Si el genio existe, cosa que muchos niegan dejándolo todo al albur del esfuerzo, la perseverancia, la transpiración, etc., – virtudes de las que no carecía el bobo de Sísifo -, no puede consistir en otra cosa que en la capacidad de descubrir aspectos y relaciones que los adictos a la actividad reglada no pueden de ninguna manera descubrir.
Y con frecuencia esos descubrimientos geniales no son del todo solitarios. En el artículo Pirandello y yo, publicado en 1923 en La Nación, de Buenos Aires, Unamuno escribe:
Es un fenómeno curioso y que se ha dado muchas veces en la historia de la literatura, del arte, de la ciencia o de la filosofía, el que dos espíritus, sin conocerse ni conocer sus sendas obras, sin ponerse en relación el uno con el otro, hayan perseguido un mismo camino y hayan tramado análogas concepciones o llegado a los mismos resultados. Diríase que es algo que flota en el ambiente. O mejor, algo que late en las profundidades de la historia y que busca quien lo revele.
El descubrimiento que realizan simultáneamente Pirandello y Unamuno, desconociéndose entre sí, y que provoca la reflexión del último, consiste en la necesaria y radical autonomía del personaje literario de “ficción”. Cierto que esto ya se apunta en Cervantes, quien en la segunda parte del Quijote sitúa a sus dos protagonistas moviéndose libremente entre los lectores de la primera, pero había de llegar la época de la descomposición del yo, que sigue siendo la nuestra, para que la cosa surgiese de manera clara y brillante, desde “las profundidades de la historia”, de la mano de un italiano y un español (o de un siciliano y un vasco), gente poco dada en principio a las elucubraciones de la filosofía, aunque sí a las verdades del arte.
Pero es el caso que sí existe para él una verdad, algo fijo, inalterable, eterno, frente a la inestable, mudable, incoherente, incomprensible, fugaz, inapresable vida humana. Es el arte.
La vida es un flujo continuo e indistinto y no tiene otra forma fuera de la que le vamos dando nosotros, infinitamente varia y constantemente mudable […] Cada uno crea la propia vida; pero esta creación, desgraciadamente, nunca es libre.
Y es que siempre está sujeta a las necesidades naturales, a los fines prácticos que obligan a renuncias y a los deberes que limitan la libertad.
Solo el arte, cuando es verdadero arte, crea libremente: crea una realidad que tiene sus necesidades, sus leyes, su finalidad en sí misma solamente.
Como en todo artista auténtico, el universo creativo de Pirandello gira en torno a unas pocas ideas, presentes siempre de manera casi obsesiva: la contraposición entre la fluidez e inaprehensibilidad de la vida y la fijeza de la forma artística, la imposibilidad de la comunicación con solo el medio abstracto de las palabras, la idea de que la fantasía humana es el instrumento de que se sirve la naturaleza para
Pirandello, mejor que nadie, ha puesto sobre el papel la terrible angustia del que descubre que su yo imaginado no existe como tal para los demás. En su novela Uno, ninguno y cien mil el protagonista empieza por descubrir que, para su mujer, ni siquiera físicamente es tal como se imagina ser, hasta que llega finalmente a la conclusión de que cada uno de los que le rodean lo ven de distinta manera, de que es tantas personas como miradas se posan en él, de que no es nadie en sí mismo, sino algo que continuamente se crea y se rehace desde fuera.
Pero este individuo casi inexistente, esta no identidad, tampoco puede autoeliminarse, cosa que parecería tan fácil dada su volatilidad esencial. Es lo que se pone de manifiesto en la historia que se narra en la novela El difunto Matías Pascal, en la que el protagonista aprovecha la confusión sobre la identidad de un muerto para iniciar otra vida con otra personalidad. Pero resulta que, sin existencia legal, tampoco puede gozar de existencia física. Y ahí se queda, colgado, entre el no-ser y el ser-imposible.
Pero la obra que más y mejor se adentra en las contradicciones entres ser y parecer, entre realidad y ficción es sin duda Seis personajes en busca de autor. Escritor de cuentos desde muy joven y de algunas novelas, Pirandello entró ya mayor en el mundo del teatro. Y después de escribir y estrenar algunas piezas memorables, en 1921 sorprendió primero a Italia y enseguida al mundo con una obra genial…
Al entrar en la sala el público ve que el telón está alzado y que el escenario no ofrece nada que se parezca a una escenografía; algunos piensan que el espectáculo se ha suspendido o retrasado; unos individuos empiezan a aparecer en escena y a hablar entre ellos, parecen gente de teatro. Entonces ocurre lo increíble, lo imposible, lo escandaloso, lo inaceptable. Seis personas van entrando por el mismo lugar por donde ha entrado el público. Ante la consternación de los espectadores, atraviesan el patio de butacas, hablando y gesticulando de forma grotesca, y se encaran con el que, en el escenario, se dice director de una obra que se está ensayando. ¿Quiénes son esos intrusos? Se pregunta el director y también el público. Son personajes, dice el mayor de ellos, y llevan un drama muy doloroso que desean representar; el autor los ha abandonado y buscan otro que se haga cargo de ellos. Y en la explicación de ese drama y en la interactuación entre los recién llegados, el director y los actores, con la continua confusión entre ficción y realidad, se desarrolla la función.
Pirandello tuvo que salir por la puerta de servicio para evitar los insultos y las agresiones de muchos espectadores. Y es que hoy parece que ya lo hemos visto todo, pero cien años atrás la transgresión inteligente era transgresora de verdad (no esa especie de comedia asumida por unos y otros, que suele darse ahora) y, por tanto, inaceptable para el público normal, es decir, para el consumidor de un arte normalizado. (continúa)