ni en la ciencia, ni en la filosofía, ni en la religión ni en ninguna actividad que requiera formación, sensibilidad y un esfuerzo constante por ensanchar los límites del ser humano. La masa tiende a lo fácil y primario, por eso se le puede dejar la “administración de las cosas”, porque es una tarea de simple sentido común, aunque a veces no lo parezca. Pero si se le permite que decida en cuestiones de arte, nos conduce directa y rápidamente a la basura.
ALTER.- Pues si no la mayoría, ¿quién entonces ha de decidir en cuestiones de arte?
EGO.- La “inmensa minoría”, de que hablaba Juan Ramón Jiménez, y por supuesto, la posteridad.
ALTER.- De la posteridad ya hemos hablado, pero eso de la inmensa minoría, cómo hay que entenderlo.
EGO.- Yo lo entiendo como el conjunto de personas, de lectores en este caso, que tienen una sensibilidad y unos intereses afines a los del artista creador. Creo que el poeta pensaba en esto cuando acuñó la expresión. Claro que lo de “inmensa” se ha de entender en números absolutos, no relativos, porque ¿cuántas personas crees que hay interesadas en la poesía en todo el mundo? Algún millón, sin duda…lo que representan menos del uno por mil de la población mundial. Pero son esas personas las que constituyen la auténtica aristocracia de la humanidad, los únicos jueces válidos en cuestiones artísticas…Lo que no impide que sus fallos sobre los contemporáneos sean con frecuencia erróneos, y tengan que ser corregidos por el tribunal supremo de la posteridad.
ALTER.- Pero tú hablas del fallo de la posteridad como de algo definitivo, inalterable, cuando lo cierto, o al menos me lo parece, es que, con el paso del tiempo, esos fallos se van modificando, a veces radicalmente.
EGO.- En efecto, y yo mismo te pondré un ejemplo. Para los dramaturgos franceses de los siglos XVII y XVIII Shakespeare era un bárbaro; uno o dos siglos después, para los dramaturgos románticos Shakespeare era un dios, mientras que los franceses mencionados eran considerados auténticos peñascos. Pero en estas variaciones, más que la calidad, interviene la moda, los gustos de la época. De todos modos, está claro que el fallo no puede darlo una sola generación, sino el conjunto de varias generaciones.
ALTER.- Si quieres que te diga la verdad, todo eso me parece bastante problemático y subjetivo.
EGO.- Y lo es, naturalmente.
ALTER.- Así que, según tú, no existe un criterio objetivo para valorar el arte.
EGO.- Para detectarlo, para reconocerlo, sí. Está la prueba de la catarsis, de que antes hemos hablado. Pero la valoración propiamente dicha, es decir, la tarea de jerarquización será siempre subjetiva. La ciencia posee métodos objetivos para comprobar el acierto de sus investigaciones, y cada acierto constituye un progreso, que prepara el terreno para futuras investigaciones. Pero en el arte no hay progreso.
ALTER.- Dices que en el arte no hay progreso, pero un escritor ¿no aprende de sus antecesores? ¿No va mejorando con el tiempo sus modos de expresión? Yo entiendo que a eso se le puede llamar progreso.
EGO.- Lo que quiero decir es que, a diferencia del científico, el artista no necesita apoyarse en los logros de sus antecesores, otra cosa es que lo haga por razones de modas o tendencias. Cada obra de arte es autónoma y válida en sí misma. La astronomía moderna constituye un progreso frente a la astronomía de Tolomeo, pero El Castillo de Kafka no constituye un progreso frente a la Divina Comedia de Dante: ambas son obras cumbre de la literatura mundial, sin que el tiempo ni los “descubrimientos” que median entre una y otra tengan ninguna relevancia en sus respectivos méritos artísticos. Y entiendo que cada obra de arte es autónoma y válida en sí misma porque no ha de responder ante ninguna verdad o realidad ajena a ella misma. Su único deber es ser fiel a la verdad que ella crea.
ALTER.- Pero hay un arte realista que pretende…
EGO.- No, no hay ningún arte realista stricto sensu. Todo arte inventa su propia realidad. La literatura que pretende describir la realidad “tal cual es” está creando otra realidad distinta de la que afirma describir. Ni siquiera el reportaje documental o periodístico es mera reproducción de la realidad. Esto los lectores de periódicos lo sabemos muy bien.
ALTER.- Pero no me negarás que una novela sobre personas de nuestro tiempo con problemas de nuestro tiempo ha de mantenerse en los límites del realismo y la verosimilitud.
EGO.- Ha de mantenerse en los límites de su propia verdad, ha de mantener la coherencia interna. Por otra parte, has de tener en cuenta que realidad y verosimilitud no suelen corresponderse. Por ejemplo, no hay nada más inverosímil que una carta de amor auténtica.
ALTER.- Nos hemos desviado.
EGO.- Como siempre.
ALTER.- Estábamos en que en el arte no hay progreso.
EGO.- En efecto. Y por eso, la manida frase “eso está superado” no tiene ningún sentido en cuestiones de arte.
ALTER.- Pero siempre hay quienes alardean de ser artistas de nuestro tiempo, de crear obras innovadoras, transgresoras.
EGO.- Todo artista lo es de nuestro tiempo, pero en ese “nuestro tiempo” están contenidos todos los tiempos, y esto es algo que suelen olvidar los apóstoles de la modernidad a ultranza. En cuanto a la “innovación”, la única que reconozco es la que, con menores medios, consigue un mayor efecto catártico. Pero con frecuencia, cuando se habla de innovación se piensa sólo en aspectos formales, mientras que habría que recordar, por ejemplo, que la gran innovación que representa la obra de Kafka se realiza con una prosa muy tradicional.
ALTER.- Y de los transgresores, qué dices.
EGO.- No debería decir nada.
ALTER.- ¿Por qué?
EGO.- Porque se me escapa la risa. Yo no he visto nada transgresor en los últimos tiempos, excepto la misma palabra repetida una y mil veces en las solapas de los libros, en los programas de mano y en los artículos de algunos críticos papanatas. ¿Qué es lo que supuestamente se pretende transgredir? ¿Los valores de nuestra sociedad? ¡Pero si nuestra sociedad no tiene valores! El único que queda es ese democratismo de que antes hemos hablado, y no sé de ninguna obra que lo ponga seriamente en solfa. No, para nuestros “transgresores” la transgresión tiene que ver únicamente con el sexo (sadismo, masoquismo, bestialismo, coprofilia), con la droga o con el mal gusto y los malos modos, pero en especial con el espectáculo y el lenguaje del sexo. Es el tipo de transgresión del niño de tres años que te espeta con descaro: caca, culo, pis. Yo no veo en todo eso nada verdaderamente transgresor.
ALTER.- Y, según tú, qué es lo que sería verdaderamente transgresor.
EGO.- No sé…quizá una obra… una obra de tales características que de ningún modo pudiese ser premiada o patrocinada por la Fundación del Banco Tal o por el Grupo de Empresas Cual. Ese es el tipo de transgresión que echo en falta…Pero, en fin, todo esto no son más que cosas anecdóticas sugeridas por el uso actual de la palabreja, porque la verdad es que…que…
ALTER.- ¿Qué?
EGO.- Que todo arte verdadero es transgresor, en el sentido de que derriba los muros que nos cercan, de que rompe la cáscara que nos encierra y nos permite asomarnos a una realidad más alta…o más honda, como quieras llamarla. Mira, en la obra de teatro Nuestra ciudad, Thornton Wilder, con un estilo a la vez sencillo y poético, propina una tremenda sacudida al público, enfrentándole directa y casi brutalmente a esta cuestión: ¿Qué estáis haciendo con vuestras vidas? ¿No veis que estáis desperdiciando el don supremo que se os ha concedido? Eso es transgresor, eso es arte.
ALTER.- Wilder, el autor de El puente de San Luis Rey.
EGO.- El mismo.
ALTER.- Es una novela muy curiosa. La he leído dos veces en no mucho tiempo.
EGO.- ¿Por algún motivo especial?
ALTER.- Quería comprobar si se cumple lo que el narrador dice que se propone con el relato: que hay una especie de hilos mágicos que conectan personas y sucesos aparentemente ajenos, que todo está íntimamente relacionado, que nada ocurre por casualidad.
EGO.- ¿Y se cumple?
ALTER.- Aún no lo he descifrado.
EGO.- Mejor así. El arte no ha de probar nada; ha de limitarse a mostrar, y a mostrar de tal manera que conmueva y despierte las conciencias. Si esa conmoción provoca de súbito en el lector una fe determinada, no es culpa de la obra de arte, sino de su mala digestión. Por mi parte creo que lo que hace Wilder en esa novela es apuntar la misma idea que por aquellos años pergeñaba el psicólogo Jung: que la casualidad no existe, ni las coincidencias fortuitas, que todo está perfectamente tramado. Pero la verdad es que, como todo buen artista, Wilder no pretende darnos respuestas. Al contrario, en cierta ocasión manifestó explícitamente que, en esa novela, él sólo pretendía plantear la cuestión de la manera más clara y correcta posible, con la esperanza de que otros la condujesen a buen puerto. El gran mérito de Wilder consiste en su habilidad para despertarnos a la realidad más obvia y profunda del ser humano con la limpia poesía de su prosa. ¿Recuerdas el final de El puente de San Luis Rey? Es una frase preciosa que, además, condensa el sentido de toda la obra del autor: There is a land of the living and a land of the dead and the bridge is love, the only survival, the only meaning.
ALTER.- Sí, “hay un país de los vivos y un país de los muertos y el puente es el amor, lo único que permanece, lo único que importa.”